Esta mañana recibí una llamada de Augusto para que lo ayudara con los libros que había comprado hace una semana a la hermana de un pintor fallecido de la Rioja. Eran más de 5.000. La señora los estaba rematando porque le ocupaban mucho espacio en la casa. Agarré la bicicleta, me puse el tapaboca y me fui a la librería Van Hutten de libros usados. En la calle Maipú con 27 de abril la policía había desviado el tráfico porque una protesta se alzaba vociferando salarios más justos, en Colón con Cañada se estaba juntando gente, la mayoría de izquierda, con canticos y banderas que flameaban antes de marchar hacia el Patio Olmos por los centenares de despidos injustificados. Córdoba se bifurcaba en marchas por la crisis en manos del FMI.
Apenas entré a la casa me encontré con el caos. No paramos de abrir cajas, catalogar y ordenar. Me pregunté cómo lo habría hecho Zenódoto de Éfeso entre tantos pasillos y estantes. Sofi nos advirtió sobre una caja que tenía la colección completa de Cortázar. Agus tomó un libro al azar: “Las armas secretas”, primera edición de Sudamericana. En la primera hoja había una dedicatoria breve pero amistosa del pintor fallecido, Mario Alberto Crulsich, a Leandro Scoponi. Para curiosidad de todos yo lo conocía, era un joven escritor veinteañero muy leído para su edad. Lo había conocido, hace algunos años, cuando llegué a Córdoba a estudiar Letras Modernas. Cuando todavía pensaba que la facultad era la panacea literaria, era la madriguera en donde pernoctaban los escritores. Al poco tiempo se alzó el patíbulo. Una profesora nos advirtió que la facultad sólo buscaba formar investigadores, profesores o en su defecto pseudo intelectuales que gustan de pastar y rumear por los alrededores con un aire francés. Al oír aquello de inmediato me vislumbré subiendo una quebrada sin agua, sin pan y sin jazz, intentando con un lápiz y un papel hacer fuego dentro de esa noche oscura. No quise contarle a nadie mi decepción, ni tampoco quise prender una vela a Bolaño para que me mandara un Papasquiaro o quizás, en una de esas, a una de las hermanas Font. Mis noches se deshacían entre vino toro y entrevistas en youtube a autores consagrados.
Ocurrió que a las dos semanas de sentirme desahuciado me dormí en una clase de Teoría literaria. Recuerdo que desperté por el sonido de las sillas siendo arrastradas y observé a todos como hormigas esparcidos en grupos por la sala. Me asusté cuando me tocaron el brazo y una voz me preguntó: «¿Querés que hagamos el trabajo?», yo le respondí que no había leído los textos, él me contestó que tampoco lo había hecho. Me ofreció salir a fumar un cogollo y yo le dije que bueno. Su nombre era Leandro Scoponi, venía de la Rioja y su intención era escribir una segunda “Rayuela”. Afuera de la facultad, Casa Verde, fumamos mobydick, tomamos unas quilmes y escuchamos desde su celular a John Coltrane. Era interesante su mirada de la literatura, el tipo sudaba citas, se atoraba hablando en máximas para los artistas, por un momento pensé que se trataba del puto Rimbaud reencarnado y me sentía poco preparado al no tener ni agua ni lavatorio para lavar sus pies y besarlos. En dos meses me enseñó a robar libros en Rioja con San Martin, me enseñó a marcarlos en la parte de atrás con un propio índice para futuras relecturas, me enseñó que la narrativa se escribe sin tapujos y con la soltura de una cubana bailando salsa. Fueron noches literarias intensas en LSD intentando escribir en plazas, bares, en donde fuera. Yo me cansaba, me dormía en cualquier parte. Leandro podía pasarse despierto días y noches.
Recuerdo muy bien cuando dije basta. Habíamos ido a Luzbelito, boliche en donde sólo suena el Indio Solari y los redonditos de Ricota, a comprar unos cartones de ácidos a unas chicas que estudiaban teatro. Hubo buena onda, hicimos grupo, nos lanzamos al trip. Pero Leandro orbitaba en otro lado. Se había tomado dos cartones. Su mente no estaba allí. Finalmente se aburrió de la chica que intentaba seducirlo y que no paraba de hablarle. Por eso se fue del lugar. A diferencia de él, yo me hospedé algunas semanas entre las piernas de ella. Pude descansar, pude reflexionar. Cuando me sentí tranquilo lo volví a llamar. “Vení ya a la pensión”, me dijo, “Entre Julio Roca y Simón Bolivar”.
La dueña del lugar no me dejó entrar de inmediato. Desconfiaba de mí, de mis pantalones rojos rajados, de mi remera de Pink Floyd, de mi pelo hasta los hombros, en fin, de mi indigenismo. Finalmente, me llevó a la pieza con la condición de dejarle el carnet. Cuando golpeé la puerta de su habitación Leandro me abrió en bóxer y musculosa, y de inmediato observé su decrepitud. Era la primera vez que entraba a la pieza de 3×3 sin ventana, con una luz amarilla de tungsteno que sobresalía de ese techo alto, que hacía pensar en el atardecer, en fin, era el nido o la tumba de ese escribiente. Tenía libros por todos lados, pero no nuevos, sino de los usados, de esos que brotan humedad y tiempo. Apilé la obra completa de Vargas Llosa y me senté. Él se recostó en su colchón que yacía arriba de dos palet. Estaba ojeroso y con los ojos inyectados en sangre. Le pregunté si estaba bien. “Déjate de boludeces, estoy en mi mejor momento, puedo escribir lo que sea”. Había condones tirados por el piso, libros marcados y ropa sucia. Recordé que le daba clases de escritura a un cuico que estudiaba filosofía y amaba a Borges, a cambio de drogas y algo más. Me increpó diciendo que estaba mirando mucho, en fin, que no me pusiera paco pa mis weas, y me ofreció un vino toro con pritty. Me contó que estaba tomando dos ácidos diarios y que lo mezclaba con porro para extender el estado. Que estaba escribiendo con una soltura de cubana y que estaba preparándose para escribir tres semanas de corrido como On the Road. Me pareció raro que pestañara tanto y salivara mucho. De pronto me sacó el vaso de las manos violentamente, se tomó más de la mitad, abrió su notebook de marca china, puso en su celular Return to Forever y se puso a leer. Fue tremendo escuchar lo que había escrito. Me sentía como si me hubiesen hecho sexo oral sin preguntarme, o como si me hubiesen leído un poema bien escrito, de esos que te dejan en silencio y sonriendo. Cuando finalizó su lectura me increpó. “De qué te reís culiadazo. Virá de acá, salí, salí, salí”. Me echó de la pensión a empujones y a gritos mientras las puertas del angosto pasillo se iban abriendo para ir revelando las caras de todos esos vituperados por la sociedad. No me dio tiempo a explicarle que sonreía por la buena impresión que me dio escuchar la lucidez en su escritura.
Después del receso de invierno no volvió a clases. No contestaba mensajes ni llamadas. Mi preocupación me lanzó hacia la pensión. Hablé con la vieja teñida de tetas grandes para que me diera información, pero me mandó a la mierda: “déjate de joder pendejo, no soy portera de vos ni de nadie”. Luego de meses de su desaparición me hice de un nuevo grupo literario en Letras. No escribían como Leandro, pero habían leído lo suficiente como para parafrasear frases de autores inteligentes. Una noche de viernes, después de rendir unos exámenes, se hizo un Bosquecito, una fiesta que hacen al aire libre en el patio de la facultad. Una banda en vivo estaba haciendo covers de Pescado Rabioso mientras el olor a marihuana se esparcía entre estudiantes que conversaban por los alrededores con fernet con coca, birras frías y mate. Una compañera me dijo que había un loquito con gafas oscuras cabeceando como enfermo al lado de los parlantes. Yo me reí al verlo haciendo su danza butoh al ritmo del reef de Como el viento voy a ver. Recién en el coro supe que era Leandro. Tomé un trago de chela, un poco de porro y me fui a saludar. Me abrazó con efervescencia, me sentí como un animal extraviado que volvía a encontrarse con su dueño. Lo palpé enjuto. Y a pesar de que no podía mirarlo a los ojos, notaba sus facciones tristes y secas. Estábamos juntos, pero en silencio. Al rato me preguntó si tenía tiempo para escuchar lo que estaba escribiendo. Le contesté que sí. Me dijo sígueme y se puso a correr. Corrimos 11 cuadras. Entramos a su pieza, que esta vez olía a tabaco, culo y pata. Me volví a sentar sobre Vargas Llosa. Mientras prendía la computadora, recostado sobre su cama se metió un cuadradito de ácido en la lengua. Le pregunté si era el primero del día. Me sonrió y me hizo con su mano el número tres sobre las gafas. Lo que me leyó no lo pude entender. Quizás por mi poca experiencia literaria o porque no era el indicado. Además, todo fue muy raro. No alcanzó a leer la primera página y me increpó “Esa cara ortiva que ponés cuando te estoy leyendo me tiene harto” dijo mientras se ponía de pie con una cara horrenda. “Salí de acá, otario de mierda” gritó y me tiró un libro amarillo de Kierkegaard por la cabeza. Yo salí corriendo por el pasillo mientras él corría detrás pidiéndome disculpas. Afuera, en la calle, debajo de un poste de luz, me detuve a esperarlo. Llegó agitado al lado mío. Me abrazó y me beso en el cuello. “Lo siento hermano, el narrador en cuarta no me sale”.
Esa fue la última vez que nos vimos. Sábato dice que sólo los narradores pueden narrar la locura y volver, no así los locos. Por la dueña supe que se había ido de esa pensión. No sé si de Córdoba. Pero si estás por ahí Leandro, y llega hasta tus ojos este escrito, me gustaría que me contactaras. Necesito que me devuelvas la segunda edición bilingüe de la obra completa de Mallarmé.




