Victimas anónimas | Noctámbulo exige sus derechos

Hay gente que funciona bien de día y otra que funciona bien de noche, eso todos lo sabemos y demostrarlo no sería difícil. En este país, sin embargo, todo es diurno, todo es mientras el sol alumbra, como si la claridad asegurase algo, algún estándar de productividad, de calidad o de ética que, a la luz del nivel de ineficiencia, corrupción y abuso que tenemos hoy por hoy, no se cumple. Como razón de esta dictadura de la “diurnidad”, los tecnócratas del mundo económico esgrimen un argumento clásico: el enorme ahorro en iluminación que significa esta política estatal. El estado, no obstante, gasta mucha luz en iluminar cosas inútiles: frontis de edificios públicos, comisarías, regimientos, monumentos a milicos, curas, colonizadores y oligarcas surtidos. El sector privado, por su parte, no lo hace nada de mal con sus gigantografías, sus marquesinas, sus paletas publicitarias y sus vitrinas que resplandecen vacías noches enteras. Si la idea fuese ahorrar, habría que apagar todos estos significantes como se apaga, cada atardecer, la vida de la ciudad y de aquellos que recién venimos despertando. Somos personas que nos llenamos de energía con el ocaso, noctámbulos, nocherniegos, góticos, bohemios, vampiros, adjetivo, este último, con el que se nos pretende ridiculizar. Las llamas anaranjadas del sol que se oculta nos excitan, nos la ponen dura, nos preparan para nuestro hábitat que es la noche. Sí, porque no todo el mundo funciona de acuerdo con lo que la ciencia llama “ritmo circadiano de actividad-reposo”, idea que supone que tenemos un reloj biológico que nos llama a dormir de noche y a estar despiertos de día. ¿Podemos creer tales argumentos? Poco o muy poco, puesto que la escasa ciencia que se realiza en Chile, digámoslo, es financiada por los mismos cabrones que manejan la economía. Si el ciclo circadiano, por otra parte, fuese estrictamente necesario para la existencia humana, ¿cómo es que hay quienes trabajan de noche en las denominadas “actividades vitales para la sociedad”, desempeñándose como nocheros, enfermeros o enfermeras, expendedores de gasolina? Tenemos, sin embargo, que llevar una vida diurna, desplazarnos anémicos de ocho am a ocho pm, pudiendo vivir sólo los viernes o los sábados en los horarios que nos hacen bien, aunque cansados por la levantada temprano y obligados a enmarcarnos en el concepto de “vida nocturna” que aplica el sistema productivo: carrete, alcohol, desenfreno y cosas por el estilo, cuando nosotros quisiéramos ver la ciudad funcionando tal cual lo hace en el día: poder tomar un café o almorzar a las tres de la mañana, subirse a un bus o al metro, hacer trámites burocráticos, entrar a una librería o a una tienda de comics, escuchar la música del organillero. La noche, sin embargo, nos está prohibida incluso a aquellos que sentimos que a su llegada “levantan el vuelo las pesadas alas del espíritu”, como escribió Novalis. La noche es el espacio de la magia y del misterio, de lo indeterminado, de lo subjetivo, sugerían los románticos. No sé si seré un romántico, lo más seguro es que no, la palabra además ha sido abusada al extremo y hoy, para la masa, es casi un sinónimo de imbecilidad, por lo que prefiero alejarme de ella. En algo sí estoy de acuerdo con Novalis y sus seguidores: el día es dominio de lo práctico, de lo racional, de lo objetivo, es decir, huele a modernidad, huele a fracaso. Hay cobardía también en los que potencian lo diurno por sobre lo nocturno, quieren ir a la segura, no quieren secretos, todo tiene que estar a la luz, tal como señala Byun Chul Han respecto de la sociedad pornográfica. ¿Tomarán en cuenta a la gente como yo alguna vez en este país? ¿Abrirá la ciudad de noche como, dicen, ocurre en Buenos Aires? Los malhechores vestidos de empresarios y políticos correctitos -casi con cara de niños de primera comunión- que manejan Chile seguramente dirán que no, argumentando, primero, el asunto de la ineficiencia económica, tema ciertamente cuestionable puesto que abrir la ciudad de noche significaría un gran impulso al comercio, al empleo y otros menesteres vinculados a esta actividad que -en estos tiempos- es una especie de deidad ante la que todos nos debemos arrodillar. Un segundo argumento es el daño a la salud de la población, asunto que -está claro- poco les importa, no están ni ahí, pues de importarles habrían cerrado urgentemente todo tipo de trabajo nocturno (y cerrado las innumerables plantas contaminantes que funcionan las veinticuatro horas del día). Asumo, también, una razón de corte moral, pues estos cerditos encorbatados y perfumados con Creed que administran la franja tricolor -la mayoría educados en colegios católicos de mil dólares mensuales- asocian la noche a la perdición, al pecado y otras imbecilidades parecidas, por lo cual prefieren ejercer sus perversiones durante el día. Apaga la luz, decía mi padre cada vez que me pillaba leyendo a las tres de la mañana. Mi padre, que como escribe Reich, era el sargento que el poder había puesto en nuestra casa para canalizar las órdenes del gran capital. Nada que hacer, me digo, la dictadura de la “diurnidad” está arraigada de rey a paje. Mi derecho y el de muchos a desarrollarse en un ambiente adecuado a sus características, mientras tanto, es conculcado día a día, noche a noche, amanecer a amanecer, por un estado que funciona con el horario de un convento. ¿Se abrirán alguna vez de noche las grandes alamedas? ¿Pasarán por allí alguna vez los noctámbulos libres? 

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