«Una de las razones que me llevaron al resort, recordé entonces, fue el comentario de Francisco Robles, de grandes empresas, que me indicó que la repartija de tragos comenzaba de mañana y no paraba hasta el amanecer. Puedes estar borracho todo el día todos los días, señaló con entusiasmo. Acuérdate, eso sí, de comprar un paquete con tragos ilimitados. Yo me vi borracho durante siete días. Siete días de inconsciencia, de aturdimiento, de no escuchar a la Trini ni deberle nada de nada, ni la taza de té del desayuno ni los tres centímetros cúbicos de semen mensual. Siete días de estar como solo, como libre.»
Este verano invité a la Trini, mi mujer, al Caribe. Nos hospedamos en un resort atiborrado de palmeras, jardines, restaurantes, tumbonas, una piscina monumental y salones de baile atestados de gente borracha. Se hallaba totalmente aislado de cualquier ciudad o núcleo urbano. No me interesaba para nada eso de salir a recorrer la ciudad y conocer la cultura y la idiosincrasia del pueblo, como alardea Pedro Carrión, de cuentas corrientes -que se autodefine como progresista- cada vez que se va de viaje. Progresista sería si pensara en el futuro, en rascacielos, en autos voladores, en hidrógeno verde, no en tribus muertas y resucitadas solo para sacarle dólares e hijos rubios a los turistas. Qué me importa a mí la idiosincrasia del pueblo, para qué me puede servir eso. En el banco palabras así no se usan, no están en el manual de cargos. Yo necesitaba descansar, desconectarme, eso me hacía más falta que la cresta. Además, como le expliqué a Carrión repetidas veces, en todas partes es lo mismo, en todas partes hay ricos y pobres, ateos y creyentes, abusadores y abusados, bailes folclóricos, comidas tradicionales, trajes típicos, frutas de la zona, flores nacionales, dioses y semidioses, héroes y heroínas, fechas de una supuesta independencia y sus selecciones son auspiciadas por la coca cola, que es hincha número uno de todos los países.
Pasaron cosas increíbles esos siete días. Tomé tragos que nunca había tomado, salí segundo en un concurso del igualito a Bob Esponja y, sobre todo, pasó lo que pasó con el matrimonio boliviano. Eran de Santa Cruz de la Sierra y como nosotros andaban buscando relajarse, olvidar la rutina. Él tipo, que era alto, amarillento y delgado, se llamaba Faustino Cuéllar y se desempeñaba en una dependencia del ministerio de agricultura del vecino país. Su mujer, Solange Armijo, una morena de ojos claros, labios carnosos y cintura perfecta para sus cuarenta, trabajaba en una empresa privada de contaduría. Coincidimos con ellos un par de días durante el almuerzo y luego, a raíz de las felicitaciones, muy sinceras, que se acercaron a darme por mi desempeño como Bob Esponja -ícono que nos unía generacionalmente- comenzamos a reunirnos durante las noches para beber, acá todo es beber, especialmente si se cuenta con paquetes que incluyen tragos ilimitados.
La primera noche estuvimos en el restaurante, pero ese mismo día optamos por juntarnos en nuestros departamentitos -alternándolos- para conversar con más calma, como pidió mi mujer, harta del alto volumen y el tipo de música, groseramente banal y machista, según dijo, que ponían en el sitio. Yo pedí sentidas excusas por la Trini. Se le olvidó pasarlo bien, ironicé. El matrimonio boliviano por suerte no lo tomó a mal. Totalmente entendible, dijo Cuéllar. Lo mejor, afirmó Solange, y su marido la aplaudió, es que el resort cuenta con servicio de tragos toda la noche, solo tenemos que llamar. Y vaya que llamamos. Entremedio conversábamos y mirábamos el mar escuchando música que no le molestara a la Trini. Cuéllar hablaba bastante de política, a mí me carga la política, pero como el tipo trabajaba para el estado ese era su tema, su obsesión -tal como para mí lo es sacarle trote, en equipo, al personal de tesorería- no me quedaba más que soportarlo. Y hablarle, cuando se podía, de mis técnicas para detectar, en equipo, siempre en equipo, descuadres de caja. Después de estas conversaciones me quedó claro -paralelamente sentí pena por él- que Cuéllar esperaba el regreso de Evo Morales a la presidencia con tantas ansias como ciertos evangélicos esperan la segunda venida de Cristo a la tierra.
Mi mujer, que se desempeña como trabajadora social en un municipio de clase media baja y es de esa gente ilusa que quiere cambiar el modelo, se maravilló con la devoción de Cuéllar por Evo, así llamó una de esas noches, la noche antes de la despedida, al líder boliviano, como si lo conociera, añadiendo que en Chile y en el mundo hacen falta políticos así, que vengan del pueblo y sean honestos. Cruzando las piernas y mirando a la Trini con pena y desprecio, Solange se refirió a un caso de corrupción que afectaría al expresidente boliviano. Yo, por Evo, pongo las manos al fuego, replicó Cuéllar. Manco quedarás, profetizó su mujer con sorna. Luego el matrimonio se dedicó a discutir acerca de la veracidad o falsedad de la acusación contra Morales, mientras la Trini se quedaba dormida.
Vi su cuerpo pequeño, esmirriado, acurrucado en la tumbona y pensé en una momia atacameña. Alguna vez, me dije, esta mujer me resultó atractiva, sensual. Hoy, despojada de toda coquetería, la coquetería implica venderse como un pastel de lúcuma y yo no soy un pastel de lúcuma, viene diciendo últimamente, comienza a cansarme. Una de las razones que me llevaron al resort, recordé entonces, fue el comentario de Francisco Robles, de grandes empresas, que me indicó que la repartija de tragos comenzaba de mañana y no paraba hasta el amanecer. Puedes estar borracho todo el día todos los días, señaló con entusiasmo. Acuérdate, eso sí, de comprar un paquete con tragos ilimitados. Yo me vi borracho durante siete días. Siete días de inconsciencia, de aturdimiento, de no escuchar a la Trini ni deberle nada de nada, ni la taza de té del desayuno ni los tres centímetros cúbicos de semen mensual. Siete días de estar como solo, como libre. Para eso me alcanzaba el crédito que David Ramírez, de gestión de personas, logró que me aprobaran pese a mi sobrendeudamiento. Influyó también, debo confesar, una pequeña comisión que le entregué en efectivo. Di gracias a Dios por tanta buena onda y le obsequié el viaje, nuestro viaje, a la Trini para navidad, así no podría poner sus típicas objeciones. Aun así, mientras viajábamos al Caribe me planteó que, si bien valoraba el regalo, era fantástico, le hubiese gustado que incluyese visitas a las ciudades cercanas, a fin de conocer la cultura y la idiosincrasia del pueblo. En ese momento me di cuenta de que su mal era irreversible: se había vuelto progresista como el descerebrado de Carrión.
Dejé de mirar a la Trini cuando sentí una mano en mi hombro. Era Solange. Instintivamente miré a Cuéllar. Se había quedado dormido -le gustaba demasiado el whisky- y babeaba de tan borracho. La boliviana y yo salimos al jardín a fumar. Brillaban bajo la luna unas flores de formas obscenas, como vulvas o peciolos excitados. El aire era tibio y a lo lejos se escuchaban unos boleros. Me encanta la música banal y machista, susurró la boliviana en mi oído. A los cinco minutos estábamos echándonos un polvo sobre el césped. Fue como beber soda tras cruzar el desierto. Caminamos, después, hacia el bar. Ella pidió un Cosmopolitan. Yo un Ruso Blanco. De fondo sonaba el bolero “Nosotros” en la espléndida voz de Placido Domingo. La boliviana me habló de lo aburrida que estaba de Faustino. Es un imbécil, vive en las nubes, explicó. Yo le hablé del cansancio creciente que sentía junto a la Trini. Está para el siquiátrico, sostuve. Nos reímos cuando nos dimos cuenta de que los tragos que ambos habíamos pedido contenían vodka. No es casualidad, se trata de una señal, dijo Solange, y luego, poniendo cara de haber encontrado un tesoro, comentó que, con la cantidad de alcohol que se bebía en el resort no sería raro, para nada, que un borracho amaneciera ahogado en la piscina. O dos, añadió de inmediato. Luego dirigió la vista hacia el departamentito donde reposaban los cuerpos alcoholizados de nuestras parejas. Yo la miré sonriendo, pues me pareció un buen chiste. Ella me siguió observando fijamente. ¿Sí o no?, preguntó después de un rato. ¿Sí o no qué?, repregunté. ¿Si o no?, volvió a preguntar, manteniendo la mirada fija en el departamentito. Yo, vacilando, moví la cabeza de forma afirmativa. ¿Sí o no?, volvió a preguntar, subiendo la voz. Mi boca, entonces, se abrió y vi salir por ella un gran gusano blanco. El insecto aulló un sí. Para concretar nuestros alocados planes decidimos que sería necesario hacer una fiesta de despedida la noche siguiente. Ese sería el momento de la liberación. Tenemos que trabajar en equipo, propuse. Por supuesto, respondió la boliviana, seremos el gran equipo vodka.
Al día siguiente, durante el almuerzo, Solange propuso la idea. Es nuestra última noche juntos, sí o sí tenemos que hacer una fiesta para despedirnos, dijo. Todos estuvimos de acuerdo y la Trini, que jamás había tomado tanto en su vida, pidió que no hubiese tantos tragos. Nunca había imaginado lo peligroso que podía ser un bar abierto, apuntó, y sonriendo se echó un par de aspirinas a la boca. Cuéllar, a raíz de la declaración de la Trini, pidió compasión. Bajemos un poco el ritmo, propuso. Sí, mi amor, lo bajaremos, dijo Solange. Y lo besó en la cabeza como una madre o una santa. Qué humano que eres Faustino, indicó la Trini y achinó los ojos dejando ver la infinitud de pequeñas arrugas que poco a poco se tomaban su cara treintañera a punto de doblar la curva. Sus elogios al boliviano eran, sin duda, callados reproches a mi persona. Si resaltaba su humanidad era porque me estaba informando que me consideraba un tipo inhumano.
Me acuerdo de que encargamos una cena especial. La boliviana se preocupó de pedir los platos favoritos de Cuéllar y de la Trini. En todas partes, dijo Solange, los condenados a muerte tienen ese derecho. Cuéllar pidió filete con champiñones y la Trini, rara como siempre, pastel de choclo. Fue una buena cena, muy cordial, puesto que en Solange y en mí surgió, por nuestros cónyuges, ese cariño tan profundo que solo puede nacer de la nostalgia anticipada. De todas formas, los hicimos beber hasta quedar inconscientes. Raja, como se dice en Chile. La boliviana, además, se aseguró agregando una pequeña dosis de tranquilizantes. Cuando ya estaban completamente ebrios y drogados, sugirió que sería fantástico que fuésemos a nadar de noche. ¡Hagamos algo distinto! gritó eufórica. Nuestros cónyuges balbucearon afirmativamente.
La boliviana, sin dilaciones, tomó a Cuéllar de la mano y el fan de Evo la siguió como un zombi. Lo llevó caminando hacia la zona de trampolines, que es la más honda, asunto que habíamos acordado en equipo. La Trini, que se mantenía apenas en pie, perdió el conocimiento y se cayó al piso. Estaba totalmente borrada. Traté de levantarla mientras Solange seguía conduciendo a Faustino a la zona de trampolines. Parecían una pareja de enamorados. Al rato comenzó a sonar, a lo lejos, la música de una orquesta tropical. Fue entonces que escuché algo así como un chapuzón. Después silencio. Segundos después la boliviana vino a ayudarme. Tomó de los hombros a la Trini como si fuese un saco y me pidió que yo me encargase de los pies. El gran equipo vodka en acción, dijo llena de entusiasmo. A mí, sin embargo, los brazos se me pusieron pesados y fríos. Y no los pude mover. Solange me miró confundida. Yo uní mis manos como un monje y le pedí excusas. Entonces soltó a la Trini, que cayó blanda sobre el césped, y se fue corriendo hacia la piscina. ¡Maricón!, me gritó antes de emprender la marcha. La escuché chillando a todo pulmón por ayuda. Rápidamente se armó un alboroto y yo tomé a la Trini y la llevé a nuestro departamentito y después de acostarla tuve una erección que me hizo quitarle los calzones y penetrarla sin que diese por enterada. Fue un polvo corto, aunque el mejor que había tenido jamás con ella. Volví luego a la piscina. Estaban sacando el cuerpo de Faustino. En el lugar, además de un montón de curiosos, había un carro policial y una ambulancia. De lejos se veía a Solange, falsamente desalentada, hablando con la policía.
Al día siguiente, a las tres de la tarde, la Trini y yo tomamos el transfer hacia el aeropuerto. Mi mujer estaba hondamente impresionada por lo sucedido. Las cámaras habían delatado a la boliviana y se decía que ahora estaba detenida quién sabe dónde. Muy bien hecho, la justicia tiene que funcionar, le dije a la Trini. Pobre Faustino, se lamentó ella, era tan buena persona. Por suerte que esa mujer malvada no te hizo nada a ti ni a mí. Por suerte, le respondí. Y quise abrazarla, conectarme con ella, hacer equipo, pero los brazos se me pusieron pesados y fríos, tal como me había ocurrido la noche anterior, la noche de la liberación que no fue.




