«El disfrute, el placer, debe ser el motor por el cual aportamos al mundo lo necesario para que éste continúe existiendo. Los hombres que nunca han tocado a otro hombre debieran dar el primer paso. Liberarse de la carga de siglos de esclavitud pensante, de farsas religiosas, filosóficas, sociológicas y psicológicas. Comenzar a ser felices en la diversidad que llama a grandes voces. Y dejar de caer en esa baba constante de que la mujer y el hombre son el uno para el otro, el complemento, el ying y el yang.»
¿Por qué una mujer, y no un hombre? Debiera preguntarse el joven rubicundo que está a las puertas de la iglesia esperando a la mujer que ha elegido para toda su vida…o no para tanto. Mientras arregla su corbata, pasa revista a la limpieza de sus pantalones y piensa intermitentemente en su noche de bodas. Es más, espera saltarse toda la recepción para llegar al pastel más apetitoso. ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Piensa un señor cuyo matrimonio se llevó a efecto en la década de los ochenta, con mucha pompa, mucho beso, mucho abrazo, y los años que le siguieron bautizando a cada uno de sus tres hijos. ¿Por qué una mujer? Si en estos momentos espera al mejor dotado de los escorts que aparecen en la página Sexo Urbano, y lo espera para hacerse tan sumiso, dejándose reventar el culo por ese “machote” que alquila religiosamente una vez por mes para tener la mejor de sus alegrías, sintiendo el infinito placer que nunca antes había experimentado en su memorable matrimonio. ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Gesticula un padre cuya hija acaba de graduarse de Física, en una de las importantes universidades del país, mientras tres sátiros lo penetran a turnos sobre un sling que se balancea en un antro santiaguino.
¿Por qué una mujer, y no un hombre? No he hecho esta pregunta a los mismos hombres socialmente aceptables, de los cuales he gozado múltiples veces su agujero: padres, abuelos, recién casados, en pareja… porque me molesta hablar cuando practico el sexo con desenfreno. He conocido, sí, respuestas que bordan el ridículo. Por un lado, la de un académico de gran sabiduría, que dijo “porque me gustan las mujeres”. Por otro lado, la de un vividor, fanático del sexo, que por unas monedas se entregaba a cualquier hombre que lo solicitara, en las oscuridades del estero Marga Marga. Bien dotado de verga, pero con cierto grado de dificultad mental, que dijo “porque las mujeres tienen tetitas”. Bien entrado este siglo 21, a las puertas de una tercera guerra mundial, con gobiernos que caen bajo el populismo, el neofascismo, el sable islamita o la religión más severa, esta pregunta debiera ser tan contemporánea como nosotros, que hemos vivido el embate de las calamidades golpistas, la ausencia de libertad de pensamiento y conciencia, la desaparición de seres queridos y la desorganización completa de un país que alguna vez tuvo una esperanza.
Justo hoy, que una pareja está a esta hora frente al oficial civil para formalizar su matrimonio, el mencionado debiera preguntar ¿Por qué una mujer, y no un hombre? ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Debiera preguntar el cura que hace sus transmutaciones de saltimbanqui, en vez de indagar por el “sí acepto” a la pareja que está frente al altar, un tanto emocionada y nerviosa. Al cura, en principio, le resultaría de maravilla esta pregunta, ya que él está pensando en los culitos de los acólitos, que estaban vírgenes antes de entrar a la comunidad, igual que la mitad de otros niños y adolescentes de la población. A pesar que a alguno, más despabilado, tuvo que soltarle unos billetes…
Con el simple raciocinio, y sin tener conocimientos suficientes para avalar cualquier teoría, se puede establecer las siguientes ideas para esta consulta un poco átona para aquellos que piensan que las cosas deben darse porque sí:
— Las enseñanzas religiosas, que rezan: creced y multiplicaos. La iglesia, desde sus inicios, fue la más canalla detractora de libertades; y creadora de mitos en relación al hombre y su conducta, especialmente en lo que respecta al tema sexual.
— La costumbre social, que transmitió estas enseñanzas como panes multiplicados misteriosamente y cortó la garganta de la libertad a lo que no estuviera acorde a esas doctrinas.
— La fragilidad emocional de los jóvenes (y no tanto), de todos los siglos anteriores al XIX, de reflexionar acerca del conocimiento de su cuerpo, de su funcionamiento, y de la simple idea del placer.
— La política, que en cualquiera de sus variaciones adicionó el sesgo de “hombría” a los hombres que deseaban firmar por una causa de este tipo. Aquellos “evangelizadores” de los súper hombres, que construyeron el nazismo, el marxismo, el comunismo y las ultraderechas más recalcitrantes que se sumaron en masa, y cerraron con un candado indeleble aquellas pequeñas luces que ya comenzaban a alumbrar el camino de la reflexión acerca de las relaciones sexuales.
— La publicidad, en especial la de América del Norte, que dictó estándares de comportamiento, vestimenta y normas asociadas al consumismo. Cuando, paralelamente, infiltraba las revistas de desnudos masculinos, el porno gay y los juguetes sexuales, que comenzaron a ser el sueño húmedo de miles de consumidores a lo largo del mundo. Anotemos aquí también a la Alemania, Francia, Inglaterra, los países bajos y los nórdicos.
La historia, contrariamente, tiene un montón de ejemplos en donde la pregunta ¿por qué una mujer, y no un hombre? ni siquiera era necesaria. Los griegos y el Imperio romano llevando la delantera en este acalorado asunto. En lo que va de mundo, no obstante, la farsa de los sexos se ha mantenido en el mismo esquema profetizado por Yahvé, Buda, y el sinnúmero de imaginaciones fantasiosas que han restringido la libertad del hombre, o ese pequeño “libre albedrío” que algún somnoliento ve en la distancia entre dedo y dedo de la creación del mundo, de Miguel Ángel.
En mis años de liceo, el profesor de psicología enseñaba lo siguiente: “un hombre puede penetrar a otro hombre, y no pasa nada. Continúa siendo hombre. Pero si deja que lo penetren a él, se convierte enseguida en homosexual” Siempre pensé que éste era un tipo adelantado para su época, por su enseñanza tan real y directa. Sin embargo, en mis años universitarios, de nuevo bajo la tutela de psicólogos que estaban, como el surfista, al borde de la ola, nunca escuché la palabra “homosexual”. El mundo se repartía entre hombres y mujeres, casados o solteros. No existía más. Incluso, al gran pensador le llamó la atención que a un hombre soltero le gustara una mujer casada. ¿qué hombre? ¿qué mujer?, ¿si el desatendido que respondió de esa forma la encuesta fui yo, porque no tenía idea del significado de los símbolos que había usado para su famoso sondeo el maestro de los problemas sicológicos? Es fácil. No existían preguntas para mí, porque sexualmente no existía en la mira de las elites pensantes. A menos que correspondiera a un engendro que debía ser recluido por el bien de la sociedad. Sólo una vez, en esos cinco años de universidad y aparte de la dictadura, escuché la palabra “homosexual” y fue por labios de una profesora, ya entrada en años. O sea, mi existencia era digna en alguna parte, en algún lugar oscuro, lóbrego, siniestro, que navegaba en algunos libros prohibidos.
Al ser humano siempre le ha sido prohibido pensar en algunas cosas (ahí está la cabeza rodando de grandes científicos, o sus cuerpos calcinados en hogueras de plazas públicas, por haber incurrido en herejías). Por mi parte, desde que era un infante, pensé que la forma de un hombre se correspondía con la de otro hombre. Que sus brazos, sus penes, sus nalgas, se correspondían tan fielmente, que eran admirables de mirar y de tocar. Pero siempre estaba sobre la cabeza aquella cruz insólita que gritaba ¡pecado! las veinticuatro horas del día. En los juegos infantiles acariciarse entre hombres, hacerse bromas de embarazo, exaltar “la pera” o “el plátano”, era común. Pero cerca de los 18 años, cuando era menester convertirse en “hombres”, todo aquello sucumbía en una cortina de hierro. Nunca más se volvía a mencionar.
Mi primer enamoramiento creo que ocurrió entre los 3 y los 5 años de edad. Estando en los brazos de mi madre recuerdo ver entrar a la casa a un vecino, que vestía muy bien, o así me parecía: con su chaqueta, su corbata, su cabello engominado. Sentía la necesidad de estar cerca de su cara, de olerlo, de que mi madre me dejara por algunos momentos descansar en aquellos brazos que me ponían más contento. Y cuando caminaba por entre las casas, apenas sorteando la altura del muro del vecino, esperaba por verlo aparecer, hacerme algún gesto y dejar tras de sí la puerta de rejas. En mi idioma infantil, yo le prodigaba alguna cosa. Mi imaginación era libre entonces, y no era denominado de ninguna forma. Años después, cuando mi padre me trató de “hombre”, sentí que algo se desprendía de la realidad, que existía un abismo que para mis pocos años era imposible de remontar.
En fin. ¿Qué es ser hombre? ¿Uno debe adoptar la libertad interna o consumirse en la máquina del mundo, que tiene una hechura para todas las cosas? Debes reaccionar de determinada manera, de lo contrario eres una mala formación de este mundo. ¿Cuál es la libertad de decidir que el hombre posee? Si yo quiero acariciar un pene que desea acariciarse, ¿por qué no hacerlo? ¿si yo quiero besar una boca con bigotes y con barba, por qué no hacerlo, si esa boca también está dispuesta a derribar los mitos? Pensar en la relación hombre-mujer es un mito. El mito de la familia, del futuro, de la sangre, de las generaciones. Pensar en una relación hombre-hombre es una anatema. ¿Es acaso una forma fría de amar, como dijeron unos famosos modistos?
Si pensamos únicamente en el placer, aquel que no añora una pareja, o una relación que dure interminables años, no habría ninguna oposición en que dos hombres se entreguen al placer de sus cuerpos, de sus deseos, de sus fantasías, de sus sueños. Al igual que de sus degeneraciones, según considera una gran parte de la población. Para mí la libertad en todo ámbito es el principal factor para vivir adecuadamente. El disfrute, el placer, debe ser el motor por el cual aportamos al mundo lo necesario para que éste continúe existiendo. Los hombres que nunca han tocado a otro hombre debieran dar el primer paso. Liberarse de la carga de siglos de esclavitud pensante, de farsas religiosas, filosóficas, sociológicas y psicológicas. Comenzar a ser felices en la diversidad que llama a grandes voces. Y dejar de caer en esa baba constante de que la mujer y el hombre son el uno para el otro, el complemento, el ying y el yang.
Somos la patraña que somos. ¡Vivamos la rebeldía del ser!
Porque el hombre, para mí, es el que todavía no nace. Es aquel que no tiene conciencia de su propia capacidad gozadora, de su propia libertad de pensar y de actuar. Si tiene una mujer ¿qué importa que un hombre pase por su vida? ¿no será mejor para él una hora de satisfacción gozosa que mil de castración? Que se dé a la soltura de un masaje, de una mano amiga que lo masturbe, de unos labios que lo besan a ojos cerrados. En la entrega de un momento en que otro transforme toda su vida de latas de sardina en una perla iridiscente que batirá hasta el fin de sus días.
El hombre que yo espero, libre del granito y de la historia, ausente de religiones, creencias y edades mitológicas, tendrá como primer objetivo su libertad de ser o de no ser en el momento que le precise. Un hombre con la razón abierta, el corazón medio cerrado y el intelecto con hambre del presente. El sentimiento de un niño que ha nacido ni puro ni pecador, sólo existente, vivencial, que lleve la bandera del gozo y el olvido. Sin memoria de anoche ni de la otra noche. Sin memoria del que se desprendió entre quejidos y risas desusadas. Volvamos a la tierra, hijos de Zeus. Esto no es una bacanal terrible. No es una orgía olímpica como la que destruyó a Sodoma y Gomorra, según la fantasía cristiana. Tampoco es un eructo de pura vejación, o una pieza de escandalizante gang bang, donde cien van contra uno que se llama cerdo y recibe el semen de todos los concurrentes.
Me inclino por el hombre nuevo, que nacerá, igual como surgieron las primeras criaturas del planeta. Y será libre de ser y de decidir. Sin historia detrás, sin mandamientos, sin leyes que rijan el deseo de expresar una sexualidad noble, propia, no decidida por otros, ni impuesta. Libre de elegir a quien le plazca para su imperio de sentidos, y sin el murmullo de los otros que pasan por la calle, midiendo su egoísta pequeña posesión de cerebro machacado contra un muro. Que quede claro: no estoy hablando del amor, porque quizás eso también sea una trampa que nos infligieron para estar más cerca de la posesión de las identidades, o un cuento mohín de un sinfín de novelas galantes.
La escritura también tiene que nacer de nuevo.




