«Hoy en día, cuando el tsunami popular fue extinguido mediante un poderoso insecticida mediático y una nueva constitución, hecha por dinosaurios de verdad -no por personas disfrazadas de dinosaurios- creará la República Mesozoica de Chile, vuelven alegres los micro y los pequeños y los medianos y los grandes comerciantes a recuperar sus locales, sus calles, sus comunas, sus provincias, sus regiones, su país, alojando en sus vitrinas -la mayoría más bien amateurs, más bien folclóricas- una variada oferta de “satisfactores de necesidades”, como se le denomina a la mercancía en el submundo del marketing.»
En otro tiempo, si mal no recuerdo, las vitrinas eran un lujo y estaban destinadas a guardar en su interior lo sagrado de cada civilización: minotauros de mármol negro, coronas de oro y plata, Cristitos de madera noble, vírgenes sangrantes, camafeos de esmeraldas, momias egipcias, pulpos milagrosos, cráneos indígenas, mapas del mundo, tratados de astronomía, fetos en formalina, el primer motor, la primera radio, el primer revólver. Su destino, hoy en día, es casi el mismo, pues dejando de lado las vitrinas familiares -esas donde se acumulan copas, jarros, vasos y poncheras- aquellas que ocupan el espacio público, es decir las vitrinas del comercio establecido, contienen de igual forma lo sagrado de este tiempo: la mercancía. En cada calle de nuestras ciudades (que no son nuestras) nos encontramos con estas construcciones -transparentes en lo aparente- para las que la exhibición de productos es su sine qua non. Vitrinas, hay que añadir, que quieren secuestrarte, llevarte tras el vidrio y hacer de tu vida una parte de su plan de negocios.
Muchas cayeron abatidas durante el estallido social, fueron ajusticiadas por el pueblo dirá algún entusiasta, dado que representaban el primer flanco del capitalismo extremo reinante. Algunos, los más consecuentes -por lo general chicos y chicas anarquistas de polerón y capucha negra- en doradas hogueras quemaron la mercancía extraída: plasmas, zapatillas, smartphones y otros ingenios de consumo ardieron bella y tóxicamente en las calles revolucionadas. Algunos, los más buena onda, repartieron lo recuperado en el barrio o entre amigos. Otros, ya sea por necesidad, espíritu carroñero o atrofia delincuencial, se lo llevaron a sus covachas para luego venderlo en la cola de la feria. Hubo muchos también que se consideraron a sí mismos como él o la persona más necesitada del mundo y se quedaron con la mercancía, se hicieron auto justicia, podría decirse. Gran cantidad de tiendas, en este escenario, cubrieron sus fachadas con planchas de fierro, se blindaron, dándoles a nuestras metrópolis (que no son nuestras) un aspecto de ciudad distópica. De cómic postapocalíptico o de novela de Germán Marín (me refiero, en específico, a Ídola).
Hoy en día, cuando el tsunami popular fue extinguido mediante un poderoso insecticida mediático y una nueva constitución, hecha por dinosaurios de verdad -no por personas disfrazadas de dinosaurios- creará la República Mesozoica de Chile, vuelven alegres los micro y los pequeños y los medianos y los grandes comerciantes a recuperar sus locales, sus calles, sus comunas, sus provincias, sus regiones, su país, alojando en sus vitrinas -la mayoría más bien amateurs, más bien folclóricas- una variada oferta de “satisfactores de necesidades”, como se le denomina a la mercancía en el submundo del marketing. Fotografías de las vitrinas santiaguinas, que muestran desde cisnes de plumavit a calaveras plásticas, pasando por vírgenes, ponchos, armas, gorros, Cristos, muñecas, artículos de cacería, delantales, indumentaria erótica, monjas, ternos, ropa de cama, vestidos de novia y hasta una tapa de wáter con la cara de Marylin Monroe acompañan esta breve nota (incluyendo, muchas veces, los reflejos de la ciudad y su gente, que se cuelan, como un registro fantasmagórico de la vida humana, entre los variopintos productos ofertados).
Fotografías

























