«Después de pecar, a Ortúzar le gustaba que camináramos por la avenida Libertad hasta Cuatro Norte, y entráramos a la iglesia de los Carmelitas. No sé si él hacía esta rutina para escuchar el sermón, o para que lo saludara la iglesia entera, con manos y reverencias, mientras mi invisibilidad flotaba por los muros góticos hasta tocar cualquier vidrio de un vitral.»
Recuerdo haber estado viendo un extraño reportaje. No sé si era en el suplemento de un diario, o en una revista. Lo más llamativo para mí, de aquella publicación, resultó ser la ilustración que la acompañaba. La dicha fotografía “trucada” como decimos comúnmente ahora, representaba a varios hombres reunidos, que lucían vestón y corbata. Y, más abajo, unos gráciles tutús.
La idea central que rescaté de tal lectura es que había en Santiago un lugar en donde hombres se juntaban.
A los 23 años conocí a Ortúzar. Era un sesentón ex teniente capitán de la marina. Alto, espigado, no mal parecido, proveniente de las rancias familias que se habían acomodado en Viña del Mar algunas décadas atrás. Como era de esperar, su árbol genealógico estaba repleto de ortuzaritos llegados a ser cadetes o curas.
El departamento de Ortúzar parecía un museo de arqueología por donde se lo mirara. Con tejidos hispanoamericanos, cacharros de greda y churretelas de variadas civilizaciones. Sentado en el sofá, yo no me atrevía a estornudar, por temor a echar abajo los últimos vestigios incas, mayas, y vaya a saber Dios qué otra civilización.
El departamento estaba tapizado en azul, hasta la sala de baño. La terraza de aquella vivienda poseía una vista espectacular: justo el ingreso del hotel O’Higgins, la plaza de Viña y el puente que da paso a la avenida Libertad. Allí el aire era espléndido, y la tranquilidad trazaba su mapa de múltiples aristas.
Después de pecar, a Ortúzar le gustaba que camináramos por la avenida Libertad hasta Cuatro Norte, y entráramos a la iglesia de los Carmelitas. No sé si él hacía esta rutina para escuchar el sermón, o para que lo saludara la iglesia entera, con manos y reverencias, mientras mi invisibilidad flotaba por los muros góticos hasta tocar cualquier vidrio de un vitral.
Luego de la ceremonia religiosa, u Ortúzar-manil, volvíamos al departamento a comer fogazas con una coca cola. Después de lo cual yo le daba un beso, le decía adiós, y volvía a mis raíces de miseria.
Un día de pereza y poca conversación, Ortúzar recibió una visita: era uno de sus sobrinos. Un muchacho encantador, precioso, que me alargó su mano para saludarme y una sonrisa que eran nubes transportándome al cielo. En él todo irradiaba felicidad, complacencia y vida mejor.
Ortúzar estuvo un poco ácido al decirle: “podían acordarse del tío no solamente cuando necesitan dinero…” a lo que el chico respondió con unos golpecitos en el hombro, y otra sonrisa que casi me deshizo. Mientras escribo pienso que si en ese momento yo hubiera pensado como pienso las cosas hoy día, habría tirado al viejo balcón abajo, para quedarme con esa preciosura de hombre…más que fuera por diez minutos. Pero se marchó, y los dedos de mi alma desprendieron feromonas que lo persiguieron hasta muy entrada la noche.
En cierta ocasión, a Ortúzar se le ocurrió que fuéramos a Santiago. No pasaron dos minutos cuando estábamos en su auto novísimo y un regio chofer rumbo a la capital.
Dentro de ese auto no se sabía del mundo circundante. Me di cuenta que entramos a un condominio cercano a la estación de metro El Golf.
Y entramos al Versailles o al Chantilly de Ortúzar. Creo que nunca tuvo gusto para decorar, y era demasiado tacaño para ordenar este trabajo a alguien que supiera, o tuviese una mínima idea. Las paredes estaban cubiertas de cuadros sin orden, frente a un enorme gobelino de la Paix de Fontainebleau. Por un lado, había dos originales de Somerscales, con su número de seguro y alarmas.
En otro muro se exhibían retratos de mujeres. Sobre los muebles (todos de estilo, que no tenían estilo), había montones de cosas esparramadas. Lo más apreciado por las visitas (olvidé decir que a Ortúzar le esperaba una comitiva), era un vaciado en yeso de las manos de Malú Gatica, y una foto de la actriz sonriente con él. La plebe se deshacía en frases célebres para alabar al anfitrión.
Pero en lo que mis ojos y todos mis sentidos se posaron con gran recogimiento y exaltación, fue en el bar. No era el mueble en sí mismo, sino la forma en cómo estaban presentados los licores. Ninguna botella. Eran como volutas de perfume, de diferentes colores y texturas. Vidrios ovalados, alargados, esféricos. ¡Qué placer poder haber probado uno de esos sabores! Pero yo no bebía.
En uno de mis arranques humanitarios, y mientras Ortúzar se retiraba de su séquito, le dije: “podías donar estas pinturas a algún museo, hacen más falta que aquí”. A lo que respondió: “son recuerdos de familia”. La genealogía Ortuzariana traspasaba sus tesoros, igual que su sangre, de generales a frailes. Pero, pensé para mí, tal vez haya una excepción. Si alguna de estas pinturas llega a parar a las manos del hermoso sobrino de Ortúzar, no dudo que el chico convertiría el objeto de arte en platita líquida y sonante. Billetitos suaves y olorosos a cafés, bares y viajes, que lo convertirían en un dandi por algunos meses. Y, adiós tradición.
Sin embargo, lo que me pareció más valioso, de valor artístico y material, se encontraba en el dormitorio de Ortúzar. Un respaldo de la cama con once iconos rusos, cada uno con un enorme marco de plata. Era esa como una visión celestial, en púrpuras y dorados.
A medida que se iba acercando la noche, las visitas se fueron retirando y el anfitrión quería seguir en el disfrute.
De nuevo estábamos en el auto, sobre una ruta totalmente ignorada por mí, y más aún de noche, en que todo parecía real e irreal a la vez.
Descendimos en un lugar poco iluminado. Reparé que había unos cuatro hombres vestidos de uniforme civil, que hablaban con la comitiva del auto y solicitaban algunos papeles.
Parece que el formulismo era extremo. Cuando nos dieron pase libre, avancé hacia una muralla en donde se leía FAUSTO. Y en ese preciso momento volvió a mi recuerdo aquel reportaje que leyera en mi adolescencia sin manzana con gusano. Ese era el nombre del lugar donde se juntaban los caballeros con tutú. Entonces comprendí también la metáfora de la vestimenta y de los rostros borrosos de los hombres.
(Se ha sabido, en esta ancha laguna de tiempo, que en la época aquella casi todo estaba prohibido. Que los canales de comunicación utilizaban algunas estrategias para salvar la censura dominante. Que, en el fondo, todo se disfrazaba para que los entendidos comprendieran. La homosexualidad también era perseguida, y encarcelada)
Pues bien. Nos adentramos en aquel FAUSTO. Por cierto, no vi ningún caballero oficinista con tutú. La mayoría vestía pantalón y suéter, o alguna prenda llamativa. El edificio constaba de dos pisos. En el primero, estaba el bar; en el segundo, una pista de baile y una plataforma que no supe para qué era, hasta minutos después.
Como de costumbre, Ortúzar se encontró con un montón de amigos. Pidieron champaña, y para mí una coca cola. En el bar había hombres conversando y tomando algún trago; otros estaban de la mano.
El segundo piso parecía ser de mayor libertad, pues había parejas abrazadas, besándose, y compartiendo en la semioscuridad, un poco tensos por las risotadas de Ortúzar y sus amigos. La música sonaba bastante fuerte, y era sobre todo del tipo yanqui, que nunca entró en mi casa. El local me pareció bastante pequeño. En la pista de baile cabían pocas parejas, a menos que se juntaran hasta hacer un embrollo de cuerpos en contorsión. Mientras bebía desinteresadamente mi coca cola, alguien me invitó a bailar. Un chico de mi edad, y acepté por pura complacencia. Nuestro baile duró unos quince minutos, mientras él me decía cosas al oído, yo reía, y terminamos en un beso.
La música cesó y apareció un locutor en la plataforma, que finalmente terminó siendo un escenario mal decorado y hecho a prisa. El presentador anunció un show de dos transformistas. Todos nos dispusimos para mirar el espectáculo. El maquillaje y la vestimenta de los transformistas, era pooooobre, (como diría La Botota). Y la rutina, pésima. No sé si me dio vergüenza o pena aquella pantomima exagerada que no tenía pie ni cabeza, y al menos en mí no provocaba ninguna risa.
De pronto se hizo un silencio de catedral desierta. Las luces se encendieron como reflectores enormes, y los transformistas quedaron congelados en un abrazo de terror y estremecimiento. En un minuto, la pista de baile había sido ocupada por un batallón de uniformados con metralleta al frente. Un rictus de malestar y odio se entreveía bajo las boinas. Tuve que afirmarme en una pequeña baranda para no caer del terror que me produjo esa visión apocalíptica. Me tranquilizó algo el saber que Ortúzar era jubilado de las fuerzas armadas, tal vez eso pudiera salvarme de alguna catástrofe.
El jefe de los uniformados, con una voz gruesa y estridente, ordenó que cada uno de los presentes mostrara la cédula de identidad. Y comenzaron a hacer el desgrane de documentos. Yo me escondí en unas salientes del escenario, para que Ortúzar resolviera la situación, por él y por mí. Y, justamente a él, le pidieron identificación.
Cuando la milicia, ya saciada su hambre, hubo visto los antecedentes de la mayoría de los hombres con tutú, se marchó altanera y desafiante. Un respiro de alivio se sintió en el recinto, y anunciaron la continuación del show. Pero los transformistas habían olvidado el libreto, por el sucedido y el miedo. Entretanto, la versión oficial que se escuchó fue que habían detenido a un menor de 16 años borracho. La versión oficial es lo mismo que la historia oficial, que siempre es mentira. Por el terror que me produjo el primer encuentro con la disco Fausto, nunca he podido volver allí.
Nos fuimos retirando en silencio hacia la noche de Santiago, para volver a nuestros lugares.
Al día siguiente, Ortúzar ofrecía un almuerzo para familiares, entre los que se encontraba un cuñado arquitecto. Para separarme de la comitiva, después del almuerzo, yo comencé a observar las pinturas esparcidas en las murallas. Lo hacía con atención y detenimiento, lo que anteriormente no pude hacer. En esta observación prolija, se acerca el arquitecto y me dice ¿tasando la colección?, como queriendo decir si pensaba cuánto de aquello me correspondería. No le respondí nada. Pero esa desatinada intervención me enfureció.
Llamé a Ortúzar y le dije que me volvía a Viña, porque no me gustó lo que me dijo su cuñado. Y emprendí el viaje de regreso.
Me parece adecuado decir que Ortúzar era como un Jesucristo erótico. Poseía un imán irresistible que atrapaba a los chicos. Por tanto, la pareja que salía del departamento a pasear por la avenida Valparaíso, se convertía en legión al regresar al lugar de donde había salido. Ese Jesucristo predicaba abominaciones como: “déjalo todo y vente a mi cama” o “seamos pecadores de hombres”; y aun “dejad que los jóvenes vengan a mí”. Todo tan naturalmente, que era como un efecto de hechizo.
En esos paseos viñamarinos se acunó una de las anécdotas que me hacen reír hasta el día de hoy. Uno de los jóvenes de la legión se dirigió al resto diciendo: con una pequeña encuesta, podríamos saber quién es maricón o no. Haciendo 3 simples preguntas.
1. ¿Amas a tu mamá?
2. ¿Te gusta la música clásica?
3. ¿Conoces a Ortúzar?
Quien responda las tres preguntas afirmativamente, es de la familia, sin ninguna duda. El paseo explotó en risas, amplias carcajadas y aplausos, mientras el aludido también reía abrazando a los jóvenes que tenía más cerca. Actualmente, no creo que esa encuesta circule por las calles acaloradas de juventud nocturna.
La última vez que me encontré con Ortúzar, fue cuando me dijo que se iría en una gira por los países de la antigua Europa, y otros más. No le hice muchas preguntas. Sólo le dije que me enviara una postal, a lo que respondió: “te traeré un cosaco”
No recuerdo si recibí algunas líneas, una estampilla o algo similar de los parajes que Ortúzar divisaría entre cielo y nieve.
Pero todavía espero al cosaco.




