Narrativa argentina actual | Breve historia de una cabeza

«⎯¡La advertencia del señor se hizo presente en esta cabeza…!⎯ dijo el gobernador elevando a Abraham por los aires. Continuó así, mientras se paseaba por la habitación, con su perorata. Su argumento: Dios había hecho de este hombre un sagrado reproche. Había elegido a la provincia como centro de su epifanía. Luego, el gobernador hizo pasar al diacono de la ciudad, el cual explicó, en una segunda perorata, el simbolismo de la cabeza parlante y su advertencia divina.» Cuando Charlotte Corday, la asesina del político francés Jean-Paul Marat, fue ejecutada por guillotina en 1793, un hombre llamado François le Gross supuestamente levantó la cabeza y abofeteó ambas mejillas. Los espectadores afirmaron que la cara de Corday adoptó una expresión de enojo y sus mejillas se sonrojaron. Jules Boissents Nosotros vemos todas las cosas con una cabeza humana y no podemos cortarla; por lo que queda siempre la pregunta de lo que sería el mundo si la hubiésemos cortado. Nietzsche   La mañana en que Abraham Swieczewski perdió la cabeza –aunque, por fidelidad a los hechos, sería más atinado decir: “la mañana en que Abraham Swieczewski perdió el cuerpo”– se desarrolló igual que todas las mañanas de su vida. Se había levantado a las seis y media. Se había bañado y calzado el traje. Abajo, su mujer, Rita, lo esperaba con el café negro recién servido. No hablaron, como de costumbre. Acabó el café, no se despidió de su esposa y se fue en auto al banco. Debía cruzar un puente mediano para llegar al lugar de trabajo. Durante el viaje ni siquiera prendía la radio, solo se mantenía al calor del sol naciente y de las bocinas de los conductores aledaños. De vez en cuando él también tocaba la bocina, insultaba al mal conductor de turno y desarrollaba lentamente su rutina diaria. Pensaba, mientras el tráfago eterno entorpecía la digestión citadina, en todo lo que haría en la semana: el rejunte de cuentas, la apertura de seis nuevas cuentas comunes, el trato con la sucursal de Uruguay, el bar mitzvahdel hijo de Jelenskí, el entierro de la prima Vera y el tema de los terrenos.  Quizá, debido a su introspección y su falta de interés en el camino, no logró frenar a tiempo y el impacto fue inevitable. Delante de su auto había frenado una camioneta Ford, vieja y destartalada, la cual llevaba atados al techo (de manera gárrula y defectuosa según se deduce de los análisis subsiguientes del peritaje oficial) unas vigas delgadas de acero inoxidable. Al momento de impactar el auto de Abraham contra la camioneta, las vigas, que se doblaban por su peso y se orillaban contra el parabrisas del banquero, cayeron con fuerza contra el cristal y lo atravesaron sin problema. Menos problema fue la carne del cuello de Abraham, la cual no se resistió al embate de los hierros (tenía una papada prominente, lo cual tampoco fue impedimento para los hierros). Su columna, medula desperdiciada, se quebró sin rechistar y las vigas llegaron a cortar incluso el cabezal del asiento del conductor. El corte fue perfecto, ya que la cabeza del banquero se desprendió enseguida y, con tal fuerza, que voló a través del hueco en el cristal del auto, cayó al suelo y rodó unos cinco centímetros.  Abraham, lúcido todavía, sintió como se desprendía de su cuerpo mutilado, volaba fuera del auto y luego rodaba por el cemento. Pero, muy en contra de las declaraciones de los historiadores de la guillotina, pasados los infernales cinco segundos de vida final, Abraham Swieczewski parpadeó una vez, parpadeó dos veces y, con horror, asistió a que estaba más vivo que nunca. El conductor de la camioneta, un señor bajito y muy arrugado, casi vomita la divisar el cuerpo decapitado en el automóvil. Se volteó para no ver más, pero, entonces, encontró la cabeza, la cual arrojaba chorritos de sangre por el cuello, mientras lo imprecaba: “estúpido de mierda, hijo de….”, dijo Abraham. El viejecito se desmayó. Los demás automovilistas se acercaron a ver lo ocurrido. La mayoría vomitó, otros corrieron despavoridos. Una mujer rezó.  Desde entonces todo es confuso en la memoria de Abraham. Ver su cuerpo en una camilla dentro de la ambulancia; las miradas terribles y asqueadas de los paramédicos. Las luces del quirófano, los enfermeros y doctores que entraban y salían para ver a “la cabeza”. La espera de hospital, siempre inútil. El último día que vio su cuerpo, ya insalvable y podrido. Pidió que lo adormecieran. Seguro fue muy extraño para los enfermeros colocar el respirador a un cabeza. Creyeron que, debido a su falta de pulmones, se ahogaría o algo por el estilo. Todo en vano. Abraham se despertó a las horas, maldiciente y llorando. Durante varias noches, invocó la muerte. Finalmente lo arrojaron en una habitación del último piso. Dejaron la cabeza sobre un almohadón bastante cómodo, Abraham podía ver todo el panorama. Esa misma tarde, su esposa entró en el cuarto. Lo miró atónita, como si viera a un dios muy antiguo o un crimen horrendo de la naturaleza. Abraham no lo soportó y le grito: “¡Rita, sácame de acá! ¡No aguanto más, vámonos!”. Pero Rita ni siquiera se despidió, cerró la puerta y se fue. Abraham nunca más volvió a ver a su esposa. Los días pasaban y las enfermeras entraban con miedo a la habitación. Abraham ya se sabía el lugar de memoria la cama, la mesita, la ventana y el televisor. Solo podía mirar. Mirar era el nuevo aire de sus pulmones ausentes Las enfermeras siempre le preguntaban si tenía hambre, a lo cual él respondía: –¿Y con que estómago, pelotuda–. Y todo acababa allí. Abraham quería que se lo llevaran, pedía a la policía, a su esposa. Pero nadie quería dar audiencia a la cabeza. Por las noches Abraham miraba las ventanas de los demás edificios, buscando algo que ver. Miraba las estrellas, pero no había consuelo. Un día, una miríada de periodistas irrumpió en el cuarto. La mayoría con grandes cámaras y micrófonos. Todos retrocedieron con un