Robinson X

Noticias de la nada | La calamidad de un azucarero

«Luego llegaba mi turno. En ese vertiginoso momento, en ese mareo, iba de mano en mano. Más no como el clavel que nadie por licencioso o promiscuo quiere, sino como una alegre bendición. Con plateadas cucharas extraían el azúcar de mi interior —que es un gran tórax— hasta dejarme semi vacío, incompleto, pero gozoso.» Sobre un mantel blanco y limpio —con racimos de moradas guindas— era puesto. Justo al centro me situaban, en un lugar donde mamá pudiera alcanzarme, donde papá, las mellizas y Janito, el benjamín de la casa, pudieran alcanzarme, pues mi cuerpo redondo, de loza fabricada en la República Popular China, contenía la dulzura, imprescindible, que la familia tomaba a diario. Evidenciaban —debo decirlo— graves carencias en este aspecto, un déficit constante. Algo muy malo tiene que haberle pasado a cada uno de ellos alguna vez. Juntos o por separado, no sé. Uno de esos golpes de los que habla el poeta Vallejo. Seguro que el hecho traumático derivó en enfermedad crónica y algún especialista les extendió la receta.  Dos veces por día, desayuno y once, ocupaba mi lugar central. La familia se sentaba en sus sillas ídem, ante su mesa ídem. Primero se procuraban agua hirviendo. La hacían circular en un termo negro con líneas plateadas, volcándola en tazones previamente provistos de té en bolsitas o café en polvo. Luego llegaba mi turno. En ese vertiginoso momento, en ese mareo, iba de mano en mano. Más no como el clavel que nadie por licencioso o promiscuo quiere, sino como una alegre bendición. Con plateadas cucharas extraían el azúcar de mi interior —que es un gran tórax— hasta dejarme semi vacío, incompleto, pero gozoso. Todos inquirían respecto del grado de dulzor alcanzado. Se preguntaban si necesitaban una media cucharadita o una puntita o una cucharada entera más, o si se les había pasado la mano y requerían, más bien, agregar agua a la mezcla. Era el momento en que sus caras, de aspecto enfermo, cambiaban. Había risas y palabras afectuosas. El tratamiento -era evidente- tenía efecto inmediato.  Décadas en eso: cumpleaños, navidades, dieciochos de septiembre, bautizos, velorios, pues llegué a la familia, lo recuerdo bien, gracias a los difuntos bisabuelos de los niños (cuya foto, tomada en unas vacaciones en Pichidangui, se encuentra en la pared del comedor que da al living). Fui parte del regalo de matrimonio que los ancianos hicieron a los padres de Janito y las mellizas, que ya van por los quince, cuando ambos decidieron compartir la mesa por el resto de sus días. De mi boca redonda ha surgido lo necesario para consumir, después de almuerzo, las beneficiosas y domingueras agüitas de menta, manzanilla y llantén que toman los adultos. Y para mejorar los desabridos duraznos transgénicos. Y para hacer café batido. Décadas en el centro de la mesa, décadas siendo llenado y vaciado con esos miles de ínfimos cristales blancos que, poco a poco, cosa terrible, fueron perdiendo el favor de la familia. Producen diabetes, producen cáncer, producen obesidad, comentaban los expertos en la tele, por lo que finalmente fueron sustituidos por sucralosa, estevia, aspartame y otras sustancias de nombres raros. Consecuencia de esto, yo, el azucarero con dibujos azules ¿te acuerdas? fui quedando poco a poco de lado hasta que un día determinado, creo que fue para el último cumple del Janito, no me llenaron ni me llevaron a la mesa. En una oscura despensa me abandonaron, vacío, es decir, lleno de sombras que me rodean y asustan por dentro y por fuera. Ni siquiera me dejaron un conchito de azúcar, un terroncito. Qué ingrata es la familia, me digo, cuando veo que una sustancia impostora, en su burdo envase plástico, es llevada a la mesa mientras yo permanezco en el olvido. Por último, podrían usarme para la mermelada, me digo a veces, pero luego recuerdo que hay un pocillo para eso, uno de cristal. Quisiera tener brazos y no asas para empujarlo —hay apenas diez centímetros hasta el borde del estante— y verlo hacerse añicos contra el piso. Me arrepiento después de este ruin deseo. Más contra un ser tan transparente como el pocillo de mermelada. Es por la falta de azúcar, es por la abundancia de sombras en mí interior, concluyo con pesar. Y deseo ser yo quien se haga añicos contra el piso.    

Perfiles | Cerrado por inventario

  «Ojalá no suene el timbre. Sería súper incómodo abrir la puerta y descubrir, con terror, quién viene a visitarte. Sería otre decidiendo por ti y a ti gusta escoger tus propias juntas. Si pudieras elegir, estoy seguro, tampoco te sería fácil, has tenido muchas posibilidades y ninguna te hizo gracia o, como piensas con más cuidado, te desagradó por completo. Una de ellas es Danitza, la enfermera de pelo rojo. Hubiese sido fácil para ti llamarla e invitarla a beber unas cervezas, quizá también a comer unos rolls, y llevarla a tu cuarto y conducir allí su boca también roja hasta tu pene. Era una chica liberal, moderna, sin complejos. Y se notaba que le gustabas. Se notaba que ese huevito quería sal.»     Estás solo y no quieres estar solo, tampoco sabes si quieres estar acompañado. Has tenido la oportunidad de mezclarte con diversos seres humanos, hombres, gays, mujeres, principalmente mujeres, pero te mantienes solo y no sabes si quieres o no estar solo. Miras desde tu ventana de aluminio 100×100 cms las nubes. Hay nubosidad parcial y no tienes idea si las nubes son muchas o es una sola dividida en partes. Te preocupa mucho más, en todo caso, que la manilla plástica de la ventana esté quebrada y no cierre adecuadamente. Podría entrar alguien por ahí. Alguien como un ladrón en la noche, te dices, recordando la época en que ibas a la iglesia. Eras niño y todo te asustaba. Jesús y las vírgenes te asustaban. Preferías los maniquíes de las multitiendas, que estaban limpios, iluminados y vestían a la moda. Además, sonreían. La gente con túnicas o sayas nunca te gustó. Se hallaban siempre en la penumbra de las iglesias, con rostros de angustia, acechando. Querían tu alma y tú ni siquiera sabías qué era un alma. Sospechabas, sí, que era algo valioso, algo como un mineral que yacía en tu cuerpo, una bendición que la iglesia -como hace Angloamerican con el cobre- aspiraba extraer para acrecentar su imperio. Podría entrar -por la ventana- viento helado también. Podría entrar una pulmonía o tu rostro chueco por la corriente de aire, como te advertía tu madre cada invierno. Pero no quieres nada ni a nadie en tu cuarto. Te gustaría estar con todo el mundo en tu cuarto, es verdad, sería espectacular, pero no quieres nada ni nadie en tu cuarto. Ojalá no suene el timbre. Sería súper incómodo abrir la puerta y descubrir, con terror, quién viene a visitarte. Sería otre decidiendo por ti y a ti gusta escoger tus propias juntas. Si pudieras elegir, estoy seguro, tampoco te sería fácil, has tenido muchas posibilidades y ninguna te hizo gracia o, como piensas con más cuidado, te desagradó por completo. Una de ellas es Danitza, la enfermera de pelo rojo. Hubiese sido fácil para ti llamarla e invitarla a beber unas cervezas, quizá también a comer unos rolls, y llevarla a tu cuarto y conducir allí su boca también roja hasta tu pene. Era una chica liberal, moderna, sin complejos. Y se notaba que le gustabas. Se notaba que ese huevito quería sal. Verías sus mejillas sonrosadas, verías sus pupilas brillando mientras su lengua te traslada a un lugar muy placentero que no es el paraíso. Estarías en tu cama, sobre el plumón verdeamarillo que te regaló Anita, tu hermana menor que trabaja en Hites, junto al velador y la basura que acumulas allí: monedas de diez pesos, cucharas con restos de café, lápices pasta sin pasta, boletas de compraventa, fósforos quemados, colillas de THC, tiras de analgésicos, conchitas de algún viaje a la playa. Te preguntarías por qué estás con Danitza, la de pelo rojo, si nunca te gustó. Tiene las piernas demasiado gruesas para ti. Y lo senos muy pequeños y una risa estridente, algo vulgar incluso. No es muy letrada, además. Para qué hablar de lo confianzuda que es. No, Danitza no es para ti, no va con tu estilo, te dices. Luego te preguntas por qué entonces pensar en su cabello y su lengua roja surfeando en tu pene te lo ha puesto duro, ¿eres una bestia acaso? Recuerdas, entonces, aquella vez que intentaste forzar a la Fernanda Salazar, una colega de tu empleo anterior -trabajabas con ella en una consultora de desarrollo humano- a tener sexo en el montacargas. Era una chica pecosa, inteligente, de ojos verdes y cara especial para promocionar yogur u otro alimento sano. En ese tiempo tu padre había caído en desgracia y te tocaba lavarle el culo y ponerle pañales limpios. Lo hacías temprano en la mañana y al atardecer, cuando llegabas de la pega. Tenías unos guantes de goma especiales para tal labor. Unos guantes amarillos que debías remojar en cloro, antes de proceder a su lavado. Era cosa de todos los días. La pequeña pieza de tu padre, que ahora está en el cementerio, en un lugar más pequeño aún, olía de lo peor. No te quedaba otra. Eras el menor de la familia, tus hermanas se habían ido a vivir con sus amantes y follaban felices. La Fernanda Salazar dijo que no varias veces, dijo incluso que te iba a denunciar a los pacos, pero tú insististe e incluso la tomaste de forma brusca de las manos para proceder a hacerle al amor. ¿Es que nadie hoy en día quiere hacer el amor?, preguntaste en voz alta, creyéndote ingenioso. Había, en el montacargas, un contenedor de basura que don Ramiro, el egipcio, como lo llamaba tu burlesco jefe de sección, tenía que transportar al patio posterior. Estaba lleno y olía a caca, olía a papá. Huele mal aquí, dijo Fernanda, mientras tratabas de darle un romántico beso. Después te golpeó, te hundió las uñas en la cara y saliste corriendo con los pantalones abajo. Fue una época muy desgraciada. Por suerte Fernanda no fue a la policía y todo quedó ahí. Después vino lo del penoso fallecimiento de tu padre y comenzaste a estar mejor, tu vida se alivianó. ¿Lo echas

Perfiles | Operación rescate

«Mi opinión era que la ruptura no era tan mala, puesto que la Chaby nunca trató muy bien a Bórquez, al que calificaba de taimado, mañoso, perdedor y flojo culiao, adjetivos que intensificaba cuando se tomaba unas copas de más. Tenía razón, es verdad, pero como yo soy de la idea de que el cariño nos hace ver una versión mejorada del otro, nos hace engañarnos, muchas veces sospeché de los verdaderos sentimientos de la Chaby. Otras veces me dije que tal vez fuese masoquista, una masoquista castigadora. La mayoría de las veces, sin embargo, tuve claro que no era mi problema y no pensé nada.» Amo la costa, ese espejo muerto en donde el aire gira como loco. Blanca Varela   Fui a ver a Bórquez porque la noche anterior me llamó y se notaba bastante desesperado. Por suerte tenía el sábado libre. Amanecía cuando salí del departamentito interior que arriendo en Recoleta. Llegué al terminal poco antes de las ocho de la mañana. A esa hora las calles de Estación Central se hallaban húmedas y vacías. Las hordas de salvajes ambulantes que muestra la tele -caníbales creo- no se veían por ninguna parte. Era muy temprano y de seguro estaban borrachos o drogados durmiendo la mona. Recuerdo que llevaba un lápiz en la mano, un viejo BIC que no sé si escribía o no, puesto que lo tomé a la rápida de mi velador con el objetivo de defenderme ante posibles ataques bárbaros. Se trataba de mi arma de escritor, artilugio romántico con el que lucharía por mi vida y por la de los bienes portátiles -teléfono, mochila, libros- que llevaba esa mañana. Un arma poco eficiente, es verdad, pero no soy de ir por la vida con un revólver o una escopeta, no me creo el sheriff del condado.  A las ocho treinta partió el bus a Valparaíso. Estábamos en la época feliz de los aromos. Los bordes de la autopista rebosaban de flores amarillas que contrastaban con un cielo celeste y completamente despejado. A Bórquez lo había dejado su mina y estaba más que bajoneado. Ese era su problemón. Había pedido una licencia en el trabajo y, según dijo, se encontraba en cama desde hace dos semanas, alimentándose de suchi, comida china y empanadas fritas, todo gracias a los esclavos del delivery. Mi opinión era que la ruptura no era tan mala, puesto que la Chaby nunca trató muy bien a Bórquez, al que calificaba de taimado, mañoso, perdedor y flojo culiao, adjetivos que intensificaba cuando se tomaba unas copas de más. Tenía razón, es verdad, pero como yo soy de la idea de que el cariño nos hace ver una versión mejorada del otro, nos hace engañarnos, muchas veces sospeché de los verdaderos sentimientos de la Chaby. Otras veces me dije que tal vez fuese masoquista, una masoquista castigadora. La mayoría de las veces, sin embargo, tuve claro que no era mi problema y no pensé nada.  En el bus aproveché de leer una antología de Blanca Varela. El primer poema me encantó. Después se puso muy abstracta, muy verbal y dejé el libro y me puse a mirar por la ventana. Estaba contento, siempre me pone contento ir a Valparaíso. Cuando llegué al puerto tomé un bus hasta la subida Ecuador y desde allí un colectivo hasta avenida Alemania. Hace más de cinco años que no viajaba a la ciudad que me acogió en momentos difíciles y me emocioné un tanto recordando los tiempos lejanos en que fui un habitante más de estos locos cerros. Cuando llegué a la casa de Bórquez, que era pequeña, de dos pisos, hallándose en un pasaje poblado de coloridas construcciones de madera, mi amigo se asomó por la ventana del segundo piso y me tiró las llaves. Abre tú, weon, dijo. Estaba tirado en su cama de dos plazas, tamaño King, con una polera con franjas grises y blancas y la cara demacrada. Se parecía al niño de la película El pijama a rayas. Me imaginé también que me encontraba ante el Mr. Hulk, el abogado de Joseph K en El Proceso, un tipo gordo y burocrático que atendía a sus clientes desde la cama. Puta que fue chueca la Chaby, me dijo al llegar. Hola cómo te has sentido, respondí. Disculpa, amigo, por no saludar adecuadamente, señaló entonces, excusándose por su falta de civilidad. Lo que pasa es que todavía estoy como enrabiado. Estoy a puro tricalma y no pasa nada. No me puedo relajar. Tampoco con esto -levanto una botella de ron desde el borde de su cama- y con esto -me mostró un cenicero lleno de colillas de pitos- y con esto -me mostró unas papelinas que sacó de una cajita de fósforos que tenía en el velador. Me miró después a la cara y con voz firme aseguró que su mina iba a volver. Pronto la loca va a estar de vuelta, es cosa de tiempo nomás. En el piso flotante, en el mueble de melamina negra que sostenía su plasma, en su velador -el de la Chaby estaba intacto-, así como en una silla que tuve que despejar para sentarme, había montones de basura: cajas de cartón, platos de aislapol, bolsas de plástico, envoltorios de papel kraft manchados de aceite, vasos desechables, latas de cerveza, botellas de ron, ropa, tazas y platos sucios. Se fue por una wea súper ridícula, señaló apenas logré sentarme, te vas a reír. El asunto es que no instalé un botiquín -que ella compró- en el puto baño, era cosa de atornillarlo, no costaba nada, lo podría haber hecho altiro, pero la Chaby, que es de carácter fuerte, tú las has visto, se molestó más que la chucha. En tres años no has sido capaz de instalar el botiquín, weon. Pero no eran tres años, se lo aclaré de inmediato, eran dos años y seis, cuando mucho, siete meses. Valoro, le dije después, mientras ella, no sé por qué, se puso a llorar, valoro, repito, que quieras

Perfiles | Los sueños de un camionero

«Cuando tenía como doce años, ahora voy en los cuarenta y tantos, un profe de castellano me dijo que escribía bien y me dio por inventar poemas. Me entretenía haciendo esas weas. Eso hasta que mi papi me pilló. Me sacó la chucha el viejo. Los poetas o son maracos, o son curaos, o son drogadictos, o son comunistas, me retó. Estaba indignado el hombrón, señaló como corolario. Después bebió un largo trago de coca cola y despidió un sonoro eructo. Esta es la poesía que hago ahora, dijo. Enseguida lanzó una carcajada celebrando su rústica broma.» Días atrás, almorzando en un restaurante popular, tuve la oportunidad de compartir la mesa con un camionero. Era un tipo gordo, bastante desaseado, muy locuaz y dueño de un teléfono de los más caros. Desde que me contó cuál era su oficio surgió en mí la tirria contra su persona, pues soy de aquellos que aún no olvidan que una parte importante de sujetos de este tipo -pagados con dólares gringos- armaron un paro prolongado que fue clave para derrocar al gobierno de Salvador Allende, lo que conllevó el asesinato, desaparición, exilio y tortura de miles de chilenos y chilenas, así como la entrada de nuestro país en un sistema sin espíritu, sin sensibilidad, donde debemos alegrarnos por tener treinta pares de calcetines, un plasma de ochenta pulgadas, trescientos amigos virtuales que se autorretratan (y comparten ese autorretrato) cada 15 minutos, un auto que brilla ante nuestros ojos apagados, una tarjeta de crédito -por lo general sin saldo-, el corazón educado por la Teletón y el cerebro convertido en una planilla Excel que hace cálculos -día y noche- para llegar al final del mes, al final del año, al final de la vida.  El local, ubicado en los extramuros del centro santiaguino, en calle Santa Isabel con Dieciocho para ser más preciso, estaba completamente lleno. Hora de almuerzo y los trabajadores de los negocios cercanos, en su mayoría ligados a la mecánica automotriz, copaban las mesas. Yo había pedido una cazuela de vaca con ensalada de repollo más una copa de vino. Estaba comenzando a comer cuando el camionero se me acercó y me pidió compartir la mesa, ya que el espacio se hacía escaso. Claro, por supuesto, le dije. Y corrí el pocillo con salsa de ají hacia el centro de la mesa. Al principio se mantuvo en silencio. Parecía pensar. Cuando el garzón lo atendió, pidió pure con pulpa al horno, preguntando si era de cerdo o no. Sí, es de cerdo, señor, le respondió el mesero y, consultado por la ensalada, solicitó tomate con cebolla, es decir, chilena, adicionando a su pedido una coca cola con azúcar.  Apenas llegó su plato comenzó a hablar. Sin nosotros el país no se mueve, fue lo primero que dijo, a propósito de una noticia relativa a la exportación de cerezas a la República Popular China que daban en la tele, un plasma gigante que nos hacía parecer pequeños y opacos. Yo no sabía aún de su oficio y compelido por su comentario le pregunté a qué se dedicaba. Transportista, dijo. Y agregó algo que no pude entender, algo supuestamente gracioso, pues se rio dejando abierta la mandíbula, golpeándose el pecho con ella varias veces. De inmediato me puse a pensar en mi odio al gremio del rodado. Recordé, por ejemplo, que los milicos -tras el golpe- los premiaron, primero que nada, con el desmantelamiento de Ferrocarriles del Estado, medida que les dejó despejada la cancha en el negocio del transporte. Se les otorgó también descuentos en el precio del petróleo y muchos de ellos pudieron tributar con renta presunta, pagando menos impuestos que el común de los mortales. Todo por venderse a la derecha. Eso hasta hoy, pues ningún gobierno posterior a la dictadura ha revertido esta situación de privilegio, seguro que por miedo a nuevos paros de estos seguidores sudacas del mafioso Jimmy Hoffa. Me contó que su último viaje fue a Ovalle, que de allá venía llegando, que transportó, de ida, estanques de agua, de esas weas celestes, y de vuelta verduras, venía harto ajo, harto tomate, harto poroto verde, harta zanahoria. Me habló luego de su familia, no sé cómo llegó al tema. Tenía un hijo chico con parálisis cerebral, le nació así y se esperaba su defunción muy pronto, se nos va a ir el angelito, se nos va a ir para el cielo, por suerte que tengo dos más, dos mayorcitos, esos me llenan el corazón, por ellos sigo manejando. Su mujer, en tanto, pasaba por una larga depresión y él estaba medio chato, está tomando unas pastillas culias, yo la entiendo, yo también estoy pasando por lo mismo, pero uno se aburre ¿cierto? Por suerte soy camionero y usted sabe, en la ruta, decimos nosotros, siempre hay una puta, ja ja, es un decir nomás, yo respeto a mi mujer, ella es buena, no la dejaría por nada del mundo. El camionero hablaba y hablaba. Su historia, debo confesarlo, tocó mis fibras íntimas (como se dice en los matinales) y pude verlo como un ser humano. Un ser humano de mierda, es verdad, pero un ser humano a fin de cuentas ¿Qué culpa tiene del golpe de estado? Ninguna, no había nacido. Se me ocurrió, entonces, levantarle el ánimo. Y para entrar en un terreno de positividad, le pregunté por sus sueños. Sueño harto yo, po, sueño por ejemplo con el general Pinochet, sueño que resucita y me viene a ver con mi papá, que también está muerto y fue camionero igual que yo, de él aprendí, po. Él estuvo en el paro patronal del 72. Gran hombre. Me enseñó a manejar de chico, a veces no iba a la escuela para acompañarlo en sus viajes. Al final no terminé la media y me puse a manejar. Dale, me decía mi papi, sigue nomás. Pa que vai a perder el tiempo estudiando si acá ganai platita. Y me mostraba unos dólares que había guardado como reliquia.

Alambres de la noche, poemas de Alfredo Dario Morelli

Alambres de la noche es el primer poemario de Alfredo Dario Morelli (Córdoba, Argentina, 1961), quien además de escritor las ha oficiado de basquetbolista profesional, profesor y actor de cine -como se indica en la contraportada del libro-, siendo además parte del grupo de rock “La clave peste”, donde toca saxofón y flauta traversa. Autoeditado en Buenos Aires en 2022, Alambres de la noche consta de treinta y un poemas construidos a partir de un lenguaje desbrozado, muchas veces talado, mutilado, que reflexiona de manera crítica -y críptica- acerca de asuntos como la vida en la “modernidad tardía” sudaca, la tecnología, la globalización y la idea (y práctica) de dios, realizando asimismo una exploración al propio ser, al cuerpo, a la autobiografía.   Selección de poemas   CVIII   escribir antes o después de la negrura todos los detalles con herramientas precisas   trasladar la cosa una persona de lápiz puesta en la balanza de dormir vestida con la hernia inguinal del orfanato   ocupar sus ojos ambos defectuosos con el precio del pasto con el barro largo como todo el cabello del mundo   una persona en sí misma arrestada por intento de vida cuando cortaba píldoras a mitad del catre   una estadística de luto pensionada en la palabra sabiendo que el imperio no termina por más ventanas rotas   mece la silla cirujana un plan en la mesa del día   todo albergue crema su demonio     IX   dice mutilado  y nadie piensa en amor   porque cómo podría una caricia una mano hermosa en el gesto claro de acercarse   la uña a medio enclave del acoso cumpliendo con el tránsito es decir frenar cuando la señal indica que es otro el que quiere   cómo podría donde dice mutilado  leer que está completa la línea de la vida   la palma arde arde el dorso la mano está, aunque no toque     L   un desayuno es la distancia entre el camastro niño de tus miedos y la taza senil calostro de la muerte infusión de lobos   no es fiebre la pesadilla no es pastilla el basurero en la garganta   antes era yo el amanecido y era un hambre tierno tus tostadas   entonces  este pan residuo de mil años esta bandeja en la vértebra rota del tiempo   se ahíja el bocado cuando la boca es madre     VII   dios nació lisiado se atragantó el pescuezo con la vara de medir   nunca tuvo canto voz no tuvo una voz de hablar bajito   mudo de silencio graznó siempre las espadas sus medidas   roncó degüello en los preceptos rezos rapaces a ambos lados de la hoguera   acérquense a mí rengos de lenguas paralíticos de chillidos oratorios disfónicos de amor hijos tullidos de mi verbo   para ustedes las biblias tetrapléjicas muletas mandatarias del versículo apoplejía de sermones   prometo el cielo más afónico de baile   mi diestra hemipléjica de música mi amputada lengua   dios nació inválido de piedad y aúlla infiernos     LVIII   clasificado rojo en las córneas cuando el riesgo crediticio en GPS usaba mapas y se movía para que ninguna ciudad quedara intacta   alambres de la noche llamadas en la secuencia correcta enorme equilibrio de los bienhechores su única acción gratuita   mientras los oficiales del suburbio minan el largo puente de metal vomitan agricultores chinos con maquillaje de gorras   revisamos lazos familiares presos en la enciclopedia equívoca trocamos aquel viejo asunto automático el amor por nuestro tiempo obsoleto vamos hacia la reliquia de alguien poderoso sus manos de tumba   digiero mis pastillas dopado de ideas ruinoso pozo en la mirada, desconcierto como si las cosas  salieran mal por todos lados   un genuino nirvana conurbano   quién quiere este paisaje? este simulacro participantes originales predispuestos!   torciendo la larga línea dura al precio de la carne incubamos la solución macabra el bello retrógrado artista de nieve      

Noticias de la nada | Un colchón indigente

Lo encontramos en un basural clandestino de Rungue. Estaba lleno de manchas de vino tinto, cagadas de pájaros, quemaduras de cigarrillos y rajaduras en el forro. Se trataba de un viejo colchón de plaza y media de espuma plástica. Le preguntamos cómo había llegado a ese lugar. Nos contó, entonces, que hace un par de semanas había sido arrojado a la calle. Me trajeron en una camioneta hasta este sitio terrible, lleno de desperdicios, escombros, mal olor y ratas, sitio donde una patota de borrachos me usa para beber, fumar pasta base, escuchar reguetón y practicar sus horrendas perversiones. Los vagos se recuestan o se sientan encima mío y abren una caja de vino o encienden un mono y comienzan a matarse las neuronas. A veces hasta se masturban colectivamente, o tienen relaciones de tipo sodomita, mientras se lanzan pullas entre ellos. Mi experiencia ha sido traumática, no se la doy a nadie, no estoy acostumbrado a las puteadas, ni al trago, ni a la suciedad, ni a cargar sobrepeso, ni a vivir a la intemperie. No, mi vida ha sido muy distinta. Estuve más de diez años en la pieza de una mujer preciosa. Una chiquilla a la que cobijé su armonioso y liviano cuerpo desde los trece hasta los veintitrés años, cuando se convirtió en una estudiante de leyes a punto de egresar. La sentí crecer, la sentí desarrollarse, percibí cómo se formaban sus redondeces, contuve sus sueños y sus suaves orgasmos nocturnos, delicados como los de un colibrí. Pasamos miles de noches juntos estudiando códigos, constituciones, ordenanzas y otros textos legales, estuvimos juntos los dos con su primer novio, el Camilo, un morenito medio pobre que trabajaba en el campo con su padre sembrando hortalizas y que la mami de la colibrí no quería, no le gustaba, no tenía futuro, y fue reemplazado por el Phillip, un burguesito que estudiaba ingeniería hidráulica y hablaba con voz grave y tenía auto y poca capacidad de observación, pues nunca se enteró de que la pequeña colibrí ya había volado, que había lanzado su primera pluma al viento con el Camilo y se creyó poseedor exclusivo de su cuerpo delicado. A regañadientes tuve que soportar las visitas de Phillip los fines de semana. Y escuchar sus críticas hacia mis resortes cada vez que tenían sexo. Tantos fueron sus reclamos que la madre de la colibrí decidió que yo ya no servía, que tenían que cambiarme por uno nuevo. Y partieron al mall a endeudarse para dejar tranquilo al burguesito, quien se consiguió con un tío la camioneta que me trajo a este tiradero que se parece demasiado al infierno. Cuenten ¡por favor! mi situación a sus benevolentes lectores, nos pidió en ese momento, con una angustia que nos conmovió a concho, díganles que vengan por mí, que no estoy tan dañado, que aún puedo contener a quien quiera tener un buen descanso nocturno, da lo mismo que no sea hermoso, ni armonioso, da lo mismo que no gima cual colibrí como la estudiante de leyes. Ya me conformé de su pérdida, no me escucharán llorar, no me verán deprimido ni han de oír mis quejas; sepan además que aún estoy blandito, que soy ultra cómodo, que mis resortes no están tan malos, que me pueden hacer un forro y que quedaré como nuevo, que más encima soy gratis. Por último, señaló, si ya no me quieren ocupar como colchón me pueden desmenuzar y convertir en lindos cojines, da lo mismo que sea con la cara de Mickey u otro bobo. La cosa es que me saquen de este lugar, la cosa es volver a estar bajo techo, la cosa es salir de la situación de calle y volver a ser un colchón decente, un colchón de casa.

Noticias de la nada | Espejo solitario pide la muerte

Un espejo se comunicó con El Mal Menor para dar a conocer su penosa historia. Me siento absolutamente solo -comenzó a decir casi sin darnos tiempo para tomar nota- desde que el infame del Mamo Ramírez le dio una golpiza a la Katiuska y la mandó al hospital San José, donde ahora se encuentra, y de donde seguramente no saldrá porque he escuchado -indicó con desazón- que más que una institución de salud tal hospital es más bien un matadero de pobres…