Trasandino | Reflexiones en torno al ajedrez


«Como no sabía qué pieza mover le dije que compráramos una cerveza. Detuvimos el juego un rato. Él se fue al baño y yo llené los vasos con chela. No podía pensar nada claro. Estaba confundido. Primero por la posición engorrosa del juego y, segundo, por el tedio de ponerme a pensar en la actividad literaria como un ejercicio inútil. A veces estos desvaríos del espíritu me acosan y no los puedo incinerar sin el chispazo de alguna frase que me oriente y me baje a tierra: la inspiración se trabaja, dice Baudelaire; y con eso ¡paf! ya respiro. Salgo de esa zona de lamento y pienso, aunque sea por un instante, que la literatura es un gran baile de voluptuosidades en donde todxs gozamos.»


Esta tarde noche fui al bar Las Tipas. Habíamos quedado con Santiago de hacer unas partidas de ajedrez. El lugar estaba casi repleto. Me senté afuera, pedí un café en jarrito y distribuí las piezas sobre el tablero. Como mi contrincante no llegaba, y ya estaba cansado de ver historias en Instagram, aproveché el tiempo para leer algunas páginas de “La Casa de los muertos” de Fiodor Dostoyevski. Hay un capítulo de la novela en donde el protagonista reflexiona sobre el castigo más brutal para aniquilar a un hombre; y eso sería darle el trabajo más inútil y con más ausencia de sentido. Da el ejemplo de poner a alguien a cambiar el agua de una tina a otra o mandarlo a aplanar una larga extensión de tierra con los pies. ¿No sucede algo similar con la pulsión de la escritura, no tanto como un castigo, sino como una actividad que puede aniquilar a un hombre? Por ejemplo, en mi pueblo se dice de Juan Rabanal, un viejo librero que tiene un puesto en la calle, que se volvió loco de tanto escribir; y que carga con ese peso porque solían verlo en las noches sentado en alguna plaza, borracho y envuelto en un sobretodo negro, hablando en voz alta mientras escribía en un cuaderno rojo. Una tarde me acerqué a su puesto preguntándole por libros de poesía. Me dijo que no traía, que la poesía no se vende, que los lectores son escasos, a diferencia de los libros de autoayuda. No sé cómo llegamos a hablar de “Los hermanos Karamazov”, pero sí recuerdo que tenía la tesis de que Smierdiakov era la alegoría de la angustia del hombre llano ante el vaciamiento de los sentidos; sin la presencia de un dios, o de un sentido que le iguale, sólo nos queda el suicidio, decía. Luego me confesó que había publicado un libro de poesía, de sólo 20 ejemplares, y que lo habían echado del Ateneo de escritores porque -en un evento anual de lecturas- fue irrespetuoso con una vieja que se puso a llorar leyendo un poema para su difunto esposo. Me aburrí, dijo, abucheé un rato, además estaba con bastante alcohol en el cuerpo, así que me paré de la silla, le saqué el micrófono de encima y leí un poema que se llama “El Semen Galáctico”. Acá en Córdoba hay varixs quemados por la escritura. Una amiga poeta los tiene catalogados. Por un lado, dice, están los que se desconcertaron al darse cuenta de que el mundo está hecho de palabras y palabras, ratones estresados de laboratorio, Teseos histéricos en el laberinto del lenguaje; y por el otro, los que no dejan de hacer malabares con su existencia creyendo que así podrán contar una buena historia. ¿Hasta dónde nos pervierte ese deseo inquieto y corporal que quebranta por capricho a la cotidianeidad? Poner en palabras el dolor y el placer sólo por conseguir una finalidad estética o por intentar suplir una necesidad que pueda ser equivalente a las ausencias que nos lastiman. ¿No es la tragedia de Prometeo encadenado la alegoría del primer escritor preso de sus delirios, cargando con la gravedad de generar sentido y siendo devorado por esas mismas bellas aves rapaces? Por salud mental un escritor debería aprender a levantar una casa con sus manos antes de hacer una con caligramas. 

Ya eran más de las 19 horas. Habían pasado más de 40 minutos del último whatsapp de Santiago que decía: yendo. Por mientras que esperaba el segundo café aproveché de arrimarme a las otras mesas de los jugadores de ajedrez. ¡Comé la torre! ¡Tiempo, tiempo! ¡Ya está, ya está! ¡Te gané perro! Los viejos estaban muy intensos a pesar de la helada otoñal. Algunos de estos veteranos se quedaron con la ferocidad del ajedrez que propugnó la Guerra Fría cuando se vieron las caras Borís Spaski y Bobby Fischer en 1972 en Islandia. “Me gusta el momento en que rompo el ego de un hombre” decía Fischer. La dueña del bar me avisó del café y al minuto apareció Santiago en su bici. Pidió un mate cocido y se sentó. Abrió la partida: 1. e4 c5 2. d4 cxd4 3. c3…, como siempre utilizó el gambito morra. Cuando llegamos al medio juego todavía no habíamos charlado nada. Se armó un tabaco y lo prendió. Llevaba mucho tiempo pensando en cómo cambiarme el caballo, ya que lo había posicionado en una casilla central y eso me entregaba mucha actividad y una táctica latente en contra de su enroque. Saqué mi vista del tablero y miré a las otras mesas mientras terminaba mi café. Por momentos estaban todos callados, presos del análisis. Privados de los murmullos de la gente que pasaba por la vereda, por la Cañada y de los autos con el “Saoko” de Rosalía. En diagonal a nuestra mesa había un anciano de barba gris, con una campera enorme, que estaba muy nervioso y no dejaba de morderse los labios y refregarse las manos. Cuando iba a mover una pieza se arrepentía de súbito antes los chistes del viejo que tenía enfrente, pues aquel no dejaba de hablar y de hacer reír a la senectud que estaba de pie observando la partida. Te toca mover, dijo Santiago. Después de algunas maniobras logró caballo por caballo, peón por caballo, dama por peón, por mi parte coloqué un alfil en e6 amenazando su dama para que la retirara del centro. El juego estaba muy igualado. Parece que se te acabó el ataque, habló con sonrisa irónica lanzando una bocanada de humo. Volví mi atención completa al juego. ¿Estás escribiendo? me preguntó. Yo le contesté que sí, sin dejar de mirar el tablero, además sabía que buscaba distraerme; de todas maneras, le conteste que estoy intentando terminar el poemario. Me dijo que leyó “Sandwiches de realidad” de Ginsberg, y que le gustó mucho el poema “Un viejo poeta en Perú”. Como no sabía qué pieza mover le dije que compráramos una cerveza. Detuvimos el juego un rato. Él se fue al baño y yo llené los vasos con chela. No podía pensar nada claro. Estaba confundido. Primero por la posición engorrosa del juego y, segundo, por el tedio de ponerme a pensar en la actividad literaria como un ejercicio inútil. A veces estos desvaríos del espíritu me acosan y no los puedo incinerar sin el chispazo de alguna frase que me oriente y me baje a tierra: la inspiración se trabaja, dice Baudelaire; y con eso ¡paf! ya respiro. Salgo de esa zona de lamento y pienso, aunque sea por un instante, que la literatura es un gran baile de voluptuosidades en donde todxs gozamos. Y rio, y me tomó el vaso de cerveza, y no dejo de sonreír, y miro a la gente que pasa, y escucho a los viejos diciendo giladas, y llega Santiago del baño, y rio, y con un gesto me pregunta de qué, y yo digo de la escritura, y por qué me dice, y yo digo que no sé, que la literatura y eso, y me hace un gesto de que estoy loquito, y yo digo que sí, y se reanuda el juego, y yo no puedo parar de reír, y él se molesta, y yo le digo que al final nada es verdad.

 

 

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