Trasandino | Junta de escritores en Melipilla
El silbido de la tetera me despertó. Me fue difícil dormir. Me desvelé buscando palabras para terminar un poema. Poema que finalmente no necesitó de esa frase que me comía la mente. Prendí la computadora y puse “Canto a la diferencia” de Violeta Parra. A veces pienso que la creatividad es un mar violento, oscuro, nocturno, que uno temeroso ve desde la orilla. Y adentrarse en esa marejada sin fin es asumir el riesgo de extraviarse por horas intentando que se disloquen los sentidos. Sólo para volver con un ritmo a cuestas, con una frase siquiera, con palabras que se hundan como puñal en la guata de la realidad. Me vestí. Calenté agua para el mate. 9:48 AM. Agarré la mochila, me puse la mascarilla, me subí a la fixie y partí. El día estaba nublado y corría un viento frío. En la plaza de los Cardenales unas niñas jugaban a abrir y a cerrar paraguas de Disney, reían al lado de una fila de personas que esperaban hacerse el pcr en el laboratorio móvil. Al mismo tiempo pasaba un haitiano perturbado murmurando y moviendo las manos hacia todos lados. Los chincoles y los mirlos no dejaban de atravesar el cielo cantando. Me fui por Libertad, doblé por Correa hasta llegar a la plazoleta Pajaritos (plaza de los Curaos para el común de la gente). Allí me bajé de la bici porque la garúa había comenzado y caminé. Acá ya no se juntan los sábados los borrachos del pueblo, ahora la ocupan los temporeros agrícolas, peruanos y haitianos, para cobrar su paga o para subirse a un microbús y seguir trabajando. Atravesé el lugar entre miradas desconfiadas, conversaciones coloridas en creole, y el ruido y el aroma de pollos friéndose. A media cuadra del centro cultural me detuve a prender un pito. La lluvia aconteció con fuerza. El agua caía con rabia. Riachuelos bajaban por las calles levemente inclinadas, parecían relámpagos deslizándose por el pavimento al ser alumbradas de súbito por los focos circulares de los autos, la gente corría a resguardarse a los pedazos de techo que sobresalen de las casas, miré al cerro Sombrero que yacía escondido entre la bruma, ya casi sin vegetación, dañado por las innumerables torres eléctricas. El cielo quieto, estridente, densamente gris. Hay días de invierno en que el sol es sólo una impresión mortecina, a semejanza del sol naciente de Monet, pero acá sin mar, sin puerto, sólo muriendo silenciosamente oculto entre nubes color ceniza. Apagué el pito y lo guardé. Llegué a las 10:10 a Hurtado 1331, al centro cultural Edetrem. Amarré la fixie debajo de un árbol frondoso. Se me acercó el dueño del lugar, Luis Arias (poeta que se tuvo que exiliar en Francia durante la dictadura de Pinochet y que actualmente es el secretario general de Poetas del Mundo). Me habló de que la reunión se demoraría un poco en empezar. Que me pusiera cómodo. Que había poetas que no sabían cómo llegar. Me habló de que el lugar estaba construido por un arquitecto alemán, yo decía ah, um, pero no le prestaba atención, yo caminaba hacia adentro, saludaba a las personas con un ademán, con un gesto, yo preparaba un mate mientras observaba a una anciana abriendo una agenda para escribir cosas y a otros armando la mesa central con variedades de galletitas, de quequitos, ordenando tazas para té y café, parecía un cumpleaños. El lugar era amplio, había estantes de libros por doquier. Una chica con pelo mitad rojo mitad negro corrió hasta su mochila para sacar unos apuntes de la universidad, buscaba algo entre las páginas, palabras quizás. Minutos después llegó Ulises Mora, poeta de la zona, poeta por antonomasia (digo por antonomasia porque es un viejo de cuerpo grande, que usa boina, lentes pequeños con mucho aumento y un bastón que lo ayuda a caminar porque de joven que tiene acromegalia, la enfermedad que también tenía Cortázar), nos saludamos, me contó de inmediato un cahuín, de que la poesía no estaba tocando a la puerta del Ateneo de Melipilla, que se juntaban los martes en las tardes a hablar de remedios, a comparar enfermedades, a comparar médicos, en fin, hablar de cómo el tiempo los ha revestido de polvo, de excusas. Pero Ulises se sentía diferente. Vivito y coleando, dijo. Que se mantenía vigente subiendo todos los días un poema a facebook, que eso lo distraía. La lluvia golpeó con vehemencia el techo. Permitió que nos silenciáramos. Se está cayendo el cielo, dijo Ulises y se fue a servir un café apoyado en su bastón. Minutos después ya estábamos los catorce escribientes sentados, no en círculo, sino en algo más parecido a un rombo. Las presentaciones duraron más de lo común, como suele suceder a veces entre la gente que escribe. La recitación comenzó. Eran variados los estilos: misceláneas de Mistral y Neruda, parrianos, uno que otro de versos kilométricos, a semejanza de Rokha. Mientras leía Mirko, un poeta comunista, un poema intimo sobre lavar los platos, yo me encontraba entre dos mundos. Leyó Bastián. Se me venían momentos fugaces de los eSlam de poesía en Córdoba. Poetas under, poetas hippies, borrachas con escrituras filosas, drogadictos bardeando, viviendo la jovialidad de eventos calurosos, de pieles húmedas. Recitó la señora Celestina un poema larico. Vino a mi mente una noche en que alguien con una locura indescriptible agarró el micrófono y estuvo más de cuatro minutos repitiendo: uno uno uno uno uno uno (…). Ulises Mora leyó su famoso poema “No estoy de acuerdo”. Uno uno uno uno uno (…). Me tocó leer a mí. Le tocó a Gabriel. Uno uno uno uno uno… Leyó Camilo, leyó Horacio, leyó Laura, leyó Verónica. Se notaba que habían trabajado sus poemas. Leyó Maggi, poeta colombiana. El entusiasmo por las lecturas hizo que de inmediato se eligiera un nombre: “Poesía re-vuelta” fue el elegido entre tantos otros insulsos. Luego se habló de la responsabilidad del artista, de que el escritor debe ejercer su libertad en la escritura, de llevar la poesía

