Amado Pertier

Patio de luz | Edgardo

«Los fiordos del lóbulo temporal y sus placas tectónicas no alcanzaron a borrar los instantes en que su metro ochenta, con cabeza rapada y sus costras de casi suicidio, me abrazaron. Y él retuvo mi cabeza en su pecho, abrigándome con la piel del gamulán y de su cuerpo, dándome el calor que todavía perdura, como si la vida me resarciera en la fotografía exacta del momento en que me dijo que no podía quererme.» Antes de la plaga. Antes que la tierra estuviera enferma, permeando alcohol gel y luciendo mascarillas. Antes que el año se hiciera una tableta de microscópicos calmantes, con figuras de estrellas o formas indecisas. Antes. En el momento justo en que se me desenhebró la aguja, y el hilo se convirtió en trances de olvido y memoria, estuve en ese lugar de cruces, de jardines con rosas, de un avestruz, y de camas como dedales para ciegos. Había muchos ojos sin mirada cierta, carcajadas soltadas al ventarrón, y horarios precisos para levantarse e ir a dormir; entregados para que sintiéramos que aún estábamos vivos. En un naufragio displicente y sórdido, pero vivos. Justo en el momento en que las señoras de cofia celeste pusieron a aquel chico en la cama contigua. Pero no era un muchacho. Más bien un treintañero en salida de cancha, con las muñecas vendadas sin prolijidad. Luego de esa escena, ocurrió la noche. El aprendiz de suicida se llamaba Edgardo. Era risueño, amable, tierno, como un tronco de árbol en el cual uno pudiese apoyarse, y dormir junto a él para siempre. La historia se me vandaliza entre píldoras letárgicas o estallidos de razón, que nunca estuvieron mientras el arquitecto Di Girolamo mostraba sus maquetas o elogiaba mi camafeo del siglo XVIII, bajo una corte de jóvenes voraces que marcaba su ruta de habitaciones. Éramos tres en la mesa, o en mi memoria rota. Y yo le quise. Durante todos los minutos, todas las sonrisas y todos los paseos de rosales fervientes en multicolor. En las visitas al enorme avestruz que, entre rejas, buscaba eliminarnos. Y en la búsqueda del huevo de dos kilos que alarmó al hombre de sotana. Mi amor de amapola se convirtió en arsenal de velero intrépido, que cruzaba las aguas confusas de diagnósticos y traumas. Y se hizo la veleta que me guiaba a Edgardo, y hacia él echaba las redes y el ancla. Anclado en sus dominios, mi corazón reverberaba alegría, sueños de victoria, coraje. Rezumaba vida nueva en esperanza. La trágica némesis no permite que aclare a ciencia cierta si fue chimenea incestuosa o un palimpsesto de fósforo quien destruyó mi pretensión de amante, entre las fucsias de fuego, devorando la declaración de amor, que me devolvió, como una petunia pisoteada por los cerdos. La existencia se quedó momificada. Sólo el viento rizaba la espesura de delantales blancos, como un sinfín de gotas llovedizas. Mi madre, mis hermanas, cruzaron por las naves de la virgen a las horas de visita. Mientras yo manipulaba óleos y pinceles para que el espacio se hiciera más estrecho, o el colchón de las horas se durmiera sedante tras sedante. Los fiordos del lóbulo temporal y sus placas tectónicas no alcanzaron a borrar los instantes en que su metro ochenta, con cabeza rapada y sus costras de casi suicidio, me abrazaron. Y él retuvo mi cabeza en su pecho, abrigándome con la piel del gamulán y de su cuerpo, dándome el calor que todavía perdura, como si la vida me resarciera en la fotografía exacta del momento en que me dijo que no podía quererme. Después. Después de las avenidas de pájaros y luciérnagas. Después de los aforos y los pases de movilidad, el mundo contrincante y mimetizo. Sin horarios, sin visitas, sin capsulados. Mi cabeza de tic tac rayado, en simbiosis de ufano y desencanto, a ratos me muestra esa imagen como la del beso más perfecto que me hubiesen ofrecido. Luego que mi boca se ha deshecho en tantos labios, en tantas oquedades lascivas que he compartido en mis torpezas de corazón y vino magro.    

Patio de luz | De Ortúzar y los caballeros con tutú

«Después de pecar, a Ortúzar le gustaba que camináramos por la avenida Libertad hasta Cuatro Norte, y entráramos a la iglesia de los Carmelitas. No sé si él hacía esta rutina para escuchar el sermón, o para que lo saludara la iglesia entera, con manos y reverencias, mientras mi invisibilidad flotaba por los muros góticos hasta tocar cualquier vidrio de un vitral.» Recuerdo haber estado viendo un extraño reportaje. No sé si era en el suplemento de un diario, o en una revista. Lo más llamativo para mí, de aquella publicación, resultó ser la ilustración que la acompañaba. La dicha fotografía “trucada” como decimos comúnmente ahora, representaba a varios hombres reunidos, que lucían vestón y corbata. Y, más abajo, unos gráciles tutús. La idea central que rescaté de tal lectura es que había en Santiago un lugar en donde hombres se juntaban. A los 23 años conocí a Ortúzar. Era un sesentón ex teniente capitán de la marina. Alto, espigado, no mal parecido, proveniente de las rancias familias que se habían acomodado en Viña del Mar algunas décadas atrás. Como era de esperar, su árbol genealógico estaba repleto de ortuzaritos llegados a ser cadetes o curas. El departamento de Ortúzar parecía un museo de arqueología por donde se lo mirara. Con tejidos hispanoamericanos, cacharros de greda y churretelas de variadas civilizaciones. Sentado en el sofá, yo no me atrevía a estornudar, por temor a echar abajo los últimos vestigios incas, mayas, y vaya a saber Dios qué otra civilización. El departamento estaba tapizado en azul, hasta la sala de baño. La terraza de aquella vivienda poseía una vista espectacular: justo el ingreso del hotel O’Higgins, la plaza de Viña y el puente que da paso a la avenida Libertad. Allí el aire era espléndido, y la tranquilidad trazaba su mapa de múltiples aristas. Después de pecar, a Ortúzar le gustaba que camináramos por la avenida Libertad hasta Cuatro Norte, y entráramos a la iglesia de los Carmelitas. No sé si él hacía esta rutina para escuchar el sermón, o para que lo saludara la iglesia entera, con manos y reverencias, mientras mi invisibilidad flotaba por los muros góticos hasta tocar cualquier vidrio de un vitral. Luego de la ceremonia religiosa, u Ortúzar-manil, volvíamos al departamento a comer fogazas con una coca cola. Después de lo cual yo le daba un beso, le decía adiós, y volvía a mis raíces de miseria. Un día de pereza y poca conversación, Ortúzar recibió una visita: era uno de sus sobrinos. Un muchacho encantador, precioso, que me alargó su mano para saludarme y una sonrisa que eran nubes transportándome al cielo. En él todo irradiaba felicidad, complacencia y vida mejor. Ortúzar estuvo un poco ácido al decirle: “podían acordarse del tío no solamente cuando necesitan dinero…” a lo que el chico respondió con unos golpecitos en el hombro, y otra sonrisa que casi me deshizo. Mientras escribo pienso que si en ese momento yo hubiera pensado como pienso las cosas hoy día, habría tirado al viejo balcón abajo, para quedarme con esa preciosura de hombre…más que fuera por diez minutos. Pero se marchó, y los dedos de mi alma desprendieron feromonas que lo persiguieron hasta muy entrada la noche. En cierta ocasión, a Ortúzar se le ocurrió que fuéramos a Santiago. No pasaron dos minutos cuando estábamos en su auto novísimo y un regio chofer rumbo a la capital. Dentro de ese auto no se sabía del mundo circundante. Me di cuenta que entramos a un condominio cercano a la estación de metro El Golf. Y entramos al Versailles o al Chantilly de Ortúzar. Creo que nunca tuvo gusto para decorar, y era demasiado tacaño para ordenar este trabajo a alguien que supiera, o tuviese una mínima idea. Las paredes estaban cubiertas de cuadros sin orden, frente a un enorme gobelino de la Paix de Fontainebleau. Por un lado, había dos originales de Somerscales, con su número de seguro y alarmas. En otro muro se exhibían retratos de mujeres. Sobre los muebles (todos de estilo, que no tenían estilo), había montones de cosas esparramadas. Lo más apreciado por las visitas (olvidé decir que a Ortúzar le esperaba una comitiva), era un vaciado en yeso de las manos de Malú Gatica, y una foto de la actriz sonriente con él. La plebe se deshacía en frases célebres para alabar al anfitrión. Pero en lo que mis ojos y todos mis sentidos se posaron con gran recogimiento y exaltación, fue en el bar. No era el mueble en sí mismo, sino la forma en cómo estaban presentados los licores. Ninguna botella. Eran como volutas de perfume, de diferentes colores y texturas. Vidrios ovalados, alargados, esféricos. ¡Qué placer poder haber probado uno de esos sabores! Pero yo no bebía. En uno de mis arranques humanitarios, y mientras Ortúzar se retiraba de su séquito, le dije: “podías donar estas pinturas a algún museo, hacen más falta que aquí”. A lo que respondió: “son recuerdos de familia”. La genealogía Ortuzariana traspasaba sus tesoros, igual que su sangre, de generales a frailes. Pero, pensé para mí, tal vez haya una excepción. Si alguna de estas pinturas llega a parar a las manos del hermoso sobrino de Ortúzar, no dudo que el chico convertiría el objeto de arte en platita líquida y sonante. Billetitos suaves y olorosos a cafés, bares y viajes, que lo convertirían en un dandi por algunos meses. Y, adiós tradición. Sin embargo, lo que me pareció más valioso, de valor artístico y material, se encontraba en el dormitorio de Ortúzar. Un respaldo de la cama con once iconos rusos, cada uno con un enorme marco de plata. Era esa como una visión celestial, en púrpuras y dorados. A medida que se iba acercando la noche, las visitas se fueron retirando y el anfitrión quería seguir en el disfrute.  De nuevo estábamos en el auto, sobre una ruta totalmente ignorada por mí, y más aún de noche, en que todo parecía real e irreal a la vez.