Colaboración | Dos anécdotas


«Nos deslumbrábamos con su dominio de la pelota, muchas veces nos la quitaba y llegaba solo con ella o a Portugal o a Santa Elena, mientras le gritábamos «Devuelve Titín la pelota, po». Era un personaje para nosotros.»


Escritas por los poetas Rodrigo Verdugo y Christian Aedo, las anécdotas acerca de Héctor Figueroa que compartimos en el siguiente artículo -motivadas y recopiladas por Marcelo Sepúlveda Ríos- nos muestran reveladores momentos de la existencia del autor de Groggy. Atisbamos, así, episodios de su primera juventud en el barrio Matta, de su etapa de poeta promisorio que carretea en los cenáculos literarios de los noventa; así como del período en que ejerció, de manera bastante particular, el rol de monitor reemplazante de un taller de poesía. Pero basta de adelantos. Dejemos, mejor, que los poetas hablen. EMM

 

 

TITÍN, UN CÍRCULO QUE SE CIERRA

Por Rodrigo Verdugo

 

1998, un sábado no recuerdo de qué mes, llegué junto a mi pareja de entonces a una fiesta donde en su mayoría había poetas vinculados a la revista Casagrande. Allí estaban varios poetas: Kurt Folch, Alejandra Del Rio, Germán Carrasco, Julio Carrasco, Antonio Silva, Héctor Figueroa y otros más, no recuerdo en qué casa fue, lo que sí recuerdo es que no se trataba del departamento del poeta Leonardo Sanhueza, donde se realizaban también algunas fiestas. Es en esta instancia que cruzo algunas muy breves palabras con el poeta Héctor Figueroa, a raíz de un tema que estaban tocando de Los Prisioneros. Algo en el rostro de Héctor me pareció familiar, pero antes de que tuviera tiempo para decirle algo, se fue en busca de más cervezas, y por supuesto la breve conversación llegó a su fin.  1999, encuentro en un libro del poeta German Carrasco un texto sobre él. 

1989 -1991, vivimos junto a mi madre Patricia Pizarro Silva, mi hermana, mi recién nacido hermano Ignacio, mi primo y mi abuela Silvia Silva Robles en la esquina de General Gana con Portugal. Allí entablé amistad con Heine y otros amigos más, con los cuales organizábamos las consabidas pichangas barriales, en las que de pronto intervenía un joven mayor que nosotros, siempre con una camisa de cuadrillé roja, que vivía casi al llegar a Santa Elena con General Gana. Nos deslumbrábamos con su dominio de la pelota, muchas veces nos la quitaba y llegaba solo con ella o a Portugal o a Santa Elena, mientras le gritábamos «Devuelve Titín la pelota, po». Era un personaje para nosotros. La mayor parte del tiempo el Titín estaba acompañado de otros amigos como el Chubaka, como Johnny (vecino mío), quien le consiguió un trabajo en Chilectra. A veces vestía una chaqueta de cotelé y llevaba una libreta en las manos, decían que allí anotaba poemas. Por ese entonces yo comenzaba a escribir mis propios textos en un cuaderno, que el inspector del Colegio Reyes Católicos me pidió leer para no devolvérmelo. Y las pichangas seguían y había veces en que el Titín nos quitaba la pelota y debíamos ir a reclamarla a su casa y su madre, que era una noble y abnegada costurera, nos la devolvía pidiendo disculpas o a veces él mismo la devolvía entre risas, apareciendo desde el fondo de la calle con ella. 

Titín estuvo al menos en dos fiestas que un primo mío organizó en el departamento donde vivíamos. Una de esas noches, recordando lo de su libreta, quise comentarle que yo escribía también poemas, pero no lo hice finalmente, porque ocurrió un fenómeno paranormal que dio fin a la fiesta. Titín abandonó su casa cerca del año 1991, también nosotros nos cambiamos de domicilio. Atrás quedó esa esquina de Padre Orellana con General Gana, epicentro nuestro. Con el paso del tiempo volvimos con mi hermana, Teresa Verdugo Pizarro, a recorrer esas calles y a recordar nuestra infancia, y siempre aparecía el recuerdo de Titín a tal punto que a Teresa la empecé a nombrar Titín. Un día mi primo me comenta que el Titín había muerto, se trataba de una equivocación, era su hermano gemelo Nelson Figueroa quien había fallecido.

2019, un amigo poeta, Marcelo Sepúlveda, avisa por redes sociales que el poeta Héctor Figueroa ha muerto. No sé por qué caminé ese día desde la esquina de la posta Central, Portugal con Diagonal Paraguay, hasta Portugal con General Gana, yo no sabía quién era ese Héctor, yo solo conocía a Titín, pero caminé porque esa calle Portugal unía su vida con su muerte. Ahora, que sé que ambos nombres corresponden a una misma persona, puedo juntar a Héctor Figueroa y a Titín en una misma historia, alguien que formó parte de mi adolescencia y alguien con quien dialogué después una sola vez. 2018, Jorge Montealegre publica su libro Wurlitzer, cantantes en la memoria de la poesía chilena, allí estamos antologados junto a Héctor Figueroa. Con ello se cierra un círculo entre nosotros que nunca en vida hablamos de poesía.   

 

*

MIENTRAS EL VINO CORRÍA

Por Christian Aedo

 

El Chico Figueroa llegó al taller con tres botellas de vino. Venía a reemplazar al poeta laureado, un tipo que había ganado algunos premios y publicado varios libros ya en ese tiempo. Un engrupido decía yo, un winner diría el chico de su amigo, que había ido a negociar un concurso en Argentina. 

Cuando llegamos, el Chico estaba poniendo unos vasos plásticos sobre la mesa del taller y destapando las botellas de vino. Nos ofreció y se presentó. Nos preguntó luego qué habíamos visto en el taller. Mucha poesía gringa, dijo. Hoy vamos hablar de Pablo de Rokha, señaló enseguida. Nos contó la trágica historia del poeta, recitó algunos poemas, golpeó la pizarra, alzó la voz con emoción, en el momento preciso, y también nos preguntó qué opinábamos. Nosotros tímidamente íbamos sacando vino y hablando, perdiéndonos en ese entramado de potencia volcánica y delicadeza insubordinada que es De Rokha. En la encarnación que hacía el Chico Figueroa de la poesía.           

“Yo tengo la palabra agusanada y el corazón lleno de cipreses metafísicos, ciudades, polillas, lamentos y ruidos enormes; la personalidad, colmada de eclipses, aúlla. (Mujer: sacúdeme las hojas marchitas, del pantalón)”, escribió en la pizarra. 

Lo convencimos de que fuera con nosotros al parque, a seguir el taller y comenzar el carrete, y fue como un Sirio que iluminó la noche, mientras el vino corría y la poesía brotaba como sangre de una herida.

 

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