«De regreso de la panadería, donde el color calipso de los delantales de las dependientas estimuló algo en ella, una pila, un centro energético, un chacra mal sintonizado, pasó al bazar y se compró un set de maquillaje con 36 tonos diferentes. Es igual al de maybelín, niuyork, le dijo la vendedora, una morena de boca estrecha y moño, con los párpados cubiertos de gel brillante, que parecía la estatua de cera de una morsa coqueta.»
Hace unos minutos terminó la serie turca de la media tarde y ahora, delante de una tacita de té, espera que llegue la hora de ir por el pan. Un vestido azul, con minúsculas flores blancas, cubre su cuerpo delgado, pálido, esmirriado. En lo alto, una peluca cana -con tintes violetas- le da a su cabeza septuagenaria, afectada por una creciente calvicie senil, el tono de una maceta ornamental que contiene colas de zorro. Hace quince minutos que se encuentra inmóvil. Está pegada en un recuerdo, aunque si alguien le preguntase en cuál, le ha sucedido, la memoria se le borra. Se le van los detalles, dice. Está descansando y se lo merece, pues a primera hora, además de abrir los ojos, toda una tarea, no solo preparó el desayuno, sino que fue capaz de comer y lavar la loza correspondiente. Tomó una serie de pastillas, además, que la mantienen viva. Pensó luego que sería bueno ordenar la cama, cambiar las sábanas, barrer no solo el dormitorio sino la casa completa, la vida completa, pero no tuvo ganas, casi nunca tiene ganas y aceptó de buen grado el desorden doméstico, las sábanas sucias, pasadas a desodorante, talco y orina, la persistente capa de polvo sobre el piso y los muebles, las arañas que cruzan sorpresivamente los muros, el cerro de ropa por lavar que mantiene en una silla. Le hubiese gustado tener una criada como la de las teleseries, con delantal y toca, casi una enfermera del cloro, pero la plata de la jubilación -es una más de las estafadas por las afp- no le da para esos lujos.
En vez de asear se puso a escuchar discos de Rocío Dúrcal, “la Señora de la Canción”, alcanzando un clímax emocional cuando la diva de las divas interpretó su obra más sentida: “La gata bajo la lluvia”, hit internacional en el mundo de la llamada “música bonita”. En ese momento se paró frente al espejo y, con más entusiasmo que entonación, cantó a viva voz el tema, lo coreó mientras hacía movimientos eróticos con sus caderas y gestos de gatita con sus manos huesudas y su boca arrugada: “Tú te vas y yo me quedo aquí, lloverá y ya no seré tuya, seré la gata bajo la lluvia y maullaré por ti.”
A partir de las doce preparó el almuerzo, pure de lentejas en caja otra vez, lentejas años dorados, años borrados, luego comió y volvió a lavar la loza, sufriendo el atasco del lavaplatos, contratiempo que superó con media botella de ácido muriático. El siguiente ciclo de comida, correspondiente a la once, todavía no comienza. Falta para eso. Por eso descansa, por eso está quieta, relajada. Tiene muy presente, se lo repite a cada rato, que hoy, en la panadería, además de marraquetas comprará algunas cositas extras para la once, paté de ternera, mermelada de alcayota, servilletas, una palta, pues su hijo vendrá a visitarla. Viene todos los miércoles. Es súper buen cabro. Imagina que cuando muera será lo mismo. Arturo, el Rurro, irá al cementerio cada miércoles a dejarle unas flores y a contarle cómo va la vida. Esta idea la hace pensar que tiene la eternidad asegurada, que su rutina no cambiará ni viva ni muerta. Con esos pensamientos en la cabeza mira una imagen de la virgen del Carmen, patrona de Chile, que mantiene en la cocina, junto al oxidado refrigerador, y le guiña un ojo pensando en Betty, la Chinita, su amiga y socia de juventud, quien se la regaló la noche anterior a caer de siete puñaladas en un hotelito de San Pablo. Fue en los setenta. Un milico curado se puso celoso.
De regreso de la panadería, donde el color calipso de los delantales de las dependientas estimuló algo en ella, una pila, un centro energético, un chacra mal sintonizado, pasó al bazar y se compró un set de maquillaje con 36 tonos diferentes. Es igual al de maybelín, niuyork, le dijo la vendedora, una morena de boca estrecha y moño, con los párpados cubiertos de gel brillante, que parecía la estatua de cera de una morsa coqueta. Una vez en casa, mientras se maquillaba, recordó que en su juventud se acostó con muchísimos tipos por plata. Le vino el flash, como se dice. Fue un tiempo nomás, se justificó, no acertando a determinar si fueron dos o tres años, quizá cuatro. Sabe, sí, que de ahí viene Arturito. Sabe, también, que por él dejó el oficio y se empleó como operaria mal pagada en una fábrica de niples. Se pregunta si debe contarle o no a su hijo ese pasado. Ya no es un niño, debe andar por los cincuenta y algo, es un hombre hecho y derecho y sabrá entender. Pero también es posible que sea juzgada, que sea juzgada y condenada, aunque ya no recuerde exactamente qué hizo con su culo, hoy con pañales, y con quién y por cuánto y le dé igual.
Viene repitiendo este diálogo con ella misma desde hace décadas, aunque cada vez con menor claridad, cada vez más desprovista de imágenes de archivo, cada vez con más idas a negro, y seguro que esta vez será lo mismo: no le contará nada mejor. No, porque vivió, un par de veces, la experiencia de ser rechazada por tipos que la quisieron y huyeron cuando conocieron sus inicios laborales. Tipos a los que ella también quería y la hicieron sentir, verdaderamente, una “gata bajo la lluvia”. Después de estos fracasos no lo volvió a intentar, Arturito no sabría su origen pues temía que su actitud sería la misma de sus exparejas: la rechazaría como a la peste. A los niños hay que ocultarles ciertas cosas para que crezcan felices, argumentaba, aunque los hombres que convivieron con ella y el Rurro al parecer no pensaban igual.
Se dirige hacia la puerta apenas suena el timbre. Mientras camina recuerda que alguna vez vio una película de una mujer que perdía la memoria, pero por más que se esforzó no logró recordar si era rubia o morena, o alta o baja, o rica o pobre, o refinada o chusca. Antes de abrir examina el visor. Es Arturo, ella tiene un hijo que se llama Arturo, el Rurro, que supo, no sabe por quién, la verdad sobre su origen, pero le dio igual puesto que su amor por ella, su madre, era infinitamente mayor a cualquier otra cosa. Lo hablaron alguna vez seriamente, está segura. Recuerda ese momento con la estética de un comercial de galletas, café en polvo o té en bolsitas. Así de cordial, así de amable, así de familiar. Él sabe, él sabe, él sabe y no le importa, se dice aliviada. Sin separar las muñecas, casi como una niña, aplaude tres veces antes de abrir la puerta y constatar, con extrañeza, que afuera no hay nadie.
Ahora está sirviendo el té. Sobre el aparador, poblado de cajas de remedios, hay un par de moscas azules y brillantes copulando. Parecen joyas. El Rurro -sentado en el comedor- tiene el ceño fruncido. Parece que está molesto. En el jarro de agua, dispuesto sobre la mesa junto a “las cositas” para la once, han crecido, extrañamente, unas algas rosadas que parecen órganos sexuales. El Rurro está muy joven, tiene menos de veinte y tira las tazas al piso. Hay palta, hay paté de ternera, hay mermelada de alcayota. ¿Será que le gusta más la de membrillo? ¿Vamos a pelear por eso? Toma, dice el Rurro, y le extiende un billete de los mismos que, como mesada, ella le da cada mes. Para que te mejore la memoria, puta, dispara su hijo con sordo rencor. La compara luego con una máquina tragamonedas. La plata te pone cariñosa, espeta. Luego se levanta y recalcando cada palabra le pregunta que cómo es posible que no sepa que la alcayota le produce alergia. Y se va. Y no vuelve. Ella está cansada. Los turnos en la fábrica son largos y fabricar niples es algo que mata poco a poco el espíritu. Betty, la Chinita, se le acerca y la abraza. Tiene la ropa ensangrentada y está tibia aún. Suena el timbre. Una, dos, tres veces, pero esta vez no abre la puerta. No quiere más sorpresas. ¿Tomemos once Chinita?, propone. Claro, responde su amiga, aunque primero irá al baño a lavarse un poco. Es super difícil sacarse las costras ¿sabes? Cuando la Chinita vuelve, espera a que se acomode en su silla y luego le echa agua hirviendo a su taza de café. Enseguida le pregunta si necesita agua fría. Claro, dice la Chinita. Miran el jarro, se ríen.




