Trasandino | Eso no nos interesa

«¡Fuera Duque! gritó, pero el perro no le hizo caso, luego zapateó en el suelo ¡basta basta! prosiguió poniendo llave a la reja. Pero el animal seguía sin tomarlo en cuenta. El viejo agarró un palo de escoba y al instante el perro se fue a esconder debajo del Fiat 147. Me tiene las bolas hinchadas, pero ya lo voy a agarrar, dijo a media voz moviendo la cabeza. Pasen pasen, por favor, ahí derecho, en el living están los libros.»

¡Debería dejar esto! dije con resentimiento, estirando los brazos y la espalda sobre la silla. Es un fastidio estar 4 horas frente a la compu y no encontrar ninguna frase potente para avanzar en el relato. Pero hay días y días, murmuré, y ya era mediodía del sábado y Augusto iba a pasar a eso de las 15h por casa. Habíamos quedado de ir a ver unos libros después de la siesta al barrio Yapeyú. Entonces sería bueno relajarse e ir a comprar verduras, pensé, yerba mate donde los chinos, ponerme a cocinar sería mejor, y luego, quizás, volver a la escritura. Golpearon la puerta. ¡Ya han pasado tres horas! dije asombrado, yo no había hecho nada de las cosas que había pensado, al contrario, hice cosas diferentes, me corté las uñas de las manos, saqué los acordes en guitarra de “Pupila de Águila” y la canté hasta que me cansé, después jugué unas partidas de ajedrez online mientras escuchaba en youtube el concierto de Violeta Parra en Suiza, en la casa de Whalter Grandjean. Abrí la puerta y nos saludamos de abrazo, un regalo me dijo, y me pasó “Santuario” de Faulkner. Puse la pava. Armé el mate y le puse un poco de burro y manzanilla. Luego salimos al patio, había un viento suave y el sol estaba cálido. Leí dos poemas sueltos para que me diera su opinión. Demasiada verborragia, arguyó, lo mismo me dijo Sarmiento, dije guardando las hojas. Le pregunté qué estaba leyendo. A Giannuzzi, dijo y sacó de su mochila un libro negro de ediciones Visor. Leyó “Poética”. Le cebé un mate luego de su lectura y antes de tomarlo me comentó, con emoción, que en la última compra de libros se encontró con “Una temporada en el infierno” de Arthur Rimbaud, no en la famosa versión de ediciones Edicom de 1971, traducida por Oliverio Girondo y Enrique Molina, sino en la de Ediciones del Copista, una selección y estudio de un cordobés llamado Andrés Terzaga. Es diferente, dijo, no estoy diciendo que es superior, pero se nota que le llevó tiempo, porque hay palabras muy bien puestas, el poemario respira. Armé un porro y fumamos. Sabes, le dije, septiembre me produce melancolía, no sé, es raro. Debe ser porque en Chile el Golpe de Estado está muy cerca de las fiestas patrias. No hay luto para los muertos, sino carnaval, dije y le pasé el faso. Desde la calle se escuchaba el ruido de las bolsas de basura y el cla cla cla cla de unos caballos. Me cebé un mate y fui hasta la ventana que da hacia la calle para saber qué pasaba. Observé a través de la persiana. Eran dos pibes que revisaban el lavarropa que había dejado anoche y que el camión de la basura no se llevó, era un whirlpool blanco semiautomático de 10 kilos que no tenía más arreglo, hasta los maestros se habían cansado de meterle mano, pero sí que se le podía sacar plata por chatarra. Una carreta roja se estacionaba en reversa. Tenía en el costado escrito con pintura blanca “jesus ben ami” y era tirada por dos alazanes, uno más desnutrido que otro, y manejada por un viejo petiso, muy moreno, de espalda ancha, que le faltaba un brazo y que decía palabras que no entendía, pero que daban cuenta de que necesitaba que los pibes subieran la lavadora rápido. Fui a la cocina por una bolsa de chalitas con lino. ¿Quién era? eran los cartoneros dije, se estaban llevando unas cosas, agregué y puse las chalitas sobre la mesa. ¿Esos poemas que me leíste son parte del poemario que querés publicar?, no sé, es un laburo enorme publicar, todavía no quiero pensar en eso, pero lo más probable es que sí, que sean parte. Augusto se armó un pucho, le di un mate, y recordó con dudas que hace unos años un poeta, no quiso decir su nombre, hizo la presentación de su libro en el Bastón del Moro, no lo conocían mucho, en realidad él creía que era conocido, y mandó a editar 100 libros a una editorial independiente, yo era amigo del editor, y hasta le ayudé a refilar las primeras tiradas. La preocupación en su cara llegó cuando superó los 50 ejemplares, todos cosidos a mano. Es absurdo que le compren tantos libros, decía mientras cosía, no lo conoce nadie, pero me hincha tanto las pelotas, que tengo que confiar nomás. Inclusive él tenía por norma publicar 20, 30 como mucho, a un novel, pero el poeta le decía que no, insistía que con 100 estaban re bien, que tuviera fe. La noche de la presentación, que la armó el editor, con banda en vivo, un actor haciendo monólogos, y con poetas amigos que le fueron a hacer la onda y recitaron, fue un desastre. Primero, porque este otario no le hizo publicidad al libro ni al evento, y segundo, porque llegó tarde. Había muy poca gente, contados con las manos y sólo vendió un libro. Y no sé por qué regaló 7 con dedicatoria a los que estuvimos esa noche. Media hora después el editor estaba re caliente con la situación, salimos a la calle a fumar faso y se sentía un boludo por haber confiado en él, eso derivó a que pensara que lo mejor era pedirle disculpas al dueño del centro cultural y concluir el evento. Pero cuando entramos vimos al pelotudo del poeta en el escenario, había agarrado la guitarra eléctrica y cantaba frente al micrófono Ruta 66 de Pappo. Ahí se armó una discusión de la puta madre. El editor le apagó el ampli y le dijo ¡Sos un estúpido chabón! ¡Devolveme ya la plata de los libros! ¡Cálmate hermano! conversemos. Habían pactado un monto, que se suponía que el evento iba cubrir, pero no se hizo plata. Además, el poeta no había puesto ni uno para la impresión ni el maquetado, y cuento corto, el editor se llevó todos los libros a la fuerza y dejó sin poemas al poeta la noche de su presentación. Le sonó el celu a Augusto. Era el hombre que le iba a vender los libros diciendo que ya estaba en casa y que podíamos ir. Agarramos nuestras mochilas y unas cajas de cartón en caso de que fueran necesarias para guardar los libros. Salimos de casa con el mate en mano. Es aquí, dijo corroborando el número en la fachada de hormigón sin revocar, 24 de septiembre, 2815. La casa estaba en el fondo. Se podía ver a través de las rejas blancas que simulaban ser puertas y ventanas. En ese patio delantero había dos Fiat azules colmados de tierra. El de más atrás era un 147, con las ruedas desinfladas y con el parabrisas reventado, y el que estaba adelante era un Palio del 2010 que tenía el capó levantado con una madera y le faltaba el motor. A un costado había: una cocina, una heladera, un microondas, juegos de ollas y un bidet. Augusto aplaudió para que alguien saliera a atender, y sólo llegó un perro café, mestizo, moviendo la cola, que asomó su hocico por la reja y se puso a olfatear. ¡Ya escuché!, ahora salgo, gritó un hombre luego de la tercera aplaudida. Aproveché de cebarme el último mate y Augusto apagó el pucho mientras veíamos como el viejo se acercaba desde el fondo. Los libreros, dijo, metiendo una llave tras otra en el cerrojo con un poco de nerviosismo. Cuando dio con la indicada esbozó una pequeña sonrisa. Pasamos y en el acto el perro se me abalanzó cariñosamente. ¡Fuera Duque! gritó, pero el perro no le hizo caso, luego zapateó en el suelo ¡basta basta! prosiguió poniendo llave a la reja. Pero el animal seguía sin tomarlo en cuenta. El viejo agarró un palo de escoba y al instante el perro se fue a esconder debajo del Fiat 147. Me tiene las bolas hinchadas, pero ya lo voy a agarrar, dijo a media voz moviendo la cabeza. Pasen pasen, por favor, ahí derecho, en el living están los libros. Adentro estaba sombrío. Augusto le preguntó si podía correr las cortinas para que entrara luz. El viejo dijo que sí sin mirarnos, se había sentado en un sillón negro y se había descalzado. Estaba pendiente de las palabras de un presentador de noticias en la tele que hablaba sobre los nuevos hallazgos en el intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner. Más suerte no puede tener esa culiada, dijo mientras se estiraba los pelos del ombligo. Se veían las partículas de polvo en el aire atravesadas por la luz. Dejamos nuestras cosas en el suelo. La casa era larga, de un piso, con un montón de muebles de maderas de tono barniz nogal, que permitía pensar en lo apacible, pero no dejaba de tener un aire lúgubre. La mesa del comedor era grande, café oscuro de algarrobo, y tenía encima un martillo, alambre galvanizado, alicate en punta, y un serrucho oxidado con los dientes doblados. A los costados de la biblioteca había dos muebles con puerta de vidrio que en su interior tenían platos blancos, tazas, vasos, figuras de porcelana, y por las paredes fotos en blanco y negro de un casamiento, fotos en la playa a color, un viaje a la Torre Eiffel, pero todo estaba cubierto de polvo. Había un pasillo a unos pocos metros donde no llegaba la luz. Augusto ni siquiera se había percatado de esto, porque estaba absorto en su tarea de separar lo que estaba dispuesto a comprar y lo que no. Dejó en el piso “Historia de la Literatura Argentina” en varios tomos y la colección de filosofía de Gredos. Yo me puse a hacer un montoncito de narrativa. Separé: “Historia universal de la infamia”, “Fahrenheit 451”, “Narraciones extraordinarias”, “Cumbres Borrascosas”, “La vida instrucciones de uso”, “La muerte de Ivan Ilich”, “La prima Bette”, “Cerca del corazón salvaje”, “Por quién doblan las campanas”, “Adán Buenos Aires”, “Pedro Páramo”, “Madame Bovary”. No había nada en particular, todas eran reediciones, sin embargo, lo curioso era que todos los libros tenían en la primera hoja un sello de tinta negra con el nombre de Graciela Ferreyra. De pronto noté que el viejo me miraba con sospecha mientras acariciaba con el pulgar sus fosas nasales. Era mi tía, dijo metiéndose el dedo en la nariz, ella se dedicó a la docencia. ¡Me heredó todo esto!, supo que me quedé sin laburo y ¡apa! recibo esto, era muy buena ella. ¿De qué laburabas? le preguntó Augusto. En Fiat, en la sección de montaje, armando el esqueleto de la máquina. Pero hace dos años me despidieron y ahora me las arreglo como puedo. Hay que salir adelante de cualquier forma. Sacó de una mochila un fernet, una coca-cola y hielo en bolsa. Se acercó a la mesa y agarró el serrucho para partir por la mitad una botella de plástico vacía. Detuvo el corte al darse cuenta que yo no le quitaba los ojos de encima, y me quedó mirando fijo. Yo rehuí de su mirada y me puse con los libros. Sentía que nos observaba con desconfianza. Cuando terminó el corte volvió al sillón y se armó el trago. Luego se puso a hacer zapping por los canales nacionales diciendo be, vo, ba, qué me importa que se muera la conchuda de la reina Isabel, ¡qué nos devuelvan las Malvinas!, por qué no cuentan todo el chamuyo que hicieron con los chilenos traidores. Nos dimos una pequeña mirada con Augusto y seguimos eligiendo en silencio. Siguió cambiando de canal hasta que se quedó en El precio de la historia. ¿Fernecitos para los libreros? No gracias, respondimos. Ni en pedo vendo una lancha tan barata, qué pelotuda que es la rubia, ese pelado los caga a todos. Yo voy ahí, y a mí no me cagan, y si se retoba, me les paró de frente mal… Se escucharon aplausos desde afuera. El viejo miró por la cortina y se puso las zapatillas para salir. La puerta había quedado abierta y se podía observar lo que sucedía en el antejardín. Se había estacionado una camioneta negra. Entraron dos hombres en busca de la heladera y la cocina. El viejo contaba la plata en frente de ellos. Acá hay unas joyas que hay que llevar sí o sí, habló en voz baja Augusto y me mostró una colección Aguilar. Señaló las obras completas de Charles Baudelaire, Walt Whitman, Miguel Hernández. Un ruido extraño se oyó desde el pasillo, quizás desde la cocina o las habitaciones. Miré a Augusto pensando que había escuchado, pero no. ¿Cómo van los libros, son muchos, no? dijo el viejo cerrando la puerta. Nos falta hacer una selección más y ya estamos, respondió Augusto. Después se fijó en lo que yo había escogido, y finalizó con una mirada atenta a la biblioteca. El viejo no alcanzó a sentarse cuando volvieron a aplaudir. Salió de inmediato. Eran los mismos hombres de la camioneta negra. Pasen, al fondo. Síganme, dijo. En 10 minutos se llevaron una cama de dos plazas, con colchón y colchas. Estamos listos, dijo Augusto cuando vio que el viejo regresaba. ¿A ver, qué escogieron los libreros? Acá dejé a lo que le puedo sacar plata, estos los puedo vender en el Paseo, y estos voy a tener que laburarlos un montón. En la librería quizás se vendan, pero se van a demorar o quizás ni los compren. ¿Pero separaste los de cuero bonito a los de tapa plástica? Claro, estoy interesado más en estos que en los otros, pero te voy hacer un precio por todos estos. Sos rápido con el chamuyo vo, habló el viejo y sonrió con malicia. Y, la venta de libros es lenta, no se ve la plata de una. Por eso te digo lo que puedo vender y lo que no. ¿Por qué no te llevas todos los libros de la biblioteca? Te puedo hacer un precio. No me sirve amigo. Hay libros que no voy a poder vender. Tirame una oferta. Por todo este lote, que serán unos 300, te doy 20 mil. Desde el pasillo se oía que algo pesado estaba siendo arrastrado por el piso. Inmediatamente apareció una morena de unos 30 años, crespa, curvilínea, con dos maletas grandes con ruedas. Ya escogí la ropa que quería, dijo de manera coqueta. El viejo se acercó, la abrazó por la cintura con fervor y le dio un beso en el cuello mientras ella sonreía. Dejemoslo así, pasame esa plata que decis y ya está. Llamamos un taxi. Subimos las cajas con libros al baúl. Oscuro el viejo. ¿Habría sido su tía realmente?, dije una vez dentro del vehículo. Eso no nos interesa, respondió mi amigo Augusto, el librero.

 

 

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