Perfiles | Sangre verde

«No olvidaba, además, que Heidegger –uno de sus filósofos de cabecera– postuló que “construir es habitar” y que Halloween, en tanto construcción, construía un habitar banal, alejado del gran arte y el intelecto, llevando a niños y niñas, e incluso a muchos adultos, a disfrazarse y limosnear dulces, fomentando el travestismo, la formación de identidades trastocadas y la práctica de la mendicidad. Cada 31 de octubre, ambicionaba, niños y niñas deberían conmemorar el Día de la Investigación Infantil. En tal fecha, recordando a Dieter, se vestirían con delantales blancos, todos de cuatro botones (conteniendo, simbólica y secretamente, los cuatro puntos cardinales que abarca la cruz católica; signo que, no le cabían dudas, es una esvástica en formación) y acudirían ordenadamente y de día, no perdidos en las escabrosas sombras de la noche, a universidades y academias militares y policiales a participar de charlas y prácticas científicas y de orden. A aprender a escribir reglamentos y ordenanzas, a conocer cómo se diseca una rana.» 

A Roberto Meyer opaco académico de Ciencias Políticas de la PUC no le gustaba para nada la fiesta de Halloween. Sus razones, a diferencia de quienes reniegan de esta festividad por su carácter de instrumento neocolonial y al mismo tiempo neoliberal, principalmente gente de izquierda; o simplemente por ser una práctica foránea (aquí caben los chauvinistas simplones) que ensucia y mata la cultura nacional, borroneando figuras como la del huaso y la china o aminorando la importancia metafísica y psicosocial de una empanada de pino, un vaso de mote con huesillos o un pastel de choclo, estaban ligadas a la conmemoración de un experimento completamente olvidado por las nuevas generaciones que, según sus convicciones, hubiese cambiado de raíz la historia de la humanidad. «Grünes blut” (Sangre verde), lo llamó su autor, el médico bávaro Hermman Dieter, y consistía básicamente en sustituir la sangre del cuerpo humano por savia de plantas silvestres, en específico maleza de la tierra alemana, de la Heimat como la llamaba Hitler, con el fin de crear un ser humano fuerte, poderoso, un súper hombre que requiriera menos alimento, menos nutrientes, menos recursos, en definitiva, para completar su ciclo vital, estando, al mismo tiempo, conectado desde la raíz con la patria superior.

El 31 de octubre de 1942, en un laboratorio secreto ubicado en un subterráneo de Berlín, junto a un equipo médico de alto nivel y autorizado por el mismísimo Fuhrer, Hermman Dieter llevó a cabo su atrevido experimento. Roberto Meyer había estudiado en profundidad el asunto y lo consideraba un momento clave para la humanidad, ya que marcaba el primer paso en la ruta a un mundo no mejor –esa es una consigna hueca de la mafia neomarxista, sostenía– sino mejorado, un mundo donde el hombre se liberaría de una parte significativa de su dependencia material y podría desarrollar el espíritu en unión profunda con la tierra natal, elevándose, a modo de ejemplo, con la música de Wagner y las obras de los artistas e intelectuales incluidos en la Gottbegnadeten–Liste (Lista de las bendiciones de Dios) que Goebbels elaboró para eximirlos de cumplir el servicio militar, permitiéndoles desarrollar creaciones para enaltecer al Tercer Reich. El intento pionero de Dieter, no tenía ninguna duda, debía ser recordado y celebrado eternamente por su significado profundo, abisal, pero había sido eliminado de la memoria humana por la nefasta alianza judío demo–marxista. Por eso la fiesta de Halloween, cuya fecha coincidía con el “Experimento Cero”, como Meyer lo llamaba, lo irritaba, pues, estaba seguro, no se trataba de una coincidencia. 

 

No olvidaba, además, que Heidegger –uno de sus filósofos de cabecera– postuló que “construir es habitar” y que Halloween, en tanto construcción, construía un habitar banal, alejado del gran arte y el intelecto, llevando a niños y niñas, e incluso a muchos adultos, a disfrazarse y limosnear dulces, fomentando el travestismo, la formación de identidades trastocadas y la práctica de la mendicidad. Cada 31 de octubre, ambicionaba, niños y niñas deberían conmemorar el Día de la Investigación Infantil. En tal fecha, recordando a Dieter, se vestirían con delantales blancos, todos de cuatro botones (conteniendo, simbólica y secretamente, los cuatro puntos cardinales que abarca la cruz católica; signo que, no le cabían dudas, es una esvástica en formación) y acudirían ordenadamente y de día, no perdidos en las escabrosas sombras de la noche, a universidades y academias militares y policiales a participar de charlas y prácticas científicas y de orden. A aprender a escribir reglamentos y ordenanzas, a conocer cómo se diseca una rana. Soñaba eso mientras desde la ventana miraba hacia la calle ya oscura y veía pasar grupos de niños y niñas disfrazados en busca de golosinas.

Hermman Dieter, lamentablemente, no tuvo éxito en su experimento, cuyos detalles técnicos me excuso de explicar la química y la biología nunca han sido mi fuerte dado que  los 52  gitanos y gitanas que usó cómo insumos de entrada en el primer intento y los 122 eslavos y eslavas que usó en el segundo, cuando incrementó al doble la dosis de clorofila, fallecieron rápidamente y con gran dolor una vez que la transfusión se efectuó. Hay testimonios que dicen que los gritos se escucharon a más de doce kilómetros de distancia. Aún así no fue un gran costo, pensó Roberto Meyer, ya que de todas formas estas personas –dudó antes de usar esta última palabra– estaban destinadas a morir en una eficiente cámara de gas o fusilados en un bosque lleno de claroscuros, un bosque maravillosamente romántico, luego de cavar sus propias tumbas, es decir, de conectarse con la tierra, de palparla, de olerla. Su muerte, así, no fue inútil: se sacrificaron por la ciencia, por el saber.

Seguía en la ventana cuando sintió golpes y risas infantiles en la puerta. Niñas y niños del barrio habían llegado a reclamar su recompensa, niños y niñas, pensó, que son usados como ladrillos de banalidad, como clavos y tornillos en la obscena y lucrativa construcción de la frivolidad norteamericana. Fue a la cocina a buscar los dulces que había preparado con una cantidad tan potente de cianuro que con una pastillita bastaría para matar a una docena de caballos. Tomó también la maleta que había preparado con sus cosas. Los infantes recibieron los dulces y se fueron chillando de alegría. Roberto cerró con llave la puerta de la casa, la había arrendado con un nombre falso, y llamó pidiendo un Uber. Mientras esperaba vio a los chicos y chicas correr y saltar por las calles de Recoleta, comuna popular –controlada por los adoradores de Gramsci– que había escogido para su acción de resistencia. Eran unos diez. Había dos brujas, cuatro magos, dos hombres arañas, una calabaza y un hombre de paja. Precisamente fue este último el primero que cayó. Al rato fue una brujita. Luego un mago. Se fijó especialmente en este último. Lo miró revolcarse en un espasmo fugaz, su negro sombrero cónico, lleno de estrellas plateadas, pareció volar, luego se tomó el estómago tal como lo hicieran sus antecesores y finalmente se fue de bruces contra el piso, quedando inmóvil. Miró la hora, no era tarde para llegar a su hogar y verificar que la orden que dio, respecto de que sus hijos no debían salir en busca de dulces, se había cumplido estrictamente. Tenía que ser enérgico, dado que su mujer, pese a compartir sus ideales, muchas veces se ablandaba y había que mantener la disciplina a toda costa. De eso dependía llegar a puerto. Llevaba unos dulces especiales por si las cosas no andaban bien, no quería sufrir la humillación de tener una descendencia decadente. Volvió a mirar al grupo de niños y niñas. Uno de los pequeños hombres araña emitió un fuerte grito de dolor y cayó al piso llorando, luego quedó inmóvil. Le hubiese encantado ver cómo caían los demás, pero en ese momento llegó el Uber y no le quedó otra que partir, le horrorizaba la idea de ser un padre ausente.


 

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