Robinson X

Perfiles | Antejardín

«El timbre seguía sonando. Cuidadosamente me moví hasta el mueble de la tele y la apagué. Estaban mostrando, los videos del asalto a una familia que terminó con un niño de once meses –Orlandito R– con la cabeza triturada bajo el neumático de un remolque para caballos y con su madre –Marina F– con los dos brazos cortados al tratar de rescatarlo. Así de peligroso estaba el mundo. Se me ocurrió, entonces, que tenía que armarme. Moviéndome sigilosamente, arrastrándome para que se entienda mejor, fui hasta el armario del pasillo y saqué el taladro de mi papi.» Fue el mes pasado. Era sábado y yo estaba aseando mi dormitorio cuando sentí que sonaba el timbre. Miré con disimulo a través de los barrotes de la ventana para ver de qué se trataba. No quería ser víctima de un turbazo o algo parecido. Había, sin embargo, solo una persona detrás de la reja del antejardín. Mirándolo con cuidado me di cuenta de que era el Rómulo, un ex compañero de la básica, de séptimo y octavo. Me pregunté qué querría, puesto que nunca fuimos amigos. Lo único que teníamos en común era el barrio. Su casa quedaba a dos cuadras de la mía, en el pasaje Crepúsculo. Allí vivía junto a su mamá, una señora corpulenta que todavía, supongo, se pone con su carrito de supermercado a la salida del consultorio. En las mañanas vende café y unos sándwiches que yo jamás probaría. Lo digo con conocimiento de causa, no para difamarla gratuitamente, porque cuando estábamos en la básica le mandaba como colación a su hijo unos panes bien poco higiénicos. La palta, negra. La marraqueta, con hongos. Daba pena, además, ver las camisas del Rómulo, sucias al máximo. En octavo, recuerdo, me tocó ser su compañera de cueca –fue por sorteo– para las fiestas patrias. Tuve que soportar su olor a pichi durante el mes que duraron los ensayos. Y sus evidentes ganas de meterme mano. Cuando nos encontrábamos en la calle nos saludábamos, pero eso era todo. No tenía idea qué quería ese sábado, sospechaba, eso sí, era lógico, que nada bueno, puesto que era de esos tipos que siempre andan por ahí, vegetando, fumando pitos, tomando cerveza, acosando. Se decía que era sicario. O traficante. O mula. O doméstico. O soldado. O ratero. O violador.  Los dos andábamos por los veinticinco, aunque yo los había aprovechado bien. Quería ser alguien en la vida, no una aplanaveredas. Por eso había sacado el técnico en finanzas, carrera donde tuve que soportar las insinuaciones de varios profes calentones, para que hablar de los pendejos del curso, y ahora trabajaba en el municipio, en el departamento de Tesorería. El timbre seguía sonando y empecé a tener miedo, me latía hasta el cerebro, tuve ganas de gritar, tuve vértigo, sudé cristales, el mundo está lleno de bestias salvajes, pensé y recordé los documentales de la selva que veía de niña. Nada bueno se puede esperar del Zorrillo, como le decían en la escuela, me dije y decidí no abrir la puerta. Ni loca la abriría, estaba sola y seguiría sola porque soy hija única y mis papás fallecieron hace cuatro años. Se hundió el bote en el que saldrían de paseo. Fue en Puerto Montt. Tenemos parientes allá. El timbre seguía sonando. Lo más seguro es que el Rómulo me quiera asaltar. No hay mucho que llevarse, en todo caso, me dije, e hice, mentalmente, un inventario valorizado de las cosas que había en la casa. Efectivamente no era mucho y como el Rómulo vendería rápido le sacaría poca plata. No es un buen negocio, pensé. Entonces tuve la certeza de que me quería violar, vejar, abusar. Eso era. ¿Qué más? Seguro que tiene que ver con lo del baile en la escuela, esa vez que fuimos pareja. Debe andar mal de la cabeza y el enfermo de mierda se ha pasado rollos. Recordé, entonces, que mi papi nunca estuvo de acuerdo con esa actividad. Mi madre concordaba. Nunca les cayó bien. Se referían a él como el Basura, enseguida hacían la mímica de vomitar. Cuando presentamos el baile, el Rómulo, excepcionalmente limpio, quiso darle la mano a mi papi y este se la negó. Lo imaginé tocándome las tetas. Lo imaginé asfixiándome. Lo imaginé diciéndome que me quería. Lo imaginé diciendome “mi niña bonita”. Y otra vez tuve miedo, otra vez me latió hasta el cerebro, y otra vez tuve ganas de gritar, y tuve vértigo, y sudé cristales, el mundo está lleno de bestias salvajes, pensé y recordé, por segunda vez, los documentales de la selva que veía de niña: la hiena destripando al cervatillo.  El timbre seguía sonando. Cuidadosamente me moví hasta el mueble de la tele y la apagué. Estaban mostrando, los videos del asalto a una familia que terminó con un niño de once meses –Orlandito R– con la cabeza triturada bajo el neumático de un remolque para caballos y con su madre –Marina F– con los dos brazos cortados al tratar de rescatarlo. Así de peligroso estaba el mundo. Se me ocurrió, entonces, que tenía que armarme. Moviéndome sigilosamente, arrastrándome para que se entienda mejor, fui hasta el armario del pasillo y saqué el taladro de mi papi. Tenía una broca larga y gruesa. Después me puse ropa, andaba en calzones, y me arrimé a la ventana para seguir viendo qué pasaba. Estar armada me tranquilizó un poco y me dije que estaba exagerando. Que quizá lo que quería el Zorrillo era proponerme alguna movida. La Muri, mi colega y amigui del municipio, tuvo un pololo que la estaba convenciendo de que se robaran –no sé cuándo– la plata de la recaudación del día. Luego huirían a Bolivia. Harían un paraíso en Bolivia. Tuvo que terminar con él. Estos weones siempre acaban en la cárcel, o muertos o lisiados, al final sirven para dar puros problemas, no podís ni tener sexo con ellos, son un cacho, dijo. Con un lisiado ¿por qué no?, me pregunté esa

Perfiles | Serafín

«Fue solo hace un par de meses. Lo encontré echado junto a la sede, vacía hace tiempo, de la democracia cristiana de la comuna. Me miró con sus ojos marrones y brillantes y de inmediato conectamos. Se me ocurrió, en ese momento, que era la reencarnación de mi abuela. Eso reforzó mi decisión de llevarlo conmigo sabiendo que a Lorena, mi nueva y guapa conviviente, pujante microemprendedora en el rubro de la ropa de marca falsificada, no le gustaban los animales. Dan trabajo, son antihigiénicos y no sirven para nada. Si te quieres proteger, mejor cómprate un revólver.» Anoche mi perro comenzó a vomitar sangre. Andaba decaído. No quería comer. Como no tenía dinero para un veterinario lo llevé al consultorio municipal. Me dijeron que solo atendían personas, seres humanos, ¿me entiende?, no animales. Pregunté por el consultorio comunal de perros y la recepcionista, una morena con ojos de yaca, me explicó que no había tal consultorio, qué en que planeta vivía. Después me pidió que contestara la encuesta de calidad de servicio. Son solo cinco minutos. Así, en el futuro, podremos otorgarle una atención mucho mejor. Salí, me subí a mi maltratado y viejo auto chino, citicar cuya patente está impaga hace tres años, que no cuenta con revisión técnica ni con seguro contra accidentes, mi economía anda al tres y al cuatro, y le di una mirada a Serafín, que reposaba en el asiento trasero, todavía respiraba. Acto seguido apliqué cinta adhesiva al nylon que cubría la ventana del lado del chofer, que se había despegado en varias partes dejando entrar el frío de la tarde invernal. Lo quebró mi padre, fue durante la navidad pasada, el hombre bebió más de la cuenta y mientras cenábamos se acordó de que yo no asistí al funeral de su madre, mi abuela, y me trató de malnacido. Arrojó luego sus papayas con crema al piso, estábamos en el postre, y enardecido salió al patio, lugar donde perpetró el ataque contra la ventana del chinito usando un azucarero. Atento -como siempre- a evadir a tiempo los posibles controles policiales, asunto en que me había vuelto un experto, conduje de regreso a casa. Serafín seguía respirando con dificultad. Lo oí jadear un par de veces y suspirar otras tantas. Lo había acomodado sobre un viejo mantel plástico con el fin de proteger el asiento en caso de vómitos, meadas, cagadas u otras emanaciones. Lo hice como escuchando a mi padre, yo lo hubiese echado así no más, era un caso de extrema urgencia, pero él me inculcó, desde pequeño, la importancia de cuidar el tapiz del vehículo, que es caro, más caro incluso que varias partes del motor, weon, cómo no estendís, sacándome la chucha cuando en mi infancia derramé unas gotas de helado en el asiento de su amado chevrolet. Helado de frambuesa, que parece sangre, ahora sí que la cagaste, quién va a querer un auto así, se fue a la mierda el valor del vehículo, dijo con los labios apretados antes de darme varias cachetadas. Cuando recogí a Serafín ya estaba viejo. Fue solo hace un par de meses. Lo encontré echado junto a la sede, vacía hace tiempo, de la democracia cristiana de la comuna. Me miró con sus ojos marrones y brillantes y de inmediato conectamos. Se me ocurrió, en ese momento, que era la reencarnación de mi abuela. Eso reforzó mi decisión de llevarlo conmigo sabiendo que a Lorena, mi nueva y guapa conviviente, pujante microemprendedora en el rubro de la ropa de marca falsificada, no le gustaban los animales. Dan trabajo, son antihigiénicos y no sirven para nada. Si te quieres proteger, mejor cómprate un revólver Al llegar a casa dejé a Serafín bajo el pequeño techo que protegía la puerta de entrada, inhóspito lugar autorizado por Lorena para que durmiese el cuadrúpedo, recordándome, en la ocasión, que la casa era suya, que se la ganó a su ex y no fue para nada fácil. Lo envolví en una frazada, le acerqué un tiesto con agua, le di las buenas noches y entré. Lorena estaba viendo una serie turca. Le conté lo del perro. No quiero escuchar desgracias, dijo. Y me hizo callar. Me acordé, en ese momento, de cuando me echaron de mi última pega. Me habían contratado como matón en una disco, pues no tengo estudios, no puedo aspirar a mucho, nunca entendí el teorema de Pitágoras, pero soy alto y corpulento como mi padre. Una noche, estando de guardia, por divertirse unos cuicos le sacaron la cresta a un chico gay, lo desnudaron, le dieron puñetazos, lo hicieron bailar un tema de Ricky Martin y finalmente le cortaron una oreja con un alicate.  El jefe me ordenó que no le dijera nada a los pacos, que de lo contrario me echaría, puesto que los cuicos eran sus amigos y excelentes clientes. Además, me dijo en voz baja, están dispuestos a pagar por tu silencio. Pero esa vez no me callé. Quedé cesante y Lorena se enojó conmigo, encontró tonta mi decisión, puesto que al chico ya le habían cortado la oreja, no había nada qué hacer, o me vas a decir que la justicia le va a poner una oreja, el único que de verdad perdió fuiste tú, que te quedaste sin plata y sin trabajo, tontón.  Puse la mesa en silencio, disciplinado. Quince minutos después tomamos once con pan y jamón del economax. Era el momento ideal, según Lorena, para que nos contásemos las novedades del día. Le hablé de la oportunidad de trabajo que se me había presentado en una empresa de guardias. SEGUREX, se llama y la gente de recursos humanos es súper amable. Maravilloso, dijo ella, ojalá esta vez no lo arruines. Le aseguré que no, que esta vez le haría caso, que esta vez pensaría bien las cosas. Ella me contó que se había comprado lencería nueva, sostén y calzones, dijo. Y me miro con ojos pícaros. Yo sentí un pequeño cosquilleo en el pene. Eso duró como diez segundos. Después nos

Perfiles | ¡Gracias, Tamy!

«Preferí quedarme, por cierto, con la segunda alternativa. Es mejor estar sumergido en el océano creyéndose una ballena azul que emerger y descubrirse sardina. Sé que es una posición cómoda, que la voz oficial predicada por la religión del emprendimiento y la prostitución de uno mismo indica que es mejor lanzarse a la piscina sí o sí, que hay que atreverse, que es mejor fracasar intentándolo que quedarse con la duda. Yo he preferido quedarme con la duda. La duda me mantiene vivo. Las certezas oprimen como lápidas.» Hoy, al desayuno, mi tía Norma me preguntó si pensaba publicar alguna vez mis escritos. Quizá sería bueno, sugirió. Para qué, le pregunté y sin darle tiempo a responder agregué que no me interesaban ni la fama ni el público, menos promocionarme a mí mismo, no quiero ser mi propio hombre sándwich. La tía abrió extremadamente sus oscuros ojos de garza, que brillaron intensos ante el rosa plomizo, enfermizo, de sus párpados. Enseguida opinó que se trataba de cobardía. ¡Cobarde! ¡Cobarde!, susurró sonriendo como una niña, cosa que a sus cincuenta y tantos –y con ese maquillaje– no le hizo ningún favor. Después, mientras aplicaba, primero, una gruesa capa de mantequilla y luego otra, más fina, de mermelada de ciruela a su tostada, señaló que lo lógico es que un escritor dé a conocer su obra al público, solo así sabrá si tiene llegada o no.  Tras el desayuno, vegetando en mi dormitorio me puse a pensar que la tía quizá tuviese algo de razón. No en cuanto a que mis relatos tuviesen o no aceptación entre el público, eso no me importaba, sino a que debía publicarlos. Era lo lógico, sin embargo me interesaba saber, antes, si valían o no la pena literariamente hablando, pues quería escribir algo que durase más de tres veranos, no una tonterita a la moda o un esperpento con aire naif. Había, por cierto, únicamente dos posibilidades. La primera, que mis relatos fuesen basura. La segunda, que tuviesen algún valor literario, pero que a causa de mi falta de interés y constancia para darlos a conocer, es decir, de la carencia del espíritu de encargado de marketing y ventas de mí mismo, pasaran inadvertidos. Preferí quedarme, por cierto, con la segunda alternativa. Es mejor estar sumergido en el océano creyéndose una ballena azul que emerger y descubrirse sardina. Sé que es una posición cómoda, que la voz oficial predicada por la religión del emprendimiento y la prostitución de uno mismo indica que es mejor lanzarse a la piscina sí o sí, que hay que atreverse, que es mejor fracasar intentándolo que quedarse con la duda. Yo he preferido quedarme con la duda. La duda me mantiene vivo. Las certezas oprimen como lápidas. Me puse a escribir. Al rato sentí golpes en mi puerta. Era otra vez la tía Norma. Sin mayores rodeos me pidió que buscará pega. Luego me recordó que llevaba tres años en su domicilio viviendo gratis, que cuando su hermana, mí madre, decidió expulsarme de su casa por considerarme un vago disfrazado de escritor, ella, que es profe de artes plásticas, me dio alojamiento porque creía en mí, en mi talento, que de chico había advertido. Pero a la fecha no he visto nada. ¿Realmente escribes? Le mostré la pantalla del notebook. Había allí uno de mis cuentos. Quiero leerlo, dijo. Respondí que no. Entonces como sabré si realmente es tuyo o es un texto que copiaste por ahí para que parezca que estás escribiendo. Mientras decía esto se acercaba a la pantalla. No soy tan falso, le aclaré. Déjame leerlo entonces –insistió– estando ya junto al computador. No, le grité. Cómo vas a saber si yo lo escribí o no. Hay miles y miles de cuentos, no creo que los hayas leído todos. Ella se puso junto a la pantalla, empujándome. Y trató de comenzar a leer. Entonces la empujé yo a ella. Y se me pasó la mano. La tía Norma cayó al piso con estruendo. La oí quejarse, tenía una herida en la cabeza, una herida que sangraba, pero solo un poco, no se trataba de un río de sangre, aunque me alarmé al ver sus párpados rosa plomizo, enfermizo, tiñéndose de rojo. Entonces tomé el notebook, que ella misma me había regalado, lo metí en mi mochila y salí corriendo. Corrí por las calles de San Miguel hasta llegar a la plaza donde se yergue la estatua de Condorito. Allí, sentado sobre el pasto me dije que no volvería jamás donde la tía Norma. No estaba dispuesto a tolerar sus humillaciones. Necesitaba rodearme de gente que creyese en mí sin pruebas. Recordé que hace poco había visto un posteo en instagram anunciando un recital de tres poetas mediocres, pero que eran calificados como tremendos. Eso necesitaba: adoración ciega. Después puse los pies en la tierra y me di cuenta de que tendría que llamar a mi hermano, el ingeniero comercial, para pedirle ayuda. Un escritor no puede vivir del aire. Carlos. Charles como le gusta que lo llamemos, es gerente de algo en una clínica privada. Cuando consiguió su primer empleo, años atrás, me dijo que ante cualquier problema lo llamara. No dudes, hermano. Y así lo hice. Hemos perdido más plata que la mierda con el juicio por sobreprecios, capaz que terminemos hasta quebrando, se quejó casi sin saludar. El cáncer, tan rentable, la artritis, la apendicitis, la osteoporosis–nombraba enfermedades como si ofertaste papas o lechugas en una feria– incluso los partos, los putos partos, que nos generaban una rentabilidad promedio más alta que la mierda, del orden del 47% anual, se fueron a la cresta. Después me preguntó cómo andaba. Bien. Le respondí y colgué. Cómo tenía algo del dinero que mi madre me mandó para mi cumpleaños número veintitrés, me fui a tomar unos tragos. Había leído muchas novelas donde los protagonistas recurren al alcohol en casos como este. Caminando por Gran Avenida llegue a un bar penumbroso y solitario ubicado cerca de un topless. Creyéndome un personaje de novela de detectives –que, de paso, debo señalar, son todas iguales– entré y pedí un whisky con soda. Sentado en un rincón sombrío, lleno de carteles de marcas de licor, motos, autos F1,

Perfiles | El iluminado

«Tenía el cuerpo flaco, el rostro enjuto, le faltaban varios dientes, estaba sucio, barbudo y muy despeinado. Parecía un santo. Pal vicio, le oí confesar mientras agitaba una botellita de refresco de 500cc –rellena con un líquido amarillo jabonoso– al tiempo que le mostraba su risa desdentada al conductor de un spark blanco con aire de cajero de panadería.» Hoy viajé al centro de Santiago porque me inscribí en un curso de interpretación de saxo. No tengo idea de cómo tocar el saxo ni tengo uno, pero en la Mingus Jazz Academy me aseguraron que ellos cuentan con instrumentos para aquellos alumnos que no los poseen, por lo general gente que parte de cero y con cierta tardanza, como yo, que recién a los veintisiete años de edad –y después de un buen tiempo escuchando música sincopada– me atreví a tomar esta crucial decisión. Así los alumnos los pueden conocer y luego les será más sencillo comprar uno que se acomodé a sus gustos y capacidades, me informó la simpática funcionaria que me matriculó, una morena cuyo rostro me recordó al de Nina Simone. Emocionado por mi primer día de clases, cerca de la nueve de la mañana –la sesión comenzaría a las diez y media– tomé un bus que me dejó junto al río Mapocho, justo a la altura de la antigua estación de ferrocarriles. Desde allí caminaría al centro.  Me bajé y en la calle, entre los autos detenidos o a media marcha por el eterno taco del sector, un indigente ofrecía limpiar los parabrisas a cambio de unas monedas. De fondo podía verse el Cuartel Borgoño, edificio con aire señorial construido a inicios del siglo XX con el objetivo de mejorar la infraestructura de la salud pública chilena –como averigüé en Internet alguna vez– y que durante los tiempos de Pinochet fue usado para una de sus grandes diversiones patológicas: secuestrar, torturar y matar opositores. Ante el edificio, hoy ocupado por la policía de investigaciones, que dicen que también secuestra, tortura y mata, el indigente iba y venía sorteando el tráfico. Tenía el cuerpo flaco, el rostro enjuto, le faltaban varios dientes, estaba sucio, barbudo y muy despeinado. Parecía un santo. Pal vicio, le oí confesar mientras agitaba una botellita de refresco de 500cc –rellena con un líquido amarillo jabonoso– al tiempo que le mostraba su risa desdentada al conductor de un spark blanco con aire de cajero de panadería. Recordé en ese momento algo que escribió uno de esos seres superiores que da a veces el universo, hablo de William Blake, mi poeta y guía espiritual de cabecera, quien en sus Cantos de Experiencia planteó la idea de que la santidad se puede alcanzar tanto por la vía del exceso como por la de la abstención. En lo concerniente a la droga, el indigente –que claramente era un consumidor de pasta base– se podía considerar como un fiel ejemplo de la primera vía. En cuanto a la alimentación y el aseo personal, de la segunda. Un santo por partida doble, concluí con emoción. Lamenté luego que el autor inglés, como cualquiera que pensara mucho, no estuviese en el currículo del instituto profesional donde impartía clases de lenguaje, un lenguaje funcional y vacío, extremadamente básico, destinado a jóvenes que en vez de personas saldrían convertidos en capital humano. Mientras el indigente limpiaba el vidrio del spark y el conductor lo miraba con la resignación propia de un cajero de panadería (que no es pequeña y tiene la forma de un bollo de centeno), me percaté de que junto al edificio de investigaciones se hallaban sus pertenencias: una silla plegable en ruinas, un carro de supermercado cargado con latas de gaseosas, un raído trozo de espuma plástica que de seguro usaba como colchoneta y unas frazadas grasientas. Silla y carro estaban asegurados con una gruesa cadena y un candado, lo que me pareció extraño puesto que se encontraban junto al edificio policial y uno se imagina que, por su ubicación, se trata de un sitio extremadamente seguro. El indigente, me dije, resguarda sus bienes como si la policía no existiera. La policía, a su vez, ignora el origen del carro, seguramente robado –como vi en un reportaje de la tele– dado que no se venden a personas particulares. Y se abstiene de apresarlo. El indigente, pensé, está más allá del bien y del mal. Realmente es un santo, pensé, y sentí que mi corazón se agitaba. Moviéndome peligrosamente entre los vehículos en movimiento avancé hasta su lado y al llegar toqué su venerable cabeza. Necesitaba sentirme bendecido, bienaventurado o algo así, especialmente en ese momento clave de mi vida, ese momento que me haría ir más allá de mis límites, haciendo estallar ¡por fin! el dique que me contenía y me impedía expresarme con la fluidez de un Charlie Parker o un Sonny Rollins. Dejaría así de ser parte de una industria educacional, presuntamente de nivel superior, que en el ámbito del lenguaje funcionaba como una fábrica de tornillos. Un profe gendarme. Un profe supervisor. Un profe aplanador. Un profe que enseñase a escribir mails de presentación laboral donde los jóvenes debían describirse de manera parecida al ganado cuando se pone en venta. Eso se esperaba de mí. Para eso me pagaban. El lenguaje, estaba claro, había sido controlado por los cabrones del gran capital. El lenguaje había muerto. La música, afortunadamente, sería mi salvación. Mi puerta de escape. Me veía en un escenario compartiendo mi alma con gente ansiosa de libertad de verdad, no de aquella que consiste en emborracharse en un resort caribeño, follar con una mulata y creer haber alcanzado el éxito, la culminación. Cuando el indigente sintió mi mano en su cabeza, debo decirlo, no me otorgó su bendición sino que me dio un empujón y me expulsó de su espacio de trabajo. Chao, sapo culiao, busca tu camino, me gritó reiteradas veces, mientras agitaba la botella de gaseosa, de la que surgía una especie de rocío jabonoso. Con un poco de ese rocío impregnado en la piel, y entre los furiosos bocinazos de los automovilistas, escapé del lugar. Minutos después, yendo por calle Bandera me encontré con un montón de mujeres inmigrantes,

Perfiles | Sangre verde

«No olvidaba, además, que Heidegger –uno de sus filósofos de cabecera– postuló que “construir es habitar” y que Halloween, en tanto construcción, construía un habitar banal, alejado del gran arte y el intelecto, llevando a niños y niñas, e incluso a muchos adultos, a disfrazarse y limosnear dulces, fomentando el travestismo, la formación de identidades trastocadas y la práctica de la mendicidad. Cada 31 de octubre, ambicionaba, niños y niñas deberían conmemorar el Día de la Investigación Infantil. En tal fecha, recordando a Dieter, se vestirían con delantales blancos, todos de cuatro botones (conteniendo, simbólica y secretamente, los cuatro puntos cardinales que abarca la cruz católica; signo que, no le cabían dudas, es una esvástica en formación) y acudirían ordenadamente y de día, no perdidos en las escabrosas sombras de la noche, a universidades y academias militares y policiales a participar de charlas y prácticas científicas y de orden. A aprender a escribir reglamentos y ordenanzas, a conocer cómo se diseca una rana.»  A Roberto Meyer –opaco académico de Ciencias Políticas de la PUC– no le gustaba para nada la fiesta de Halloween. Sus razones, a diferencia de quienes reniegan de esta festividad por su carácter de instrumento neocolonial y al mismo tiempo neoliberal, principalmente gente de izquierda; o simplemente por ser una práctica foránea (aquí caben los chauvinistas simplones) que ensucia y mata la cultura nacional, borroneando figuras como la del huaso y la china o aminorando la importancia metafísica y psicosocial de una empanada de pino, un vaso de mote con huesillos o un pastel de choclo, estaban ligadas a la conmemoración de un experimento –completamente olvidado por las nuevas generaciones– que, según sus convicciones, hubiese cambiado de raíz la historia de la humanidad. «Grünes blut” (Sangre verde), lo llamó su autor, el médico bávaro Hermman Dieter, y consistía básicamente en sustituir la sangre del cuerpo humano por savia de plantas silvestres, en específico maleza de la tierra alemana, de la Heimat como la llamaba Hitler, con el fin de crear un ser humano fuerte, poderoso, un súper hombre que requiriera menos alimento, menos nutrientes, menos recursos, en definitiva, para completar su ciclo vital, estando, al mismo tiempo, conectado desde la raíz con la patria superior.El 31 de octubre de 1942, en un laboratorio secreto ubicado en un subterráneo de Berlín, junto a un equipo médico de alto nivel y autorizado por el mismísimo Fuhrer, Hermman Dieter llevó a cabo su atrevido experimento. Roberto Meyer había estudiado en profundidad el asunto y lo consideraba un momento clave para la humanidad, ya que marcaba el primer paso en la ruta a un mundo no mejor –esa es una consigna hueca de la mafia neomarxista, sostenía– sino mejorado, un mundo donde el hombre se liberaría de una parte significativa de su dependencia material y podría desarrollar el espíritu en unión profunda con la tierra natal, elevándose, a modo de ejemplo, con la música de Wagner y las obras de los artistas e intelectuales incluidos en la Gottbegnadeten–Liste (Lista de las bendiciones de Dios) que Goebbels elaboró para eximirlos de cumplir el servicio militar, permitiéndoles desarrollar creaciones para enaltecer al Tercer Reich. El intento pionero de Dieter, no tenía ninguna duda, debía ser recordado y celebrado eternamente por su significado profundo, abisal, pero había sido eliminado de la memoria humana por la nefasta alianza judío demo–marxista. Por eso la fiesta de Halloween, cuya fecha coincidía con el “Experimento Cero”, como Meyer lo llamaba, lo irritaba, pues, estaba seguro, no se trataba de una coincidencia.    No olvidaba, además, que Heidegger –uno de sus filósofos de cabecera– postuló que “construir es habitar” y que Halloween, en tanto construcción, construía un habitar banal, alejado del gran arte y el intelecto, llevando a niños y niñas, e incluso a muchos adultos, a disfrazarse y limosnear dulces, fomentando el travestismo, la formación de identidades trastocadas y la práctica de la mendicidad. Cada 31 de octubre, ambicionaba, niños y niñas deberían conmemorar el Día de la Investigación Infantil. En tal fecha, recordando a Dieter, se vestirían con delantales blancos, todos de cuatro botones (conteniendo, simbólica y secretamente, los cuatro puntos cardinales que abarca la cruz católica; signo que, no le cabían dudas, es una esvástica en formación) y acudirían ordenadamente y de día, no perdidos en las escabrosas sombras de la noche, a universidades y academias militares y policiales a participar de charlas y prácticas científicas y de orden. A aprender a escribir reglamentos y ordenanzas, a conocer cómo se diseca una rana. Soñaba eso mientras desde la ventana miraba hacia la calle ya oscura y veía pasar grupos de niños y niñas disfrazados en busca de golosinas.Hermman Dieter, lamentablemente, no tuvo éxito en su experimento, cuyos detalles técnicos me excuso de explicar –la química y la biología nunca han sido mi fuerte– dado que  los 52  gitanos y gitanas que usó cómo insumos de entrada en el primer intento y los 122 eslavos y eslavas que usó en el segundo, cuando incrementó al doble la dosis de clorofila, fallecieron rápidamente y con gran dolor una vez que la transfusión se efectuó. Hay testimonios que dicen que los gritos se escucharon a más de doce kilómetros de distancia. Aún así no fue un gran costo, pensó Roberto Meyer, ya que de todas formas estas personas –dudó antes de usar esta última palabra– estaban destinadas a morir en una eficiente cámara de gas o fusilados en un bosque lleno de claroscuros, un bosque maravillosamente romántico, luego de cavar sus propias tumbas, es decir, de conectarse con la tierra, de palparla, de olerla. Su muerte, así, no fue inútil: se sacrificaron por la ciencia, por el saber.Seguía en la ventana cuando sintió golpes y risas infantiles en la puerta. Niñas y niños del barrio habían llegado a reclamar su recompensa, niños y niñas, pensó, que son usados como ladrillos de banalidad, como clavos y tornillos en la obscena y lucrativa construcción de la frivolidad norteamericana. Fue a la cocina a buscar los dulces que había preparado con una cantidad tan potente de cianuro que con una pastillita bastaría para matar a una docena de caballos. Tomó también la maleta que había preparado con sus cosas. Los infantes recibieron los dulces y se fueron chillando de alegría.

Perfiles | La perfumista

«Recuerdo que cuando niña –yo tendría unos diez años y la Cata, ocho–, mi papi nos construyó un columpio. Era de madera verde y el sillín, que se hallaba sostenido por gruesas cadenas, estaba pintado de rojo furioso. Emocionada me subí con mi amada Barbie Rapunzel una vez que estuvo listo. Mi propio padre me dio impulso. Aún siento sus grandes manos calientes en mi espalda.» Mamá murió de una enfermedad rara, nadie supo claramente lo que le ocurrió, lo concreto es que antes de partir de este mundo se le puso la piel morada, presentaba dificultades tanto para alimentarse como para respirar, orinaba y defecaba con sangre y decía tener mucha sed, al punto que le aparecieron cientos de pequeñas llagas en la lengua y en el paladar. Recuerdo que para animarla le compré una barra de chocolate con almendras –su golosina favorita– y no pudo darle más que una mascada antes de vomitar hasta el alma. Estuvo así cerca de un mes y luego dejó de respirar. El médico que la atendió elaboró un montón de teorías y todas fallaron. Mieloma, embolia pulmonar, hemofilia, hiperglucemia y decenas de otros extraños términos circularon por mis oídos durante esos treinta días frenéticos que duró su agonía. Era como la ruleta de la muerte. Durante ese tiempo la cuidé como pude, le cambié los pañales a diario, le di sopa de posta y duraznos cocidos, le lavé su cuerpecito con una esponja y jabón de glicerina, le mantuve su pieza ventilada y calefaccionada, le di sus sedantes cada seis horas, la llevé al hospital cada vez que fue necesario y me quedaba hasta tarde con ella viendo antiguas películas románticas únicamente para acompañarla. Todo esto lo hice sola, quitándole tiempo a mi emprendimiento de venta de perfumes alternativos –o emulaciones como también se les llama– pues mi hermana menor, la poeta, se hallaba en Bélgica, en un congreso mundial, enfrascada en sus importantes luchas por la liberación de la mujer. Sería bueno que dejara a su mamita en el instituto medico legal durante algún tiempo, me solicitó el médico tras el deceso. La idea –siguió– es estudiar las causas de su muerte, pues fue todo tan rápido que no fue posible hacerle los exámenes necesarios para dilucidar claramente de qué estaba enferma. Yo estuve de acuerdo y firmé un montón de papeles autorizando estas acciones. Al principio no estaba completamente segura, pues tenía la idea de que los médicos la convertirían en un conejillo de Indias. Me convenció, finalmente, la posibilidad de que se tratase de una enfermedad hereditaria que me podría afectar a mí o a la Cata en el futuro. De eso han pasado más de tres meses y pese a que he solicitado que me entreguen el cuerpo para enterrarla, ya han tenido bastante tiempo para realizar sus estudios, eso aún no ocurre. Lo bueno de esto es que he podido seguir visitándola, viéndola, estando con ella. Con mascarilla y guantes voy dos veces a la semana a la morgue y la peino y le hablo y le hago cariño y la perfumo. Por suerte se ha mantenido bastante bien. Claro, porque mi mamita siempre se preocupó mucho del cuidado de su cuerpo. Además, cuando falleció apenas tenía cincuenta y cinco años, estaba súper joven y se le nota. Weon mi papi que la dejó y se fue con una dominicana de culo gigante y cerebro enano. Eso pasó cuando la Cata y yo teníamos menos de quince. Hoy estamos prontas a doblar esa edad.  La voy a ver los martes y los jueves, que es cuando tengo algo de tiempo libre. Generalmente le aplico Moy, mi propuesta para el famoso Christian Dior Joy –su perfume favorito–, aunque también he probado con Suite, mi versión del prestigioso Lancome La Nuit y con Lina Ricca, que corresponde al delicado aroma de Nina Ricci, aunque mi emulación diría que es incluso mejor lograda, más sutil, más pregnante, más misteriosa. Y obviamente a un precio mucho más bajo. De más está decir que le aplico colorete para darle un poco de vida a sus mejillas, que del morado gradualmente pasaron al blanco invierno, cosa que le encantaría, pues admiraba a Olivia Newton John, la de la película Grease, su ídola juvenil, razón por la cual se pintaba de rubio su pelito y nunca estuvo muy conforme con el tono cobrizo de su piel. Usando mi iphone le pongo también su canción favorita, “Hopelessly devoted to you”, que creo que significa algo así como “desesperadamente dedicada a ti”, tema de la misma Olivia Newton John que tarareaba cuando se ponía medio nostálgica. Qué guapa está su mami, me dice el encargado de la sala de refrigeración cuando me ve acicalándola. Es un tipo buena onda, Fabián se llama, y es quien debe sacar y luego guardar la bandeja cada vez que voy a verla. Fabián me recuerda a mi padre cuando era joven y vivía con nosotras. Tiene su misma mandíbula cuadrada, sus mismos ojos de almendra y su mismo cabello negro rizado. Su sonrisa también es muy parecida. Igualmente su actitud amable, aparentemente humilde, como de vendedor de maní confitado o cochayuyo.  Recuerdo que cuando niña –yo tendría unos diez años y la Cata, ocho–, mi papi nos construyó un columpio. Era de madera verde y el sillín, que se hallaba sostenido por gruesas cadenas, estaba pintado de rojo furioso. Emocionada me subí con mi amada Barbie Rapunzel una vez que estuvo listo. Mi propio padre me dio impulso. Aún siento sus grandes manos calientes en mi espalda. Debe haber sido primavera porque había mucho verdor en nuestro pequeño patio. Mi madre –desde la puerta de la cocina– miraba la escena con ojos brillantes. Recién se había teñido el cabello y su cabeza desprendía rayos dorados. Yo iba y venía cuando mi padre fue donde la Cata –que en ese tiempo era mi hermanito Carlos, el Lito– y lo tomó de la cintura para llevarlo al sillín. El Lito movió los brazos y pataleó para liberarse, luego corrió donde mi madre y quiso abrazarla, pero ella le dijo que no fuera tontito, que era solo un juego y se puso rígida y colocó sus manos en la espalda, sin corresponder su abrazo. La Cata entrecerró sus ojos oscuros, almendrados como los de mi padre, y lanzó un largo grito. Se trató de un

Perfiles | Vacaciones en el Caribe

«Una de las razones que me llevaron al resort, recordé entonces, fue el comentario de Francisco Robles, de grandes empresas, que me indicó que la repartija de tragos comenzaba de mañana y no paraba hasta el amanecer. Puedes estar borracho todo el día todos los días, señaló con entusiasmo. Acuérdate, eso sí, de comprar un paquete con tragos ilimitados. Yo me vi borracho durante siete días. Siete días de inconsciencia, de aturdimiento, de no escuchar a la Trini ni deberle nada de nada, ni la taza de té del desayuno ni los tres centímetros cúbicos de semen mensual. Siete días de estar como solo, como libre.» Este verano invité a la Trini, mi mujer, al Caribe. Nos hospedamos en un resort atiborrado de palmeras, jardines, restaurantes, tumbonas, una piscina monumental y salones de baile atestados de gente borracha. Se hallaba totalmente aislado de cualquier ciudad o núcleo urbano. No me interesaba para nada eso de salir a recorrer la ciudad y conocer la cultura y la idiosincrasia del pueblo, como alardea Pedro Carrión, de cuentas corrientes -que se autodefine como progresista- cada vez que se va de viaje. Progresista sería si pensara en el futuro, en rascacielos, en autos voladores, en hidrógeno verde, no en tribus muertas y resucitadas solo para sacarle dólares e hijos rubios a los turistas. Qué me importa a mí la idiosincrasia del pueblo, para qué me puede servir eso. En el banco palabras así no se usan, no están en el manual de cargos. Yo necesitaba descansar, desconectarme, eso me hacía más falta que la cresta. Además, como le expliqué a Carrión repetidas veces, en todas partes es lo mismo, en todas partes hay ricos y pobres, ateos y creyentes, abusadores y abusados, bailes folclóricos, comidas tradicionales, trajes típicos, frutas de la zona, flores nacionales, dioses y semidioses, héroes y heroínas, fechas de una supuesta independencia y sus selecciones son auspiciadas por la coca cola, que es hincha número uno de todos los países. Pasaron cosas increíbles esos siete días. Tomé tragos que nunca había tomado, salí segundo en un concurso del igualito a Bob Esponja y, sobre todo, pasó lo que pasó con el matrimonio boliviano. Eran de Santa Cruz de la Sierra y como nosotros andaban buscando relajarse, olvidar la rutina. Él tipo, que era alto, amarillento y delgado, se llamaba Faustino Cuéllar y se desempeñaba en una dependencia del ministerio de agricultura del vecino país. Su mujer, Solange Armijo, una morena de ojos claros, labios carnosos y cintura perfecta para sus cuarenta, trabajaba en una empresa privada de contaduría. Coincidimos con ellos un par de días durante el almuerzo y luego, a raíz de las felicitaciones, muy sinceras, que se acercaron a darme por mi desempeño como Bob Esponja -ícono que nos unía generacionalmente- comenzamos a reunirnos durante las noches para beber, acá todo es beber, especialmente si se cuenta con paquetes que incluyen tragos ilimitados.  La primera noche estuvimos en el restaurante, pero ese mismo día optamos por juntarnos en nuestros departamentitos -alternándolos- para conversar con más calma, como pidió mi mujer, harta del alto volumen y el tipo de música, groseramente banal y machista, según dijo, que ponían en el sitio. Yo pedí sentidas excusas por la Trini. Se le olvidó pasarlo bien, ironicé. El matrimonio boliviano por suerte no lo tomó a mal. Totalmente entendible, dijo Cuéllar. Lo mejor, afirmó Solange, y su marido la aplaudió, es que el resort cuenta con servicio de tragos toda la noche, solo tenemos que llamar. Y vaya que llamamos. Entremedio conversábamos y mirábamos el mar escuchando música que no le molestara a la Trini. Cuéllar hablaba bastante de política, a mí me carga la política, pero como el tipo trabajaba para el estado ese era su tema, su obsesión -tal como para mí lo es sacarle trote, en equipo, al personal de tesorería- no me quedaba más que soportarlo. Y hablarle, cuando se podía, de mis técnicas para detectar, en equipo, siempre en equipo, descuadres de caja. Después de estas conversaciones me quedó claro -paralelamente sentí pena por él- que Cuéllar esperaba el regreso de Evo Morales a la presidencia con tantas ansias como ciertos evangélicos esperan la segunda venida de Cristo a la tierra.   Mi mujer, que se desempeña como trabajadora social en un municipio de clase media baja y es de esa gente ilusa que quiere cambiar el modelo, se maravilló con la devoción de Cuéllar por Evo, así llamó una de esas noches, la noche antes de la despedida, al líder boliviano, como si lo conociera, añadiendo que en Chile y en el mundo hacen falta políticos así, que vengan del pueblo y sean honestos. Cruzando las piernas y mirando a la Trini con pena y desprecio, Solange se refirió a un caso de corrupción que afectaría al expresidente boliviano. Yo, por Evo, pongo las manos al fuego, replicó Cuéllar. Manco quedarás, profetizó su mujer con sorna. Luego el matrimonio se dedicó a discutir acerca de la veracidad o falsedad de la acusación contra Morales, mientras la Trini se quedaba dormida.  Vi su cuerpo pequeño, esmirriado, acurrucado en la tumbona y pensé en una momia atacameña. Alguna vez, me dije, esta mujer me resultó atractiva, sensual. Hoy, despojada de toda coquetería, la coquetería implica venderse como un pastel de lúcuma y yo no soy un pastel de lúcuma, viene diciendo últimamente, comienza a cansarme. Una de las razones que me llevaron al resort, recordé entonces, fue el comentario de Francisco Robles, de grandes empresas, que me indicó que la repartija de tragos comenzaba de mañana y no paraba hasta el amanecer. Puedes estar borracho todo el día todos los días, señaló con entusiasmo. Acuérdate, eso sí, de comprar un paquete con tragos ilimitados. Yo me vi borracho durante siete días. Siete días de inconsciencia, de aturdimiento, de no escuchar a la Trini ni deberle nada de nada, ni la taza de té del desayuno ni los tres centímetros cúbicos de semen mensual. Siete días de estar como

Perfiles | Idas a negro

«De regreso de la panadería, donde el color calipso de los delantales de las dependientas estimuló algo en ella, una pila, un centro energético, un chacra mal sintonizado, pasó al bazar y se compró un set de maquillaje con 36 tonos diferentes. Es igual al de maybelín, niuyork, le dijo la vendedora, una morena de boca estrecha y moño, con los párpados cubiertos de gel brillante, que parecía la estatua de cera de una morsa coqueta.» Hace unos minutos terminó la serie turca de la media tarde y ahora, delante de una tacita de té, espera que llegue la hora de ir por el pan. Un vestido azul, con minúsculas flores blancas, cubre su cuerpo delgado, pálido, esmirriado. En lo alto, una peluca cana -con tintes violetas- le da a su cabeza septuagenaria, afectada por una creciente calvicie senil, el tono de una maceta ornamental que contiene colas de zorro. Hace quince minutos que se encuentra inmóvil. Está pegada en un recuerdo, aunque si alguien le preguntase en cuál, le ha sucedido, la memoria se le borra. Se le van los detalles, dice. Está descansando y se lo merece, pues a primera hora, además de abrir los ojos, toda una tarea, no solo preparó el desayuno, sino que fue capaz de comer y lavar la loza correspondiente. Tomó una serie de pastillas, además, que la mantienen viva. Pensó luego que sería bueno ordenar la cama, cambiar las sábanas, barrer no solo el dormitorio sino la casa completa, la vida completa, pero no tuvo ganas, casi nunca tiene ganas y aceptó de buen grado el desorden doméstico, las sábanas sucias, pasadas a desodorante, talco y orina, la persistente capa de polvo sobre el piso y los muebles, las arañas que cruzan sorpresivamente los muros, el cerro de ropa por lavar que mantiene en una silla. Le hubiese gustado tener una criada como la de las teleseries, con delantal y toca, casi una enfermera del cloro, pero la plata de la jubilación -es una más de las estafadas por las afp- no le da para esos lujos.  En vez de asear se puso a escuchar discos de Rocío Dúrcal, “la Señora de la Canción”, alcanzando un clímax emocional cuando la diva de las divas interpretó su obra más sentida: “La gata bajo la lluvia”, hit internacional en el mundo de la llamada “música bonita”. En ese momento se paró frente al espejo y, con más entusiasmo que entonación, cantó a viva voz el tema, lo coreó mientras hacía movimientos eróticos con sus caderas y gestos de gatita con sus manos huesudas y su boca arrugada: “Tú te vas y yo me quedo aquí, lloverá y ya no seré tuya, seré la gata bajo la lluvia y maullaré por ti.”  A partir de las doce preparó el almuerzo, pure de lentejas en caja otra vez, lentejas años dorados, años borrados, luego comió y volvió a lavar la loza, sufriendo el atasco del lavaplatos, contratiempo que superó con media botella de ácido muriático. El siguiente ciclo de comida, correspondiente a la once, todavía no comienza. Falta para eso. Por eso descansa, por eso está quieta, relajada. Tiene muy presente, se lo repite a cada rato, que hoy, en la panadería, además de marraquetas comprará algunas cositas extras para la once, paté de ternera, mermelada de alcayota, servilletas, una palta, pues su hijo vendrá a visitarla. Viene todos los miércoles. Es súper buen cabro. Imagina que cuando muera será lo mismo. Arturo, el Rurro, irá al cementerio cada miércoles a dejarle unas flores y a contarle cómo va la vida. Esta idea la hace pensar que tiene la eternidad asegurada, que su rutina no cambiará ni viva ni muerta. Con esos pensamientos en la cabeza mira una imagen de la virgen del Carmen, patrona de Chile, que mantiene en la cocina, junto al oxidado refrigerador, y le guiña un ojo pensando en Betty, la Chinita, su amiga y socia de juventud, quien se la regaló la noche anterior a caer de siete puñaladas en un hotelito de San Pablo.  Fue en los setenta. Un milico curado se puso celoso.  De regreso de la panadería, donde el color calipso de los delantales de las dependientas estimuló algo en ella, una pila, un centro energético, un chacra mal sintonizado, pasó al bazar y se compró un set de maquillaje con 36 tonos diferentes. Es igual al de maybelín, niuyork, le dijo la vendedora, una morena de boca estrecha y moño, con los párpados cubiertos de gel brillante, que parecía la estatua de cera de una morsa coqueta. Una vez en casa, mientras se maquillaba, recordó que en su juventud se acostó con muchísimos tipos por plata. Le vino el flash, como se dice. Fue un tiempo nomás, se justificó, no acertando a determinar si fueron dos o tres años, quizá cuatro. Sabe, sí, que de ahí viene Arturito. Sabe, también, que por él dejó el oficio y se empleó como operaria mal pagada en una fábrica de niples. Se pregunta si debe contarle o no a su hijo ese pasado. Ya no es un niño, debe andar por los cincuenta y algo, es un hombre hecho y derecho y sabrá entender. Pero también es posible que sea juzgada, que sea juzgada y condenada, aunque ya no recuerde exactamente qué hizo con su culo, hoy con pañales, y con quién y por cuánto y le dé igual.  Viene repitiendo este diálogo con ella misma desde hace décadas, aunque cada vez con menor claridad, cada vez más desprovista de imágenes de archivo, cada vez con más idas a negro, y seguro que esta vez será lo mismo: no le contará nada mejor. No, porque vivió, un par de veces, la experiencia de ser rechazada por tipos que la quisieron y huyeron cuando conocieron sus inicios laborales. Tipos a los que ella también quería y la hicieron sentir, verdaderamente, una “gata bajo la lluvia”. Después de estos fracasos no lo volvió a intentar, Arturito no sabría su origen pues

Perfiles | Una última esperanza

«Recibí incontables lumazos, me ahogué con las lacrimógenas, me quebraron la nariz con un golpe de escudo, recibí patadas en los testículos y pasé por el túnel oscuro más de una vez. Y siempre seguí luchando, dando la cara, aunque mi mujer me pidiese que me calmase, que ya estaba bueno, que al final mi batalla era inútil, no ves que las noticias siguen igual de mentirosas, que la gente ve más series que nunca y que todos quieren reír, pasarlo bien, reír solamente por reír, tener plata a como dé lugar y que se jodan los demás. Entiende, ahora el héroe no es Allende, ahora el héroe es Leonardo Farkas y su sonrisa idiota y su caridad populista y sus ordinarias cadenas de oro.» Luché toda mi vida contra el capitalismo. Estuve contra Pinochet y sus crueles crímenes en nombre del maldito evangelio neoliberal, participé en cuanta protesta pude, marché una y otra vez por calles, plazas y avenidas, repartí panfletos, molotovs y miguelitos, encendí neumáticos y pallets, arrojé piedras a los pacos fascistas y cadenas a los transformadores del tendido eléctrico. Quería -con esto último- cortar la luz para que mi país se liberara del adoctrinamiento mediático de la tele, que la gente dejase de ver noticias falsificadas, teleseries de cartón y programas familiares que llamaban a reír cuando todos estuviesen tristes, a reír en medio de la sangre de los asesinados y la ausencia de los desaparecidos, a reír y reconocer el origen del sufrimiento como un error personal, como un mal paso, un tropezón, individualizándolo tanto como los fondos de pensiones. La tarea era urgente: sin suministro eléctrico mi pueblo vería -en las pantallas- la imagen verdadera de la dictadura: una mancha negra, inanimada y silenciosa, un hoyo lleno de cadáveres. Y entremedio, difuso, fantasmal, el reflejo del propio rostro inmerso en la oscuridad de la historia. Intenté, siempre, agudizar las contradicciones y acelerar la llegada de lo que, hasta mi muerte, nunca llegó. Estuve totalmente en contra del sucesor del criminal Pinochet y los civiles que lo acompañaron en su tarea monstruosa. Me refiero a Aylwin, “el maricón sonriente”, como le llamaban en las poblaciones. También estuve contra Frei Tagle, ese clon pifiado de su padre. Y contra Lagos, el gran traidor. Y contra Bachelet uno y dos. Y contra Piñera uno y dos. Todos, caras de una misma moneda. Me la pasé más en la Alameda que en mi casa o en mi tallercito de cinturones artesanales, herencia de mi fallecida madre allendista. Alzando pancartas se me podía ver, gritando consignas que rimaban: “uf, uf, qué calor, un guanaco por favor”, por ejemplo, cantando junto a muchos otros que detestaban este sistema tanto como yo, este sistema que en materia de desarrollo humano promueve el amor solo para vender chocolates suizos, este sistema que funciona sobre la base de la privatización fraudulenta y descarada de lo público.  Fui secretario del Sindicato de Artesanos de Recoleta (SAR) y tesorero de la junta de vecinos de mi pobla. Estuve tantas veces preso por protestar que terminé perdiendo la cuenta. Fueron, para no ahondar más de lo necesario, casi cinco décadas de lucha en contra del poder económico global, hegemónico y puto, que basa su desarrollo en nuestro subdesarrollo, en nuestra sumisión, en nuestra aculturación al kétchup, la música basura, las sudaderas de los Chicago Bulls y las salchichas gringas. Mi tallercito, obvio, sufrió con las importaciones de productos desechables, baratos, innobles, no de cuero legítimo como mis cinturones y perdí casi todos mis clientes. Recibí incontables lumazos, me ahogué con las lacrimógenas, me quebraron la nariz con un golpe de escudo, recibí patadas en los testículos y pasé por el túnel oscuro más de una vez. Y siempre seguí luchando, dando la cara, aunque mi mujer me pidiese que me calmase, que ya estaba bueno, que al final mi batalla era inútil, no ves que las noticias siguen igual de mentirosas, que la gente ve más series que nunca y que todos quieren reír, pasarlo bien, reír solamente por reír, tener plata a como dé lugar y que se jodan los demás. Entiende, ahora el héroe no es Allende, ahora el héroe es Leonardo Farkas y su sonrisa idiota y su caridad populista y sus ordinarias cadenas de oro. Meses antes del estallido social me sentí mal, me dolía mucho el estómago. Entonces fui al médico y supe que padecía de una enfermedad terminal que no detallaré, puesto que no es mi intención despertar la conmiseración de nadie. Cuando mi afección avanzó y caí en cama y no pude seguir trabajando y me quedé, por ende, fuera del Fondo de Salud Pública por no pago de las cotizaciones mensuales, mi hijo mayor, el Samy, que me salió del otro bando y trabaja como supervisor -o negrero- en un supermercado oligopólico, me inscribió en su plan de salud privada como carga. Yo le dije que no gracias, que valoraba mucho su ayuda ahora que había quedado en el aire, pero que no entraría jamás en las dependencias de una ISAPRE, esas instituciones que lucran con la vida humana y más encima estafan a sus clientes. Me negué firmemente a acudir a una clínica y me las arreglé comprando Tramadol en la feria. También tomé harta agua de matico, yerbita que dicen hace bien para las afecciones estomacales. Vino luego un período en que caí en la inconsciencia. Ahí es cuando el Samy, en complicidad con mi mujer, me llevó a una clínica privada. Yo creo que eso fue lo que me hizo mal, porque a las dos semanas me fui de este mundo. Paré las chalas, como se dice.  Lo peor de todo, eso sí, vino después, porque en un ataúd de un azul horrible, parecido al color de los uniformes de los aviadores que -siguiendo las órdenes del sádico general Leigh- bombardearon la Moneda, me trasladaron a mi última morada, “Los jardines del paraíso”, un cementerio con fines de lucro (y un antiecológico exceso de

Perfiles | Un regalo de navidad

«Constantemente experimentaba crisis en las que sufría por no estar segura de sus sentimientos. Es una gran tragedia –afirmaba con tristeza– la ausencia de un instrumento que certificara la existencia del amor. O que, en su defecto, dictaminara la presencia de afectos menores: querer, calentar, gustar, apreciar, estimar, reconocer. Por mi parte, dado mi carácter introvertido y poco expresivo, no aportaba demasiado a profundizar la relación, pues me costaba –y me sigue costando– sacar a flote mis emociones, que parecen navegar en un submarino.» ¡Si describir una desgracia fuese tan fácil como vivirla! E.M. Cioran   Diciembre. La parafernalia navideña arreciaba y yo, que andaba deprimido por mi reciente ruptura con la Maca, odiaba con más fuerza que nunca esta fiesta del consumo que los comerciantes han hecho del nacimiento de un redentor que –entre otras cosas–promovía lo espiritual por sobre lo material; un redentor que mandó a la chucha a los mercaderes del templo, es decir, que le dio sus buenas patadas en el culo a los Luksic, a los Solari, a los Angelini, a los Ponce Lerou, a los Matte, a los Paulmann y demás comerciantes de la época. Yo no creía, por cierto, en la existencia de tal redentor, era una fantasía más producto del miedo, el oportunismo y la ignorancia, pero me llamaba la atención el enorme grado de contradicción entre el mensaje original y lo que se observaba en la realidad. Por las noches, después de la pega, dejaba de lado mi alergia navideña, se trata una fiesta cultural, me decía, y me enfrascaba en la lectura de Cioran –ese pozo negro de la filosofía– quien calmaba mi despecho por lo de la Maca con pensamientos del tipo: “Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?”. Imposible, repetía en la soledad de mi casa. El amor a otros, por tanto, no era una alternativa cierta. Eso significaba que estaba todo bien, que nunca había amado a la Maca ni ella a mí y que, en consecuencia, no tenía por qué pasarlo mal. Llegaba a esas conclusiones mientras tomaba hasta quedar imbécil y desmemoriado, hasta convertirme en un virus. Por las mañanas, tipo siete am, despertaba con migraña y tras beber café, comer unas tostadas e ingerir algunos analgésicos partía, desde la Recoleta Roja, a mi trabajo en la municipalidad de una comuna cuica, específicamente en la corporación de educación, donde funcionaba como uno de los asistentes del director, un UDI católico hasta la médula de los huesos, experto en birlar fondos públicos, promover el embarazo adolescente, castigar a los chiques rebeldes y condenar a los ladrones de izquierda. Andaba mal, pero disimulaba, pues como escribe Cioran en Ese maldito yo, resulta “imposible asistir más de un cuarto de ahora sin impaciencia a la desesperación de alguien”. Y yo no quería impacientar a nadie. Mi vida, para los demás, parecía funcionar correctamente. Cuando me preguntaban cómo estai, yo respondía bien ¿y tú?, sabiendo que recibiría por respuesta bien igual, gracias. Tal era el protocolo. Una palabra más significaba enfermedad mental. Me mostraba amable, serio, responsable, aunque sentía que mi interior era una especie de mar congelado, un pedazo de vacío quebradizo y hostil donde podría ahogarse el universo entero. Me volví un mago de la simulación, un actor de primera desarrollando el rol de un tipo que, en una época donde la palabra culo ha reemplazado a la palabra corazón en las canciones de moda, no pierde el tiempo en estupideces románticas. Entendía los códigos. Funcionaba. Eso era lo importante. Hasta participé en el amigo secreto de la pega y tuve tiempo para comprar regalos navideños a mi familia. A mis padres y a mis dos hermanos, dos tipos exitosos, alegres, prácticos, sin compromisos sentimentales y de pocos escrúpulos. Uno es abogado, el otro arquitecto y les va la raja. Al menos estás cerca del poder, ironizaban cuando nos encontrábamos en la casa paterna y yo me quejaba de mi presente laboral. Tenís que mamársela al jefe, esa es la forma de escalar, me aconsejaban riendo y haciendo la mímica de una felatio cuando mi madre iba por el postre. Ante esto mi padre, que es una especie de ausencia con bigotes, movía la cabeza negativamente al tiempo que sonreía, quedando bien, simultáneamente, con mis hermanos y conmigo, el perdedor que había optado por la pedagogía. Después venían las preguntas acerca de si conocía o no al director de obras o al encargado del departamento legal del municipio, a los que les podrían ofrecer sus buenas lucas, cada uno en su especialidad, por algunos favorcitos. Delante de todos me mostraba fuerte, indiferente a la partida de la Maca. Estoy como tuna, respondía cuando en la familia o en la pega alguien me preguntaba cómo me sentía. No quería bromas, especialmente de mis hermanos, expertos en festinar con la desgracia ajena. Me hallaba, sin embargo, más bien débil, machacado, pues durante nuestros seis años de convivencia reiteradamente la Maca se fue a vivir a Pudahuel, donde sus padres, alegando no entender sus emociones. Regresaba meses después, con los ojos brillantes y el corazón enamorado. Entonces nos reconciliábamos. Todos esos años estuve en una especie de montaña rusa cuyos efectos –nada positivos– se fueron acumulando en mi sistema nervioso. Me confundió, creo, con un terminal de buses o con un aeropuerto. Constantemente experimentaba crisis en las que sufría por no estar segura de sus sentimientos. Es una gran tragedia –afirmaba con tristeza– la ausencia de un instrumento que certificara la existencia del amor. O que, en su defecto, dictaminara la presencia de afectos menores: querer, calentar, gustar, apreciar, estimar, reconocer. Por mi parte, dado mi carácter introvertido y poco expresivo, no aportaba demasiado a profundizar la relación, pues me costaba –y me sigue costando– sacar a flote mis emociones, que parecen navegar en un submarino. La Maca, apenas entraba en crisis, decidía irse donde sus padres. Empacaba sus cosas, guardaba algo de ropa en una mochila y se marchaba con los ojos enrojecidos. Por lo general me lo