Colaboración | Recordando al Chico Figueroa

«Se hacía bien la partidura, se vestía con formalidad, con la camisa adentro, tenía por principio no usar chalas. Su conversación era instruida, educada, y llegado el caso galante, buscaba la conciliación, realmente la buscaba, no era afecto a atizar rencillas, simplemente no estaba en él, por el contrario, tendía a apagarlas. Todo esto lo hacía extraño en cualquier entorno relativamente juvenil, para no hablar el de los poetas del Santiago de los ’90.» Conocí al Chico Figueroa en una época de mi vida en que andaba con el corazón roto (qué comienzo). Me encontraba como al final de una novela de formación: había emprendido con motivación, y algo de estúpida confianza, algunos de los grandes proyectos de la vida: el amor, el trabajo, el deseo de asentarse económicamente, y había fracasado en todos. Era muy consciente del fracaso y, como quizás es natural, pensaba que a nadie más le sucedía lo mismo. Veía en mis compañeros de generación historias de éxito. Se asentaban, encontraban trabajos que los motivaban, establecían relaciones de pareja que se veían promisorias, o al menos una de las anteriores. Del Chico Figueroa, unos pocos años mayor, me impresionaba la tranquilidad, diría la alegría con que pasaba de todas esas cosas. No creo que haya sido una actitud completamente plena en todo caso. Era perceptible que había una cierta vibra de malditismo en él, una especie de confraternidad con la derrota, sympathy for the devil. Pero eso era algo subterráneo, incrustado en pliegues inaccesibles, que se dejaban traslucir solo con el tiempo. De apariencia era un personaje encantador, querible, querendón, a quien reamente no le importaban un rábano los sueños de éxito, de figuración, de contactos, que después se tomaron el país y arrasaron con él, como una plaga de langostas. En contrapartida, guardaba en alta estima los valores de la clase media, lo que él consideraba los valores de la clase media, en cualquier caso, ya en desaparición en el Chile de los ’90. Y que inervaban también su poesía:             Ni rubia ni morena, tan sólo digamos rica             harto rica la tonta, moléstele a quien disgústele             tan solo esto digamos             Ya frente a frente, por una dirección preguntóme             Respondí cordialmente, pues soy chico y gano poco mas no soy un roto Se hacía bien la partidura, se vestía con formalidad, con la camisa adentro, tenía por principio no usar chalas. Su conversación era instruida, educada, y llegado el caso galante, buscaba la conciliación, realmente la buscaba, no era afecto a atizar rencillas, simplemente no estaba en él, por el contrario, tendía a apagarlas. Todo esto lo hacía extraño en cualquier entorno relativamente juvenil, para no hablar el de los poetas del Santiago de los ’90.  Por alguna razón, enganchamos. No aprecié lo improbable del hecho en su momento, lo vine a ver después, antes de que muriera eso sí, afortunadamente. Teníamos algo en común. Algo raro, un poco perturbador. Nos tomamos cariño. No pasa tan a menudo en la vida, a decir verdad, al menos a mí. Quizás fueran las diferencias, los colores complementarios. Yo demasiado alto, de colegio particular pagado, más bien mezquino y autorreferente, asediado por el temor al fracaso. Por un tiempo, nos juntábamos a carretear prácticamente todos los fines de semana. Su cultura literaria era amplia y poética, le gustaba blandirla con cierto tono magisterial, pero siempre cortés. En ese entonces sus poemas nos parecían algo tentativo, un poco cómicos, con algo de jugarretas. Quizás demasiado sinceros o sobre expuestos para los altos cánones de la época. “Averiguar bien qué chucha es un poema objetivista”. Con el tiempo, creo que han crecido. Pero ahora, en la distancia, puesto ya bajo tierra en un ataúd rociado de vino antes que descendiera al “nicho helado”, me parece casi trivial, o quizás demasiado deliberado hablar de los poemas. Parecen ser otras cosas las que quedan, otro el misterio, otro lo incomprensible. Cuando tomaba más de la cuenta, se ponía insistente, “demasiado cariñoso” con las mujeres. Las que lo conocían lo entendían, lo tomaban como un gesto de cariño. Las que no, las que estaban de paso, reaccionaban agraviadas, o molestas, había que explicarles. Pero ¿explicarles qué? Era algo intransferible, que ni siquiera él parecía entender bien. Por ese tiempo yo estaba escribiendo mis primeros cuentos. Les otorgaba gran valor, y por lo mismo, no me atrevía a mostrárselos a nadie. Los había impreso, anillado, en la forma de un pequeño libro, y los tenía guardados en un cajón de mi escritorio. Malas copias de Faulkner o de Henry James, que me parecían una prístina forma de tormento espiritual. En uno, un chico atormentado llega a su casa después de romper con su novia, y ve cómo un enano emerge sorpresivamente de una caja de metal que tenía como adorno encima de la mesa, y le empieza a dar instrucciones respecto de cómo traducir a Shakespeare. En una de las juergas en mi casa, el Chico Figueroa me robó el manuscrito, obviamente sin que yo tuviera la menor idea. Al fin de semana siguiente, cuando me toca el citófono, se presenta intempestivamente como “el enano de la caja de metal”. Por un momento -un lapso no despreciable- una sensación un poco surreal se apoderó de mí. ¿Quién podía saber de la existencia de ese personaje de un cuento que no le había mostrado absolutamente a nadie? Me pareció que de alguna forma se hubiera escapado de las páginas para venir a atormentarme. Me tomó unos momentos caer en cuenta que el Chico había cometido el sigiloso latrocinio la semana anterior. Se había leído el libro completo, con gran atención, y lo traía lleno de anotaciones con lápiz mina. Nada demasiado halagüeño ni irreflexivo, casi por el contrario, consejos punzantes, directos, llenos de buena intención. Sobreponiéndome al temor al cliché, creo que el Chico me enseñó muchas cosas en la