Narrativa chilena actual | Al sol de la media tarde
«Así que empecé a bailar contigo, y a seguirte en todo, y a responder, después de tanto tiempo, como tú querías que respondiera. ¡Me alegré tanto! Yo ya no era un problema, ya no era la muchachita, la virgencita. Qué bonita canción esta. Sí, mamá, tiene usted toda la razón. Fue raro, porque yo en ese momento me sentí tan grande y luego, así, de la nada, tan débil. Porque tú, de vez en cuando, eras como mi papá.» Tenemos un ritual juntas. Nos sentamos cada día al sol de la media tarde, mirando el mar y tomando una agüita hirviendo, siempre con limón: cáscaras o rodajas. A veces lo acompañamos con manzanilla y menta. Una vez al mes me pide que le corte las canas. Hijita ayúdame con las canas, me dice. Y saca una tijera rústica, una silla de madera, una peineta y se sienta. Yo me paro al lado y empiezo una a una a cortarlas, porque dicen que si las sacas de raíz se multiplican. A veces prende un cigarro y es como si fumáramos juntas porque yo me voy tragando el humo mientras corto. En tanto busco las hebritas plateadas por la cabeza de mi madre, canto melodías que me enseñabas tú. En esas cosas pequeñas te recuerdo, sabes, surges como de alguna palabra, algún rinconcito perdido. Que ternura me da cuando miro el pasto y te recuerdo deshojando flores. Subiéndote los anteojos de la punta de la nariz. Me gustaba cuando nos mirábamos de reojo como atravesando la palabrería de Antonio, ese novio que yo tenía y que tú detestabas. No me cortes mucho, niña, ten cuidado, cuidado con la cabeza. Pero otras veces me caes en sombra. Te recuerdo comiendo con la boca abierta, maldiciendo, gritando por la ventana. Te recuerdo golpeando mesas, quebrando adornos. Yo sé que eran cosas pequeñas, detalles quizás, pero aun así me asustaba, como esa vez que arrancaste todas las páginas de tu libro. Pienso en el miedo cuando corto las canas; en la juventud que debiese ser temeraria pero que para mí solo ha sido deambular en jardines sombríos. Qué habrá sido de Antonio. Qué cantas, hijita, no pares, no te distraigas. Mi mamá nunca sabe nada, ni de nadie, ni siquiera de tí o de mí. Sin embargo, yo de ella sé algunas cosas. Sé, por ejemplo, que ha tenido miedo: lo he escuchado, lo he olido. A veces susurra por teléfono. A mi mamá le gustaba Antonio, a mí también un poco, aunque no era como tú. Tenía una vocecita dulce y era de hablar hasta el cansancio. Hay muchos días en los que sueño contigo sin que nadie se entere. Hoy, por ejemplo, me desperté dando vueltas. Sí, mamita, yo le canto, así me concentro más, no se me estrese. Quedan dos por el lado, agáchese un poco. Sí, ponga la cabecita así, no se me mueva. Yo soñé que estábamos tú y yo en una sala, medio escondidos de ella. Recuerdo un sillón azul, gastado, de un género más bien áspero. Y tú ahí hablándome, cada vez más consumido, más arriba, no sé cómo decirlo, lejos, pero como llevándome de la mano por una escalera hasta una cima. O un acantilado. Eso hasta que te diste vuelta y te encaramaste arriba mío. Tú sabes que yo no, que yo nunca he querido. Sin embargo, ahí estabas con tus brazos peludos, gruesos y tu torso largo, interminable, enfundado en una polera sucia, moviéndote como una bestia, con una fuerza que para mí siempre ha sido irremontable. Y yo te rehuía, como siempre, aun cuando a ti te enfureciera. Pero esta vez no te alterabas, sino que cantabas unos poemas que me sonaron conocidos, unos versitos en portugués, creo, y aunque yo no entiendo mucho me sonó bonito. Así que empecé a bailar contigo, y a seguirte en todo, y a responder, después de tanto tiempo, como tú querías que respondiera. ¡Me alegré tanto! Yo ya no era un problema, ya no era la muchachita, la virgencita. Qué bonita canción esta. Sí, mamá, tiene usted toda la razón. Fue raro, porque yo en ese momento me sentí tan grande y luego, así, de la nada, tan débil. Porque tú, de vez en cuando, eras como mi papá. Entonces poco a poco mi gesto se deshizo en una mueca que ni yo pude descifrar en aquel momento. Yo soñé, que dios me perdone, yo soñé que tenía un cuchillo en alguna parte de ese sillón y que mientras tú te encantabas conmigo, yo lo tomaba y te lo enterraba una y otra vez con esfuerzo, con decisión. Soñé, lo recuerdo, con el sonido del filo que rompía la pared robusta de tu cuerpo como cuando se mata un cordero: trazando, abriendo un camino entre las carnes que a su manera también gimen, como la tela o la tierra. Entonces tu carita perpleja, escupiendo sangre y saliva, corriéndote por encima, haciendo esfuerzos por pararme y mientras, yo solo podía ver mi mano, moviéndose por sí misma, empuñando una y otra vez el arma contra tus caderas, tu torso, tu cuello. Ay, mamá, ay mamita, perdóneme, ay mierda, mamita, las canas, el pelo, yo la limpio, yo le curo, mamita, el cuello, yo llamo, tiene mucha sangre, mamita. Quédese tranquila al sol. Mamita, yo también tengo miedo. ____________________ Catalina Echeverría Larraín (Santiago, 1998). Ha publicado textos narrativos en revista Poros (2022) y en la reciente antología “Vereda Sur” (Ediciones Esperpentia, 2023).
