Sergio Miranda

Trasandino | Junta de escritores en Melipilla

El silbido de la tetera me despertó. Me fue difícil dormir. Me desvelé buscando palabras para terminar un poema. Poema que finalmente no necesitó de esa frase que me comía la mente. Prendí la computadora y puse “Canto a la diferencia” de Violeta Parra. A veces pienso que la creatividad es un mar violento, oscuro, nocturno, que uno temeroso ve desde la orilla. Y adentrarse en esa marejada sin fin es asumir el riesgo de extraviarse por horas intentando que se disloquen los sentidos. Sólo para volver con un ritmo a cuestas, con una frase siquiera, con palabras que se hundan como puñal en la guata de la realidad. Me vestí. Calenté agua para el mate. 9:48 AM. Agarré la mochila, me puse la mascarilla, me subí a la fixie y partí. El día estaba nublado y corría un viento frío. En la plaza de los Cardenales unas niñas jugaban a abrir y a cerrar paraguas de Disney, reían al lado de una fila de personas que esperaban hacerse el pcr en el laboratorio móvil. Al mismo tiempo pasaba un haitiano perturbado murmurando y moviendo las manos hacia todos lados. Los chincoles y los mirlos no dejaban de atravesar el cielo cantando.  Me fui por Libertad, doblé por Correa hasta llegar a la plazoleta Pajaritos (plaza de los Curaos para el común de la gente). Allí me bajé de la bici porque la garúa había comenzado y caminé. Acá ya no se juntan los sábados los borrachos del pueblo, ahora la ocupan los temporeros agrícolas, peruanos y haitianos, para cobrar su paga o para subirse a un microbús y seguir trabajando. Atravesé el lugar entre miradas desconfiadas, conversaciones coloridas en creole, y el ruido y el aroma de pollos friéndose. A media cuadra del centro cultural me detuve a prender un pito. La lluvia aconteció con fuerza. El agua caía con rabia. Riachuelos bajaban por las calles levemente inclinadas, parecían relámpagos deslizándose por el pavimento al ser alumbradas de súbito por los focos circulares de los autos, la gente corría a resguardarse a los pedazos de techo que sobresalen de las casas, miré al cerro Sombrero que yacía escondido entre la bruma, ya casi sin vegetación, dañado por las innumerables torres eléctricas. El cielo quieto, estridente, densamente gris. Hay días de invierno en que el sol es sólo una impresión mortecina, a semejanza del sol naciente de Monet, pero acá sin mar, sin puerto, sólo muriendo silenciosamente oculto entre nubes color ceniza. Apagué el pito y lo guardé.  Llegué a las 10:10 a Hurtado 1331, al centro cultural Edetrem. Amarré la fixie debajo de un árbol frondoso. Se me acercó el dueño del lugar, Luis Arias (poeta que se tuvo que exiliar en Francia durante la dictadura de Pinochet y que actualmente es el secretario general de Poetas del Mundo). Me habló de que la reunión se demoraría un poco en empezar. Que me pusiera cómodo. Que había poetas que no sabían cómo llegar. Me habló de que el lugar estaba construido por un arquitecto alemán, yo decía ah, um, pero no le prestaba atención, yo caminaba hacia adentro, saludaba a las personas con un ademán, con un gesto, yo preparaba un mate mientras observaba a una anciana abriendo una agenda para escribir cosas y a otros armando la mesa central con variedades de galletitas, de quequitos, ordenando tazas para té y café, parecía un cumpleaños.  El lugar era amplio, había estantes de libros por doquier. Una chica con pelo mitad rojo mitad negro corrió hasta su mochila para sacar unos apuntes de la universidad, buscaba algo entre las páginas, palabras quizás. Minutos después llegó Ulises Mora, poeta de la zona, poeta por antonomasia (digo por antonomasia porque es un viejo de cuerpo grande, que usa boina, lentes pequeños con mucho aumento y un bastón que lo ayuda a caminar porque de joven que tiene acromegalia, la enfermedad que también tenía Cortázar), nos saludamos, me contó de inmediato un cahuín, de que la poesía no estaba tocando a la puerta del Ateneo de Melipilla, que se juntaban los martes en las tardes a hablar de remedios, a comparar enfermedades, a comparar médicos, en fin, hablar de cómo el tiempo los ha revestido de polvo, de excusas. Pero Ulises se sentía diferente. Vivito y coleando, dijo. Que se mantenía vigente subiendo todos los días un poema a facebook, que eso lo distraía. La lluvia golpeó con vehemencia el techo. Permitió que nos silenciáramos. Se está cayendo el cielo, dijo Ulises y se fue a servir un café apoyado en su bastón.  Minutos después ya estábamos los catorce escribientes sentados, no en círculo, sino en algo más parecido a un rombo. Las presentaciones duraron más de lo común, como suele suceder a veces entre la gente que escribe. La recitación comenzó. Eran variados los estilos: misceláneas de Mistral y Neruda, parrianos, uno que otro de versos kilométricos, a semejanza de Rokha. Mientras leía Mirko, un poeta comunista, un poema intimo sobre lavar los platos, yo me encontraba entre dos mundos. Leyó Bastián. Se me venían momentos fugaces de los eSlam de poesía en Córdoba. Poetas under, poetas hippies, borrachas con escrituras filosas, drogadictos bardeando, viviendo la jovialidad de eventos calurosos, de pieles húmedas. Recitó la señora Celestina un poema larico. Vino a mi mente una noche en que alguien con una locura indescriptible agarró el micrófono y estuvo más de cuatro minutos repitiendo: uno uno uno uno uno uno (…). Ulises Mora leyó su famoso poema “No estoy de acuerdo”. Uno uno uno uno uno (…). Me tocó leer a mí. Le tocó a Gabriel. Uno uno uno uno uno… Leyó Camilo, leyó Horacio, leyó Laura, leyó Verónica. Se notaba que habían trabajado sus poemas. Leyó Maggi, poeta colombiana. El entusiasmo por las lecturas hizo que de inmediato se eligiera un nombre: “Poesía re-vuelta” fue el elegido entre tantos otros insulsos. Luego se habló de la responsabilidad del artista, de que el escritor debe ejercer su libertad en la escritura, de llevar la poesía

Trasandino | Leandro Scoponi

Esta mañana recibí una llamada de Augusto para que lo ayudara con los libros que había comprado hace una semana a la hermana de un pintor fallecido de la Rioja. Eran más de 5.000. La señora los estaba rematando porque le ocupaban mucho espacio en la casa. Agarré la bicicleta, me puse el tapaboca y me fui a la librería Van Hutten de libros usados. En la calle Maipú con 27 de abril la policía había desviado el tráfico porque una protesta se alzaba vociferando salarios más justos, en Colón con Cañada se estaba juntando gente, la mayoría de izquierda, con canticos y banderas que flameaban antes de marchar hacia el Patio Olmos por los centenares de despidos injustificados. Córdoba se bifurcaba en marchas por la crisis en manos del FMI. Apenas entré a la casa me encontré con el caos. No paramos de abrir cajas, catalogar y ordenar. Me pregunté cómo lo habría hecho Zenódoto de Éfeso entre tantos pasillos y estantes. Sofi nos advirtió sobre una caja que tenía la colección completa de Cortázar. Agus tomó un libro al azar: “Las armas secretas”, primera edición de Sudamericana. En la primera hoja había una dedicatoria breve pero amistosa del pintor fallecido, Mario Alberto Crulsich, a Leandro Scoponi. Para curiosidad de todos yo lo conocía, era un joven escritor veinteañero muy leído para su edad. Lo había conocido, hace algunos años, cuando llegué a Córdoba a estudiar Letras Modernas. Cuando todavía pensaba que la facultad era la panacea literaria, era la madriguera en donde pernoctaban los escritores. Al poco tiempo se alzó el patíbulo. Una profesora nos advirtió que la facultad sólo buscaba formar investigadores, profesores o en su defecto pseudo intelectuales que gustan de pastar y rumear por los alrededores con un aire francés. Al oír aquello de inmediato me vislumbré subiendo una quebrada sin agua, sin pan y sin jazz, intentando con un lápiz y un papel hacer fuego dentro de esa noche oscura. No quise contarle a nadie mi decepción, ni tampoco quise prender una vela a Bolaño para que me mandara un Papasquiaro o quizás, en una de esas, a una de las hermanas Font. Mis noches se deshacían entre vino toro y entrevistas en youtube a autores consagrados.   Ocurrió que a las dos semanas de sentirme desahuciado me dormí en una clase de Teoría literaria. Recuerdo que desperté por el sonido de las sillas siendo arrastradas y observé a todos como hormigas esparcidos en grupos por la sala. Me asusté cuando me tocaron el brazo y una voz me preguntó: «¿Querés que hagamos el trabajo?», yo le respondí que no había leído los textos, él me contestó que tampoco lo había hecho. Me ofreció salir a fumar un cogollo y yo le dije que bueno. Su nombre era Leandro Scoponi, venía de la Rioja y su intención era escribir una segunda “Rayuela”. Afuera de la facultad, Casa Verde, fumamos mobydick, tomamos unas quilmes y escuchamos desde su celular a John Coltrane. Era interesante su mirada de la literatura, el tipo sudaba citas, se atoraba hablando en máximas para los artistas, por un momento pensé que se trataba del puto Rimbaud reencarnado y me sentía poco preparado al no tener ni agua ni lavatorio para lavar sus pies y besarlos. En dos meses me enseñó a robar libros en Rioja con San Martin, me enseñó a marcarlos en la parte de atrás con un propio índice para futuras relecturas, me enseñó que la narrativa se escribe sin tapujos y con la soltura de una cubana bailando salsa. Fueron noches literarias intensas en LSD intentando escribir en plazas, bares, en donde fuera. Yo me cansaba, me dormía en cualquier parte. Leandro podía pasarse despierto días y noches.  Recuerdo muy bien cuando dije basta. Habíamos ido a Luzbelito, boliche en donde sólo suena el Indio Solari y los redonditos de Ricota, a comprar unos cartones de ácidos a unas chicas que estudiaban teatro. Hubo buena onda, hicimos grupo, nos lanzamos al trip. Pero Leandro orbitaba en otro lado. Se había tomado dos cartones. Su mente no estaba allí. Finalmente se aburrió de la chica que intentaba seducirlo y que no paraba de hablarle. Por eso se fue del lugar. A diferencia de él, yo me hospedé algunas semanas entre las piernas de ella. Pude descansar, pude reflexionar. Cuando me sentí tranquilo lo volví a llamar. “Vení ya a la pensión”, me dijo, “Entre Julio Roca y Simón Bolivar”.  La dueña del lugar no me dejó entrar de inmediato. Desconfiaba de mí, de mis pantalones rojos rajados, de mi remera de Pink Floyd, de mi pelo hasta los hombros, en fin, de mi indigenismo. Finalmente, me llevó a la pieza con la condición de dejarle el carnet. Cuando golpeé la puerta de su habitación Leandro me abrió en bóxer y musculosa, y de inmediato observé su decrepitud. Era la primera vez que entraba a la pieza de 3×3 sin ventana, con una luz amarilla de tungsteno que sobresalía de ese techo alto, que hacía pensar en el atardecer, en fin, era el nido o la tumba de ese escribiente. Tenía libros por todos lados, pero no nuevos, sino de los usados, de esos que brotan humedad y tiempo. Apilé la obra completa de Vargas Llosa y me senté. Él se recostó en su colchón que yacía arriba de dos palet. Estaba ojeroso y con los ojos inyectados en sangre. Le pregunté si estaba bien. “Déjate de boludeces, estoy en mi mejor momento, puedo escribir lo que sea”. Había condones tirados por el piso, libros marcados y ropa sucia. Recordé que le daba clases de escritura a un cuico que estudiaba filosofía y amaba a Borges, a cambio de drogas y algo más. Me increpó diciendo que estaba mirando mucho, en fin, que no me pusiera paco pa mis weas, y me ofreció un vino toro con pritty. Me contó que estaba tomando dos ácidos diarios y que lo mezclaba con porro para extender el estado. Que estaba escribiendo con una soltura