“No había (como esperaba) una multitud afuera, o una marquesina de luces anunciando al músico, sino un cartel muy sobrio que en letras pequeñas describía el show. ¿A nadie le importaba que Lee Konitz tocara esa noche? ¿Acaso, para esta ciudad, que tocara esta leyenda era un hecho que, entre tantos otros que ocurrían, daba lo mismo?”
Generalmente en enero en New York hace mucho frío, especialmente de noche y, más aún, si uno viene del verano de Sudamérica. Pero esa noche del 27 de enero del 2017 había varios grados sobre cero, cuando decidí aventurarme por las calles de “La ciudad que nunca duerme” (o nunca dormía) y dirigirme en metro hacia “The Jazz Gallery” en Broadway St. Donde se suponía que iba a tocar Lee Konitz. Había visto el anuncio en internet, entre muchos otros sitios de jazz que hay NYC. ¿Lee Konitz, sería posible? Con mi fatalismo, muy chileno, pensaba que debía ser un alcance de nombre o quizá un truco para atraer a incautos turistas culturales.
Claro mis dudas eran razonables, pues el saxofonista alto debía tener 89 años y había tocado, entre otros, en los años ‘50 junto a Miles Davis participando de la grabación de “Birth of the cool” de 1954, disco fundamental para entender el desarrollo del Jazz contemporáneo. El disco había sido grabado unos años antes, cuando Konitz tenía un poco más de 20 años.
Por eso, no podía creer la suerte que tenía de ver a esta leyenda del Jazz en vivo, me parecía un privilegio, un regalo. Además, verlo tocar en un club de NYC, en una noche de invierno, era un doble regalo. Así que, con el poco inglés que manejo y el mapa de la ciudad en la cabeza, me dirigí desde mi hotel, cercano a la 5ª avenida, a tomar el metro. En esta ciudad nadie parece extranjero o inmigrante, la mezcla de razas, de colores, de idiomas, de modas es una constante. Desde ejecutivos caucásicos con trajes elegantes, mujeres sofisticadas que trabajan en Manhattan, raperos o músicos de metro, latinos que hablan un español caribeño, hasta negros recién llegados de África. Todos en el metro y cada uno en su mundo, nadie pendiente del vecino, todos atrapados por su iphone, algunos pocos de algún libro o del diario, todos viajando en el subway, pensaba, a “velocidades incomprensibles”, como diría Enrique Lihn.
Al bajarme en la estación, subí ansiosamente las escaleras, de acuerdo con el anuncio había dos funciones: una a las 19:30 y otra a las 21:30, iba atrasado para la primera y muy adelantado para la segunda, pero, en fin, cuando llegué a la dirección, no había (como esperaba) una multitud afuera, o una marquesina de luces anunciando al músico, sino un cartel muy sobrio en la entrada que en letras pequeñas describía el show. ¿A nadie le importaba que Lee Konitz tocara esa noche? ¿Acaso, para esta ciudad, que tocara esta leyenda era un hecho que, entre tantos hechos que ocurrían, daba lo mismo? El lugar era un edifico, como hay miles en NYC, nada exterior permitía adivinar lo que estaba ocurriendo adentro. En la entrada solo un hombre joven, con aspecto de latino, sentado en una butaca parecía esperar a alguien, tenía en sus manos un maletín que, se adivinaba, contenía un instrumento musical. Le hablé en español y le pregunté si allí era el club de jazz, pero no entendió, solo hablaba inglés. De la manera que pude le pregunté nuevamente y me señaló un ascensor y que subiera.
Era todo muy raro, no había nadie más, no se escuchaba música, es decir, ninguna de las señales que uno esperaría. Pero confiadamente subí al ascensor que era muy antiguo y muy grande, marqué el único piso habilitado y esperé que se cerraran las puertas y con un ruido de máquinas pesadas lentamente comencé a subir. Era tan lento que pensé que me iba a quedar atrapado y que nadie sabría que estaba ahí, a miles de kilómetros de Santiago de Chile. Pero, inesperadamente, el ascensor se detuvo, supuse que en el piso correspondiente, pues el letrero de luces parecía que hace años que no funcionaba. Bajé y, por fin, escuché muy a lo lejos el sonido inconfundible de un saxo y un piano. Traspasé dos puertas de madera y cristal, muy pesadas, caminé por un pasillo en el cual habían colgados abrigos, chaquetas, parkas, gorros y bufandas, hasta llegar a otra puerta más pequeña que daba a la entrada a un pequeño recibidor, donde una mujer ya mayor, me dijo (fue lo que entendí) que el show ya había empezado, pero que en 30 minutos más habría otro, que la entrada costaba 30 dólares (que a mí a esa altura me sonaba “free”) los pagué (creo que nunca he pagado una entrada más feliz) y me dijo que si quería, me podía quedar al final del primer show, no lo podía creer. Esa era mi noche de suerte.
Por fin, pude mirar el lugar era una especie de loft o departamento con una gran sala, en la que al fondo había armado un pequeño escenario, donde en un piano de cola tocaba un hombre joven y, sentado en una silla otro hombre, de pelo blanco y de lentes oscuros que tocaba un saxo alto. Me llamó la atención verlo sentado tocando una balada, pero su instrumento sonaba poderoso y llenaba el espacio que completaban sillas plegables, dispuestas como en un teatro, no éramos más de cien los espectadores que escuchábamos como devotos de una iglesia el sonido de ese maestro, testigo directo y colaborador de los grandes maestros en la gran época del jazz en el siglo pasado.
Había llegado al final del primer show, por lo que tuve que esperar en la última fila de pie. La gran mayoría del público eran viejos amantes del jazz que miraban y escuchaban sobrecogidos los sonidos puros de ese saxo. De improviso, para finalizar, un hombre que estaba sentado en la última fila se levantó y a insinuación de Lee se acercó al escenario y comenzó a tocar un contrabajo, en la última pieza de la noche, los tres músicos se afiataron de tal manera que no solo, cada una de las improvisaciones fueron seguidas de grandes aplausos, sino que también al final del tema, el público saludó de pie, al trío.
Fue el momento del intermedio. La mitad de la sala quedó vacía, esperando el segundo show. Fue allí donde aproveché de ubicarme más adelante y esperé la media hora de rigor, y usando el Wifi de la sala llamé a unos amigos (que como yo aman esta música) para contarles donde estaba, para compartir mi suerte. A las 21:30 en punto, subieron al escenario Lee Konitz de lentes oscuros y el pianista Dan Tepfer que con sus 35 años hacía un contrapunto espectacular con el octogenario saxofonista. Desde ese momento la sala se llenó de Jazz, la atmósfera de libertad que inspira esta música se fue pintando de suaves colores, de texturas cálidas, de amaneceres fríos, de desesperadas tormentas, acordes, armonías, solos en la improvisación, elementos que no son transmisibles a través del lenguaje verbal, solo el musical alcanza. No podía creer que me encontraba allí en el corazón de Manhattan, en un club de Jazz a pocos metros de este músico que había tocado, junto a Miles, a Dave Brubeck, Ornette Coleman, Charles Mingus, Gerry Mulligan, Stan Getz y un larguísimo etcétera. El público seguía con extraordinaria atención cada una de las intervenciones, el sonido metálico danzaba junto al piano en un ensamblaje perfecto que a nadie le permitía respirar, para no interrumpir el rito, la ceremonia secreta a la que habíamos sido invitados, por un azar de los dioses. Tras cada tema el aplauso surgía espontáneo y Lee con un gesto que solo los grandes tienen, lo devolvía con una reverencia.
“Dona Lee” (1947), un estándar del jazz, compuesto por Miles Davis y hecho famoso por Charlie Parker fue el momento cúlmine de la noche, a esa altura ya estaba en el escenario el bajista que había llegado desde el público. La tremenda introducción que hace el saxo nos dejó a todos arriba volando sobre los edificios de “la gran manzana”, nos introdujo en el ambiente de este tema. El piano sentaba las bases de lo que el saxo podía hacer, a través de la tonalidad, le indicaba el camino hacia la libertad. El sonido alegre del tema revestía de optimismo la noche, la claridad profunda del Jazz nos abría a todas las posibilidades, a un equilibrio que solo una pieza maestra logra. El piano improvisaba, mientras el saxo callaba y ahora el contrabajo lo iba acompañando en un prodigioso “walking bass”. Y el público, como una forma de participar y agradecer aplaudía cada vez que terminaba un solo. Había un equilibrio perfecto ente los tres músicos y nosotros estábamos en presencia de un milagro, que este tema volviera a sonar como la primera vez, en ese piso de Broadway 1160. Cambios de ritmo, genialidades impensadas, el jazz en su expresión máxima, transmitía incluso a los neófitos, como yo, su perfección. El diálogo entre los instrumentos se hacía de manera sublime y se notaba que los músicos disfrutaban al estar tocando, se miraban, se sonreían. Cómplices de esta noche inolvidable.
La sesión terminó con un gran aplauso para el trío, los saludos iban especialmente pare Lee Konitz quien salió en un pasillo de admiradores, lo alcancé a saludar y a darle la mano, le dije: “wonderful, Lee”, no se me ocurrió nada más, pues qué decir, después de que los instrumentos de ese trío, especialmente el saxo de ese músico anciano, habían hablado de una manera tan poderosa esa noche. Una de las condiciones de toda gran obra de arte, para que realmente sea una obra de arte es que transforme al espectador, al oyente o lector. Que uno sea otro después de tener contacto con ella. Al salir de “The Jazz Gallery”, esa noche e integrarme al vértigo profundo de las calles de ese enero en NYC, yo ya era otro.
Lee Konitz murió el 15 de abril de 2020, debido a las complicaciones con el Covid 19 en el Lenox Hill Hospital de NYC.




