Emilio Serey

Cámara rodante | Delirio caótico

«De una cosa si estamos claros, la llamada pandemia mental está en pleno desarrollo y quiero ser testigo de todos los planos posibles que me brinda esta selva de caos. Los locos años veinte me invitan a cada momento a retratar el fenómeno sociópata y busco, en calles desoladas o multitudinarias, que aparezca ese estallido de descontrol, de desequilibrio.» Despierto muy temprano en las mañanas, a lo lejos siento el primer bus en marcha lenta recogiendo a los madrugadores trabajadores que van al laburo (directo al matadero como diría un amigo). Acto seguido prendo mi tele de 14 pulgadas marca Hikato y siempre es lo mismo, la caja idiota desde temprano se encarga de recordarnos que vivimos tiempos de mucha convulsión; seguidamente somos testigos de peleas callejeras, las cámaras que todo lo captan hacen famosa a gente con desequilibrio que busca un culpable, sea quien sea, para desquitar su enferma frustración (vacío existencial lo nombran algunos terapeutas de la mente). De una cosa si estamos claros, la llamada pandemia mental está en pleno desarrollo y quiero ser testigo de todos los planos posibles que me brinda esta selva de caos. Los locos años veinte me invitan a cada momento a retratar el fenómeno sociópata y busco, en calles desoladas o multitudinarias, que aparezca ese estallido de miseria humana. Lo hago con sigilo, con cuidado, malas experiencias he tenido y ahora me muevo con un arma blanca en mis bolsillos, no como un maleante, no soy un delincuente, aunque a veces tengo el delirio de asaltar un banco y sembrar el terror disparando a los vidrios blindados de esos edificios. Me veo arrancando a toda velocidad por una autopista concesionada. Despierto luego de ese maldito afán pensando que está en juego mi vida y mi libertad, así que dejo esos turbios pensamientos solo como episodios dónde mi enfermedad mental se manifiesta y me muestra que mis neurotransmisores se mueven en distintos sentidos.    Converso con amigos que me hablan cosas interesantes, es bueno tener mentores, me digo en secreto (secreto que ya no es tal porque aquí lo estoy revelando), puesto que me instan a seguir con mi proceso de sanación, tarea que llevo a cabo tomando mis remedios y cuidándome de no meterme en problemas, cosa que no siempre se consigue por la gran cantidad de enfermos circulando por veredas y callejuelas. Por eso, por protección, porto esa arma blanca: para espantar, para que en el momento en que se manifieste el vómito incontrolable de miseria y maldad de una mente paranoide, me encuentre preparado para defenderme. Con ella ando por calles donde los resabios del estallido todavía huelen a neumático quemado, a peñascazos en el techo y en cortinas de hierro, a hordas incontrolables que destruyen todo a su paso. A veces quiero participar y ayudar a quemar o apedrear algún objetivo, pero después pienso que mi labor es documentar el hecho, no ser partícipe.    En las noches de insomnio -que son muchas- busco audiolibros sobre el estoicismo, una filosofía que ayuda a sobrellevar todo lo antes nombrado, a pensar seguido en la muerte que nos acecha siempre y desde ahí construir fortalezas que nos ayuden a valorar la vida aunque la estemos pasando mal, a pensar casi como un guerrero que precavidamente transita por su propia existencia, sin el tormento que produce una salud mental deficitaria; no solo son remedios, no solo es psicoanálisis, la curación está en primera instancia en quererse a uno mismo, en buscar el abrazo fraterno que nos resuma cinco años de terapia medicada. Sé que el vacío volverá en poco tiempo más por eso es importante el autocuidado, para que cuando nos toque caer podamos levantarnos rápido y seguir. Mientras tanto, para calmar el hambre de vacío, abro una lata de cerveza en el lugar que elijo como trinchera y espero allí el instante decisivo, la imagen que traduciré para el público expectante que deja fluir su morbo a escondidas, imágenes que muestran al hombre que sufre lleno de ira, ya sea al amparo de la locura, la indigencia o la lucha violenta contra el capital.        

Cámara rodante | Recorrido local

«No hay luz, menos agua, tampoco baños en esos sitios, porque así es llegar a vivir a un terreno abandonado de la mano de dios -como dicen los puritanos- y comenzar desde cero, sin familia cerca, sin apoyo del estado ni de nadie, dejando atrás la condición de allegados.» Camiones ingresan llenos de pertrechos y paneles de casas en la madrugada a tomar posesión de los terrenos de la periferia -a la maleta- al antiguo sitio eriazo que hoy dejará de serlo, porque se convertirá en una más de las tantas tomas que por estos años se han popularizado en este terruño, muchas de las cuales se formaron en medio del estallido social y que por momentos se notan fuera de control. No hay luz, menos agua, tampoco baños en esos sitios, porque así es llegar a vivir a un terreno abandonado de la mano de dios -como dicen los puritanos- y comenzar desde cero, sin familia cerca, sin apoyo del estado ni de nadie, dejando atrás la condición de allegados.  No habrá comodidades, todo será cuesta arriba, pero los que se atrevan a entrar en la toma dejarán de vivir hacinados en una pieza estrecha, donde deben dormir, cocinar, comer, hacer sus necesidades y tener sexo (despacio y en silencio para no despertar a los niños y al resto de la familia, para no despertar a los vecinos que viven también bajo la misma condición de hacinamiento, unos al lado de los otros, separados por delgados tabiques, todos condenados por la falta de recursos). Es lo que les queda a muchos de los que -en Chile- forman parte del gran porcentaje escuálido económicamente hablando, a la mayoría que gana demasiado poco, a la mayoría que no ha heredado nada porque sus progenitores también fueron pobres o lo siguen siendo, a los inmigrantes clase B. Tomarse un terreno es la única opción para no vivir apretujados como animales de matadero, para ser independientes y soñar con dignidad, es eso o vivir en un parque o en una carpa como indigentes.  Vecinos con martillos, clavos y serruchos se organizan, se ayudan mutuamente para levantar las débiles paredes que los ayudarán a cobijarse de la lluvia y sus mañanas escarchadas, o del sol quemante que lacera la piel ya ajada de los nuevos pobladores. De a poco también se van conformando las calles en aquel "gueto de los sin casa propia", donde los pobladores disputan sus diferencias a veces hasta llegar a la muerte, como ha ocurrido en el barrial de Batuco, donde no existen curas obreros que funcionan como mediadores ni asistencia social enviada desde el Estado o del municipio, entidades que callan ante esta dura situación. En mis visitas a este lugar he visto, además, cómo los basurales clandestinos se van agrandando sin que nadie diga ni haga mucho. Eso, más el barrial que en tiempos de lluvia se forma en sus calles, ponen en entredicho la esperanza inicial, el sueño del hogar propio, convirtiendo un terreno que ayer fue verde y natural en un sitio contaminado por el sucio colorido de los desperdicios y los animales muertos. Fotografías

Cámara rodante | Democratización del retrato

«Tal vez no tengan méritos históricos para ser recordados, pero sus rostros deben seguir viviendo, dándole un respetable grosor al álbum de la memoria histórica de los pueblos.» Cansado de seguir viendo cómo Pinochet daba al mundo una imagen de abuelito tierno, Luis Poirot destrabó su cámara del trípode y, sin mediar palabras, se abalanzó hacia su escritorio y le dijo ¡mírame! con voz desafiante. El dictador, desprevenido, levantó su cabeza y el lente de Poirot inmortalizó al siniestro sujeto mostrando toda su ferocidad. Momentos después, el atrevido fotógrafo -que en esos tiempos trabajaba para una revista santiaguina de papel Couché- fue inquirido por un coronel de Ejercito que resguardaba la seguridad del personaje en cuestión: ¿Usted es responsable del acto que ha cometido? Poirot contestó: Claro, yo siempre he sido responsable de mis actos, frase célebre que marca ese tenso suceso y que por poco le cuesta caro. Ya sea por premeditación del fotógrafo o por simple acierto, el retrato fotográfico puede hundir o levantar a un personaje. Indagando en la historia de esta modalidad, salen a la luz algunos sabrosos episodios dónde el fotógrafo es capaz de tensar el formato y destacar alguna característica del retratado. Tiempo atrás, por ejemplo, aparecieron en Europa unas extrañas fotografías del genocida Adolf Hitler. En ellas, el autor de “Mi lucha” aparecía en un sector campestre, vistiendo pantalones cortos, apoyándose en un árbol con aire un poco afeminado. En su tiempo, por cierto, estas fotos fueron censuradas y mandadas a destruir por el mismo Adolf, porque a simple vista ridiculizaban la estampa intocable de la autoridad máxima del régimen. El fotógrafo que registró el episodio, sin embargo, guardó sigilosamente las imágenes, dándolas a conocer a la opinión pública posteriormente, causando risas y burlas hacía la figura del jerarca nazi. Existen, también, algunos aciertos magistrales en este campo fotográfico. Conocida es la mítica fotografía del Che Guevara, imagen que ya cumple más de sesenta años. Su autor fue el fotógrafo cubano Alberto Díaz, más conocido por su seudónimo «Korda», quien llevó a la categoría de súper estrella al conocido guerrillero, propiciando, con el paso de las décadas, la producción masiva de objetos con el rostro del revolucionario argentino: poleras, chapitas, afiches, pañuelos y un sinnúmero de artículos de merchandising. Siguiendo el camino de esos próceres del «rectángulo rodante», es que hace años he tratado de interpretar esos códigos fotográficos, aunque no con personajes importantes, sino con personas comunes, habitantes suburbiales que, en importante proporción, nunca han salido de su barriada, manteniéndose en el cautiverio marginal que los borra silenciosamente. Tal vez no tengan méritos históricos para ser recordados, pero sus rostros deben seguir viviendo, dándole un respetable grosor al álbum de la memoria histórica de los pueblos. La democratización del retrato que se ve hoy en día (y en buena hora) permite a los anónimos salir a la luz y permanecer, puesto que como señaló Luis Poirot en una entrevista:  «sin una imagen dejada en vida es como si no se hubiese existido».   Fotografías

Cámara rodante | Camala: una historia perra

«Cada día está más difícil hacer fotos en la calle sin levantar la suspicacia, bastante paranoica, de quienes no entienden que ser un documentalista de la imagen no es ser un sapo ni un voyerista, sino un oficio que consiste en retratar y paralizar el tiempo para la posteridad.» Han pasado más de diez años de mi primera visita a Antofagasta. En ese entonces lo hice por trabajo, pretendí hacerme faenero en alguna mina donde pudiera ganar millones al mes, eso decía el mito, pero no fue así y tuve que conformarme con trabajar en la construcción de una iglesia, soldando cerchas en altura como armador y concretero o como conductor de carretilla, durmiendo en una carpa a orillas del mar por largos seis meses, en un campamento de vagabundos, porque arrendar era caro y en realidad no valía la pena: la consigna era ahorrar lo más que pudiera.  Estando allí quise conocer más de los pueblos de la región. Fue así que una semana santa viajé a San Pedro de Atacama haciendo escala en Calama, lugar que había oído nombrar por el equipo de fútbol Cobreloa. Al llegar me recibió la estampa del humedal y el río Loa, santuario natural que vi desde la altura del bus. Lo recuerdo muy bello, pero con poco desarrollo turístico. Al llegar a la ciudad me sucedió algo extraño: creí que sería un pueblo interesante, pero me sorprendió ver sus calles pálidas y suburbiales por las que circulaba mucha gente angustiada, incluso personas de la tercera edad presas de su adicción a la pasta base. Esta realidad me hizo desistir de hacer tomas fotográficas, pensando en el peligro que corría al ser un mochilero solitario en aquel lugar. Seguí luego mi viaje a San Pedro de Atacama, al que me referiré en otra ocasión. Los años fueron pasando y en muchas ocasiones me sentí un poco culpable de no haberme dado la oportunidad de conocer más a fondo aquella ciudad, así que hace unos meses, cuando tuve nuevamente la posibilidad de volver, me preparé para hacer un recorrido fotográfico. Mi intuición, reforzada por lo que había visto en la prensa, me decía que las cosas allí seguían iguales o peores que en mi visita anterior, pero la tozudez que me caracteriza me hizo despreciar el peligro. Seguí adelante porque qué sería de un fotógrafo gráfico si tuviera miedo de enfrentar un lugar peligroso, qué sería de los gráficos de guerra si tuvieran miedo a la guerra. Tales palabras, que rondan mi cabeza cada vez que siento miedo al acto de salir a la calle con mi rectángulo rodante en condiciones extremas, me alentaron a seguir adelante y apenas llegué subí a los cerros de "Camala" -como bauticé en aquella oportunidad a esa ciudad- no dándome cuenta de que era seguido por una banda de asaltantes. En una calle alejada del centro me rodearon y apuntaron con una pistola, mientras yo les decía que estaba ahí para mostrar su realidad, que yo también era del pueblo, argumentos a los que los maleantes hicieron oídos sordos, puesto que rápidamente abrieron la mochila dónde cargaba mi cámara digital, sustrayéndola y pateando mi espalda, advirtiéndome que ese sitio no era para mí y que si volvía sería baleado. Me alejé caminando rápido, pero sin miedo, lleno de adrenalina, en dirección al centro. Una vez allí me metí a un supermercado y compré algunas cervezas, dirigiéndome luego a la plaza de armas de Camala, lugar donde hice el luto por la pérdida de mi preciada cámara. Pensé en las personas que pierden sus vehículos o incluso la vida en los portonazos o en asaltos, hallando así un poco de paz ante tan cruda experiencia. Sentí rabia, pero también alivio, porque unos meses antes también sufrí un intento de asalto del cual libré. Me replanteé, además, seriamente mi camino fotográfico, dado que cada día está más difícil hacer fotos en la calle sin levantar la suspicacia, bastante paranoica, de quienes no entienden que ser un documentalista de la imagen no es ser un sapo ni un voyerista, sino un oficio que consiste en retratar y paralizar el tiempo para la posteridad. Seguí luego, eso sí, tomando fotos con mi teléfono, casi sin darme cuenta, incapaz de paralizar la pasión que mueve mi cámara rodante.    

Cámara rodante | Plaza Bogotá

“Me fui con la nostalgia de revisitar esas calles y esas casas donde tantas veces nos reunimos con Héctor a conversar y a beber, a intentar entender qué es la literatura, a acompañarnos en momentos oscuros y trágicos, a compartir la desgracia de vivir en un país donde la cultura sirve solo si genera plata, a sabernos sin futuro por el solo hecho de escribir poesía.” Salvo por un breve viaje a Europa junto a su madre, específicamente al País Vasco y a Lisboa, Héctor Figueroa, mi amigo y compañero de variadas aventuras literarias, pasó toda su existencia en nuestro país, más concretamente en el barrio Matta Sur, en el sector marcado por la añosa y hermosa plaza Bogotá, viviendo sucesivamente en las calles General Gana y Sierra Bella. En este sentido, el famoso verso de Enrique Lihn: “Nunca salí del horroroso Chile”, se ajusta bastante bien a su experiencia vital, mejor incluso que a la del propio autor de “La musiquilla de las pobres esferas”, quien cruzó las fronteras nacionales en múltiples ocasiones, siendo una especie de viajero frecuente, a diferencia de Figueroa, quien llevó una vida más bien barrial. Pensando en esto, junto a Emilio Serey decidimos recorrer las calles circundantes a la plaza Bogotá y recoger un testimonio gráfico de los sitios que acogieron a Titín en vida. Adicionalmente, nos contactamos con uno de sus hermanos, Juan Eduardo Figueroa, quien amablemente nos permitió fotografiar tanto el interior de la casa de General Gana como las instantáneas del álbum familiar.  Nuestro primer destino fue la plaza Bogotá, ubicada en Sierra Bella, entre Ñuble y Sargento Aldea. Nos encontramos, primero, con el antiguo teatro América (ex Rogelio Ugarte), que hoy funciona como bodega de una empresa de perfiles de aluminio. Se observa en su frontis, además, una animita en homenaje a un indigente que falleció en 2017 producto de la caída de una marquesina en mal estado. Frente al ex teatro, justo delante de una fuente de agua, había un grupo de pasotas bebiendo cerveza. Nos acercamos a ellos y les pedimos autorización para fotografiarlos. Al explicarles el motivo de las fotos, para nuestra sorpresa nos dijeron haber conocido y carreteado con Héctor en la misma plaza y también en su casa, aclarando de inmediato que no se trataba de carretes ruidosos, sino de tranquilas tertulias. La única mujer del grupo, Mireya, nos contó que el autor de “Groggy” alguna vez le escribió un poema alabando sus ojos. Manejaban, además, bastantes datos acerca de nuestro amigo, como que su hermano Álex fue ministro de salud; o que había estado alguna vez en la tele, en el programa de Warken; o que había leído sus poemas en la casa de Neruda. Nos despedimos del cervecero grupo y caminamos hasta la casa de Sierra Bella -una vivienda antigua, de fachada continua- donde Héctor vivió gran parte de las últimas décadas de su existencia. Queríamos fotografiar la casa en general, pero preferentemente la pieza de techo alto, llena de libros, donde nuestro amigo escribió parte importante de su obra. Pudimos, no obstante, fotografiar solo la mampara, puesto que un pariente que ahora vive allí se hizo el sueco y no nos invitó a pasar. Nos llamó la atención el mural que estos nuevos habitantes -primos, creo- pintaron sobre la fachada de la casa. Consiste, en términos generales, en un texto de Cervantes, según recuerdo, y unas caras redondas sonrientes -tipo Smile– de bastante mal gusto que, imagino, Figueroa hubiese aborrecido. Fotografiamos luego otros lugares del barrio, entre ellos la botillería donde Titín se abastecía y una hermosa tienda de antigüedades ubicada en Madrid con Ñuble, para finalizar visitando la casa de General Gana, donde nos esperaba -con unas cervezas bien heladas- su hermano Juan Eduardo. Al interior de la casa, que el mismo Héctor ayudó a remodelar luego de dejarla medio destruida en la época de los fervientes carretes juveniles, encontramos diversos rastros de su existencia: fotografías suyas y de parientes vivos y fallecidos, un viejo cuaderno tipo croquera con textos inéditos de los noventa, su bicicleta, su ropa y algunos de sus libros, nos más de doscientos de unos dos mil, por lo menos, que debe haber tenido su biblioteca, ahora en manos de los parientes de Sierra Bella. Ojalá que no los vendan por kilo, ojalá que no usen sus hojas – muchas de ellas de primeras ediciones de poesía chilena- para madurar paltas, ojalá que se los devuelvan a Juan Eduardo, quien celosamente ha numerado cada uno de los doscientos ejemplares que conserva, haciendo una lista a mano con sus títulos y autores en un viejo cuaderno contable. Cerca de las ocho de la tarde nos despedimos. Me fui con la nostalgia de revisitar esas calles y esas casas donde tantas veces nos reunimos con Héctor a conversar y a beber, a intentar entender qué es la literatura, a acompañarnos en momentos oscuros y trágicos, a compartir la desgracia de vivir en un país donde la cultura sirve solo si genera plata, a sabernos sin futuro por el solo hecho de escribir poesía. Nunca, eso sí, nos faltó el humor, la ironía, pues perder una y otra vez no significa estar derrotado -nocaut- si aún puedes reírte de ti mismo y de los cabrones que manejan el bulín. “No hay que cederle territorio al dolor”, señalaba con frecuencia Héctor Figueroa en sus últimos tiempos, cuando estaba enfermo y sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida y sí mucho de muerte. Luego alzaba su vaso, botella o copa y se mandaba un buen trago. Sergio Sarmiento  

Cámara rodante | Jugueteando

¿Quién no tuvo un juguete favorito en su infancia? ¿Quién no disfrutó con uno de estos artefactos que, según los arqueólogos, están junto a nosotros desde la prehistoria? Difícil sería hallar a alguien que se haya sustraído a la compañía de estos objetos que sirven no solo para divertirse, sino también como herramienta de presión y modelamiento cultural, promoviendo formas diferentes de conducta, por ejemplo, para niños y niñas -princesita para ella, superhéroe para él- pues los juguetes nunca han sido inocentes y la industria moderna los ha hecho menos inocentes aún.  Ajenos a estas situaciones, niños y niñas los quieren, los abrazan, los besan, los hacen hablar y moverse, echando a volar su imaginación. Llegada la juventud, sin embargo, estos queridos compañeros resultan un lastre y en un momento son abandonados en cajas de olvido, en una calle cualquiera, en un vertedero clandestino o directamente en el tacho de la basura, para ser llevados, luego, a un relleno sanitario, donde serán borrados del mapa.  Durante años he ido rescatando -mediante el acto fotográfico- variados juguetes de sus lugares de abandono y desmemoria, dándoles una segunda vida, una nueva oportunidad de encontrarse con nuestros modelamientos y afectos. De eso tratan precisamente estas fotos, este jugueteo con la lejana infancia.

Cámara Rodante | La Vega Central

Es medio día y desde el asfalto viciado el sol pega de rebote a los transpirados visitantes que circulan entre los líquidos percolados que se aposan en las calles de la Vega Central -ex sector "La Chimba"- reducto que recorro incansablemente desde mi niñez casi púber, en esa juventud cimarrera donde el colegio me aburría y escapaba a esa parte de Santiago, atraído por un submundo casi detenido en el tiempo. Hoy, siguiendo con mi propia tradición, camino por sus callejuelas y rincones como gráfico, retomando mi veta de viajero de los suburbios con mi "rectángulo rodante" concentrándome en retratar el paisaje, tema que he seguido desde hace varios años y el cual nunca es fácil porque una cámara intimida, así que la idea es ser súper rápido en la toma, seudo técnica que he ido perfeccionando con el paso de los años. Mi grupo objetivo está vez "son los parias de la sociedad" que esquivan los lentes por miedo a ser reconocidos o simplemente vergüenza, algunos reaccionan mal y es entendible porque en el fondo conservan algo de su raciocinio y saben que se encuentran atrapados en lo más profundo del sedimento social, discriminados por la mayoría, muchos ya sin familia, resignados a esa vida. Ha pasado algún rato de este periplo fotográfico y siendo un día caluroso siento sed, así que para entrar en onda me hago de un pack de cervezas y me escabullo en la Plazuela de los Historiadores, que queda casi al llegar al Puente de los Carros, al frente del cauce del Mapocho. Entre esa gente que vive en carpas, por ese sector, me logro mimetizar, soy uno más, sentado, bebiendo y desde ese lugar, logro divisar hordas de viejos alcohólicos con sus caras deformadas como las de un boxeador abatido, saliendo de las cantinas, para dejarse caer en aquella plazuela donde levantan sus "chululos", viviendo la indigencia en medio de la capital, donde el olor humano a orina y excrementos se funden dando paso a un ambiente rancio y putrefacto. A eso se agregan los olores de los micro vertederos que se forman a diario, frutas descompuestas, agua aconchada en las pozas de asfalto agrietado por el paso de las ruedas o el perfume de gordas prostibularias, que yacen sentadas en bancas hechas con tabla de tapa, limitando con la Feria de las Pulgas, donde el cachureo es un estandarte y que está a un costado de esas calles cercanas a la iglesia Recoleta Franciscana. Se forma, en este lugar, un tumulto que con gritos chillones o con voz raspada vocea candelabros de plástico made in china, último chiche llegado en containers desde el lejano oriente que sucede a la reina a caballo que, por un tiempo, se vendió como pan caliente. Tal es la música texturable, la atmósfera sonora que atrae a turistas que con celo gatuno levantan sus cámaras o celulares, temerosos de los escaperos o lanzas que buscan arrebatar cualquier cosa de valor, tal como lo hacen los leopardos cuando arrebatan con velocidad a sus distraídas presas. Así transcurre la vida en aquel barrio que al parecer cuenta con sus propios códigos de cruda marginalidad. "Después de dios sigue la Vega" reza el dicho, dios salvador, exista o no exista, que para los rezagados del sistema, a los cuales me refiero en estas líneas, no alcanza.