«Recibí incontables lumazos, me ahogué con las lacrimógenas, me quebraron la nariz con un golpe de escudo, recibí patadas en los testículos y pasé por el túnel oscuro más de una vez. Y siempre seguí luchando, dando la cara, aunque mi mujer me pidiese que me calmase, que ya estaba bueno, que al final mi batalla era inútil, no ves que las noticias siguen igual de mentirosas, que la gente ve más series que nunca y que todos quieren reír, pasarlo bien, reír solamente por reír, tener plata a como dé lugar y que se jodan los demás. Entiende, ahora el héroe no es Allende, ahora el héroe es Leonardo Farkas y su sonrisa idiota y su caridad populista y sus ordinarias cadenas de oro.»
Luché toda mi vida contra el capitalismo. Estuve contra Pinochet y sus crueles crímenes en nombre del maldito evangelio neoliberal, participé en cuanta protesta pude, marché una y otra vez por calles, plazas y avenidas, repartí panfletos, molotovs y miguelitos, encendí neumáticos y pallets, arrojé piedras a los pacos fascistas y cadenas a los transformadores del tendido eléctrico. Quería -con esto último- cortar la luz para que mi país se liberara del adoctrinamiento mediático de la tele, que la gente dejase de ver noticias falsificadas, teleseries de cartón y programas familiares que llamaban a reír cuando todos estuviesen tristes, a reír en medio de la sangre de los asesinados y la ausencia de los desaparecidos, a reír y reconocer el origen del sufrimiento como un error personal, como un mal paso, un tropezón, individualizándolo tanto como los fondos de pensiones. La tarea era urgente: sin suministro eléctrico mi pueblo vería -en las pantallas- la imagen verdadera de la dictadura: una mancha negra, inanimada y silenciosa, un hoyo lleno de cadáveres. Y entremedio, difuso, fantasmal, el reflejo del propio rostro inmerso en la oscuridad de la historia.
Intenté, siempre, agudizar las contradicciones y acelerar la llegada de lo que, hasta mi muerte, nunca llegó. Estuve totalmente en contra del sucesor del criminal Pinochet y los civiles que lo acompañaron en su tarea monstruosa. Me refiero a Aylwin, “el maricón sonriente”, como le llamaban en las poblaciones. También estuve contra Frei Tagle, ese clon pifiado de su padre. Y contra Lagos, el gran traidor. Y contra Bachelet uno y dos. Y contra Piñera uno y dos. Todos, caras de una misma moneda. Me la pasé más en la Alameda que en mi casa o en mi tallercito de cinturones artesanales, herencia de mi fallecida madre allendista. Alzando pancartas se me podía ver, gritando consignas que rimaban: “uf, uf, qué calor, un guanaco por favor”, por ejemplo, cantando junto a muchos otros que detestaban este sistema tanto como yo, este sistema que en materia de desarrollo humano promueve el amor solo para vender chocolates suizos, este sistema que funciona sobre la base de la privatización fraudulenta y descarada de lo público.
Fui secretario del Sindicato de Artesanos de Recoleta (SAR) y tesorero de la junta de vecinos de mi pobla. Estuve tantas veces preso por protestar que terminé perdiendo la cuenta. Fueron, para no ahondar más de lo necesario, casi cinco décadas de lucha en contra del poder económico global, hegemónico y puto, que basa su desarrollo en nuestro subdesarrollo, en nuestra sumisión, en nuestra aculturación al kétchup, la música basura, las sudaderas de los Chicago Bulls y las salchichas gringas. Mi tallercito, obvio, sufrió con las importaciones de productos desechables, baratos, innobles, no de cuero legítimo como mis cinturones y perdí casi todos mis clientes. Recibí incontables lumazos, me ahogué con las lacrimógenas, me quebraron la nariz con un golpe de escudo, recibí patadas en los testículos y pasé por el túnel oscuro más de una vez. Y siempre seguí luchando, dando la cara, aunque mi mujer me pidiese que me calmase, que ya estaba bueno, que al final mi batalla era inútil, no ves que las noticias siguen igual de mentirosas, que la gente ve más series que nunca y que todos quieren reír, pasarlo bien, reír solamente por reír, tener plata a como dé lugar y que se jodan los demás. Entiende, ahora el héroe no es Allende, ahora el héroe es Leonardo Farkas y su sonrisa idiota y su caridad populista y sus ordinarias cadenas de oro.
Meses antes del estallido social me sentí mal, me dolía mucho el estómago. Entonces fui al médico y supe que padecía de una enfermedad terminal que no detallaré, puesto que no es mi intención despertar la conmiseración de nadie. Cuando mi afección avanzó y caí en cama y no pude seguir trabajando y me quedé, por ende, fuera del Fondo de Salud Pública por no pago de las cotizaciones mensuales, mi hijo mayor, el Samy, que me salió del otro bando y trabaja como supervisor -o negrero- en un supermercado oligopólico, me inscribió en su plan de salud privada como carga. Yo le dije que no gracias, que valoraba mucho su ayuda ahora que había quedado en el aire, pero que no entraría jamás en las dependencias de una ISAPRE, esas instituciones que lucran con la vida humana y más encima estafan a sus clientes. Me negué firmemente a acudir a una clínica y me las arreglé comprando Tramadol en la feria. También tomé harta agua de matico, yerbita que dicen hace bien para las afecciones estomacales. Vino luego un período en que caí en la inconsciencia. Ahí es cuando el Samy, en complicidad con mi mujer, me llevó a una clínica privada. Yo creo que eso fue lo que me hizo mal, porque a las dos semanas me fui de este mundo. Paré las chalas, como se dice.
Lo peor de todo, eso sí, vino después, porque en un ataúd de un azul horrible, parecido al color de los uniformes de los aviadores que -siguiendo las órdenes del sádico general Leigh- bombardearon la Moneda, me trasladaron a mi última morada, “Los jardines del paraíso”, un cementerio con fines de lucro (y un antiecológico exceso de césped) que queda cerca de Talagante, poniendo bajo el cuidado de una miserable entidad privada mis restos mortales. Al comienzo -confieso- me dio un poco igual, porque cuando me morí vi a mi madre y sentí que me llevaba con ella en brazos. Yo era un niño e íbamos a la heladería Spring, en Vivaceta, por un par de barquillos. Pero no, eran solo las alucinaciones de un muerto, pues pronto descubrí cuál sería mi pesado destino.
Cerca de un enorme cartel publicitario del mismo camposanto, gigantografía que pasa encendida todas las noches y donde se ve a una alegre familia imbécil -todos parecen clientes de Falabella- soplando coloridos remolinos de papel junto a una tumba, estoy ahora, sin que jamás la noche llegue a mis huesos. A veces, mientras los obreros explotados por la dictadura económica -hoy dirigida por Gabriel Boric- podan las rosas y el césped del cementerio, o desalojan algún nicho por no pago, pienso que debería hacer un último esfuerzo y levantarme de mi tumba y como en mis buenos tiempos buscar una cadena o un peñasco y arrojarlo al cartel publicitario. Y apagarlo de una puta vez, boicoteando así el negocio de esta sociedad anónima que me contiene a cambio de un jugoso montón de uefes. Y que evade el pago de impuestos, según he oído decir a los administrativos que cada tanto salen de sus oficinas -esos otros nichos- a fumarse un cigarrito. Pero, es obvio, no puedo hacerlo, soy un derrotado y estoy muerto, soy parte de esa mancha negra, inanimada y silenciosa, de ese hoyo lleno de cadáveres de trabajadores que sigue siendo nuestra historia. ¿Saldré de aquí alguna vez? Sí, saldré cuando pasen los treinta años de estadía subterránea a los que da derecho el contrato firmado por el Samy -por suerte su avaricia le impidió adquirir una sepultura perpetua- y mis huesos sean arrojados a una fosa común en un cementerio del estado. Añoro ese momento, cuento cada segundo que pasa para que llegue el gran día en que me encuentre con mis iguales, los desheredados, compartiendo la tierra, que es nuestra, de manera justa y equitativa. ¡Por fin!




