Signos Vitales | ¿Para qué están los amigos?


«Al final, alguien propuso que nos juntásemos allí mismo al año siguiente para recordar a Figueroa y todos estuvimos de acuerdo. Se habló de traer copete y carretear, se creó, también, un grupo de Whatsapp para coordinar la junta. Al año siguiente, de a poco, todos tuvieron algo que hacer para el aniversario de la muerte de nuestro compañero de juegos y finalmente ninguno de nosotros fue al cementerio el diecinueve de enero. ¿Para qué están los amigos?, hubiese preguntado el Chico. Para cagar a los amigos, se hubiese respondido al instante, acompañando la frase con una gran carcajada.»


Salí atrasado y pasé a comprar un par de botellas de tinto. Fue donde El Toño, almacén y botillería de Batuco Viejo en cuyo exterior es frecuente encontrar a los alcohólicos del sector -campesinos, jardineros, recolectores de latas y cachureos varios, operarios del parque industrial, choferes de colectivos- saciando su sed eterna, infinita, en una especie de puesta en escena de un poema de Jorge Tellier versión dos punto cero. Está ubicado en una casona antigua, de adobe, como de tres metros de altura, tapizada con afiches de gaseosas, snacks y cervezas. Hay, en su frontis, un enorme alerón sostenido por cuartones -dicen que de roble- que le otorgan un aspecto tipo Far West. En los últimos años, además, la construcción ha incorporado rejas, un montón de rejas anti delincuencia que le agregan un toque moderno, híper actual, al vetusto establecimiento comercial, mostrando que la ruralidad no se encuentra ajena al devenir del país, que está plenamente integrada, que en Chile la democracia funciona para todos y todas y todes. Traté de recordar cuántas veces vinimos con Héctor a comprar alcohol, café, pan y cigarrillos donde El Toño. Obviamente no me acordé. Pagué la cuenta, salí del local y me subí a mi Chery IQ del 2006. 

Mientras echaba a andar el motor me di cuenta de que tendría que decir unas palabras de despedida en el cementerio. No era una obligación, estaba claro, pero sentía la necesidad de hacerlo, puesto que con Héctor fuimos amigos de la vida misma, de la rueda de la fortuna con sus altos y bajos, con sus florecimientos y sus defunciones, así como compañeros de ruta en gran parte de los lances literarios que, con suerte parecida a la de Prat, abordamos. Tenía que decir algo, aunque la idea, por cierto, no me acomodaba demasiado: nunca me han gustado las ceremonias fúnebres y mucho menos ser el oficiante. Las ceremonias fúnebres, además de inútiles, el muerto o muerta nunca resucita, el muerto o muerta ya aprobó todos los cursos, tienen una impronta moral que se derrama sobre el público. Una especie de peste púrpura. Una idea del bien y el mal, del sentido de la existencia y cosas de ese tipo. Son como medallitas biopolíticas que se enganchan en la solapa de los deudos. Una ceremonia fúnebre, a fin de cuentas, requiere afirmar algunas verdades, algunas rutinas, y yo no me siento tan seguro de nada. 

Avancé media cuadra, me detuve en el paso de cebra que hay frente al pasaje que lleva al consultorio local, inaugurado, recordé en ese momento, justamente por Álex Figueroa, hermano de Héctor, durante el gobierno de la justicia en la medida de lo posible. Héctor no era democratacristiano, no tenía un afiche de Aylwin o Frei en su cuarto, pero cuando lanzaba una opinión media amarilla, bromeando lo tratábamos de pertenecer a las cuestionadas filas de la falange. Un tipo cargando una puerta terminó de cruzar el paso de cebra y retomé el viaje. Ahora me encontraba ante Los Huilles, ayer restaurante popular, hoy lenocinio tipo Cali, Colombia. Miré sus puertas aún cerradas y me vino a la mente la imagen del Chico, para un 18 de septiembre, bailando allí la peor cueca que he visto. Me acordé, también, de la ocasión en que tras escuchar por primera vez “Una chilena en París” de Violeta Parra -eso fue en Recoleta- Figueroa, que por esos años jugaba a ser un punky que odiaba la nueva canción chilena, el canto nuevo, así como a los artesas y a los hippies, lloró emocionado mientras era blanco de nuestras burlas. ¿Para qué están los amigos?, se preguntaba en ocasiones de ese tipo. Para cagar a los amigos, se respondía. Y lanzaba una enorme carcajada. 

Llegué a la carretera pensando que no diría nada, que daba lo mismo, que todos los muertos reciben, helados en sus cajones, palabras de adiós que no podrán escuchar. Es otra de las tantas cosas absurdas que hacemos. Pip, sonó el TAG en ese momento. Medio, $ 560, informó la marquesina con sus letras anaranjadas. Puteé a Piñera, puteé a Lagos, puteé a los empresarios mexicanos que, dicen, son dueños de la carretera, puteé a Pinochet y a los gremialistas de la Católica que soltaron el demonio del neoliberalismo en Chile. Pensé, luego, que las despedidas a los difuntos, apostróficas y todo, no son tan inútiles, sirven, puesto que nos permiten, como dicen los sicólogos de la tele, cerrar capítulos. Pensé, entonces, un discurso. Diría, me dije, que tras su fallecimiento seguiría dialogando con Figueroa, que seguiríamos teniendo conversaciones no porque yo sea un creyente en la otra vida ni Héctor lo haya sido, sino porque el Chico rayó con lápiz grafito muchos de los libros que alguna vez le presté: chistes, comentarios, definiciones de la RAE, párrafos marcados. Y yo seguiría leyendo, releyendo esos libros. Pasé a un camión que llevaba, encarcelados, a dos caballos. Lo dejé atrás y volví a la idea de los libros rayados. La encontré medio cliché, pero era lo único que tenía. ¿Cerraría con eso un capítulo?

Pasé por el segundo y el tercer TAG a toda velocidad, estaba atrasado, la ceremonia comenzaría en quince minutos y como había un tráfico intenso no tuve tiempo para putear a nadie. Escuché, eso sí, los pitidos del pórtico de cobro. Se trataba de un sonido similar al que hacen los molinetes del metro cuando la gente pasa sus tarjetas bip. Es la música que hace el dinero al ser recaudado, pensé, es la música del capital gozoso, del capital allegro andante. Me acordé, luego, de que había leído, alguna vez, que las únicas personas verdaderamente anticapitalistas eran aquellas que no acumulan, que gastan lo que ganan en el momento y no piensan en el futuro. Tal era el caso de Héctor, quien dilapidó el poco dinero que logró ganar principalmente en alcohol y cigarrillos. Murió, así, sin posesiones, sin llegar a tener la “santísima trinidad”: casa, tele y auto, como ironiza en uno de sus poemas. «El futuro es un robo», escribió en otro de sus textos, parafraseando la famosa frase de los Sex Pistols: «no future for you«. Sí, porque no solo jazz escuchaba Figueroa. No era solo Parker o Davis o Coltrane. Antes del jazz -en su juventud- se identificó con el punk. Y luego con la new wave: The Cure, los Smiths, Joy Division y grupos de ese estilo. 

En los tiempos en que lo conocí leía a Jorge Tellier. Estaba aún en el liceo. Al egresar de los «doce juegos» como canta Jorge González, en vez de postular a la universidad decidió trabajar en empleos comunes y corrientes. Influido por Bukowski, que ocupó un lugar preeminente en sus lecturas, se empleó en una pequeña imprenta del barrio Franklin cuyo dueño era un viejo alcohólico y barrigón con el que se “curaba raja”, como registra en algunos de sus textos. Después trabajó durante años como «chispita», nombre que recibían por ese tiempo los encargados de tomar la lectura de los medidores eléctricos domiciliarios. Presionado por la familia -tenía un hermano ministro y otro académico- a mediados de los noventa se preparó para dar la PAA y se matriculó en literatura en la Católica, donde permaneció un par de años. Abandonó la carrera y desde ahí en adelante intercaló largos periodos de cesantía con diversos trabajos menores: ayudante de taller metalmecánico, corrector de pruebas de sus amigos profes, aseador en la casa de uno de sus hermanos, asesor de proyectos FOSIS, dependiente de un local de Internet, entre otras experiencias laborales que quedaron reflejadas en su poesía, que tiene un marcado carácter vitalista, reflejando su opción por ser un outsider, un perdedor en una sociedad chilena que consideraba como una estafa.

Taco en el trébol de Américo Vespucio. Doy vuelta el teléfono para no saber la hora, apago también la radio por el mismo motivo. Si estoy atrasado no quiero saberlo. Intento ensayar mi discurso fúnebre. Digo, mentalmente, un par de frases fomes, sin sentido del espectáculo y maldigo al Chico -que sí tenía tal sentido- por haberse muerto y meterme en este problema. Al rato, no sé cómo, me encuentro rememorando el primer ejemplar de Esperpentia. En su portada había una foto en blanco y negro, robada de una vieja revista Life, donde se veía un bote pequeño junto a un enorme e inaccesible buque. Madera versus acero inoxidable. Los del botecito, esos éramos nosotros, los esperpénticos, intentando flotar/navegar en este país mezcla de mall, campamento militar, convento y fundo. Eso fue el año 2001. Dos años después, en 2003, sacamos nuestros tres primeros libros. Los produje en mi domicilio, en ese tiempo vivía en Recoleta, en una casa que me prestó mi hermana Roxana (gracias hermana), hoja por hoja en una láser media mala que imprimía por un solo lado. Junto a Héctor y nuestro amigo Rodrigo Martínez, autor de un único poema (El carrito sopaipillero) hicimos el alzado y el armado de los libros. Así nació “Groggy” (que luego sería editado por Ediciones Tácitas como “Intemperancia”), “Aviadores” de Maximiliano Díaz Santelices y “Mutante”, de quien escribe. 

Salí del trébol y enfilé hacia el Parque del Recuerdo. Hacía calor, estábamos en enero, dos meses antes de marzo, que era el mes de mayor estrés para Figueroa. Claro, porque en marzo, mes nefasto, todo el mundo se integraba al trabajo, a la educación y todo el mundo le preguntaba cuáles eran sus ideas para el año. ¿Estudiaría? ¿Trabajaría? Héctor, cuyos planes con suerte consistían en mandar un proyecto de libro al FONDART, aguantaba la tormenta hasta que llegaba abril y la presión pasaba y la cerveza se cambiaba por vino, y venía la calma, el relajo, el refugio en la casa materna. Héctor en muchos sentidos era un pasota, palabra que le encantaba, pero no un pasota cualquiera, porque el tiempo que le robaba al mundo laboral lo dedicaba no solo a beber, sino a leer, a escribir, a reunirse con amigos y conversar acerca de literatura, arte, política. A ser un activista cultural sin financiamiento. Tenía, además, una gran voluntad para ayudar a otros poetas y escritores, leyendo sus escritos y dándoles su opinión, escribiendo prólogos, labores de asesor literario que hacía de manera gratuita. A fines del 2007, si no me equivoco, su madre, Gabriela, con quien vivía, se enfermó de gravedad y no volvió más a la casa que compartían en Sierra Bella. Comenzaron, entonces, los tiempos difíciles, pues Figueroa quedó a la intemperie afectiva, financiera y de cuidados, desarrollando la enfermedad que a la larga lo llevaría a la tumba. Suena mi teléfono. Alguien llama. No contesto. Pienso de nuevo en el discurso. Y otra vez maldigo al Chico por haberse muerto. ¿Habrá una manual o guía para la elaboración de discursos fúnebres?, me preguntó. Debería haberlo gugleado. Otro TAG. Tarifa alta. $ 960, pip. 

Seguí manejando. Al rato me encontré con los carteles de bienvenida a la comuna de Recoleta y salí de la autopista, llegando por fin al privatizado cementerio donde hoy reposan los restos del Chico. Conduciendo entre los publicitarios prados llenos de flores y globos de Minnie y Mickey -que son como el espíritu santo de niñas y niños difuntos- recorrí el Parque del Recuerdo hasta que arribé, algo atrasado, a la ceremonia fúnebre. Rápidamente descargué las botellas de vino y me integré al grupo de deudos. Había parientes, amigos y varios poetas. “La muerte es un éxito de público”, escribió Lihn, verso que Héctor usó como título de uno de sus poemas y que en la ocasión resultó bastante acertado, puesto que la concurrencia era más que nutrida. Pablo Jerez, actor que alguna vez escribió la columna “El profeta de las catacumbas” en Esperpentia, leyó el poema “Recuerdo” de Héctor, poniendo algo incómodos a algunos de sus familiares, ya que en el texto critica a uno de ellos por haberlo explotado en su empresa. Yo seguía maldiciendo a Figueroa por haberse muerto y haberme puesto en la posición de orador. Al rato llegó mi turno de hablar, creo que fue después de Pablo Torche. No me acuerdo, afortunadamente, lo que dije, se me borró de la mente el discurso apenas lo pronuncié. Me acuerdo, eso sí que al terminar la ceremonia junto a los amigos abrimos las botellas de vino y rociamos el contenido, no todo, algo bebimos también nosotros, había sed, sobre el ataúd de barnizada madera marrón que contenía los restos de Figueroa. Luego alguien puso música, específicamente “Nows the time”, de Charlie Parker, mientras la gente, incluyendo a Delia, quien acompañó y amó a Héctor en sus últimos tiempos, poco a poco se retiraba.

Al final nos quedamos sus amigos literatos y no literatos hablando sobre el Chico y fumando unos gramitos de THC. Recordamos lo triste que fue verlo en la Posta Central, con una mascarilla de oxígeno, agonizando. Recordamos, luego, un montón de divertidas anécdotas que poco a poco se fueron apagando. Al final, alguien propuso que nos juntásemos allí mismo al año siguiente para recordar a Figueroa y todos estuvimos de acuerdo. Se habló de traer copete y carretear, se creó, también, un grupo de Whatsapp para coordinar la junta. Al año siguiente, de a poco, todos tuvieron algo que hacer para el aniversario de la muerte de nuestro compañero de juegos y finalmente ninguno de nosotros fue al cementerio el diecinueve de enero. ¿Para qué están los amigos?, hubiese preguntado el Chico. Para cagar a los amigos, se hubiese respondido al instante, acompañando la frase con una gran carcajada. Lo cierto es que Héctor tampoco era de visitar cementerios y sus homenajes a los muertos, como hizo con su hermano Nelson, los hacía por escrito. Los huesos difuntos, se sabe, no hablan, no escuchan, no sienten, no piensan. La memoria sí, pues la memoria es un organismo vivo.

Volví a casa viajando por la caletera, llena de tacos, para eludir los TAGS y su monocorde música capitalista. Cuando llegué a Batuco me encontré, en la vía férrea, con una chica embarazada que pedía monedas. Me acordé, entonces, de una de las colaboraciones que Héctor hizo para El Mal Menor, creo que fue la primera, consistente en un artículo sobre Jorge González Bastías, poeta medio olvidado que mostró, allá por los años veinte del siglo pasado, la desmejorada situación de la ruralidad chilena en su libro “El poema de las tierras pobres”. Pasé luego por el almacén y botillería “El Toño”: los alcohólicos del pueblo seguían saciando su sed infinita. Un caballo, amarrado a un árbol, miraba la escena con piedad. Al rato estuve en casa otra vez. Fui al refrigerador, me serví un vaso de agua helada y luego me dirigí a la pieza donde escribo, la pieza que pretenciosamente llamo “biblioteca”. Hallé allí una chaqueta que se le quedó a Héctor la última vez que estuvo en Batuco. En sus bolsillos lo único que encontré fue una boleta. Era de una botillería de su barrio. Había dejado doscientos pesos por un envase de cerveza que nunca podrá devolver.

 

_______________

En la fotografía, el equipo editor de revista Esperpentia, año 2006. De izquierda a derecha: Pablo Jerez, Maximiliano Díaz Santelices, Héctor Figueroa, Edicson Solar y Sergio Sarmiento.

Comentarios
Compartir: