Amado Pertier

Patio de luz | Incursiones

«Justo en la entrada de una de las estaciones de metro, vi a un chico (de 23 años, supuse), delgado, rubio, de ojos verde claro, más alto que yo, que sonreía y era bastante directo. Hola, me dijo, ¿quieres compañía?. Le respondí afirmativamente, y agregué: ¿tienes algún amigo que se una a un trío?. Espera un poco, respondió. Bajó unos escalones de la estación del metro, y volvió con un muchacho que tendría entre 23 y 25 años. Era un poco más moreno, atractivo, de ojos vivaces. ¿Sirve él?. Por supuesto, dije.» Noviembre comienza su desfile y yo desgrano migas para los pájaros: aquellas navecitas de trinos alegres y vivaces que cortan el sonambulismo de vehículos que veo pasar a través de la ventana. El sol lanzó sus pétalos de maravilla hacia atrás, y los cerros se encienden como una burbuja de lavalozas que declinará, no tan lentamente como quisiéramos. En el duelo de escribir o no escribir ganó la partida el lápiz, tan icónico como la Estatua de la Libertad, que se repite en estampillas y ofrecimientos de viajes a medio costo hacia la gran tarántula del norte. Acabo de bajar de un recorrido. No de clase turista ni de tercera. Sino del vuelo más rápido y ampuloso entre tantos que puede entregar internet. Desciendo de la gran corruptela de Grindr. La cabeza llena de adjetivos y superlativos. Imágenes que nunca quise y de todas formas me enviaron, peticiones de cita sexual casi como una llamada de urgencia a la ambulancia, porque alguien se desangra en plena calle. Fotos definidas, indefinidas, o bien, inexistentes. Un hombre escondido detrás de un paisaje, de una cita altruista de algún filósofo venido a menos, símbolos, signos, una brutal síntesis de siglas y un largo etcétera que no terminaría de escribir. Activos, pasivos, modernos, bisex, osos, nutrias, látex, cueros, transexuales, héteros curiosos que anhelan ser pasivos. Todos ofreciendo su mercadería un tanto añosa y decadente (no añosa por la edad de los oferentes, porque hay algunos jovencísimos, sino por la reiteración de frases como casas prefabricadas, que pueden levantarse en cualquier parte). Y, entre tanto ofrecimiento de safe sex o sexo a pelo, surge el silencioso negocio de la droga, oculto tras un perfil inexistente de 20, 30 o indecibles años. Fruta, hongos, clona, weed, de la buena, 3×15 y algunas categorías que, a pesar de mi experiencia, no alcanzo a descifrar. Ahí ya pasan definitivamente del sexo, o lo ponen como un ingrediente de regalo para quien dé el machacazo con una compra bien jugosa. Para quienes pisen el palito. Con lugar, sin lugar. Te paso el culo. Te lo chupo. Quiero leche. Casado mamador. Estoy solo. Sólo maduros. Buscando orgías. Uno para trío. Soy tu esclavo por unas chelas. Dotvers*lllks. Confieso que esta última denominación me costó bastantes minutos para descifrarla, para saber qué ofrecía el que estaba al otro lado de la pantalla de un celular, porque para este tipo de implementaciones ya no se ocupa el computador. Con la duda en la lengua, envié un tímido ¡hola!, el cual me respondieron casi al unísono. Pregunté: ¿Eres dotado versátil? Me respondieron: sí. ¿Y cobras? La respuesta también fue afirmativa, y se desplegaron ante mí cinco fotos bastante decidoras. Era un chico de 28 años, estudiante, según él, cobraba $40.000 la hora y sólo iba a domicilios u hoteles. Esas fotos me quedaron dando vueltas, y esperaba encontrarlas en algún pequeño rincón de la memoria. Me parecía conocido. Pero ningún recuerdo vino a mí. Era excitante. Con algunos tatuajes mal hechos, el cabello rizado, un bello pene estrangulado por su mano, y un trasero tan real, tan sin gimnasio, con algunos vellos adornando su redondez, que me quedé sin palabras. Y descifré su presentación “dotado versátil por lucas”. Hubiera sido mejor ofrecerse así que en una concatenación de letras y signos que dejarían impávidos a los menos entendedores de esos enredos internetianos. Era hermoso el chico, sin ninguna duda. Sólo no me gustaron sus labios, que parecían una explosión de carne que no alcanzó a cuajar, y, por lo tanto, estaban desdibujados. Amplié las fotografías lo más que pude, para ver el detalle de sus vellos levemente rubios, los centímetros de su instrumento, y la redondez de sus bolas con pequeños hoyitos, que me resultaban una delicia. Pero, entre los tatuajes de los brazos, creí ver varias cicatrices, como aquellas autoflagelaciones que se hacen los drogadictos, o ciertas personas con problemas mentales más o menos serios. No me importó. Sólo pasaría una hora con él. Entretanto alguien pregunta ¿Eres dotado? No soy animal de feria, respondo. Y sigo pensando en esas nalgas dignas de acariciar, lamer, morder, y por fin terminar penetrando esa entrada oculta entre pared y pared. ¡La otra vez me culiaste tan rico! ¿Te gustaría culiarme de nuevo? Espeta alguien detrás de un perfil que reconozco de hace seis años. Ya no puedo pensar. Las ideas obsesivas por ese joven me llenan el espacio de los sentidos, y me desvinculo de la aplicación. Cansa toda esta fantasía erótica o heroica (heroica para quien la resiste, tengo que aclarar). Las redes sociales son un fenómeno que nos atrapa, ya sea lentamente, o de un tirón. No queda resistencia frente a ellas, aun cuando no hace muchos años que se implantaron por todo el planeta, capturando las neuronas más o menos aprensivas. “Quedamos en tal parte, a tal hora” y la cita ya está lista. “Invita a otros para una orgía”, y el plan está caminando como una pieza de reloj que no se come ni un segundo. “¿Te molestan los aditivos?”, “Me gustaría usar lencería cuando estés conmigo”, “¿Fisteas?”, “¿Lo harías con mi esposa mientras yo miro?”. Continúa el recuerdo de las conversaciones que dejé de leer hace poco. A propósito, con el chico que se identificó como dotvers*lllks, quedé de encontrarme en una plaza entre la calle Valparaíso y el estero. En su perfil decía que era pelirrojo. Le consulté si era cierto eso. Me respondió que ya no, que ahora era castaño claro su cabello de olas que caía hasta sus hombros. Esperé.

Patio de luz | Sexo y paraíso (III)

«Buscando antiguas direcciones, preguntando por los chats que abandoné en un momento dado, sólo obtenía contradicciones, invitaciones que me ofrecían a través de una cámara web algo virtual, lo que jamás me gustó. No. El sexo debe ser algo real, piel con piel, aunque no sepas el nombre de aquel con quien te acostaste. Palpable, con olor y sudor, con rabia, con gemidos que nunca traspasarían las pantallas. Con besos que nunca chorrearían saliva, ni transmitirían el escalofrío que provocan los labios al desplazarse por el cuerpo desnudo.» Después de un tiempo, huérfano de paraíso, sin saber qué hacer, recorriendo las plazas públicas por si veía algún rostro conocido; yendo a los lugares donde se encontraban los acompañantes nocturnos, sin encontrar respuestas. Verificando que el comercio había cambiado, que ofrecía sólo materia prima extranjera, de dudosa categoría, fui entrando en una espiral de miedo y confusión. Incluso porque ya en ningún lugar se decía que el reino estaba cerca. Por el contrario, existía la conformidad a nivel de la masa que el tal reino por el cual tanto tiempo se especuló, no existía, y había una laxitud entre aquellos que antaño pregonaban, que parecían ir sin destino atravesando calles, buscando en los kioskos de periódicos cierta señal que los iluminara. Que buscaban en las vidrieras, en el sonido de las campanas que siempre tañían desde muy lejos. Demasiado lejos para el oído secular, que estaba acostumbrado a los sonidos rimbombantes. Buscando antiguas direcciones, preguntando por los chats que abandoné en un momento dado, sólo obtenía contradicciones, invitaciones que me ofrecían a través de una cámara web algo virtual, lo que jamás me gustó. No. El sexo debe ser algo real, piel con piel, aunque no sepas el nombre de aquel con quien te acostaste. Palpable, con olor y sudor, con rabia, con gemidos que nunca traspasarían las pantallas. Con besos que nunca chorrearían saliva, ni transmitirían el escalofrío que provocan los labios al desplazarse por el cuerpo desnudo. Anclando en el pene, en los testículos, con dedos que penetraran los orificios más deseosos y ocultos en entrega total. Sibarita desposeído, aun así, no aceptaba la idea de una entrega virtual, de una penetración que no llegaba a su fin, que nada más se satisfacía con una mano manchada de semen, desprolijamente usada, sin intención. A veces, incluso, sin deseo. En una de esas tardes peculiares se me ocurrió buscar en internet “orgías en Santiago”. Se desplegó una cantidad enorme de entradas. Las más eran datos pasados, recuerdos de una noche de hotel, de una casa escondida no sé dónde. Luego de un rato, di con un sitio que era real, sólo había que marcar el número telefónico y preguntar la dirección. Lo hice con la prisa de un principiante, pensando que tal vez nadie respondiera. Pero no. Una voz, al otro lado del celular, me respondió animosamente. Me indicó la dirección y el horario de funcionamiento. Además, me incluyó en un whatsapp, donde me llegaría la información necesaria cada semana. Era a las once de la noche, en pleno centro de la capital. Allí estaba la entrada a un paraíso que nunca imaginé. Era un departamento en el quinto piso. Al momento de entrar, había que sacarse la ropa, quedando sólo en bóxer, guardando las pertenencias en una bolsa con un número. Luego se ingresaba a un pequeño bar, donde varios hombres tomaban su trago, conversaban, se besaban. Ocupé uno de los pisos del pequeño bar. El anfitrión se acercó a mí, diciéndome “aquí puedes comerte todo lo que quieras”, mirando a un joven que estaba frente a mí. “Depende”, dijo el joven, que se levantó de su sitio y atravesó una cortina que llevaba al cuarto oscuro. Enseguida de tomar un trago, comer unas papas fritas y maní, me di valor para ingresar en aquel cuarto del que salían gemidos y algunos grititos de asfixia. El panorama era maravilloso: culos a la vista, bocas que buscaban penes, penes que eran masturbados por múltiples manos. Parejas, tríos desatados sobre una enorme cama. Me quité el bóxer, dejando mi sexo erecto a escrutinio de cualquiera. Mi sorpresa mayor fue que el joven del bar tomó mi pene, lo llevó a su boca y luego se puso en posición para que lo penetrara. Sin duda había pasado la prueba. Pero el chico era obstinado y goloso. Pidió a un segundo para que lo penetrara. Así participé de mi primera doble penetración, mientras me besaba con el otro hombre y recorrían mi espalda manos y labios, hasta llegar al punto del suceso: los penes que entraban y salían de aquel insaciable agujero. Esa fue una noche récord. Recuerdo haber penetrado a 27 hombres distintos, o 27 hoyos ávidos de semen. De vez en cuando salía del cuarto para tomar un poco de aire, o saborear una bebida. También para recuperar fuerzas. Ahí se podía llegar hasta el hartazgo. Salí feliz, liviano, sonriente. A las cinco de la madrugada estaba esperando locomoción a un costado de la iglesia de La Merced. Me convertí en asiduo visitante. Cada vez los asistentes eran distintos, y durante la noche se iban despidiendo algunos y llegaban otros, llenos de bríos. Entre la primera y la segunda vez de esos encuentros, me pareció ser el más viejo de quienes asistían allí, pero cada vez me hacía más feliz la idea que, justamente por esa razón, me aceptaban y me convertía en algo prodigioso para compartir el sexo desenfrenado, sin fronteras. Allí coincidíamos chilenos, argentinos, peruanos, venezolanos, cubanos, y de otras nacionalidades que nunca quise desentrañar. En una de esas tantas orgías de noche manifiesta, o de tardes con invitados especiales, acuñé mi (tal vez), nombre de batalla “Te lo puse, y te olvidé”. Así de simple, sin ninguna relación más estrecha que el darme a los hombres que querían ser visitados por mi instrumento; ya fueran novios, casados, viudos, separados, padres o abuelos. Lo mismo daba: les entregaba esa felicidad a través del placer que ya casi habían olvidado. Un cierto día recibí un

Patio de luz | Sexo y paraíso (II)

«Le dije al de Las Galias: “no quiero estar contigo hoy”, a lo cual respondió: “te presentaré a unos amigos”. No demoró más de tres minutos para volver con diez jóvenes bien apertrechados, que miraban con ansia, para que eligiera a mi gusto. Todos estaban dispuestos a llevarme por la escalera de los ángeles caídos y seguir el rito que bien conocían. Mis ojos examinaron las cabezas, los brazos, los colgantes racimos. Hasta que fueron a dar y se quedaron en la estampa de un jovencísimo cadete con corte de cabello militar y una tobillera de oro en la pierna izquierda.» Al paraíso “Las Delicias” volví varios meses a encontrarme con el héroe de las Galias (u otros que se lo merecían). Me había aficionado a sus tamaños, que dejaban por lo menos un recuerdo semanal en la cotidianidad de los días que viajaba a la región de O´higgins a realizar clases. En esos viajes se despertaba la ensoñación de cruces y romerías. De torres adornadas con pendones anunciando que el reino ya estaba más cerca, mientras las alcancías ubicadas estratégicamente, se iban completando a medida que los campesinos avanzaban por la vía dolorosa y se abrían los altares para recibir el pecado de la pobreza transformado en hito de salvación y de falsas elevaciones que se hundían más en la tierra. Mientras tanto, en el paraíso yo sufría una leve trasmutación. Le dije al de Las Galias: “no quiero estar contigo hoy”, a lo cual respondió: “te presentaré a unos amigos”. No demoró más de tres minutos para volver con diez jóvenes bien apertrechados, que miraban con ansia, para que eligiera a mi gusto. Todos estaban dispuestos a llevarme por la escalera de los ángeles caídos y seguir el rito que bien conocían. Mis ojos examinaron las cabezas, los brazos, los colgantes racimos. Hasta que fueron a dar y se quedaron en la estampa de un jovencísimo cadete con corte de cabello militar y una tobillera de oro en la pierna izquierda. El muchacho, de 18 o 19 años, era un guerrero firme, recio y confiable. Estaba haciendo el servicio militar y, en los días de franco, asistía a ese templo para asegurarse algún dinero y hacer felices a quienes se lo solicitaban. Como un San Sebastián que se entregara a judíos y romanos, a los cuales dirigía su punzón repleto de leche tibia, entre suspiros y embestidas sin interrupción.  La cabina dejaba al descubierto a otros que, en el mismo trance, gozaban el mérito de subir por las esferas celestes, sin la consabida crucifixión, de la cual Santa Elena encontró las reliquias, que eran falsas.  El muchacho era comunicativo. Dijo que vivía en Isla de Maipo, y podíamos juntarnos allá de vez en cuando. Mis puntos geográficos referenciales de entonces (también de hoy día), no acertaban con la ubicación en el mapa del pueblo mencionado. Le respondí “tal vez”, en la trabazón de piernas, brazos, sexos, labios. Era fuerte, y hacía que uno se sintiera en plena confianza, tocando cada rincón de su anatomía y jugando con el benevolente prepucio, la cabeza escondida y la llamativa tobillera que le daba cierta distinción. Con él se galopaba al mismo peso y al mismo tranco. No defraudaba al pedir más y la entrega total era un beso prolongado hasta cerrar los ojos. Un momento después de terminada la colisión, y lleno de semillas del conscripto que tal vez, en un pasado remoto, haya sido el monaguillo principal de aquellos domingos tétricos, con autoridad me dijo: “nos vemos aquí en dos semanas, el mismo día y la misma hora. Sentí que me nacían alas, que podría volar como un Eros pantocrátor, que cualquier altar de las catedrales del mundo querrían poseer. Esperé con ansia el paso de las horas que cumplieran dos semanas para volver a la capital. Pasados los misterios dolorosos y las horas en buses y carros de metro, llegué al lugar de los encuentros. Quedé perplejo. “Las Delicias” estaba clausurado por tablones y a ambos lados de la puerta se erigían andamios que ocupaban trabajadores. Por una puerta lateral sacaban escombros en una carretilla. Pregunté a los obreros qué ocurría. Me contestaron que era una nueva construcción. Más allá un pequeño letrero anunciaba “nueva dirección: Ecuador xxxx”. A toda prisa comencé a buscar. De arriba abajo por la calle Ecuador el número no existía. Menos aún el lugar de los placeres. Cansado. Estupefacto de tanto recorrer y de pensar que había caído por la escala del paraíso perdido para siempre, lo único que se me ocurrió fue ir a dar una caminata por el paseo Ahumada. El mundo (la ciudad), parecía oscuro. Sentía como si un bisturí diseccionara el cerebro, el corazón, los brazos. El “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” se coreaba en forma desafiante desde Arica hasta Magallanes, como si cada hombre se hubiese convertido en una campana, que con esas frases herían mis oídos y prefiguraban un futuro de obtusas ceremonias que me culpaban, lanzándome a un insulso infierno creado para someter por miedo desde la ciudad de las siete colinas hasta el último pedazo de hielo en la Antártica. Me detuve por algunos minutos fuera de la catedral. Un mendigo sucio y desarrapado se masturbaba, como si estuviera regocijando a su Adonis que le miraba desde una sombra insondable. Los transeúntes, embebidos en sus salmos y oraciones, porque el reino ya venía, no se percataron de tal acontecimiento (oprobioso para la curia entera y la élite cursi). Comprendí, en una visión reveladora, que el paraíso seguía intacto. Que sólo quedaba buscarlo y refocilarse en él sin ninguna medida. Entonces me reí a carcajadas. En ese instante mismo, fui yo de nuevo.    

Patio de luz | Sexo y paraíso (I)

«Adentrándome un poco más en el amplio espacio, noté que había ciertos objetos aparentemente de factura romana. Unas tinas de metal con patas ensortijadas, una especie de reposaderos que en verdad parecían de mármol y algunas molduras que bregaban por quedarse en su lugar antes de caer al piso, que las haría trizas. Minutos después de mirar el contorno, me percaté que desde los halos de humo aparecían hombres completamente desnudos, y otros que sujetaban una toallita tapando sus partes pudendas. Había mucho para impresionarse: de lo pequeño a lo grande…y a lo inmenso. Me entró un cierto gozo y a la vez cierto temor de principiante en esas lides.» En mi historia de Papas y Cardenales, con vestiduras blancas o rojas, recamadas de oro y encaje, mitras, crucifijos y grandes anillos de rubíes, zafiros o esmeraldas, que se pavonean por la Plaza de San Pedro. O desde el balcón del Vaticano si ha salido humo blanco, saludando a una multitud de alucinados que se han hecho flagelar durante largos años (porque el reino está cerca). O están ahí porque tal vez piensan que un rayo celestial o un ovni los llevará a la tierra prometida, nunca experimenté nada. En las procesiones de curas con inciensos, velones y aguas benditas, mientras se representaba la pasión de un Cristo que todavía no sabemos científicamente si existió o no, junto al gran panfleto de los Evangelios, he tenido (no en la plaza de Roma ni en las dichas procesiones), acercamientos al paraíso que me han llenado el cuerpo y el alma. Si quiero remover un poco las hojas del calendario, donde hoy día existe una multitienda erigida cerca de la Estación Central, en Santiago, en el albor de los 80, conocí el primer paso al paraíso al que cualquier enterado tenía acceso. Una mujer desdentada, de risa burlona, recibía el tributo para ingresar a la sobrenatural experiencia. Por supuesto la desdentada no era la Virgen María, ni una de sus siervas. Ni menos aún el palomo que le acribilló su virginidad con frases laudatorias. El paraíso se llamaba “Las Delicias”. Y nunca un nombre fue tan perfecto para definir lo que ofrecía. Que no era ventas de indulgencias ni un recorrido guiado por los lindes del cielo y el infierno. Después de pagar el tributo me pareció entrar a una especie de subterráneo, pero iluminado, húmedo, con bocanadas de vapor que salían de alguna parte. La higiene no era el blancor excepcional que promueven los detergentes para la ropa, ni el olor a limón de los lavalozas. Se sentía más bien una especie de alcantarilla que se hubiese abierto por algún descuido impertinente. Adentrándome un poco más en el amplio espacio, noté que había ciertos objetos aparentemente de factura romana. Unas tinas de metal con patas ensortijadas, una especie de reposaderos que en verdad parecían de mármol y algunas molduras que bregaban por quedarse en su lugar antes de caer al piso, que las haría trizas. Minutos después de mirar el contorno, me percaté que desde los halos de humo aparecían hombres completamente desnudos, y otros que sujetaban una toallita tapando sus partes pudendas. Había mucho para impresionarse: de lo pequeño a lo grande…y a lo inmenso. Me entró un cierto gozo y a la vez cierto temor de principiante en esas lides. Algunos de los hombres desnudos parecían héroes de Las Galias; porque otros eran réplicas exactas de esperpentos del averno. Uno de la altura y el grosor de las Galias se acercó y me dijo: ¿quieres un masaje?, a lo que respondí sin vacilar: sí. Me retiró la toallita de pudor y me dirigió a uno de los que he llamado “reposaderos”. Tenía como 60 centímetros de alto. Levantando una pierna, mi humanidad completa cabía en ese frío marmolesco que era suprimido un poco por el calor que emanaba de las recias columnas de mi héroe. Me tendí boca abajo, porque mi sexo reclamaba una erección que sería demasiado notoria si lo hacía mirando al techo y a los ojos de quien comenzaba a fregar mis hombros y espalda con sus amplias manos. A medida que hacía su trabajo sobre mi piel algo erizada, se acercaba más y más a los bordes del reposero, para que mis brazos tocaran sus piernas y se enteraran a la perfección de su anatomía del bajo vientre. Mi cabeza y mi gozo querían explotar, deshacerse del cardumen de pececillos que empujaban el glande. Poco a poco sus manos fueron descendiendo, hasta llegar a las nalgas…y comencé a sentir una tibia humedad que penetraba por mi flanco desierto. Un dedo se colaba por esa rendija, enloqueciendo el elástico que se abría y cerraba. Entonces me dijo: “date vuelta”. Le respondí “no puedo” (por razones obvias, ¿no creen?). Y sugirió “vamos al segundo piso”. Yo no tenía la más empolvada idea de lo que habría en el segundo piso, pero le dije que bueno.  La escala del paraíso era maltrecha. Me dio la impresión que muchos ángeles habían rodado por entre esos peldaños para dejarla en tal estado. Pero no me importó. Seguí al héroe o arcángel hasta donde su voluntad me llevara. Subida la escala, al lado derecho se apreciaba un mesón detrás del que se encontraban unos hombres. El de las Galias pidió dos tragos y dijo a uno de los que atendían el bebedero: “pásame la llave de la tres”. Nos bebimos el trago y nos dirigimos a esa “tres” que mi pensamiento trataba de entrever como cuando se completa un puzle, sin acertar.  Llegamos al número tres y la mano que se paseó por mi espalda y más abajo, abrió la puerta. Era una cabina tipo casas “COPEVA”, con rendijas por donde entraba la luz y se veía a cualquier parte. Un tablón hacía de cama (por lo menos estaba cepillado), lugar donde me senté y comencé a acariciar al héroe de las Galias. Me puse de pie. Nos besamos con el calor asfixiante que emanaba de los cuerpos. Lo abracé,

Patio de luz | ¿Por qué una mujer, y no un hombre?

«El disfrute, el placer, debe ser el motor por el cual aportamos al mundo lo necesario para que éste continúe existiendo. Los hombres que nunca han tocado a otro hombre debieran dar el primer paso. Liberarse de la carga de siglos de esclavitud pensante, de farsas religiosas, filosóficas, sociológicas y psicológicas. Comenzar a ser felices en la diversidad que llama a grandes voces. Y dejar de caer en esa baba constante de que la mujer y el hombre son el uno para el otro, el complemento, el ying y el yang.» ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Debiera preguntarse el joven rubicundo que está a las puertas de la iglesia esperando a la mujer que ha elegido para toda su vida…o no para tanto. Mientras arregla su corbata, pasa revista a la limpieza de sus pantalones y piensa intermitentemente en su noche de bodas. Es más, espera saltarse toda la recepción para llegar al pastel más apetitoso. ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Piensa un señor cuyo matrimonio se llevó a efecto en la década de los ochenta, con mucha pompa, mucho beso, mucho abrazo, y los años que le siguieron bautizando a cada uno de sus tres hijos. ¿Por qué una mujer? Si en estos momentos espera al mejor dotado de los escorts que aparecen en la página Sexo Urbano, y lo espera para hacerse tan sumiso, dejándose reventar el culo por ese “machote” que alquila religiosamente una vez por mes para tener la mejor de sus alegrías, sintiendo el infinito placer que nunca antes había experimentado en su memorable matrimonio. ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Gesticula un padre cuya hija acaba de graduarse de Física, en una de las importantes universidades del país, mientras tres sátiros lo penetran a turnos sobre un sling que se balancea en un antro santiaguino.  ¿Por qué una mujer, y no un hombre? No he hecho esta pregunta a los mismos hombres socialmente aceptables, de los cuales he gozado múltiples veces su agujero: padres, abuelos, recién casados, en pareja… porque me molesta hablar cuando practico el sexo con desenfreno. He conocido, sí, respuestas que bordan el ridículo. Por un lado, la de un académico de gran sabiduría, que dijo “porque me gustan las mujeres”. Por otro lado, la de un vividor, fanático del sexo, que por unas monedas se entregaba a cualquier hombre que lo solicitara, en las oscuridades del estero Marga Marga. Bien dotado de verga, pero con cierto grado de dificultad mental, que dijo “porque las mujeres tienen tetitas”. Bien entrado este siglo 21, a las puertas de una tercera guerra mundial, con gobiernos que caen bajo el populismo, el neofascismo, el sable islamita o la religión más severa, esta pregunta debiera ser tan contemporánea como nosotros, que hemos vivido el embate de las calamidades golpistas, la ausencia de libertad de pensamiento y conciencia, la desaparición de seres queridos y la desorganización completa de un país que alguna vez tuvo una esperanza. Justo hoy, que una pareja está a esta hora frente al oficial civil para formalizar su matrimonio, el mencionado debiera preguntar ¿Por qué una mujer, y no un hombre? ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Debiera preguntar el cura que hace sus transmutaciones de saltimbanqui, en vez de indagar por el “sí acepto” a la pareja que está frente al altar, un tanto emocionada y nerviosa. Al cura, en principio, le resultaría de maravilla esta pregunta, ya que él está pensando en los culitos de los acólitos, que estaban vírgenes antes de entrar a la comunidad, igual que la mitad de otros niños y adolescentes de la población. A pesar que a alguno, más despabilado, tuvo que soltarle unos billetes… Con el simple raciocinio, y sin tener conocimientos suficientes para avalar cualquier teoría, se puede establecer las siguientes ideas para esta consulta un poco átona para aquellos que piensan que las cosas deben darse porque sí: — Las enseñanzas religiosas, que rezan: creced y multiplicaos. La iglesia, desde sus inicios, fue la más canalla detractora de libertades; y creadora de mitos en relación al hombre y su conducta, especialmente en lo que respecta al tema sexual. — La costumbre social, que transmitió estas enseñanzas como panes multiplicados misteriosamente y cortó la garganta de la libertad a lo que no estuviera acorde a esas doctrinas. — La fragilidad emocional de los jóvenes (y no tanto), de todos los siglos anteriores al XIX, de reflexionar acerca del conocimiento de su cuerpo, de su funcionamiento, y de la simple idea del placer. — La política, que en cualquiera de sus variaciones adicionó el sesgo de “hombría” a los hombres que deseaban firmar por una causa de este tipo. Aquellos “evangelizadores” de los súper hombres, que construyeron el nazismo, el marxismo, el comunismo y las ultraderechas más recalcitrantes que se sumaron en masa, y cerraron con un candado indeleble aquellas pequeñas luces que ya comenzaban a alumbrar el camino de la reflexión acerca de las relaciones sexuales. — La publicidad, en especial la de América del Norte, que dictó estándares de comportamiento, vestimenta y normas asociadas al consumismo. Cuando, paralelamente, infiltraba las revistas de desnudos masculinos, el porno gay y los juguetes sexuales, que comenzaron a ser el sueño húmedo de miles de consumidores a lo largo del mundo. Anotemos aquí también a la Alemania, Francia, Inglaterra, los países bajos y los nórdicos. La historia, contrariamente, tiene un montón de ejemplos en donde la pregunta ¿por qué una mujer, y no un hombre? ni siquiera era necesaria. Los griegos y el Imperio romano llevando la delantera en este acalorado asunto. En lo que va de mundo, no obstante, la farsa de los sexos se ha mantenido en el mismo esquema profetizado por Yahvé, Buda, y el sinnúmero de imaginaciones fantasiosas que han restringido la libertad del hombre, o ese pequeño “libre albedrío” que algún somnoliento ve en la distancia entre dedo y dedo de la creación del mundo, de Miguel Ángel. En mis años de liceo, el

Patio de luz | El Ibáñez

«El Ibáñez y yo formábamos una extraña conjunción. Ambos confiábamos el uno en el otro, como si hubiésemos hecho un pacto secreto. Pero entre los dos no había secretos, ya que nuestras conversaciones (o sus extensos monólogos), no pasaban de lo habitual, de lo cotidiano. Un día tras otro él me pedía que le acompañara a tomar la micro. Y yo aceptaba encantado, porque tenía la sensación de caminar al lado de un hombre a quien, de una u otra forma, le importaba.» Para Guiulio, el de los cerros de Valparaíso   Hablar del Ibáñez es abrir un poco la puerta de mi escamoteada adolescencia. Época de la cual evito pronunciarme, por falta de memoria tanto como por la indigencia de existir en aquel periodo: flaquísimo, a medio vestir, con todas las posibilidades de futuro en mi contra. Vivir era más que un esfuerzo. (Paradójicamente, la población donde vivía, y aún vivo, se llama El Esfuerzo). Pelear todos los días por respirar, por salir a la calle, por bajar las enormes escaleras del cerro para dirigirme al liceo. Y allí convivir con un montón de extraños, la mayoría de los cuales nunca supo de mi existencia. Era pelear porque el recreo terminara pronto y volver a la sala de clases: mi único refugio para la guerra que se desarrollaba en la sociedad, oscureciendo las bondades del país, que se había transformado en un piño de soldados cuidando su metralleta; una retahíla de bandos y decretos que salían por la radio a pilas, y los interminables estupidoloquios de Hermógenes Pérez de Arce, que continúa vivo negando lo innegable hasta estos días de tecnología digital y robotes que comienzan a quitarle el lugar a los hombres, bajo una resolana de inteligencia artificial.   Aquellos años de pantalones zurcidos, de zapatos prestados, de corbatas y útiles escolares donados por algún apoderado de buena voluntad…o de gran billetera. En esta atmósfera caleidoscópica, coronada por el gran silencio que me envolvía, pareciendo ser un clon, abarcando las márgenes de cualquiera que quisiera acercarse, porque de vez en cuando se percibía el vacío… En fin. Ante toda esta antisepsia existencial, parece que para el Ibáñez yo existía. No sé cómo, ni cuándo, comenzó esa historia tan banal y a la vez tan significativa.    A mis 14 años cursaba el primero medio en el liceo Guillermo Rivera, de Viña del Mar. Institución con sólido prestigio educativo. De sus aulas habían surgido profesionales de renombre, que tarde o temprano los profesores nos embestían como para decirnos que no podíamos ser menos que aquellas lumbreras. Nada que la infancia pudiera superar. La insignia del liceo estaba formada por las letras GR, que los estudiantes mayores traducían como “Gatos Rabiosos” cuando les tocaba ir a algún enfrentamiento con los pacos o a alguna protesta. Pero no eran los únicos que se apersonaban en esas situaciones. También el liceo de niñas de Viña del Mar, cuya insignia consistía en las letras LVM, y se transformaba en “Las Vacas Marinas”, asistían a esos eventos. Los Gatos Rabiosos iban a buscar a Las Vacas Marinas, que saltaban los muros de su liceo y se dirigían a las zonas del conflicto, con mucho alboroto y ruido de trompetas plásticas.   Entre esa majamama de clases, recreos y protestas, el Ibáñez comenzó a hablarme. Él era un chico de mayor estatura y edad. Su cabello era rubio, sus ojos, verdes; y su tez levemente tostada. Era un muchacho hermoso, pero no creo haberlo advertido en aquellos momentos. Siempre estaba a mi lado hablando, tratando de sacarme de mis monosilábicas respuestas. Me gustaba sentirme tocado por su voz y por su risa. Era alegre, a pesar de que sus notas sólo de vez en cuando rozaban el 4.0. La mayoría de sus rojos parecía agrandarle más la sonrisa y los deseos de flotar en ese mundo tan suyo. El Ibáñez y yo formábamos una extraña conjunción. Ambos confiábamos el uno en el otro, como si hubiésemos hecho un pacto secreto. Pero entre los dos no había secretos, ya que nuestras conversaciones (o sus extensos monólogos), no pasaban de lo habitual, de lo cotidiano. Un día tras otro él me pedía que le acompañara a tomar la micro. Y yo aceptaba encantado, porque tenía la sensación de caminar al lado de un hombre a quien, de una u otra forma, le importaba. La caminata no era muy corta. Había que llegar hasta el lecho del estero Marga Marga, desde donde salía la micro número 51, que le llevaba a su casa. Esperaba hasta que la micro comenzaba a partir y le hacía señas de adiós con la mano. Luego desandaba los pasos y me dirigía a esperar locomoción para mí. A menos que no tuviese plata y regresara de vuelta a pie.   A ratos me da por explicarme la verdadera relación (o el influjo), que El Ibáñez ejercía sobre mí. No creo haber estado enamorado de él, aún por su hermosura y su carácter afable. Tampoco puedo decir que fuéramos amigos. Tal vez en aquella época yo no entendiera la amistad, y sólo le considerara un compañero de curso. Pero había otros también, y a ellos ni siquiera los miraba. Existía una extraña barrera invisible que no podíamos cruzar. Por apellidos, por situación social, por una precoz conciencia político-partidista que afloraba en mí, pero no en los demás. Ellos eran como un batallón que se ponía firme junto a la imagen del dictador. Cosa que El Ibáñez y yo nunca hubiéramos hecho, a pesar de que su padre era carabinero. El Ibáñez, con su risa espontánea, que transmitía luz más verde a sus ojos, estaba ajeno a esa contingencia en especial.   Cierto día, con una mirada inquietante, me dijo que necesitaba conversar algo importante conmigo; que nos juntáramos en un rincón de la “Villa Serena” (construcción en ruinas que se encontraba en el patio trasero del liceo), a la hora del recreo. Llegué al lugar de la cita. Con entusiasmo, y sin rodeos,

Patio de luz | De la vida de las sábanas

«Ahora que he vuelto, ordeno la casa y me deshago de los trastos, encuentro sábanas deslavadas, hilos casi flotantes en el esplendor de la mañana, en los cuartos deshechos de pena, donde alguna vez fueron reinas.» Dedicado a Patricio, Adriana, Susana, Julio, Nelson…porque están muy cerca. Y a quienes de la generación del 80 que todavía sueñan.   La vida de las sábanas: solas, mojadas, dando vueltas en la lavadora, en el líquido espumoso que les devolverá el frescor y tensará, un poco, de manera que piensen en sus mejores años. La historia nuestra de las sábanas. A veces teníamos. Otras, no había ninguna. Entonces acudíamos a la vecina para pedir prestadas esas alas volátiles, el emparedado en que se moverían las personas que llegaron a la casa sin avisar. Los cuerpos y las almas con su bochorno cotidiano de viajes y fatigas. Recuerdo las primeras: hechas con sacos harineros, que salían de la máquina todopoderosa de mi madre. La aguja sonaba mientras el hilo iba rociando su potestad sobre el blancor de los sacos con letras azules. Aquel aparato futurista para los ojos inquietos de un niño, que sacaba de los apuros económicos principalmente para las grandes fiestas, cuando los clientes iban a buscar costuras terminadas, y los niños podíamos comer, al sonar las 12, el puré con bistec y ensalada de porotos verdes, que era el gran premio al recibir los villancicos; o en la noche iluminada por el ingenio de fuegos de artificio que cubrían los cerros. Las sábanas que se van replegando y nunca se ponen de acuerdo conmigo. Se recogen. Me faltan o me sobran. Y se sueltan del colchón como un silencioso tiro de honda. No sé en qué época entraron por mi casa aquellas sábanas diferenciadas de colchón y tapa. Las sábanas improvisadas que alguna vez encontré con sangre, y me sorprendí porque no supe de ninguna de mis hermanas herida. Las sábanas meadas, que se secaban y endurecían bajo el sol. Las otras, de los sueños húmedos, que infundieron temor y angustia en un entorno pacato de misa dominical. Las sábanas de los primeros amores, que aún tremolan de suspiros y se cuentan confidencias de las novias quitándose el vestido, y callan todo lo que ocurrió después, cuando apagaron la luz. Las sábanas de los románticos, que plasmaron poemas grabados con lágrimas, con suave carmín, o la palidez exangüe de Violeta Valéry. Las sábanas de mis amantes, que se amotinaban de la cama y nos hacían rodar hasta el piso. Aún unidos en ese cordón de exaltación, calor y transpiraciones saladas. Los amantes se empeñan en estar juntos, sin soltarse: uno dentro del otro, porque no saben si volverán a verse. Porque ignoran si un día se encontrarán en ese tráfago de estampados o bordados inútiles. Entonces la alfombra era una nueva sábana para mis amantes. Y las más volanderas, las verdaderas, se desprendían de un cabello rizado, del moreno, del rubio o el de ojos de avellano que se quedó como un paisaje en la pared del subconsciente. Las sábanas que acogieron a mi padre y mi madre, cuando yo era criatura entre ellos y me movía dentro de una oscuridad siniestra, porque sabía que algo iba a suceder; como cuando la niebla se disipa, cortada por un rayo de luz, que viene a quebrar la marea de los barcos en reposo. Las apercancadas, las que se debían hervir en agua con jabón. Y luego el almidón les daba una impresión de hostias o golillas pisiúticas. Mi abuela, que guardaba sus sábanas en un mueble de madera impenetrable, lugar que a los dedos pequeños se les prohibía husmear. Las blancas sábanas del recuerdo aromatizadas con violeta, o un aroma que ya no alcanzo a discernir. También el baúl de la memoria nos borra los datos…que tal vez podrían haberse guardado en un pendrive. Ahora que he vuelto, ordeno la casa y me deshago de los trastos, encuentro sábanas deslavadas, hilos casi flotantes en el esplendor de la mañana, en los cuartos deshechos de pena, donde alguna vez fueron reinas. Los cadáveres de sábanas, que al deshacerse guardan una enorme diferencia con la vida. Sin el hedor del muerto, y tan volantineras, que parecen haber transfigurado en sus almas. Las sábanas de broderie, de polar, de seda, de satín, de nailon, de organza, de encaje o muselina. Las de 155 hilos. Las sábanas chinas, que en un momento cubrieron las necesidades de casi todos los países. Las sábanas que no lo son, y se enorgullecen por cumplir la santa tarea de albergar los cuerpos cansados del trabajo de toda una jornada, o de los juegos que despertarán al mundo de su estólida mentira y su endogamia de valores abstrusos. Los juegos que no son el “Mambrú” ni “El Perro Judío”. Las fábricas de sábanas que sucumbieron con la dictadura. Que sintieron las metrallas y los tanques, con los coleópteros de acero destruyendo la Moneda. Terminando con nuestra dicha y la de ellas. Las que fueron mortajas de asesinados, que lloraron lágrimas rojas y nunca se pudieron desmugrar y llevan la mancha despiadada y traicionera de obispos y generales. Aquellas que continúan en secreto o vagan sin paradero. Las sábanas de los hospitales en los que yací, que me vieron surgir de la anestesia. Las proletarias, las solidarias, que pertenecen a todos. Las de las clínicas que escondieron mis años de locura. Que se retorcieron conmigo bajo la fiebre; se me revelaban contra los fantasmas y los ladrillos que atormentaban la cabeza, llenándome de psicotrópicos hasta quedar sordo de mareas.  Aquellas donde me enamoré, porque el amor es cosa de locos… y él era un chico tan apuesto que se cortaba las venas. Y las sábanas protegían sus vendajes tan cerca de mí… ¡y a la vez tan lejos! Porque el amor es cosa de locos totales, no de aquellos de temporada. Y había que seguir por los espinos, con las cápsulas multiformes, para no saltar del octavo piso o para llamar

Patio de luz | Apuntes de una historia

«Recordemos que era el tiempo de la editorial “Quimantú”, de la revista “Cabro Chico”, del medio litro de leche, de las jocosas historias de Isabel Allende, que escribía con tanta naturalidad, antes de convertirse en una productora de libros. Era el tiempo de la cultura popular, donde la gente reía arriba de los buses, en la calle, en las reuniones de vecinos o en las concentraciones para ver los artistas de la generación que estaba surgiendo, o había surgido sin que todos nos diéramos cuenta.» (Dedicada al “Negro” Óscar. Él sabrá por qué)   Éramos pobres. Paupérrimos. Vivíamos en uno de los tantos cerros (entonces poco poblados, con gran vegetación y saltos de agua), marginados del gran centro urbanístico de la “Ciudad bella”, “Ciudad del Turismo”. Ciudad del famoso festival de la canción, de la gaviota, y del temido “monstruo” que fue y después no fue más. Ciudad cuya postal favorita y obligatoria para el visitante, era el Reloj de Flores. A pesar de tener muy poco de cuanto se llamara “material”, teníamos, yo y mis seis hermanos, unos padres presentes. En especial, una madre que se preocupaba de que estuviésemos al día de lo que ocurría en el mundo. De lo que guardaban las grandes ciudades. Que nos hablaba de libros, música, cines, iglesias. De ella la conversación surgía cálida y con una emanación de ternura que nos cautivaba. Como si, al entregarnos lo que existía, nos estuviera arrullando hacia un sueño que nosotros pudiéramos alcanzar…y realizar. Aun así, ella, contrariamente a mi padre, no nos permitía faltar a la escuela…aunque lloviera. Era la época dorada. Y en Santiago de Chile se celebraría el gran acontecimiento de la inauguración de la UNCTAD III, en su edificio flamante, construido en tiempo récord por muchos trabajadores. En el colegio del barrio nos hablaron del gran suceso con anterioridad. Recuerdo que a una de mis hermanas mayores (que ya asistía al liceo de niñas, bajando una escala de más de 400 peldaños y caminando un medio centenar de cuadras para llegar a él), en el tiempo que se rendía la famosa Prueba Nacional, y los sujetos estudiantes eran derivados según su puntaje, a liceo o escuela industrial o comercial. Es decir, el tiempo en que sólo podía estudiar un tipo de “elite” bastante atípica; tuviese o no recursos económicos, y que comprendía al 10% de la población en edad escolar. Pues bien; a mi hermana le dieron como tarea en la asignatura de Artes Plásticas realizar un trabajo que tuviese relación con la UNCTAD III. Ella llegó a casa con su obra, que mostró a todos los desapercibidos en ese momento. Había pintado, con lápices de colores, una sala de reuniones vista desde atrás, en la cual aparecían cabezas de personas con el pelo verde, rojo, morado, azul. Se había sacado un 7. Yo quedé muy sorprendido, pues a mis once años, jamás había visto a ninguna persona con cabello de aquellos colores. Concluí en que la profesora sintió lástima por mi hermana, y a eso correspondía la nota. En esa época de oro de mi infancia, que se prolongó más de lo que suele ocurrir con un cristiano común, mi madre nos comunicó una espléndida noticia: viajaríamos a Santiago, a conocer el edificio de la UNCTAD, que estaba abierto a todo tipo de público. La idea del viaje me produjo una gran emoción, y arrebatado júbilo a mis hermanas. La noche se fue más de prisa entonces. Al otro día endilgamos hacia Santiago, con nuestras mejores pilchas. El tren era un espacio de ciegos con acordeón cantando canciones lastimeras, al borde de cortarse las venas. El “Pobre Payaso” también era un emblema local, para quienes oyeran, miraran por la ventana, comieran sus huevos duros o los dulces de La Ligua. El olor misceláneo de las comidas se mezclaba con el viento que remecía los árboles y entraba hacia los vagones, a confundirlo todo. El ruido insistente de la ferrería aportaba una nota más trágica a los cantores ciegos. Era una gran orquesta que acompañaba con su diapasón sanguinoso y truculento el “Amor de pobre solamente puedo darte…” De ese momento no recuerdo más, hasta que estuvimos en las inmediaciones del edificio inaugurado. Era sorprendente ver la cantidad de gente que circulaba por las veredas. Igual la variedad de tipos humanos que, por primera vez, estaban frente a mis ojos. Parecía que todas las razas hubiesen confluido en ese sector. Era emocionante el colorido del vestuario de las gentes de color; eran como una explosión de primavera cubriendo sus cuerpos, sin ninguna arrogancia ni el vergonzoso impulso de mi ciudad beata, donde el rosario era pan de cada día, igual como cruzaba el horizonte, cortando la bruma marina, el “Argonauta” de mis niñeces. Jóvenes de pelo largo que hacían acrobacias, otros tocando la guitarra en una esquina, leyendo poemas en voz alta, o mostrando artesanías inexplicables. Surgían, de repente, mujeres con hábito hindú, otra con grandes turbantes. Ya sea en negro o en blanco, hombres corpulentos con largas chaquetas bordadas en dorado. La vida, en su mejor esplendor y en su diferencia natural, abría sus venas para que bebiéramos de ella. Entrando ya al edificio, nos impactó la monumentalidad de éste. El hormigón armado que se convertía en escaleras cortadas a noventa grados mientras subían, los accesorios de cobre, la enorme puerta del mismo material, la alegría de la gente del pueblo que asistía a una cita con la historia. Allí almorzamos gratis. Nos sentamos en aquellas sillas que eran novísimas, de color salmón, de material más resistente que el plástico, pero tal vez de la misma familia, y armazón de tubos de aluminio (aunque no sé si era aluminio u otro entuerto de metales aliados). Mi madre junto a mí, ya que mis hermanas estaban desgreñadas por otros rincones, dedicamos varios minutos a mirar cada una de las esculturas que poblaban tanto el jardín como la propia construcción. Ya fuera arcilla, piedra o metal, las piezas hablaban del humanismo, el

Patio de luz | La familia Cerda

«Mientras saboreaba la empanada, y trataba de no escuchar a la segunda enfermera, que seguía tintineando como si las campanitas fuesen eternas, me percaté que el jardinero y mecánico del dueño de casa, me miraba a mí, que estaba a su extremo izquierdo, y a una de las nanas, que se encontraba al otro extremo. Simultáneamente hacía el movimiento de los ojos, tocándose el labio inferior con el dedo índice. Casi pude leer el pensamiento del hombrón corpulento y atractivo: “¿a quién se lo pongo primero, a la nana peruana o a ese mariconcito que parece dulce de La Ligua?”»   I   La familia Cerda tenía su mansión incrustada en los faldeos del cerro Santa Lucía. Era una construcción de cuatro pisos, que en su tiempo de esplendor y bautismo (digamos los años 30), debió ser imponente al estar acompañada por otras construcciones grandiosas. A la vez, era una especie de fortaleza entre las piedras que asomaban del cerro, porque nunca acerté a saber dónde guardaban el BMW, a menos que fuera en un telón de acero negro que nunca vi abierto. Recibido hacía un año del curso de Asistente de Enfermos, mi profesora se comunicó conmigo para un posible trabajo. El jefe de la familia (o familión), era el señor Cerda. Hombre corpulento, alto, gordo, a quien se le atrofiaron las piernas y ya no podía caminar; por lo tanto, se servía de una silla de ruedas para trasladarse en los paseos cercanos. O de su automóvil con chófer cuando decidía que le llevaran a visitar a uno de sus vástagos. El señor Cerda había procreado ocho hijos: tres mujeres y cinco hombres, los que hasta ese momento le habían regalado con treinta nietos. Es posible que este dato sea incorrecto, porque los números para mí son mero argumento de algo que siempre olvido. Y no creo en eso que el ministro Marcel lanza por la tele a toda la ciudadanía: que retirar el 10 % de los ahorros previsionales hace caer la macroeconomía y atrae la inflación. Por tanto, el familión pudo ser mucho más amplio, o no. Ahí, enquistado en el frondoso pulmón del Santa Lucía, el señor Cerda vivía con una de sus hijas. Y era ella justamente la que debía completar el staff de cuidadores para su padre, que se componía de dos enfermeras y dos ayudantes masculinos. Decir enfermeras es decir mucho, porque ambas damas habían hecho el mismo curso que realicé yo, y con la misma profesora. Es decir, teníamos la misma formación y grado. Las enfermeras se dividían en dos: la primera, que era la jefa (no sé por qué razón), delgada, de lentes, estólida. Nunca se reía y en todo instante parecía estar molesta. La otra, morena, con más cuerpo que la anterior, era pura risa y chacharacheo. Hablaba a kilómetros por segundo, hasta que mis oídos caían en inopia. Llegué a la hora convenida gracias a un Uber, porque de lo contrario, todavía estaría dando vueltas por el paso bajo nivel que conducía a la sinuosa calle de la mansión Cerda. La amable señora me esperaba. De inmediato me condujo a la cocina, que correspondía al reducto de la servidumbre. Una nana peruana preparaba merengue con azúcar granulada. Era el toque para el “Suspiro Limeño”, creo. Luego rompió una bolsa plástica para hacer de manga y lanzar los mojoncitos de merengue sobre las copas. Le pregunté a la dueña de casa si debía lucir uniforme para realizar mis funciones. Eufórica me respondió que sí, y me condujo por una escalera ciega de la cocina hasta el cuarto piso, donde estaba mi habitación y la sala de baño que ocuparía. Solo en el cuarto me puse aquel uniforme “adoncellado”, que nunca me gustó. Menos aún con esa pechera blanca maternal que ostentaba mi nombre bordado prolijamente. Descendí por la misma ruta, o desanduve la misma. La señora casi aplaudió de alegría al verme tan formalito y con tanta distinción, porque mis compañeras de trabajo no portaban ningún distintivo, aparte de sus caras reconocibles por la razón o el cansancio. Mi patrona tenía que salir, así que me dejó en la cocina donde crucé algunas palabras con la nana peruana. Me contó que se turnaba con otra cocinera, que vendría del campo, y de seguro conocería mañana. Me puso al tanto que el señor Cerda era un hombre muy querido por todos y el mundo entero le respetaba por su religiosidad y su fortaleza. Me faltaba sólo esperar unas horas para conocer al puntal de mi sueldo, pues venía de sus dominios rancagüinos con el chófer, el mozo y una de las enfermeras que completaría su turno por la mañana. El trabajo, según me explicaron antes, precisaba fuerza por la magnitud del señor Cerda. Yo reemplazaría a un macho alfa, que renunció maliciosamente. Debía permanecer quince días en el caserón, luego de los cuales sería sustituido por otro macho recio. El sueldo era de $500.000, libres de alimentación y vivienda. Para un desocupado, en el 2018, no estaba nada mal. Mas aún cuando me encontraría a pasos del centro santiaguino, pasando por la fuente de Neptuno, que ornamenta el espacio vegetal por donde se desemboca a la calle Merced. Cuando ya comenzaba a declinar la luz borrosa de Santiago, me avisaron que el señor Cerda había llegado y tenía que comenzar a ejercer mis deberes. Salí de la casa y me dirigí hacia el automóvil estacionado muy cerca. Divisé a la comitiva: la enfermera estólida, un hombre pequeño y pelirrojo que más adelante supe era el sirviente; el chófer de planta, que era un hombre sencillo y campechano junto a mi patrona; una silla de ruedas cercana al auto, y el señor Cerda con toda su humanidad dentro del mismo. Su hija le dijo algunas palabras que no escuché, pero que claramente se relacionaban conmigo. Mirarme y odiarme al primer avistamiento fue la reacción del caballero. Había que ponerse a la labor de bajar a ese tonel del automóvil y

Patio de luz | De regreso a la UTE

«Vinieron a mí los jardines de rosas exquisitas, alzadas sin ultraje de caída. Cada una vestida con su color, para humanizar al visitante. También la gran entrada de la JAN, la escalera que llevaba a las salas superiores. Y la caída de panfletos y papeles anunciando una concentración o algún punto de encuentro para combatir a la dictadura. Entonces veo al profesor Pulido desesperado por tal aberración, diciéndonos: ¡no los recojan, no los lean! Mientras él destruía unos cuantos que le quedaron cercanos»     Una tarde del 2004, mientras miraba la línea horizontal del mar desde mi balcón. Ese mar donde se posaban como sombras de duda los barcos, inmóviles; sin país, sin pertenencia, un destello de sol iluminó una lámpara de señas, y me llevó por una puerta secreta a una edad anterior, cuando todavía me debatía entre la adolescencia y mis ansias de juventud, perseguido por el horrible temor de ser un deficiente mental, ya que era tan diferente a todos, y el mundo me parecía un gran globo cerrado que me había dejado fuera de sus contornos. En ese despertar de medusa en su laberinto, buscando ojos ajenos para convertir en piedra, volví a recorrer el Paraninfo, con su abracadabra de paredes que se abrían o cerraban. Sus escalinatas, por donde alguno de los estudiantes rodó en más de una ocasión, con gran estruendo. Los profesores dictando sus lecciones con esa hetero normalidad que nadie juzgaba en el eterno nombramiento de hombre y mujer; o haciendo preguntas de acertijo que nos dejaban con las bocas abiertas.   Vinieron a mí los jardines de rosas exquisitas, alzadas sin ultraje de caída. Cada una vestida con su color, para humanizar al visitante. También la gran entrada de la JAN, la escalera que llevaba a las salas superiores. Y la caída de panfletos y papeles anunciando una concentración o algún punto de encuentro para combatir a la dictadura. Entonces veo al profesor Pulido desesperado por tal aberración, diciéndonos: ¡no los recojan, no los lean! Mientras él destruía unos cuantos que le quedaron cercanos. De igual forma me vinieron los árboles y los arbolillos cercanos al Paraninfo, pero casi secretos, donde solía sentarme a conversar con Nicolás, cuyos ojos azulmente inquisidores, y su cabello rojizo, contrastaban con mi vestimenta de “hermanito Francisco”, como él me llamaba.   Y entre esas idas y venidas de floración primaveral, caminando diariamente hacia el casino, se me viene al pecho Jorge, como una gran mordedura. Jorge, el hombre para la vida plena. El hombre con el que habría compartido la hora de humedad y el tedio. El hombre al que le hubiese hecho abluciones sólo para rendirme esclavo, porque a su lado no podría ser otra cosa. Voz melodiosa y casi tímida en un cuerpo fornido. Pequeña barba que comenzaba a rizar o desperdigarse por el espacio digno que guardaba la boca. Cuerpo de las mejores maderas venidas del sur. Que parecía ofrecer al caminante un descanso entre sus piernas. O un juego de manos que recorrería esas columnas siempre cubiertas por mezclilla.    El fragor de la ciudad era distinto a esta escena idílica, a ese bucólico existir que teníamos dentro de las aulas. Afuera solía haber humo, bocinazos desesperados, irrupción de vehículos por las calles cercanas. El grito y la protesta despertaban a la realidad que estaba viviendo Chile bajo la bota opresora. Las manifestaciones se acrecentaban hacia la Estación Central, donde el cruce de las barricadas con el aparato oficial de uniformados semanalmente iba en aumento. Y la participación de los estudiantes más osados, también. Pero en mi irrealidad, en mi incomprensión del momento histórico de la patria, me refugiaba en el sueño de Jorge. Sus pequeños dientes, que se entregaban de inmediato a la sonrisa, y la manera de acercarse a la gente con quien conversaba. ¡Así estuve con él tantas veces! A la distancia de un cigarro, o de una bebida en el casino. O en alguno de los cafés literarios alumbrados a vela y vino navegado. Hombre que entregaba la confianza de manera natural, al momento de ser presentado. Su cuerpo entero parecía querer decir que le tocaran. Todo su rostro incitaba a una caricia profunda a lo largo de sus brazos, de su abdomen, y más abajo también. ¡Cuántas veces me entregó esa sensación! Como pidiéndome que le rindiera pleitesía y honores. Porque lo único que le faltaba, era una corona. Pero no metálica, sino vegetal. De savia fluctuante, como el semen. Y así al mismo tiempo, de adormidera.    En este trueque de remembranza y ensoñación, aparece Óscar con su guitarra, cantando hermosas canciones de humanidad bajo el atardecer cansado de las velas. Los asistentes coreaban o algunas parejas se entristecían y se tomaban de las manos.   Jorge, a pesar de tener su amor (la infaltable mujer que lo engañaba con toda la facultad), ofrecía ese rescoldo de hogar dispuesto, seguro. Y más que a nadie, a mí. No sé por qué confabulación. Muy cerca estuvieron mis manos de sus músculos, y a él no le importó. Muy cerca mis brazos de su pecho, y le hizo gracia. Porque era una criatura tremendamente tierna y visceral. En el fondo, pienso que sufría como quien, en este, en otro país u otra ciudad, es engañado. Y se entrega a una búsqueda de unión que eche paletadas de masilla entre los quiebres. Criatura que busca y nunca sabe. Que no supo o no entendió del todo que para eso estaba yo, esperando que su mano me acercara a su cuerpo, y el mundo quedara afuera del más absorto beso.   Me viene como una ola de buenas vibras, de amistades, de paseos hacia el sur, de una vegetación y zoología ignorada para alguien nacido en uno de tantos cerros que miran al océano. Y la memoria me trae el compañerismo del negro Óscar, cuando me decía “Esta tarde habrá problemas, es mejor que te vayas a tu casa”. Y yo obedecía como un caracol que se