«Más logrados, tengo la idea, son aquellos relatos de la argentina donde los personajes presentan perturbaciones mentales, como la narración que da nombre al libro, puesto que al mostrar algo de la locura de la sociedad actual resultan más creíbles e inquietantes. En todo caso, si se trata de sentir terror, las noticias del día a día son mucho más eficientes que la prosa de la Enriquez. Causa escalofríos, por ejemplo, pensar que el estado de Chile haya esperado durante décadas (y siga esperando) que fallezcan miles de profesores y profesoras a fin de no pagarles una deuda contraída por Pinochet y sus socios derechistas. O que una mujer –en el sur de Chile– haya sepultado a su guagua en un cementerio de mascotas. O que variadas víctimas de asesinato –machismo, mafia, ajustes de cuentas– sean enterradas cotidianamente bajo losas de cemento en patios o subterráneos, al mejor estilo de los relatos de Poe.»
Su figura –de aura mustia– se me ha cruzado en diversos diarios nacionales e internacionales y hasta en la tele (en una entrevista con CNN, según recuerdo), recibiendo un tratamiento poco común en Chile para alguien del mundo de las letras, pues además de ser noticia en la prensa ha dictado charlas –de esas que llaman magistrales– en universidades y centros culturales. Debe ser la nueva estrella de la narrativa sudamericana, pensé con cierta ironía –inevitable– cuando supe que hasta el Diario Financiero le había dedicado unas páginas, poniendo como título una de sus frases: “Que hablen los que tengan realmente algo que decir y no por ser famosos”. Estoy hablando, escribiendo más bien –el agudo lector ya lo habrá notado– de la escritora argentina Mariana Enriquez, cuyo conjunto de relatos Los peligros de fumar en la cama (2017), adquirí –y muy caro– con el objetivo de conocer su publicitada narrativa.
Mis expectativas, por cierto, eran altas, puesto que, además de su ubicuidad mediática, al indagar en la red me encontré con positivas opiniones acerca del volumen de cuentos en cuestión, básicamente, eso sí, las mismas que emite Anagrama –editorial que publica a la trasandina– con estrictos fines de marketing literario. Se habla, allí, de “doce soberbios cuentos” que, para ser breve, recrearían / refrescarían el género clásico de terror, insertándolo en la cotidianeidad de estos tiempos, agregándole una pátina de turbio erotismo femenino. Es decir, estaríamos hablando de una mezcla de Edgard Allan Poe o Mary Shelly –por mencionar algunos hitos del género– con plumas eróticas como la de Anaís Nin o el mismísimo George Bataille de Historia del ojo, aunque actualizados, metidos en la juguera de la posmodernidad, modernidad tardía, líquida o como quiera llamársele a esta etapa que nos toca vivir.
Me puse a leer la obra. Lo primero que observé es que los relatos que componen Los peligros de fumar en la cama se sostienen sobre dos mecanismos que habitualmente se ligan al terror: lo sobrenatural y lo psicológico. Estos mecanismos, de más está decir, no funcionan por su sola presencia, es decir, no basta con poner un fantasma o un zombi agusanado que se escapa de una tumba para que el texto sea un relato de terror. Se requiere, además, de una estructura narrativa que permita mantener la atención del lector y generar, obvio, miedo, angustia, sudores helados. En este sentido, los relatos de la Enriquez quedan bastante en deuda, puesto que son textos planos, lineales, donde la sorpresa solo puede provenir –si lo hace– de lo anecdótico, dado que su autora los deja a medias, como si de pronto se le acabase la imaginación y le viniera el tedio, inventando un final a la rápida, abrupto, poco convincente, además fome, dejando al lector con la idea de que lo han estafado. No tanto la escritora, sino las editoriales, la prensa, en fin, la máquina de poder que hay detrás de cada estrella del mainstream literario, como lo es la Enriquez, puesto que, si alguien envuelve un pollo agusanado y lo vende como pollo fresco, la culpa, se sabe, no es del pollo.
Además de la falta de una estructura sólida, los relatos contenidos en Los peligros de fumar en la cama, adolecen de verosimilitud, es decir, dificultan que uno como lector se crea –en el marco de la "suspensión voluntaria de la incredulidad" de la que hablaba Coleridge– lo que está ocurriendo en la narración y entre en el mundo fantástico –en este caso en el subgénero del terror– que nos propone quien escribe. Tal “negociación” no se lleva a efecto en los relatos de la escritora argentina, al menos yo no fui capaz de “firmar el contrato”, puesto que sus narraciones, especialmente aquellas donde priman elementos sobrenaturales, son demasiado gratuitas, sin fundamento, charchas se diría en Chile, como la mujer roja hecha de yeso y de pezones negros que, de la nada y sin justificación, se le presenta a una de las chicas “acaloradas” del relato “La virgen de la tosquera”. Esta ideación, me parece, no supera ni siquiera a las clásicas y repetidas leyendas terroríficas del pueblo, como “La llorona”, que tienen cierta lógica y contadas adecuadamente siguen poniendo a muchos la piel de gallina.
Más logrados, tengo la idea, son aquellos relatos de la argentina donde los personajes presentan perturbaciones mentales, como la narración que da nombre al libro, puesto que al mostrar algo de la locura de la sociedad actual resultan más creíbles e inquietantes. En todo caso, si se trata de sentir terror, las noticias del día a día son mucho más eficientes que la prosa de la Enriquez. Causa escalofríos, por ejemplo, pensar que el estado de Chile haya esperado durante décadas (y siga esperando) que fallezcan miles de profesores y profesoras a fin de no pagarles una deuda contraída por Pinochet y sus socios derechistas. O que una mujer –en el sur de Chile– haya sepultado a su guagua en un cementerio de mascotas. O que variadas víctimas de asesinato –machismo, mafia, ajustes de cuentas– sean enterradas cotidianamente bajo losas de cemento en patios o subterráneos, al mejor estilo de los relatos de Poe.
Debo confesar –el lector ya lo habrá imaginado– que me costó terminar el libro. Lo hice más que nada porque pensé que más adelante vendría lo bueno. Pero eso no ocurrió. Hay cosas interesantes, por supuesto. Por ejemplo, el develar la interioridad femenina descarnadamente, pero a estas alturas celebrar a una autora por atreverse a algo así ya no tiene sentido, puesto que hay muchas autoras que lo hacen mejor literariamente hablando, pues no basta incluir un tema –como se dijo al hablar de lo sobrenatural y lo psicológico– sino la manera incorporarlo a la estructura del relato, dado que se trata de literatura y no de psicología, sociología, estudios paranormales u otra actividad o ciencia. En este sentido, más que refrescar los relatos de terror, como señala Anagrama, la Enriquez parece marchitarlos, deshilacharlos, generando más aburrimiento que miedo. A propósito del tedio que puede provocar la lectura de una obra, otro autor argentino, Jorge Luis Borges, maestro del género fantástico, señaló “si un libro les aburre, déjenlo”. Buen consejo, pero yo no me atreví, lamentablemente continué hasta el final con la esperanza de hallar un buen cuento, uno solo, y no llegó. Entremedio tuve sueño, cabeceé demasiado. Recordé también que en la entrevista televisiva la Enriquez contó que crear una novela le llevaba bastante tiempo, dos o tres años creo que dijo, pero que escribir libros de relatos le resultaba más rápido. Y se nota.




