Perfiles | Antejardín
«El timbre seguía sonando. Cuidadosamente me moví hasta el mueble de la tele y la apagué. Estaban mostrando, los videos del asalto a una familia que terminó con un niño de once meses –Orlandito R– con la cabeza triturada bajo el neumático de un remolque para caballos y con su madre –Marina F– con los dos brazos cortados al tratar de rescatarlo. Así de peligroso estaba el mundo. Se me ocurrió, entonces, que tenía que armarme. Moviéndome sigilosamente, arrastrándome para que se entienda mejor, fui hasta el armario del pasillo y saqué el taladro de mi papi.» Fue el mes pasado. Era sábado y yo estaba aseando mi dormitorio cuando sentí que sonaba el timbre. Miré con disimulo a través de los barrotes de la ventana para ver de qué se trataba. No quería ser víctima de un turbazo o algo parecido. Había, sin embargo, solo una persona detrás de la reja del antejardín. Mirándolo con cuidado me di cuenta de que era el Rómulo, un ex compañero de la básica, de séptimo y octavo. Me pregunté qué querría, puesto que nunca fuimos amigos. Lo único que teníamos en común era el barrio. Su casa quedaba a dos cuadras de la mía, en el pasaje Crepúsculo. Allí vivía junto a su mamá, una señora corpulenta que todavía, supongo, se pone con su carrito de supermercado a la salida del consultorio. En las mañanas vende café y unos sándwiches que yo jamás probaría. Lo digo con conocimiento de causa, no para difamarla gratuitamente, porque cuando estábamos en la básica le mandaba como colación a su hijo unos panes bien poco higiénicos. La palta, negra. La marraqueta, con hongos. Daba pena, además, ver las camisas del Rómulo, sucias al máximo. En octavo, recuerdo, me tocó ser su compañera de cueca –fue por sorteo– para las fiestas patrias. Tuve que soportar su olor a pichi durante el mes que duraron los ensayos. Y sus evidentes ganas de meterme mano. Cuando nos encontrábamos en la calle nos saludábamos, pero eso era todo. No tenía idea qué quería ese sábado, sospechaba, eso sí, era lógico, que nada bueno, puesto que era de esos tipos que siempre andan por ahí, vegetando, fumando pitos, tomando cerveza, acosando. Se decía que era sicario. O traficante. O mula. O doméstico. O soldado. O ratero. O violador. Los dos andábamos por los veinticinco, aunque yo los había aprovechado bien. Quería ser alguien en la vida, no una aplanaveredas. Por eso había sacado el técnico en finanzas, carrera donde tuve que soportar las insinuaciones de varios profes calentones, para que hablar de los pendejos del curso, y ahora trabajaba en el municipio, en el departamento de Tesorería. El timbre seguía sonando y empecé a tener miedo, me latía hasta el cerebro, tuve ganas de gritar, tuve vértigo, sudé cristales, el mundo está lleno de bestias salvajes, pensé y recordé los documentales de la selva que veía de niña. Nada bueno se puede esperar del Zorrillo, como le decían en la escuela, me dije y decidí no abrir la puerta. Ni loca la abriría, estaba sola y seguiría sola porque soy hija única y mis papás fallecieron hace cuatro años. Se hundió el bote en el que saldrían de paseo. Fue en Puerto Montt. Tenemos parientes allá. El timbre seguía sonando. Lo más seguro es que el Rómulo me quiera asaltar. No hay mucho que llevarse, en todo caso, me dije, e hice, mentalmente, un inventario valorizado de las cosas que había en la casa. Efectivamente no era mucho y como el Rómulo vendería rápido le sacaría poca plata. No es un buen negocio, pensé. Entonces tuve la certeza de que me quería violar, vejar, abusar. Eso era. ¿Qué más? Seguro que tiene que ver con lo del baile en la escuela, esa vez que fuimos pareja. Debe andar mal de la cabeza y el enfermo de mierda se ha pasado rollos. Recordé, entonces, que mi papi nunca estuvo de acuerdo con esa actividad. Mi madre concordaba. Nunca les cayó bien. Se referían a él como el Basura, enseguida hacían la mímica de vomitar. Cuando presentamos el baile, el Rómulo, excepcionalmente limpio, quiso darle la mano a mi papi y este se la negó. Lo imaginé tocándome las tetas. Lo imaginé asfixiándome. Lo imaginé diciéndome que me quería. Lo imaginé diciendome “mi niña bonita”. Y otra vez tuve miedo, otra vez me latió hasta el cerebro, y otra vez tuve ganas de gritar, y tuve vértigo, y sudé cristales, el mundo está lleno de bestias salvajes, pensé y recordé, por segunda vez, los documentales de la selva que veía de niña: la hiena destripando al cervatillo. El timbre seguía sonando. Cuidadosamente me moví hasta el mueble de la tele y la apagué. Estaban mostrando, los videos del asalto a una familia que terminó con un niño de once meses –Orlandito R– con la cabeza triturada bajo el neumático de un remolque para caballos y con su madre –Marina F– con los dos brazos cortados al tratar de rescatarlo. Así de peligroso estaba el mundo. Se me ocurrió, entonces, que tenía que armarme. Moviéndome sigilosamente, arrastrándome para que se entienda mejor, fui hasta el armario del pasillo y saqué el taladro de mi papi. Tenía una broca larga y gruesa. Después me puse ropa, andaba en calzones, y me arrimé a la ventana para seguir viendo qué pasaba. Estar armada me tranquilizó un poco y me dije que estaba exagerando. Que quizá lo que quería el Zorrillo era proponerme alguna movida. La Muri, mi colega y amigui del municipio, tuvo un pololo que la estaba convenciendo de que se robaran –no sé cuándo– la plata de la recaudación del día. Luego huirían a Bolivia. Harían un paraíso en Bolivia. Tuvo que terminar con él. Estos weones siempre acaban en la cárcel, o muertos o lisiados, al final sirven para dar puros problemas, no podís ni tener sexo con ellos, son un cacho, dijo. Con un lisiado ¿por qué no?, me pregunté esa









