«El Ibáñez y yo formábamos una extraña conjunción. Ambos confiábamos el uno en el otro, como si hubiésemos hecho un pacto secreto. Pero entre los dos no había secretos, ya que nuestras conversaciones (o sus extensos monólogos), no pasaban de lo habitual, de lo cotidiano. Un día tras otro él me pedía que le acompañara a tomar la micro. Y yo aceptaba encantado, porque tenía la sensación de caminar al lado de un hombre a quien, de una u otra forma, le importaba.»
Para Guiulio, el de los cerros de Valparaíso
Hablar del Ibáñez es abrir un poco la puerta de mi escamoteada adolescencia. Época de la cual evito pronunciarme, por falta de memoria tanto como por la indigencia de existir en aquel periodo: flaquísimo, a medio vestir, con todas las posibilidades de futuro en mi contra. Vivir era más que un esfuerzo. (Paradójicamente, la población donde vivía, y aún vivo, se llama El Esfuerzo). Pelear todos los días por respirar, por salir a la calle, por bajar las enormes escaleras del cerro para dirigirme al liceo. Y allí convivir con un montón de extraños, la mayoría de los cuales nunca supo de mi existencia. Era pelear porque el recreo terminara pronto y volver a la sala de clases: mi único refugio para la guerra que se desarrollaba en la sociedad, oscureciendo las bondades del país, que se había transformado en un piño de soldados cuidando su metralleta; una retahíla de bandos y decretos que salían por la radio a pilas, y los interminables estupidoloquios de Hermógenes Pérez de Arce, que continúa vivo negando lo innegable hasta estos días de tecnología digital y robotes que comienzan a quitarle el lugar a los hombres, bajo una resolana de inteligencia artificial.
Aquellos años de pantalones zurcidos, de zapatos prestados, de corbatas y útiles escolares donados por algún apoderado de buena voluntad…o de gran billetera. En esta atmósfera caleidoscópica, coronada por el gran silencio que me envolvía, pareciendo ser un clon, abarcando las márgenes de cualquiera que quisiera acercarse, porque de vez en cuando se percibía el vacío… En fin. Ante toda esta antisepsia existencial, parece que para el Ibáñez yo existía. No sé cómo, ni cuándo, comenzó esa historia tan banal y a la vez tan significativa.
A mis 14 años cursaba el primero medio en el liceo Guillermo Rivera, de Viña del Mar. Institución con sólido prestigio educativo. De sus aulas habían surgido profesionales de renombre, que tarde o temprano los profesores nos embestían como para decirnos que no podíamos ser menos que aquellas lumbreras. Nada que la infancia pudiera superar. La insignia del liceo estaba formada por las letras GR, que los estudiantes mayores traducían como “Gatos Rabiosos” cuando les tocaba ir a algún enfrentamiento con los pacos o a alguna protesta. Pero no eran los únicos que se apersonaban en esas situaciones. También el liceo de niñas de Viña del Mar, cuya insignia consistía en las letras LVM, y se transformaba en “Las Vacas Marinas”, asistían a esos eventos. Los Gatos Rabiosos iban a buscar a Las Vacas Marinas, que saltaban los muros de su liceo y se dirigían a las zonas del conflicto, con mucho alboroto y ruido de trompetas plásticas.
Entre esa majamama de clases, recreos y protestas, el Ibáñez comenzó a hablarme. Él era un chico de mayor estatura y edad. Su cabello era rubio, sus ojos, verdes; y su tez levemente tostada. Era un muchacho hermoso, pero no creo haberlo advertido en aquellos momentos. Siempre estaba a mi lado hablando, tratando de sacarme de mis monosilábicas respuestas. Me gustaba sentirme tocado por su voz y por su risa. Era alegre, a pesar de que sus notas sólo de vez en cuando rozaban el 4.0. La mayoría de sus rojos parecía agrandarle más la sonrisa y los deseos de flotar en ese mundo tan suyo. El Ibáñez y yo formábamos una extraña conjunción. Ambos confiábamos el uno en el otro, como si hubiésemos hecho un pacto secreto. Pero entre los dos no había secretos, ya que nuestras conversaciones (o sus extensos monólogos), no pasaban de lo habitual, de lo cotidiano. Un día tras otro él me pedía que le acompañara a tomar la micro. Y yo aceptaba encantado, porque tenía la sensación de caminar al lado de un hombre a quien, de una u otra forma, le importaba. La caminata no era muy corta. Había que llegar hasta el lecho del estero Marga Marga, desde donde salía la micro número 51, que le llevaba a su casa. Esperaba hasta que la micro comenzaba a partir y le hacía señas de adiós con la mano. Luego desandaba los pasos y me dirigía a esperar locomoción para mí. A menos que no tuviese plata y regresara de vuelta a pie.
A ratos me da por explicarme la verdadera relación (o el influjo), que El Ibáñez ejercía sobre mí. No creo haber estado enamorado de él, aún por su hermosura y su carácter afable. Tampoco puedo decir que fuéramos amigos. Tal vez en aquella época yo no entendiera la amistad, y sólo le considerara un compañero de curso. Pero había otros también, y a ellos ni siquiera los miraba. Existía una extraña barrera invisible que no podíamos cruzar. Por apellidos, por situación social, por una precoz conciencia político-partidista que afloraba en mí, pero no en los demás. Ellos eran como un batallón que se ponía firme junto a la imagen del dictador. Cosa que El Ibáñez y yo nunca hubiéramos hecho, a pesar de que su padre era carabinero. El Ibáñez, con su risa espontánea, que transmitía luz más verde a sus ojos, estaba ajeno a esa contingencia en especial.
Cierto día, con una mirada inquietante, me dijo que necesitaba conversar algo importante conmigo; que nos juntáramos en un rincón de la “Villa Serena” (construcción en ruinas que se encontraba en el patio trasero del liceo), a la hora del recreo. Llegué al lugar de la cita. Con entusiasmo, y sin rodeos, me contó que había conocido a una niña y que estaba enamorado. El gran problema era que ella no le hacía caso, que no se fijaba en él, que no lo “pescaba” (como se dice hoy). En el fondo, no sabía cómo acercarse al sujeto de su amor. Entre algunos silencios y otros balbuceos, de pronto exclamó: “¡Y si le escribo una carta!” “me parece una excelente idea”, le respondí. Me miró muy fijo, diciendo: “pero a mí no se me ocurre nada que escribir. Hazlo tú, que eres bueno para esas cosas”. Quedé perplejo. Pero era el Ibáñez, y a él no podía negarle ninguna cosa. Le respondí “bueno, mañana te traigo una carta escrita, pero tú tienes que copiarla con tu letra”. Me abrazó de felicidad y sólo en ese instante pude sentir su corporeidad: era real, un cuerpo de muchacho palpitante de vida. Quedé confuso, por decir poco.
En mi casa, una vez encendidas las lámparas a parafina, aquellas de sobremesa, cuya base era como una pequeña bombonera de bronce y estaban coronadas con una tulipa de vidrio, de figura sinuosa y sensual, saqué una hoja del cuaderno y comencé a escribir la que, tal vez, fuera la primera carta de amor que salió de mi mano. La escribí no pensando en la muchacha de la cual me habló. Lo hice conscientemente como si estuviera desgranando mis sentimientos más puros e ingenuos para él. Nada más que para él. La siguiente mañana, ya en clases, entregué la misiva al enamorado y no pensé más. Me refugié en las materias escolares, que necesitaban mucha atención. No pasaron más de 72 horas hasta el momento en que el Ibáñez llegó jubiloso al recreo. Más alegre que nunca, me puso en conocimiento de las novedades. Envió la carta a la dueña de su corazón y ésta respondió afectuosa y positivamente. Aceptó pololear con él. Por lo tanto, había que entregarse a la tarea de escribir más cartas. Olvidé, por supuesto, cuántas cartas salieron de mi imaginación hacia el muchacho rubio de ojos verdes convertido en muchacha sin apariencia, sin faz, completamente inexistente. Tampoco es posible acertar, a los 62 años que cuelgo en esta vida, el tiempo transcurrido entre el primer y el último envío. Sin embargo, ocurrió algo que no esperaba en ninguna de mis fantasías. En cierta ocasión, El Ibáñez se adelantó a salir del edificio escolar, sin esperarme. O mejor dicho, me estaba esperando en la esquina de la calle Montaña, acompañado de su amada. “Te presento a mi polola”, me dijo. Yo no proferí palabra. “¿Así que tú eres el que escribía las cartas?” Tampoco hubo respuesta. La muchacha continuó: “Yo sabía que El Ibáñez no podía haber escrito esas cartas. Son muy lindas, gracias” y terminó su participación entregándome un beso en la mejilla, mientras El Ibáñez se reía y encogía de hombros. La situación fue embarazosa para mí. Sentía como si me hubiesen desnudado a través de las letras. Además, hubiese querido que aquel beso en la mejilla fuera otorgado por el instigador de la farsa piadosa.
Sea como fuere, el tiempo pasaba, se fueron varios meses, y nos acercábamos al final de la primavera. El Ibáñez, con su pololeo, había dejado de hablarme como antes, y ya no me pedía que le acompañara a tomar la micro. Su rendimiento escolar continuaba sin elevar los números. Por mi parte, el estudio de nuevo me tomó por entero, más aún cuando cambiaron al profesor de matemáticas y al que llegó no le entendía ni palote. Aparte de no entender nada de aquellos signos parecidos salir de una pirámide egipcia, o de las anotaciones de la piedra rosetta, el nuevo profesor tenía un gran problema en la garganta (después nos enteramos que era cáncer); hablaba muy ronco y despacio. Como me sentaba en la última fila de pupitres, no alcanzaba a escuchar lo que decía. En una clase de aquellas, el profesor preguntó si alguien no entendía. Cometí el pecado de levantar la mano. Y dijo “¿usted es tonto que no entiende”? Desde ese momento se acabaron para mí las matemáticas y jamás pude retomar el espejo de las inscripciones babilónicas, o los rollos crípticos de alguna biblioteca de la Edad Media que, pensaba, quería regalarnos el docente. Aquella época escolar significó la única asignatura con promedio rojo… de los cuatro años de enseñanza media. No quedaba más que estudiar, ya que mi única meta era continuar en la universidad, para, de esta forma, escapar de la conocida y ponderada pobreza. Y, a la vez, torcer la mano del profe de filosofía, que, en tercero medio nos decía: “estudien chiquillos, que el empleo mínimo los espera con los brazos abiertos”
En tanto, octubre se estaba terminando. El Ibáñez se ausentaba de clases, y yo recorría el patio del liceo despacio y en gran silencio. En solitario, lo que me llevó al apodo de “el Lama”, que toda la comunidad liceana conocía, menos el apodado. Sin importarme, en realidad, pues me había vuelto inmune a cualquier sobrenombre o a cualquier forma de agresión verbal que quisieran hacerme, tanto en el liceo como en la calle. Cierta vez, casi terminando la jornada de la mañana, El Ibáñez apareció por el pasillo lateral, en la planta del edificio donde se encontraban las salas de clase. Iba acompañado de su padre. Me saludó, presentándome a su progenitor, y me dijo “viene a retirarme del liceo”. El padre acotó “tiene que ponerse a trabajar y enfrentar otros problemas”. Fueron hacia la oficina de la rectoría y nunca más los vi. Poco después, por un comentario que hiciera la profesora jefe, me percaté que El Ibáñez había metido algo más delicado que las patas en su pololeo. Como era costumbre en aquella época, el hombre tenía que responder ante un embarazo. La guagua no podía quedar guacha, menos si se trataba de una familia con cierto nivel económico. Y, en el caso del Ibáñez, menos aun siendo su padre carabinero. Se protegía el prestigio de la familia, se cumplía la palabra empeñada. Era impensado que el futuro papá se echara a volar, como es tan común en estas décadas. El estricto rigor de las normas sociales (no morales), se imponía fatalmente.
Ahora, mientras el viento golpea las latas del patio, y las ramas de las palmeras suenan como pequeñas cuchilladas, como si rompieran algo ajeno al aire, o quisieran cortar el pasto que ha crecido en demasía por las lluvias, recuerdo aquella pequeña época esplendorosa que se resume en ojos verdes, pelo rubio y una sonrisa que augura buen día para todo el planeta. Digo, para mí, que el Ibáñez tenía una misión que cumplir en esta ciudad y en aquel año preciso. La misión del Ibáñez, creo, fue entregarme la fuerza que me faltaba para pasar al camino de la escritura, como cuando yo lo iba a dejar a la micro y luego le decía adiós, porque sabía que volveríamos a vernos. No sé de qué manera, con qué ingenio insabido, el Ibáñez descubrió en mí ese afán que yo llevaba adentro, casi siempre reprimido, sin dejarlo aflorar. Supongo que fue la primera persona que confió en mí, que supo que podría desarrollar algo valioso, que perdurara en el tiempo. Con esas primeras cartas escritas a su amor, se desarrolló dentro mío (más que antes), el deseo de expresarme por escrito, como lo hago hasta la fecha. Como lo hago desde la última vez que lo vi, y no dejo de hacerlo año tras año, con salud o enfermedad, con trabajo o sin él. Es mi necesidad incombustible. Mi apedreo de historias que discurren o se escapan sin poder tomarles una sílaba. Acaso sea el monumento invisible del Ibáñez, que nunca me abandonó de verdad. Me gustaría saber si se transformó en papá, si formó una familia, si fue feliz. Si está vivo o no. Si su risa continúa iluminando el verde de sus ojos, y si lee o leyó alguna vez más aquellas cartas que le dieron un significado diferente a su existencia. Un giro portentoso. Pero aún con la tecnología actual dudo que pueda dar con una pista de su persona, si es que no fue sólo una ilusión mía. Esta última afirmación me niega a dirigirme al liceo y hacer la consulta pertinente de los alumnos que cursaban el 1er año A de aquel 1975
El Ibáñez es como la primera columna que sostiene mi interior. Como la primera columna que pienso edificar cuando levante mi pequeño trianón, en el patio, para mirar el mar, escuchar los pájaros y tal vez escribir uno que otro poema que me lleve a un tiempo que resulte precioso. La columna en la que escribiré su apellido y en la cual me apoyaré en los momentos difíciles, o alzaré una copa de champaña para brindar por él mientras el horizonte se deshace en luces claras.




