«Recuerdo que cuando niña –yo tendría unos diez años y la Cata, ocho–, mi papi nos construyó un columpio. Era de madera verde y el sillín, que se hallaba sostenido por gruesas cadenas, estaba pintado de rojo furioso. Emocionada me subí con mi amada Barbie Rapunzel una vez que estuvo listo. Mi propio padre me dio impulso. Aún siento sus grandes manos calientes en mi espalda.»
Mamá murió de una enfermedad rara, nadie supo claramente lo que le ocurrió, lo concreto es que antes de partir de este mundo se le puso la piel morada, presentaba dificultades tanto para alimentarse como para respirar, orinaba y defecaba con sangre y decía tener mucha sed, al punto que le aparecieron cientos de pequeñas llagas en la lengua y en el paladar. Recuerdo que para animarla le compré una barra de chocolate con almendras –su golosina favorita– y no pudo darle más que una mascada antes de vomitar hasta el alma. Estuvo así cerca de un mes y luego dejó de respirar. El médico que la atendió elaboró un montón de teorías y todas fallaron. Mieloma, embolia pulmonar, hemofilia, hiperglucemia y decenas de otros extraños términos circularon por mis oídos durante esos treinta días frenéticos que duró su agonía. Era como la ruleta de la muerte. Durante ese tiempo la cuidé como pude, le cambié los pañales a diario, le di sopa de posta y duraznos cocidos, le lavé su cuerpecito con una esponja y jabón de glicerina, le mantuve su pieza ventilada y calefaccionada, le di sus sedantes cada seis horas, la llevé al hospital cada vez que fue necesario y me quedaba hasta tarde con ella viendo antiguas películas románticas únicamente para acompañarla. Todo esto lo hice sola, quitándole tiempo a mi emprendimiento de venta de perfumes alternativos –o emulaciones como también se les llama– pues mi hermana menor, la poeta, se hallaba en Bélgica, en un congreso mundial, enfrascada en sus importantes luchas por la liberación de la mujer.
Sería bueno que dejara a su mamita en el instituto medico legal durante algún tiempo, me solicitó el médico tras el deceso. La idea –siguió– es estudiar las causas de su muerte, pues fue todo tan rápido que no fue posible hacerle los exámenes necesarios para dilucidar claramente de qué estaba enferma. Yo estuve de acuerdo y firmé un montón de papeles autorizando estas acciones. Al principio no estaba completamente segura, pues tenía la idea de que los médicos la convertirían en un conejillo de Indias. Me convenció, finalmente, la posibilidad de que se tratase de una enfermedad hereditaria que me podría afectar a mí o a la Cata en el futuro. De eso han pasado más de tres meses y pese a que he solicitado que me entreguen el cuerpo para enterrarla, ya han tenido bastante tiempo para realizar sus estudios, eso aún no ocurre. Lo bueno de esto es que he podido seguir visitándola, viéndola, estando con ella. Con mascarilla y guantes voy dos veces a la semana a la morgue y la peino y le hablo y le hago cariño y la perfumo. Por suerte se ha mantenido bastante bien. Claro, porque mi mamita siempre se preocupó mucho del cuidado de su cuerpo. Además, cuando falleció apenas tenía cincuenta y cinco años, estaba súper joven y se le nota. Weon mi papi que la dejó y se fue con una dominicana de culo gigante y cerebro enano. Eso pasó cuando la Cata y yo teníamos menos de quince. Hoy estamos prontas a doblar esa edad.
La voy a ver los martes y los jueves, que es cuando tengo algo de tiempo libre. Generalmente le aplico Moy, mi propuesta para el famoso Christian Dior Joy –su perfume favorito–, aunque también he probado con Suite, mi versión del prestigioso Lancome La Nuit y con Lina Ricca, que corresponde al delicado aroma de Nina Ricci, aunque mi emulación diría que es incluso mejor lograda, más sutil, más pregnante, más misteriosa. Y obviamente a un precio mucho más bajo. De más está decir que le aplico colorete para darle un poco de vida a sus mejillas, que del morado gradualmente pasaron al blanco invierno, cosa que le encantaría, pues admiraba a Olivia Newton John, la de la película Grease, su ídola juvenil, razón por la cual se pintaba de rubio su pelito y nunca estuvo muy conforme con el tono cobrizo de su piel. Usando mi iphone le pongo también su canción favorita, “Hopelessly devoted to you”, que creo que significa algo así como “desesperadamente dedicada a ti”, tema de la misma Olivia Newton John que tarareaba cuando se ponía medio nostálgica. Qué guapa está su mami, me dice el encargado de la sala de refrigeración cuando me ve acicalándola. Es un tipo buena onda, Fabián se llama, y es quien debe sacar y luego guardar la bandeja cada vez que voy a verla. Fabián me recuerda a mi padre cuando era joven y vivía con nosotras. Tiene su misma mandíbula cuadrada, sus mismos ojos de almendra y su mismo cabello negro rizado. Su sonrisa también es muy parecida. Igualmente su actitud amable, aparentemente humilde, como de vendedor de maní confitado o cochayuyo.
Recuerdo que cuando niña –yo tendría unos diez años y la Cata, ocho–, mi papi nos construyó un columpio. Era de madera verde y el sillín, que se hallaba sostenido por gruesas cadenas, estaba pintado de rojo furioso. Emocionada me subí con mi amada Barbie Rapunzel una vez que estuvo listo. Mi propio padre me dio impulso. Aún siento sus grandes manos calientes en mi espalda. Debe haber sido primavera porque había mucho verdor en nuestro pequeño patio. Mi madre –desde la puerta de la cocina– miraba la escena con ojos brillantes. Recién se había teñido el cabello y su cabeza desprendía rayos dorados. Yo iba y venía cuando mi padre fue donde la Cata –que en ese tiempo era mi hermanito Carlos, el Lito– y lo tomó de la cintura para llevarlo al sillín. El Lito movió los brazos y pataleó para liberarse, luego corrió donde mi madre y quiso abrazarla, pero ella le dijo que no fuera tontito, que era solo un juego y se puso rígida y colocó sus manos en la espalda, sin corresponder su abrazo. La Cata entrecerró sus ojos oscuros, almendrados como los de mi padre, y lanzó un largo grito. Se trató de un sonido agudo, como de pájaro, que no he podido olvidar. Nos quedó claro a todos en la familia, entonces, que la Cata sufría de vértigo. Esta condición la complica hasta el día de hoy, pues cuando viaja en avión a sus congresos de escritoras debe llenarse la panza de tranquilizantes. Eso dificultó también su venida a Chile cuando mi madre estuvo enferma. Quién se iba a imaginar, ademas, que todo iba a ser tan repentino. Me hubiese gustado mucho que estuviese acá, con nosotras, en ese período tan duro, que la pobre no hubiese tenido que pasar por ese trance sola en Europa, donde dicen que la gente es tan indiferente, tan fría, pero entiendo lo que le cuesta volar, el pánico que la invade. Por suerte que durante la enfermedad pudieron comunicarse por whatsapp, puesto que mi madre, sacando fuerzas de no sé dónde, la llamaba cada dos o tres días. Lo mismo hago yo ahora. Me encantaría, le he dicho varias veces, que vinieras cuando nos entreguen el cuerpo y sea posible darle sepultura. Puede ser, ha sido su respuesta. Ojalá que pueda, aunque quizá sea más útil que se quede allá, cambiando el mundo, tarea necesaria e ineludible, como dice a menudo. A propósito de lo mismo, me acuerdo que cuando lanzó su primer y único libro, Clítoris, criticó a un tal WH Auden, un poeta hombre, porque el imbécil –así dijo– tenía la idea de que la poesía no hace que pasen cosas. Ella, en cambio, piensa que sí, que hace que pasen cosas. En fin, para que la Cata que no se sienta sola cada vez que puedo le mando fotos de mi madre. La última fue con una bata que le compré en Patronato, una bata blanca parecida a la que viste Olivia Newton John cuando canta “Hopelessly devoted to you” en Grease, puesto que acá la mantienen desnuda y me da lata verla así. Me devolvió una cara sonriente.
He estado sola, como se ve, pero debo confesar que últimamente no tanto, no exageradamente, puesto que hace unas tres semanas estoy saliendo con Fabián. La primera vez, muy tímidamente, me invitó a tomar un café. Fuimos a un local cercano a la morgue y todo anduvo bien. Confesó, en ese momento, su admiración por mi persona, en especial por el compromiso con mi mamita. Es un tipo de mi misma edad, se ve bastante responsable y no tiene compromisos. Eso dijo al menos. Nos reímos, hablamos de nuestras vidas y todo fluyó de manera agradable. Como dicen en la tele, Fabián me movió la aguja. No le conté nada a la Cata, ni loca, porque para ella todos los hombres son una basura. Después de eso volvimos a salir varias veces y una noche terminamos en su depa, en su cama para ser más exacta. Todo iba bien hasta que, en la última cita, en el barrio Bellavista, Fabián fue demasiado amable con la garzona. Era una morena alta, de culo gigante como la dominicana con la que se fue papá. Eso me enervó, pero no dije nada y aduciendo dolor de cabeza le pedí que me llevara a casa. Esa noche hablé telefónicamente con la Cata y le conté lo que estaba pasando. Me reprendió con la misma fuerza que cuando -en nuestra infancia- me veía montada sobre el columpio de papá. Después que colgué me quité la ropa y me miré el culo en el espejo. Me di cuenta -y no miento- que no tenía nada que envidiarle a la garzona. ¿Por qué entonces Fabián desvió la vista al verla pasar? Porque es una bestia violadora, tal como dijo la Cata, que sabe más de estas cosas. Todos los hombres son una mierda, pensé luego, recordando a mi padre y mis anteriores fracasos sentimentales. Fabián, además, se parece demasiado a mi progenitor. Decidí, entonces, mejorar un poco el mundo, cambiarlo como dice la Cata, aunque no con poesía, yo no escribo ni leo poesía, me da sueño, sino con mis perfumes.
Con algunos contactos conseguí ácido sulfúrico concentrado y lo vertí cuidadosamente en un envase de Tony Emblema, mi reconocida versión para Antonio Banderas. La idea era simple: como ese día habíamos quedado con Fabián, le obsequiaría el perfume a manera de gesto romántico. Al aplicarlo le produciría quemaduras profundas y permanentes en el rostro, eso leí en Internet, develando el monstruo que verdaderamente es. Así no podría engañar a otras chicas. Nos habíamos puesto de acuerdo para reunirnos en la plazoleta Cervantes a las siete de la tarde. Me arreglé, envolví el perfume en papel de regalo y salí. Mi venganza no sería personal, sino en nombre de mi madre y de mi hermana y de todas las mujeres del mundo. Llegué con quince minutos de adelanto y aguardé en un banco a que llegara. A los diez minutos apareció. Venía de la mano con una niña de unos siete años. Te presento a la Romi, mi hija, dijo. Y antes de que le expusiera mi sorpresa agregó que yo le importaba mucho y que quería ser completamente sincero conmigo. La niña era hermosa y me besó. Enseguida nos fuimos caminando en dirección al depa de Fabián, mientras él me explicaba que la Romi era producto de una relación pasada y terminada. En el camino nos encontramos con una plaza de juegos y la chica insistió en pasar un ratito. Fabián accedió y ella corrió hacia el columpio. ¡Dame impulso, papi!, gritó. De sobra está decir que la escena me recordó mi infancia. Vi a Fabián poner sus manos en la espalda de la niña y darle impulso. La Romi gritaba de alegría, su padre esbozó una sonrisa y me miró con ternura. Entonces pensé que tal vez no fuese tan bestia y pensé tirar el regalo a la basura. Sin embargo escuché el grito agudo de la Cata, que en ese tiempo era el Lito, saliendo como de mi estómago y me arrepentí. No estaba segura de entregárselo o no, pero si lo arrojaba a la basura perdería mi libertad, que -como dice la Cata que dijo un tal Maturana- consiste en elegir entre alternativas que uno mismo ha elaborado. Comenzaba a anochecer cuando la Romi por fin se bajó del columpio y retomamos el camino hacia el depa. Los tres tomados de la mano como mis padres y yo cuando fuimos a dejar a la Cata al hospital para su operación. Bajo los faroles que comenzaban a encenderse y proyectaban nuestra sombras, nuestra oscuridad, sobre el pavimento, avanzamos.




