Sergio Miranda

Trasandino | Esos golpes del azar que nos vuelven pensativos

«Detrás de él, una chica muy delgada con gafas negras había abierto una cigarrera de aluminio y les decía algo a sus amigas mientras le mostraba la parte de abajo de la lengua, una de ellas, una rubia delgada con pecas, se mojó el dedo índice con la lengua y levantó de la cigarrera un pedacito de pastilla que se metió en la boca, a su lado, un chique con remera atigrada había prendido un faso, su cara denotaba cansancio, como si no hubiese dormido en varias noches, miraba con mucha atención, de arriba a abajo, a la gente que iba hacia la pista de baile.» Salí de una fiesta a las 6 de la mañana. La aurora aún no astillaba la noche oscura y un viento suave, inconstante, no mermaba la humedad del ambiente. A los lejos, en el horizonte nocturno, la luna decreciente se hundía gradualmente entre las casas de Cofico. Desaté la bici de un árbol y tomé rumbo hacia casa, eso pensaba, pero en realidad no sabía hacia dónde me dirigía -no conocía el barrio-, pedaleaba por las avenidas sólo por intuición. Me detuve debajo de un poste de luz amarilla, en la esquina de Sucre con Faustino Allende, a buscar en google maps una ruta confiable. A una cuadra, por la Sucre, vi dos focos blancos acercándose lentamente en la oscuridad. Es sólo gente volviendo de la joda, pensé, mientras memorizaba la ruta. De la nada surgieron dos motos deportivas delante de mí, con sus motores bramando. Rápidamente se bajó un copiloto, un pibe moreno de pelo corto gritando ¡entregá el celular o te mato! Reaccioné saltando de la bici y se la tiré de una patada a la moto negra que intentó subir a la vereda. El pequeño inconveniente es que yo andaba con unas sandalias con broche y cuando iba a empezar a correr la punta del calzado se atrapó en una fisura de la vereda. Eso hizo que perdiera el equilibrio y que cayera con la rodilla derecha contra el cemento. Fue el azar quizás, pero el haber caído me salvó del casco de moto que pasó delante de mi cara e impactó en una pared. De súbito comencé a correr sin rumbo. Mientras corría por las veredas, llenas de árboles y casas hermosas, escuchaba los cilindros acelerando y los pasos y las respiraciones agitadas y los ¡quédate ahí! ¡quédate ahí! ¡te voy a matar! de los dos pibes corriendo a mis espaldas. Para burlarlos regateaba en las esquinas y me contorneaba en esas calles vacías, y para escapar de las motos me agarraba de los troncos de los árboles, pues no podían doblar tan rápido y se quedaban unos segundos con el inconveniente de la marcha atrás. Eso me daba un tiempo para pensar qué hacer. Pero en realidad no sabía para dónde ir, ni qué hacer. Lo que me extrañaba era que no pasaban vehículos, ni gente, ni se prendían las luces de las casas, ni nadie se asomaba a chusmear para saber qué mierda ocurría con los ¡run! ¡ruun! ¡ruuunnn! ¡ruuuunnn! En un momento la moto negra se metió temerariamente entre los árboles y subió a la vereda. Me cerró el paso. Quedamos enfrentados. Salté a una reja simulando que quería pasarme a una casa y la moto negra aceleró con intenciones de chocarme, pero bajé inmediatamente de ahí y se golpeó contra la reja. Crucé la calle. Yo ya estaba muy cansado por la persecución y respiraba desordenadamente. ¡Quedate quieto hijo de puta! gritó el colérico de la moto azul con blanco que se precipitó para subir a la vereda, pero las raíces secas que sobresalían de la tierra hicieron que perdiera el control. La moto le cayó encima. Y los gritos de ¡aaah! ¡uuuh! ¡la puta madre! ¡La pierna! fueron epifánicos, ya que al escucharlo gritar, grité también ¡ayuda! ¡ayuda! con un vozarrón estertóreo. Al instante, la moto negra recogió a un copiloto y la moto azul con blanco fue levantada de un tirón. Desaparecieron por Juan B. Bustos.    Ya sin energías para correr me encaramé a la reja más alta de una casa y pedí ayuda, pero nadie salió. Tenía miedo de que volvieran. Saqué el celu y llamé a Patrick, porque sabía que se había quedado en la fiesta. Patrick apareció a los minutos por la esquina preguntándome qué me había pasado, que dónde estaban los motochorros, y reparó en que tenía la rodilla rota y sangrante. Yo no me había dado cuenta del gran corte que tenía debajo de la rótula. Me intentaron asaltar, contesté como asmático, pero se fueron por esa calle, ayúdame a ir a buscar la bici, agregué soltando todo el aire. Cuando llegamos al departamento empecé a sentir la hinchazón y la incomodidad al caminar, pero lo que más me asustaba era la disnea y el pum pum pum del corazón. La mayoría de la gente se había ido de la fiesta, no había música, sólo las dueñas de casa con amigues y compañeros. ¡Lo intentaron asaltar, pero zafó! dijo Patrick para que cesaran los ¡qué les pasó! Sentía que me iba a desmayar en el living mientras escuchaba que se debatía si llevarme a un hospital o una clínica para que me cosieran la rodilla. Pedí unas servilletas para limpiarme la sangre de la pierna y no ensuciar el piso. Patrick me agarró del brazo y me sentó en una silla al lado de una ventana, tomá aire, me dijo. Una brisa húmeda apareció. Cuando te sientas mejor avísame y vemos qué hacemos, voy a estar acá, al lado tuyo, así que tranqui. Puso una silla frente a la ventana y prendió un faso mirando el aclarar del día desde Cofico. No es para tanto, dije, con povidona y gasa ya está. Me parece que estás delirando, eso es para varios puntos, dijo Abril, seria y preocupada, mientras me pasaba papel para limpiarme la sangre, además se te ve el hueso, concluyó cruzándose de brazos y apoyándose

Trasandino | Aquel jinete ahorcaba con ira al caballo de terciopelo azul

«Fede Fantasía dio por terminada las lecturas y anunció la fiesta en el patio. ¡No, no, no puede ser! gritó de pronto el chicx de melena que vendía ácidos. ¡Micrófono abierto! ¡Micrófono abierto! coreaba mientras golpeaba el suelo. No te anotaste antes, perdiste hermano, las lecturas se acabaron, contestó Fantasía desde el micro. No, mentira, me mintieron, yo me anoté por instagram, le dijo al dueño del lugar, no me voy a ir sin recitar ¡Micrófono abierto! ¡Micrófono abierto! decía y golpeaba con más fuerza el suelo.»     A eso de las 19hs me junté con Augusto en la esquina del correo. Habíamos quedado para hablar sobre la reescritura de algunos poemas de mi futuro libro. Antes de salir de casa, y en un ataque histérico, me senté frente a la compu para sacar esos textos que veía más flojos y también los que me causaban duda por el tema o frases en las que intuía la necesidad de dilación. La escritura y su incesante desbrozo y esas señales muy íntimas, casi secretas, para que el intelecto se sienta con la voluntad de cortar con escalpelo cada emoción, cada sonido e imagen, observando con minuciosidad esos órganos en un estado de alerta ante el impulso que permite entrar en esa experiencia de sensibilidad, y ahí dentro preguntarse qué es lo que anda mal, su sonoridad o su sentido, sus sentimientos o su forma, arriesgarse a reescribir para volver a armar nuevamente el cuerpo textual, estar dócil en esa coyuntura y cuando la voluntad lo requiera volver a hilvanar de inicio a fin, y en el peor de los casos, intentar operar a corazón abierto con el riesgo de perder todo contacto con la respiración del poema. Todo este escrúpulo que aparece con el labrar de la emoción me hace recordar un verano cuando trabajé de temporero en los kiwis. Con mis amigos rondábamos los 15 años y no teníamos plata para hacer nada. El tío de un amigo vio nuestra situación y nos llevó en camioneta hacia una localidad llamada Cholqui, a un fundo que quedaba cerca de un cordón de cerros. Allí habló con un viejo amigo para que nos dieran trabajo. Nuestra tarea consistía en sacar los kiwis deformes y pequeños de los árboles. Lo que quedaba en el árbol se iba a Europa, lo que caía a tierra se recogía y se vendía en la feria del fin de semana en Melipilla. Teníamos un jefe cascarrabias, un huaso muy anciano que cojeaba por las extensas hileras de árboles frondosos gritando qué hacer, cómo avanzar y muchas veces hablando solo en voz alta mientras era asediado por latigazos de sol y sombra. Su cara morena y arrugada era intimidante. Tenía por costumbre acercarse mucho a las personas para escucharlas porque además de miope, sufría una sordera crónica que ni el dispositivo que ocupaba en la oreja lo podía ayudar. ¡No escucho ni una hueá! decía sacándose el audífono ¡Estás pilas de mierda que no sirven pa na! ¡Boris, Boris, ven pa ca hueón! ¡Arréglame esta cuestión Boris! le recriminaba a su hijo, un hombre grande, medio tonto, que era jefe de la otra cuadrilla, y que se emborrachaba a la hora de almuerzo con un vino en caja de dos litros Santa Rita. Una tarde calurosa el viejo llegó al lado mío. Yo iba muy atrasado en la hilera en relación a mi grupo. No tenía pericia para sacar rápidamente la fruta deforme y los callos en las falanges aún no se me endurecían para ejercer la técnica que nos habían enseñado. ¡Mire!, me dijo acomodándose el audífono y jadeando hondamente mientras negaba con la cabeza observando los kiwis desperdigados por el suelo negro y húmedo. Esto es muy fácil cuando se aprende ¿me entiende?, pero mire, mire bien, no tiene que dar vueltas como loco, usted viene, se pone debajo del árbol y lo mira, lo mira harto, harto, lo mira por aquí, lo mira por acá, después agarra mata por mata, racimo por racimo, espacio por espacio, así ¿ve? así, con paciencia, y al final el árbol solito le va decir que ya está.    La noche estaba fría, nubarrada y olía a lluvia. Caminamos hasta el Patio Olmos buscando algún lugar para sentarnos y conversar. Pero la mayoría de las cafeterías estaban llenas y más de alguna ya estaba con las sillas sobre las mesas. Augusto me hablaba con el vaho sobre su cara de lo que le había parecido la primera parte del poemario, y así mismo de la posibilidad de hacer una plaqueta con algunos poemas para resaltar la disposición tipográfica y de que eso serviría para anunciar que el poemario estaba pronto a salir. Le dije que sí, que me parecía buena idea intentar ganar unos pesos con ese laburo. Subimos por la calle Buenos Aires al 1100 y nos encontramos con una cafetería que en media hora cerraba. Pedimos dos cafés simples en jarrito. Vos sabes que esta mañana leí un capítulo de “Leer poesía”, de Alicia Genovese, en donde dice que en el verso libre el poeta es más parecido a un surfista que a un arquitecto, porque está más atento al azar, al desequilibrio, a esa inestabilidad que posibilita el poema. Hermosa idea, la poesía como mar y el poema como orilla. ¿Pudiste leer las anotaciones que te hice? Sí, reescribí algunas cosas, otras las saqué y bueno, supongo que ahora dejaré descansar al poemario. Es lo mejor, no te gastés boludo, dale un poco de respiro…, cambiando de tema, ¿viste cómo subió el precio del papel?, ¡se fue a las nubes!, aumentaron los precios de los libros nuevos y el usado va a tener que subir también… Al lado de nosotros había una pareja con una Mac sobre la mesa que reía mientras redactaban en voz alta preguntas para el chat GPT, pregúntale qué piensa del amor, qué piensa de la muerte, no, no, mejor pregúntale cómo hacer para ganar plata en dólares… Con Augusto nos

Trasandino | Me hubiese gustado ser escritor de Boedo

«Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica.» Fui a eso del mediodía al Mercado Norte. Era 31 de diciembre y habíamos quedado con una amiga para cenar pizzas a la parrilla en su casa. Queríamos recibir el año nuevo escabiando. Pasar del rito tedioso familiar y preocuparnos poco o nada de la comida. Para que ese plan funcionara ella iba a amasar y yo tenía que ir por los ingredientes. Hice varias filas. En un local compré los pimientos rojos y amarillos, en otro, los tomates redondos, las zanahorias, la rúcula; y a las cholas, que tienen los puestos de verduras en la vereda, les compré ajo, cúrcuma, pimienta, las cebollas moradas y un atado de cebollas de verdeo. Había mucha gente, gran parte hablándose a los gritos, un exceso de estrés por la fecha. Además, los 34 grados de calor hacían que la piel ardiera y la humedad en el ambiente secaba la garganta. Sol de mierda, que lo parió, hasta discutí con una señora que se adelantó en la fila, que se turbó cuando vio que se estaban acabando los choclos. Le di mi lugar porque se veía sofocada, aparentemente se iba a desmayar. Por suerte, y para alegrar toda esa desesperación, un cuarteto a las afueras del Mercado se puso a cantar con micrófono y parlante “Fuego y pasión” de Rodrigo. Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica. De espaldas, era el mismo Roque de antes de la pandemia; de frente, se veía más viejo, con menos pelo en las sienes, con gesto nostálgico y ojeras oscuras, con barba blanca desprolija, pero con el mismo bigote nietzscheano que lo caracterizaba. Dijimos de ir tomar una cerveza a la esquina, a Abu-Bar. El lugar estaba lleno. El bullicio de los cubiertos rozando los platos, las risas, los murmullos de la gente, el ventilador gigante que sonaba como turbina de avión, competían con el volumen de la televisión que colgaba del techo. Los panelistas debatían sobre la salida de una participante de Gran Hermano. Una mesera morena, de pelo rubio atado sobre su cabeza, nos hizo un ademán, pasó un paño húmedo por la mesa negra, y nos hizo sentar. ¡Hola corazones! ¿Qué sería? Pedimos una quilmes y, como ninguno había almorzado, también pedimos el menú del día: costeleta de cerdo con puré. Roque me contaba que iba a pasar el año nuevo solo. Que no le quedaba familia y que todos los amigos se le estaban muriendo. Lo invité a comer pizza a la noche, pero me dijo que no, que no estaba para esos trotes, que lo más seguro era que antes de las 12 iba a estar dormido. Cli, cli, cli, una mujer mayor con barbijo celeste había golpeado la ventana para ofrecerme paños de cocina y pañuelos desechables, con un gesto le dije que no; atrás de ella, un tipo sostenía en su cuerpo un tergopol rectangular con diferentes lentes de sol, amarrados y en fila, desde los clásicos oscuros hasta los muy coloridos. Entre los dedos de una mano tenía varios modelos de lentes y, en la otra, un espejo circular en donde un cliente se miraba. Compró uno con marco rojo que le hacían juego con las zapatillas rojas puma; más atrás, los cartoneros amarraban pilas muy altas de cartón en sus carros. Roque sirvió la cerveza. Últimamente he pensado que me hubiese gustado ser un escritor de Boedo, haber ocupado un poco de mi tiempo en darle la voz a lo popular, al obrero. No sé, haber escrito algo parecido a “Malditos”, de Castelnuovo. Darle voz a esa señora que te quiso vender los paños de cocina, por decir algo, nombrarla aunque sea. Te acordás cuándo en clase de Argentina 2 le cité de memoria al profe “prefiero estar equivocado con las masas y no estar solo con la verdad en contra de las masas” y dijo que no se acordaba de quién era la frase. Me acuerdo, también, que estabas escribiendo una novela. Se me complicó, la abandoné unos años, pero la volví a retomar luego que leí un ensayo de Michel Butor. Un libro que me compré en la librería de usados en La Rioja, al inicio de la pandemia, uno en donde dice que estamos perpetuamente rodeado de relatos, que lo cotidiano es contar y oír cosas, en ese sentido, dice o quizás no, mi memoria me falla a veces, que una novela es una forma particular de contar relatos. Cuando leí eso, o algo parecido a eso, empecé a venir a Mercado Norte en las mañanas y en las tardes a tomarme un café con medialunas, y escribía, o sea, escuchaba todo lo que transcurría a mi alrededor. Y empecé a pensar que al final da lo mismo la vida del personaje, lo importante es su discurso, la idea,

Trasandino | Eso no nos interesa

«¡Fuera Duque! gritó, pero el perro no le hizo caso, luego zapateó en el suelo ¡basta basta! prosiguió poniendo llave a la reja. Pero el animal seguía sin tomarlo en cuenta. El viejo agarró un palo de escoba y al instante el perro se fue a esconder debajo del Fiat 147. Me tiene las bolas hinchadas, pero ya lo voy a agarrar, dijo a media voz moviendo la cabeza. Pasen pasen, por favor, ahí derecho, en el living están los libros.» ¡Debería dejar esto! dije con resentimiento, estirando los brazos y la espalda sobre la silla. Es un fastidio estar 4 horas frente a la compu y no encontrar ninguna frase potente para avanzar en el relato. Pero hay días y días, murmuré, y ya era mediodía del sábado y Augusto iba a pasar a eso de las 15h por casa. Habíamos quedado de ir a ver unos libros después de la siesta al barrio Yapeyú. Entonces sería bueno relajarse e ir a comprar verduras, pensé, yerba mate donde los chinos, ponerme a cocinar sería mejor, y luego, quizás, volver a la escritura. Golpearon la puerta. ¡Ya han pasado tres horas! dije asombrado, yo no había hecho nada de las cosas que había pensado, al contrario, hice cosas diferentes, me corté las uñas de las manos, saqué los acordes en guitarra de “Pupila de Águila” y la canté hasta que me cansé, después jugué unas partidas de ajedrez online mientras escuchaba en youtube el concierto de Violeta Parra en Suiza, en la casa de Whalter Grandjean. Abrí la puerta y nos saludamos de abrazo, un regalo me dijo, y me pasó “Santuario” de Faulkner. Puse la pava. Armé el mate y le puse un poco de burro y manzanilla. Luego salimos al patio, había un viento suave y el sol estaba cálido. Leí dos poemas sueltos para que me diera su opinión. Demasiada verborragia, arguyó, lo mismo me dijo Sarmiento, dije guardando las hojas. Le pregunté qué estaba leyendo. A Giannuzzi, dijo y sacó de su mochila un libro negro de ediciones Visor. Leyó “Poética”. Le cebé un mate luego de su lectura y antes de tomarlo me comentó, con emoción, que en la última compra de libros se encontró con “Una temporada en el infierno” de Arthur Rimbaud, no en la famosa versión de ediciones Edicom de 1971, traducida por Oliverio Girondo y Enrique Molina, sino en la de Ediciones del Copista, una selección y estudio de un cordobés llamado Andrés Terzaga. Es diferente, dijo, no estoy diciendo que es superior, pero se nota que le llevó tiempo, porque hay palabras muy bien puestas, el poemario respira. Armé un porro y fumamos. Sabes, le dije, septiembre me produce melancolía, no sé, es raro. Debe ser porque en Chile el Golpe de Estado está muy cerca de las fiestas patrias. No hay luto para los muertos, sino carnaval, dije y le pasé el faso. Desde la calle se escuchaba el ruido de las bolsas de basura y el cla cla cla cla de unos caballos. Me cebé un mate y fui hasta la ventana que da hacia la calle para saber qué pasaba. Observé a través de la persiana. Eran dos pibes que revisaban el lavarropa que había dejado anoche y que el camión de la basura no se llevó, era un whirlpool blanco semiautomático de 10 kilos que no tenía más arreglo, hasta los maestros se habían cansado de meterle mano, pero sí que se le podía sacar plata por chatarra. Una carreta roja se estacionaba en reversa. Tenía en el costado escrito con pintura blanca “jesus ben ami” y era tirada por dos alazanes, uno más desnutrido que otro, y manejada por un viejo petiso, muy moreno, de espalda ancha, que le faltaba un brazo y que decía palabras que no entendía, pero que daban cuenta de que necesitaba que los pibes subieran la lavadora rápido. Fui a la cocina por una bolsa de chalitas con lino. ¿Quién era? eran los cartoneros dije, se estaban llevando unas cosas, agregué y puse las chalitas sobre la mesa. ¿Esos poemas que me leíste son parte del poemario que querés publicar?, no sé, es un laburo enorme publicar, todavía no quiero pensar en eso, pero lo más probable es que sí, que sean parte. Augusto se armó un pucho, le di un mate, y recordó con dudas que hace unos años un poeta, no quiso decir su nombre, hizo la presentación de su libro en el Bastón del Moro, no lo conocían mucho, en realidad él creía que era conocido, y mandó a editar 100 libros a una editorial independiente, yo era amigo del editor, y hasta le ayudé a refilar las primeras tiradas. La preocupación en su cara llegó cuando superó los 50 ejemplares, todos cosidos a mano. Es absurdo que le compren tantos libros, decía mientras cosía, no lo conoce nadie, pero me hincha tanto las pelotas, que tengo que confiar nomás. Inclusive él tenía por norma publicar 20, 30 como mucho, a un novel, pero el poeta le decía que no, insistía que con 100 estaban re bien, que tuviera fe. La noche de la presentación, que la armó el editor, con banda en vivo, un actor haciendo monólogos, y con poetas amigos que le fueron a hacer la onda y recitaron, fue un desastre. Primero, porque este otario no le hizo publicidad al libro ni al evento, y segundo, porque llegó tarde. Había muy poca gente, contados con las manos y sólo vendió un libro. Y no sé por qué regaló 7 con dedicatoria a los que estuvimos esa noche. Media hora después el editor estaba re caliente con la situación, salimos a la calle a fumar faso y se sentía un boludo por haber confiado en él, eso derivó a que pensara que lo mejor era pedirle disculpas al dueño del centro cultural y concluir el evento. Pero cuando entramos vimos al pelotudo del poeta en el escenario, había agarrado la guitarra eléctrica y cantaba

Trasandino | ¡Qué se curta el realismo mágico!

«¿También podés mirar el aura?, inquirí con un poco de sospecha, ¿de qué tamaño es su aura?, pregunté ya más serio. El pintor del realismo mágico se lo tomó con celo y le pidió a Sabri que se pusiera de pie. Luego la empezó a rodear con sus manos como si fuera estilista mientras hacía respiraciones profundas. Todo esto, dijo haciendo una maniobra circular con las manos alrededor del cuerpo de ella, todo esto es su aura. Aplaudí como si hubiese estado frente a un prestidigitador.» Mientras estaba en medio de un gentío viendo cómo el doble de Michael Jackson movía su pelvis al ritmo de “Billie Jean” me llegó un whatsapp de Sabri, una amiga poeta, diciéndome que ya estaba en el museo Genaro Pérez. Le dije que ya iba, que estaba afuera del Patio Olmos, y que en 10 estaba por ahí. Ni en pedo me iba antes de ver el moonwalk de Michael. Y menos el de este, que me causaba curiosidad, porque estaba subido en kilos y transpiraba como un demonio. A mi lado había personas que hacían chistes al percatarse de que la remera blanca de aquel bailarín presagiaba cada tanto con rajarse, pero no decían nada de su espectáculo; por ejemplo, que había mucha emoción en sus gestos, que llegaba a los agudos muy bien a pesar de que su respiración estuviese convulsa. Quizás engordó por la pandemia, pensé, qué puede hacer un tipo como él encerrado en su habitación sin un público que le admire. Entre tanto encierro y medidas para eliminar el bicho se pasó de pizzas viendo entrevistas, conciertos, practicando muecas, afinando pasos; y pasado estos dos años volvió a la calle, quizás con las vacunas al día, quizás con un poco de tristeza al percatarse, frente al espejo, que el vestuario de Smooth criminal ya no le quedaba, pero eso sí, nunca, nunca, dudando de su talento. En fin, su paso lunar fue perfecto. Me emocioné viendo cómo recuperaba el aire entre tanto aplauso, le dejé un poco de plata en el sombrero y caminé hacia un quiosco. Compré una cerveza en lata y me fui por la Av. Vélez Sarsfield. La noche estaba tranquila, sin luna, y el viento frío todavía no aparecía.    Llegué a las puertas del museo. La poeta estaba llamativa con un abrigo naranja. ¿Cómo estuvo el show? Le conté lo de Michael y le pregunté si creía que había tenido vitíligo, ah, no sé, entremos dijo. La muestra se llamaba “Conjuro, artilugios y encantamientos de contemplación” qué nombre che, parece que nos vamos a meter en un cuento de los hermanos Grimm, sonrió. Había mucha gente.    Cada sala estaba intervenida con obras que interpelaban el paso peatonal, hasta los pasillos estaban así: una grande y hermosa araña colgante que yacía en el piso, pinturas de paisaje en caballetes, naturalezas muertas, esculturas de estilo clásico y contemporáneas hechas con materiales reciclables, etcétera; la idea era mixturar creaciones de artistas vivos con la obra permanente. ¡Ah!, y una chica que hacía una perfo por los pasillos, no sé si era un fantasma, un hada, o alguien que se golpeó la cabeza muy fuerte, nunca entendí, pero su constante cara de asombro me irritaba. Subimos al segundo piso. En algunas paredes estaban escritos versos, reflexiones, frases retóricas sobre el tiempo. Aunque un museo ya es una alegoría del tiempo. Un espacio en donde el arte retiene fragmentos de épocas, o siendo más sensible con la imagen: una hoja seca en la furia de una tormenta negra: símbolo de que el tiempo es déspota, todo lo borra, lo olvida, lo disocia. Un museo no reconstruye la historia, sino que cuenta arbitrariamente los destellos del ritual, los afectos de cada creación (con todo el peso que eso tiene), el relato de cómo y porqué esas obras fueron escogidas para sostenerse del gajo de la historia. El museo es como el imitador de Michael Jackson, pensé en voz alta. Sabri me miró confusa, vamos afuera, dijo, estoy un poco mareada de ver tanta gente. Fuimos al patio. Allí también había mucha gente aglomerada. El ambiente lo amenizaba una dj de música electrónica y el vino en copa gratis. La barra revienta de personas, dije. La poeta me miró, como diciéndome tranquilo amigo, y fue hasta allá pasando de la gente. El viento frío aconteció. Pero aun así se había formado una pequeña pista de baile alrededor de la dj. Lxs fotografxs parecían saltimbanquis paseándose entre la gente bien vestida para registrar el evento. Andaban muchas caras del ambiente universitario. Todxs hablaban, todxs miraban, a momentos me sentía un observador observado, pero eso me tenía sin cuidado, ya que seguía sin poder extirpar de la mente la relación aurática del museo. De pronto se me acercó Lu, una poeta que organiza el Café literario (evento de poesía que se realiza a la hora de la merienda en una de las tantas panaderia Del Pilar), y me habló sobre la poesía en Córdoba. Coincidimos que la poesía estaba saliendo a flote, no sé qué quisimos decir con eso. Me habló sobre el tarifario del artista: lo que se le tiene que pagar a unx poeta cuando va a algún evento a recitar, teniendo en cuenta el tiempo sobre el escenario. No hablamos de la calidad de los poemas, ni de cómo saber si alguien es poeta o no, eso sería paja mental; hoy en día sólo basta con reconocerse poeta y ya está. Se despidió y casi al instante regresó la poeta de los ojos azules con dos copas de vino. Brindamos por la amistad. ¿Cómo va el libro que querés sacar? Bien, dijo, en septiembre sale “Perros Cosmonautas”, es una coedición con la gráfica 29 de mayo y Las que no duermen. Sabri sacó faso y lo encendió. Mientras le daba una seca dos amigxs de ella cayeron a charlar y fumar. Me los presentó: Popa e Itam. Hablaban sobre la muestra y tejían discursos a la fuerza para

Trasandino | Reflexiones en torno al ajedrez

«Como no sabía qué pieza mover le dije que compráramos una cerveza. Detuvimos el juego un rato. Él se fue al baño y yo llené los vasos con chela. No podía pensar nada claro. Estaba confundido. Primero por la posición engorrosa del juego y, segundo, por el tedio de ponerme a pensar en la actividad literaria como un ejercicio inútil. A veces estos desvaríos del espíritu me acosan y no los puedo incinerar sin el chispazo de alguna frase que me oriente y me baje a tierra: la inspiración se trabaja, dice Baudelaire; y con eso ¡paf! ya respiro. Salgo de esa zona de lamento y pienso, aunque sea por un instante, que la literatura es un gran baile de voluptuosidades en donde todxs gozamos.» Esta tarde noche fui al bar Las Tipas. Habíamos quedado con Santiago de hacer unas partidas de ajedrez. El lugar estaba casi repleto. Me senté afuera, pedí un café en jarrito y distribuí las piezas sobre el tablero. Como mi contrincante no llegaba, y ya estaba cansado de ver historias en Instagram, aproveché el tiempo para leer algunas páginas de “La Casa de los muertos” de Fiodor Dostoyevski. Hay un capítulo de la novela en donde el protagonista reflexiona sobre el castigo más brutal para aniquilar a un hombre; y eso sería darle el trabajo más inútil y con más ausencia de sentido. Da el ejemplo de poner a alguien a cambiar el agua de una tina a otra o mandarlo a aplanar una larga extensión de tierra con los pies. ¿No sucede algo similar con la pulsión de la escritura, no tanto como un castigo, sino como una actividad que puede aniquilar a un hombre? Por ejemplo, en mi pueblo se dice de Juan Rabanal, un viejo librero que tiene un puesto en la calle, que se volvió loco de tanto escribir; y que carga con ese peso porque solían verlo en las noches sentado en alguna plaza, borracho y envuelto en un sobretodo negro, hablando en voz alta mientras escribía en un cuaderno rojo. Una tarde me acerqué a su puesto preguntándole por libros de poesía. Me dijo que no traía, que la poesía no se vende, que los lectores son escasos, a diferencia de los libros de autoayuda. No sé cómo llegamos a hablar de “Los hermanos Karamazov”, pero sí recuerdo que tenía la tesis de que Smierdiakov era la alegoría de la angustia del hombre llano ante el vaciamiento de los sentidos; sin la presencia de un dios, o de un sentido que le iguale, sólo nos queda el suicidio, decía. Luego me confesó que había publicado un libro de poesía, de sólo 20 ejemplares, y que lo habían echado del Ateneo de escritores porque -en un evento anual de lecturas- fue irrespetuoso con una vieja que se puso a llorar leyendo un poema para su difunto esposo. Me aburrí, dijo, abucheé un rato, además estaba con bastante alcohol en el cuerpo, así que me paré de la silla, le saqué el micrófono de encima y leí un poema que se llama “El Semen Galáctico”. Acá en Córdoba hay varixs quemados por la escritura. Una amiga poeta los tiene catalogados. Por un lado, dice, están los que se desconcertaron al darse cuenta de que el mundo está hecho de palabras y palabras, ratones estresados de laboratorio, Teseos histéricos en el laberinto del lenguaje; y por el otro, los que no dejan de hacer malabares con su existencia creyendo que así podrán contar una buena historia. ¿Hasta dónde nos pervierte ese deseo inquieto y corporal que quebranta por capricho a la cotidianeidad? Poner en palabras el dolor y el placer sólo por conseguir una finalidad estética o por intentar suplir una necesidad que pueda ser equivalente a las ausencias que nos lastiman. ¿No es la tragedia de Prometeo encadenado la alegoría del primer escritor preso de sus delirios, cargando con la gravedad de generar sentido y siendo devorado por esas mismas bellas aves rapaces? Por salud mental un escritor debería aprender a levantar una casa con sus manos antes de hacer una con caligramas.  Ya eran más de las 19 horas. Habían pasado más de 40 minutos del último whatsapp de Santiago que decía: yendo. Por mientras que esperaba el segundo café aproveché de arrimarme a las otras mesas de los jugadores de ajedrez. ¡Comé la torre! ¡Tiempo, tiempo! ¡Ya está, ya está! ¡Te gané perro! Los viejos estaban muy intensos a pesar de la helada otoñal. Algunos de estos veteranos se quedaron con la ferocidad del ajedrez que propugnó la Guerra Fría cuando se vieron las caras Borís Spaski y Bobby Fischer en 1972 en Islandia. “Me gusta el momento en que rompo el ego de un hombre” decía Fischer. La dueña del bar me avisó del café y al minuto apareció Santiago en su bici. Pidió un mate cocido y se sentó. Abrió la partida: 1. e4 c5 2. d4 cxd4 3. c3…, como siempre utilizó el gambito morra. Cuando llegamos al medio juego todavía no habíamos charlado nada. Se armó un tabaco y lo prendió. Llevaba mucho tiempo pensando en cómo cambiarme el caballo, ya que lo había posicionado en una casilla central y eso me entregaba mucha actividad y una táctica latente en contra de su enroque. Saqué mi vista del tablero y miré a las otras mesas mientras terminaba mi café. Por momentos estaban todos callados, presos del análisis. Privados de los murmullos de la gente que pasaba por la vereda, por la Cañada y de los autos con el “Saoko” de Rosalía. En diagonal a nuestra mesa había un anciano de barba gris, con una campera enorme, que estaba muy nervioso y no dejaba de morderse los labios y refregarse las manos. Cuando iba a mover una pieza se arrepentía de súbito antes los chistes del viejo que tenía enfrente, pues aquel no dejaba de hablar y de hacer reír a la senectud que estaba de pie observando la partida. Te toca mover, dijo Santiago.

Trasandino | Caminar calma la mente

«El café me calentó el cuerpo un poco, pero la noche cada vez estaba más fría. De las 30 fotos que tomé sólo 4 me gustaron, esas las subí a las historias de Instagram. Pagué la cuenta y caminé por la Cañada como un romántico viendo las diferentes formas de las ramas de las tipas a contraluz del alumbrado público. Sucede que caminar calma la mente cuando el spleen atribula.» Esta noche el frio del otoño aparece en los gestos de los transeúntes de la Avenida Colón. Se guarnecen en sus ropas esperando el bondi en las paradas. El viento caótico arrastra tierra, colillas de cigarrillos, hojas secas verdes y amarillas. Le saqué una foto a una abuelita jorobada que intentaba a duras penas subir un carro lleno de cebollas a un trolebús. Después de un día de problemas, buscaba fotografiar con el celu situaciones que me permitiesen pensar la cotidianidad, salir de mí o reflejar finalmente lo que me pasa: fragmentos de la ciudad, el deterioro de los rostros, el vigor de un ademán, el cansancio de los cuerpos en la noche cordobesa. No sé si flaneur o voyerista, o un sujeto proclive a ver la realidad del bajo mundo, sin ínfulas de querer replicar personajes locos de Dostoyevski, ni la crueldad de «El Niño proletario» de Osvaldo Lamborghini, ni tampoco la suavidad de “El Aguinaldo de los Huérfanos” de Rimbaud. Solamente inquirir en la fuerza del gesto que la fotografía puede arrancar de la realidad. Una manera intempestiva de estar en el mundo, en donde el instinto, y no la técnica, haga la captura; entregarse a lo accidental. Este último tiempo, antes de salir a caminar, he recurrido a ver fotos de Daido Moriyama, a su Osaka de los 60, escuchando el álbum “Blue in green” de Bill Evans, sólo para entrar en una danza que me haga pensar en el estímulo provocativo de una imagen, en el ritmo de la ciudad que dialoga con lo fortuito. Simulando ese impulso, como ocurre cuando uno lee un poema que lo asombra e intenta emular esa emoción escribiendo, doblé por San Martín hasta encontrarme con Humberto Primo. El centro antiguo de la ciudad, zona roja que le dicen, en donde por los alrededores personas duermen en la calle con este frio otoñal, rostros marginales pasean silenciosos, trabajo sexual de cuerpos que se contornean sensualmente por los alrededores de Mercado Norte. En el 2014 vivía a dos cuadras de acá, en la Rioja 45. Y me paseaba por estas pasarelas para conversar con una trabajadora sexual, una trans que se hacía llamar Thalía. Había noches buenas, en donde me comentaba de su vida y reíamos fumando flores hasta que un auto se estacionara o se la llevara por un rato, y otras malas, que eran la más (por eso el fin de nuestra amistad), en donde estaba muy empastillada y me mandaba a la mierda. Recuerdo que le gustaba escribir cartas a sus romances fugaces, poemas con fragancia de amor, expresaba; mientras camino por la oscuridad de estas calles se me viene a la mente lo orgullosa que estaba de haberse pagado con su laburo las tetas y el culo, con este orto he amarrado a varios Brad Pitt, decía, y se subía la falda para mostrarme su culo redondo de metracril. Le saqué una foto, con el celu a escondidas, a dos trans: fumaban porro y reían afuera de una carnicería sombría. En Rivera Indarte le tomé una foto a un canillita que dormía afuera de un edificio. Descansaba con la boca abierta, abrazado a su perro y tapado por una frazada morada hasta el cuello. Cuando llegué a la esquina de Av. Colón y Gral. Paz, un taxi frenó violentamente golpeando la rueda trasera de una bicicleta de un repartidor de Rappi. ¡Pasá por encima si tenés los huevos! ¡Salí de ahí culiadazo que te mato! La escena se veía a pedazos porque no paraban de pasar vehículos coloridos. Una rubia alta y flaca, con pinta de cheta, que pertenecía al grupo de personas que esperábamos que el semáforo se pusiera en verde, hablaba con un aire despectivo sobre que los de las bicis siempre se andan cruzando. Al lado mío un joven anémico y cabizbajo, con la remera de Joy División, se sacó los audífonos para decir que el taxista era el que estaba locazo, creo que lo afirmó por el cuarteto que acoplaba los parlantes del taxi: la Mona Jiménez y su reversión de “I was made for lovin you” de Kiss. Los dos eran jóvenes. ¡Pedime disculpas pelotudo! ¡Andá hacete culiar! El de Rappi, moreno de mediana estatura, le daba golpes a palma abierta al capó del vehículo. El otro, algo gordo e irritado, agitaba la mano afuera de la ventana diciéndole que se saliera o lo iba a atropellar. ¡Ahí caen los ropa prestada! habló una chica desde atrás, una morocha de falda corta, negra, con una remera escotada, que vestía igual que sus tres amigas para ir al baile. Una pareja de canas se bajaron de una camioneta de balizas azules para calmar el asunto. Cruzamos la calle. Saqué una foto al altercado.  Como suele suceder mi caminata se detuvo en el Café-Bar Las Tipas, que está enfrente de la Cañada. La helada hizo que la mayoría de los viejos que ríen, se bardean, y gritan como locos mientras juegan al ajedrez, estuviesen ahora adentro, a puerta cerrada tras el ventanal, moviendo los alfiles, los caballos, jugando al truco y al mismo tiempo atentos a un partido de Talleres vs Sporting Cristal. Me senté afuera. Pedí un café simple y una tostada de jamón y queso. Por mientras que esperaba me puse a revisar las fotos que había sacado. De pronto un linyera borracho apareció pidiéndome unos pesos para comprarse un vino. Por su cara parecía que el frío no lo tocaba, vestía un jean azul 3/4 que estaba muy rasgado, y con una remera negra de “Fuck the Sistem” de Exploited. En

Trasandino | En la tristeza que el cuerpo diga

«Guada se había desentendido de mí porque estaba escuchando unos audios que tenía que responder. Aproveché de leer unos poemas de Carver. Listo, dijo, ¿me trajiste el libro que me prometiste? Le pasé “Encuentros secretos” de Kobo Abe. Gracias, ¿Cómo has estado vos? Le dije que bien, remándola como todos. Ella siguió hablando de la tristeza que arrastraba por su separación. Creo que extraño su cuerpo, extraño coger con él, decía.» Nos juntamos con Guada a las 20 hrs. en la plaza San Martin. Sentados en una banca, frente al ex cabildo, le cebaba los últimos mates tibios que me quedaban del día mientras ella me hablaba de su separación con su compañero, de cuánto lo extrañaba, de lo mal que la estaba pasando. La noche casi se cerraba por completo, aún los nubarrones de la tormenta no se iban y los faroles de led blanca aparecían de golpe a la vista. Desde donde estábamos nos llegaba la voz amplificada de un ciego, gordo y petiso, que cantaba un cuarteto, “Intento” de Ulises Bueno, cerca de la peatonal. Guada se había desentendido de mí porque estaba escuchando unos audios que tenía que responder. Aproveché de leer unos poemas de Carver. Listo, dijo, ¿me trajiste el libro que me prometiste? Le pasé “Encuentros secretos” de Kobo Abe. Gracias, ¿Cómo has estado vos? Le dije que bien, remándola como todos. Ella siguió hablando de la tristeza que arrastraba por su separación. Creo que extraño su cuerpo, extraño coger con él, decía. Una fila de indigentes se fue formando de manera azarosa al exterior de la catedral colonial. Estaba cerrada. Había dos policías afuera de la reja principal, quizás resguardando las figuras de yeso con rostros doliente que están detrás de la reja. Una niña morena de ojos rasgados con un barbijo de disney se nos acercó a vendernos bolsas de basura. Guada le compró un paquete. La niña sostenía en una mano una muñeca rubia y sucia a la que le faltaba un brazo. Después de la venta corrió donde su madre que estaba unos metros más atrás. La señora obesa llevaba a una niña en brazos y otra pequeña iba agarrada del coche. La parte interior iba repleta de paquetes de bolsas de basura. Hay un montón de gente viviendo en la calle, le dije. Se viene peor, replicó con pesar. De pronto un vehículo rojo se estacionó cerca de la catedral. Un hombre y dos mujeres bajaron rápidamente. Armaron un mesón a la cabeza de la fila, que ahora llegaba al ex cabildo, y comenzaron a servir la comida. Guada me comentaba que había hecho un temazcal para sanar las heridas espirituales y que la que veía ahora era alguien mucho más tranquila que la semana pasada. Le dije que abandonara la tristeza y que volviera al cuerpo, al goce si es lo que le hace falta. No tenía otro argumento. Sólo recurrí al que está de moda y que se entiende poco. Después de muchos golpes uno aprende que no hay tristeza que no sea somática. Se quedó en silencio con la mirada atenta al suelo. Le saqué el mate de las manos y me serví el último. No tenía más frases para darle. El silencio que se generó entre los dos era de funeral. Desde el centro de la plaza venía una manada innumerable de jóvenes con caras sonrientes, ropa pulcra y actitud jovial. Los conocía. Recuerdo una noche en que estaba borracho y fumado y me senté en las escalinatas de la catedral a mandar un whatsapp. De manera imprevista llegaron estos muñecos de cristo y se me acercaron tanto que podía oler la pasta dental saliendo de sus bocas. Uno me dijo que me notaba cansado, con culpa y que Jesús me hacía falta. En ese momento sólo pensaba dónde ir a comprar más faso. Así que les hice un ademan con la cabeza y me fui. Pero ahora había crecido un montón el rebaño. Les dijimos que no creíamos en su dios, con el mismo gesto que uno hace cuando te ofrecen un celular robado. Ellos lo aceptaron con una sonrisa y nos dejaron unas pulseras moradas que tenían inscritos unos versículos. Pero nosotros no éramos el objetivo. Aquel ejército invadió la columna de indigentes. Cada tanto sacaban a uno de la fila y se los llevaban a la iglesia evangélica que estaba al otro lado de la plaza. Estaban ocupando la misma estrategia de las multinacionales para captar clientes. ¡Se puso fresco che! ¿Caminemos? Nos fuimos por 27 de abril y paramos en un maxikiosco a comprar unas cervezas. Yo compré dos a pesar que ella sólo quería agua. La Plaza Italia estaba repleta de pibes haciendo batallas de rap. Cruzamos a La Cañada; aquel encauzamiento de concreto, vena abierta que atraviesa La Docta, llevaba agua marrón furiosa. El rio iba muy crecido por la tormenta de ayer. Ella le sacó unas fotos a un árbol frondoso, una tipa de tronco grande y oscuro, que estaba siendo arrastrada por el rio y que estaba acumulando a su alrededor un montón de basura. No hablamos en todo el trayecto. Nos sentamos en el pasto del Paseo Sobremonte. La plaza estaba muy iluminada y había mucha juventud por los alrededores. Cerca de nosotros había un grupo de chicas hippies tocando guitarra y ukelele, cantando una de Fito Páez. Abrí la cerveza y ella me preguntó que qué pensaba sobre la soledad. Siempre me es raro pensar en la soledad. Todavía más cuando alguien que está triste me pregunta. Qué responder ante una palabra tan cercana y la vez tan oculta que es difícil desenvolver. La soledad es una experiencia individual y dar consejos sobre ese tema siempre es confuso. Nacemos y morimos solos. Y no lo digo con pesimismo, puesto que la soledad tiene esa indómita ambivalencia de ser la profunda sensación de la falta de algo o el refugio ante una amenaza. No sé. Tendemos por inexperiencia a buscar llenar ese silencio que nos

Trasandino | De la escritura de un ex boxeador

«El hablante de “Groggy” es el sujeto imaginario de una emoción encarnada, la máscara del citadino angustiado, con deudas, sin futuro, que satiriza su realidad porque siempre se ve superado por los hechos, el oficio de ser escritor en Chile y no tener plata para sustentarlo, un Sísifo en cuclillas que ya no puede levantar el peñasco gigante y solo espera morir…» "En absoluto deseo demostrar, asombrar, divertir, o persuadir, escribo para amortiguar la realidad" H.F.   Llenando un vaso de cerveza escucho un álbum de Coltrane. Vuelvo sobre “Groggy”, un poemario de Héctor Figueroa. Con el correr de la noche levanto la mirada y sospecho: ¿Quién es el sujeto simbólico que está fisurado en estos poemas? ¿Quién es este ser fragmentado y diluido en un archipiélago de emociones? ¿De qué está hecha esta poesía urbana, irónica, poesía etílica con actitud punk que le da con el martillo a la moral catolicona chilena?  Es sabido que la poesía brota de lo incierto, que la fuerza del instinto sodomiza a la razón, y es ahí donde el artista, en su arrebato o delirio de pasión por la vida, de constante rebeldía contra sí mismo, arremete con la vitalidad del arte para herir los filamentos de la moral que lo coarta. En esta lucha sin descanso, en las páginas de “Groggy” vemos al poeta sobre el ring, desconcertado, lanzando golpes a lo loco a ese peso pesado que es la sociedad. Entre cada asalto escribe lo que siente, lo que le pasa. Repite azorado que no quiere salvarse ni salvar a nadie, tampoco responsabilizarse con el mundo, sino alcoholizarse como refugio para poder mascullar su nihilismo profundo, esa angustia que lo tulle y lo agrieta como tumbas a cementerio. Y en donde puede lamerse como perro callejero las llagas infectadas por el tiempo. En el fondo sabe que es su propia actitud punk lo que lo tiene contra las cuerdas. “No hay futuro”, replica, quizás por hastío o quizás por su fatiga ante cualquier profecía, sin embargo escribe, se esmera por aquellos materiales que solidifican su poesía y que hacen el registro de lo que siente, de lo que ve, de lo que oye, esa energía modelada de ritmo, de imágenes, colores, sonidos, silencios que devienen en unidad y le dan forma al poema; sólo para “conseguir estampar alguna bella imagen artificial.” En este sentido la poesía en “Groggy” es pulsión vital, emoción caótica y dispersa que tensiona repentinamente, y que se libera como un golpe ante un ataque, pero que en el fondo no es más que aquel vinculo momentáneo que se hace y se desprende de la vida para volcarse en el poema, entonces cabe pensar que lo que ata al poeta y a la poesía está hecho de puro instinto. Por eso “Groggy” nos presenta el mundo como lo experimenta, una poesía emparentada con el objetivismo que recurre a dar cuenta de la ciudad: un Santiago nocturno de los 80, 90, cableado público, casas abandonadas, deudas, borracheras, amantes, velorios, jazz, gorriones, poetas, televisores, donde circulan: “punkies vegetales, aspirantes a escritores, / mujeres despechadas, absurdos trash; / cesantes, lesbianas y homosexuales, / todos amigos de algo que jamás se concretó.” Con un jab nos enfoca la mirada para entrar en su cotidiano, a lo más cercano, ya que “el objeto natural es siempre el símbolo adecuado” decía Pound. Ausculta en lo entrañable, en lo frágil, en lo que avergüenza: "Puerta cerrada celda día / y aunque hace la cama barre la pieza / escucha música fuma; consignémoslo: / copralálico farfullante hacia dentro, su mente / es un hacinante de suicidios – imaginables de / todo tipo-." Ahonda en temas con un humor ácido, sin temor a la crudeza de algunas situaciones: “´La única manera de apartar a alguien del suicidio es empujarlo a él´. / -en esto se equivocó Cioran, el rumano charlatán, pues / mucho antes de leer su aforismo / aconsejé suicidio a un colega de trabajo. / Lo empujé de manera seria y no en broma, / no sin antes escuchar atentamente todas sus penas / (un montón de deudas, problemas con el trago, mujeres, se sentía solo). A mí ex-compañero / le gatillaron, le sirvieron mis palabras: / a la semana siguiente se colgó de un árbol en El Tabo." Con un swing nos interpela. Nos orilla con sus lecturas, huellas intertextuales para cartografiar su camino de lector: Williams Carlos Williams, Macedonio Fernández, Joyce, Franz Kafka, Enrique Lihn, Oliverio Girondo, Carlos Droguett, Juan Carlos Onetti, Guillaume Apollinaire, Emil Cioran, Edgar Lee Masters, Maximiliano Díaz, Sergio Sarmiento, William Faulkner, Friedrich Nietzsche, Cosntantino Kavafis, Juan Rulfo, Fernando Pessoa, etcétera, etcétera.  No obstante, algo peculiar ocurre cuando nos habla de su pasado. Rememora sobre hechos, retazos de la ciudad que lo habita, vuelve sobre vidrios rotos para respirar: "Era el tiempo primero, / tiempo de nunca acabar, era el amor / entre la fiesta del jazz y el champagne." Observa con melancolía las impresiones de otro tiempo, la imposibilidad de volver a bañarse en ese río. No así en su presente, ya con la experiencia de haber sido golpeado muchas veces. Vocifera imprecaciones rabiosas, hosco hasta con lo más íntimo: “¡Qué terrible ver / otro día tener / mañana y tarde por delante, / sol y color y más ser!” Con una escritura ácida se ríe de su decadencia, de su enfermedad, del amor, del oficio de la escritura, del Chile hipócrita que no ha superado al dictador culiado, del mundillo hediondo de los poetas de facultad, que se arremolinan como moscas en la caca para sacar algún provecho literario del talento de un poeta difunto. Se mofa, se alcoholiza, lee y escribe cuando la realidad lo excede; hurga sobre sí mismo, como carnicero faenando una res, para saber de qué está hecho. Se acalambra cuando la honestidad satura. El poeta con cada poema abrevia su existencia. En fin, el hablante de “Groggy” es el sujeto imaginario de una emoción encarnada, la máscara del citadino angustiado, con deudas, sin futuro,

Trasandino | Peñavisión y los 50 poetxs

Horacio me invitó a recitar a Peñaflor. Un varieté de artistas, algo que será televisado por el canal comunal, me dijo cuando terminaba el segundo encuentro de escritorxs en Melipilla. Le dije que sí por curiosidad. De súbito pensé en la declamación de un fragmento de “Otelo” de Shakespeare que hizo Rodrigo Lira en “Cuánto vale el show” en los 80. Ese gran aporte literario a la televisión chilena en dictadura, citando a Cervantes, a Goethe; el poeta tensionando la frivolidad del espectáculo, trastocando zonas en donde la oralidad y la escucha son como dos fronteras marítimas. Nos subimos al auto. Antes de dar la partida, Horacio le mandó un whatsaap al díler. En el camino me comentó que hace dos años se había cambiado a Melipilla, al sector rural, a Culipran. Lugar acordonado de hermosos cerros que en el último tiempo ha sido golpeado por la ausencia de agua, por las innumerables torres eléctricas y por las malditas motocross que erosionan los suelos y contaminan con el ruido el silencio de la flora y de la fauna. “Es difícil hacerse de amistades literarias”, habló de pronto con un gesto de nostalgia y pesadumbre mirando la ruta. Que a veces cansa hablar tanto con uno mismo. Que durante los inviernos hierven los estados emocionales y uno quiere escribir lo que le pasa, lo que está encarnando, lo que ahoga, lo que brota como mala hierba, lo que interrumpe, lo que satura, lo que trabuca. Que uno no se da ni cuenta que discute tanto con los muertos como con las sombras. Y es ahí cuando se hace ineludible compartir con otros, porque la soledad, como la escritura, tiende a hacer inhalar más silencio del necesario. Bajamos del vehículo bordeando un pequeño malezal que tenía sillones, inodoros, televisores, a unos perros gruñendo, en fin, un pequeño basural que ha creado la gente. Nos inmiscuimos en el páramo de líneas férreas que colindan con la calle Padre Demetrio Bravo. El sol seco de las 4 de la tarde nos sofocó. La escena parecía un western. No había gente por ningún lugar. Sólo la figura del díler era un oasis en medio de esta atmosfera caliente. Se escuchó el sonido del tren. Pero no aparecía ni por izquierda ni derecha. Horacio me hizo un gesto para que me detuviera. Me quedé quieto con la cara incandescente mientras él iba al intercambio. Aproveché de sacar una foto con el celu a una lagartija de tonos verdes y morados que estaba sobre una maciza piedra gris. Pasada media hora y detenidos en el taco de Vicuña Mackenna aprovechamos de armar el pito y fumar. Me comentaba sobre el libro que estaba escribiendo. Se trataba de una ficción autobiográfica. Durante el inicio de la pandemia trabajó de uber y le pareció interesante dar a conocer la vida de un conductor oyente de relatos, de cahuines que se dan y se disuelven dentro del vehículo. Contó que un escritor chileno se hizo famoso en las redes sociales escribiendo relatos así. Pensé en Arjona y su canción “Historia de un taxi”. Reí. Llegué a la conclusión de que a la gente le gusta el chisme. Que la historia de la humanidad y su literatura es un gran chisme. Que Homero, La Ilíada, La Odisea son el gran chisme de los griegos. Pensé que quizás la posibilidad que nos dan las palabras de crear realidades alternas, de contar desde diferentes perspectivas un acontecimiento, nos permite cristalizar historias, mitos, leyendas, guardarlas como únicas e irrepetibles para que no se desvanezcan y nos inunden de vez en vez de impresión, por eso recurrimos al chisme como el único vínculo consanguíneo con las historias de otros tiempos, sin embargo, la posibilidad de crearlos también nos hace caer en el equívoco intento de replicar las sensaciones perdidas, de volver a habitarlas si es posible, como un recién nacido que gimotea desesperado por volver a la placenta porque las manos frías de la realidad ya lo han atado al mundo, ya ha sido etiquetado por el lenguaje, en algún momento aprenderá a contar chismes, entrará en el circuito, y con el tiempo justificara sus actos, su espíritu, la muerte y al misterio a través de aquellas emanaciones.   Llegando a Peñaflor pasamos a buscar a otro poeta. Por el espejo retrovisor yo veía su aire solemne. Su pelo castaño corto, piel blanca, barba de candado y una argolla en la oreja le daban un aire de dramaturgo. Al rato habló reflexivo sólo para preguntar cuántos del grupo iban a estar hoy. Horacio dijo que conmigo éramos 10 mientras buscaba con ágiles movimientos de cuello la numeración de lugar. El poeta sólo llevó su mirada hacia un costado, detrás de él, el crepúsculo tenía el color del hierro caliente. A las 18:00 hs estábamos frente a las puertas altas de una casa antigua en donde funciona Peñavisión. Entramos por un pasillo angosto para luego salir a un patio con luces tenues en donde estaban lxs 50 poetxs, todos apretujados, como animales en matadero a punto de ser faenados. Horacio me comentaba, al mismo tiempo que saludaba a la gente y yo decía hola hola al boleo, que el evento había empezado hace dos horas. Estiró la mano hacia un mesón largo que estaba pegado a la pared y que tenía un popurrí de cosas para saciar la sed y el hambre de esta jauría de declamadores. La mesa estaba dividida con cartelitos: Fundación Odisea de las Artes / Escritores de Peñaflor / Colectivo Poesía y Periferia (a este me habían sumado) / Taller Casa de la Cultura Talagante. De manera precipitada miré hacia adentro, hacia el estudio, y vi como una poeta adolescente recitaba a través del tapaboca a la frialdad de una cámara. “Parece que el evento es sin público” dije, pero Horacio no me escuchó. Nos fuimos a sentar a un sillón. El poeta con aire de dramaturgo se perdió. Yo estaba absorto mirando a estos seres dotados de sensibilidad. Desde ancianos pacientes