Ignacio Floyd (compílador)

Nuevas víctimas | Todo por Rocky

«Rocky, nuestro amado y difunto quiltro -que se hallaba en perfectas condiciones de salud- un día cualquiera amaneció muerto. Se hallaba rígido e hinchado, con la lengua afuera, hormigas en sus ojos, las orejitas caídas y una expresión de dolor en su querida cara canina. Después de su entierro, realizado en el pequeño patio de nuestra casa, justo debajo del albaricoque donde en verano dormía interminables siestas, me puse a averiguar las causas de su trágico deceso.» Me uní a ACHIDUPEN (Asociación Chilena de Dueños de Perros Envenenados) a comienzos del año pasado, cuando Rock, nuestro amado y difunto quiltro -que se hallaba en perfectas condiciones de salud- un día cualquiera amaneció muerto. Se hallaba rígido e hinchado, con la lengua afuera, hormigas en sus ojos, las orejitas caídas y una expresión de dolor en su querida cara canina. Después de su entierro, realizado en el pequeño patio de nuestra casa, justo debajo del albaricoque donde en verano dormía interminables siestas, me puse a averiguar las causas de su trágico deceso. La conclusión -casi sin lugar a errores- fue que Rocky fue envenenado. Llegué a ese convencimiento luego de averiguar en Internet y de consultar con algunos vecinos, muchos de los cuales me comentaron que también habían experimentado pérdidas similares. Algún infeliz, un puto sin corazón, está envenenando a los perros del barrio, señalaron. Mi mujer, mis hijos y yo sufrimos mucho con la noticia, puesto que el envenenamiento es una práctica especialmente cruel. Se realiza, muchas veces, mediante un alcaloide llamado estricnina, que ataca el sistema nervioso central del animalito, provocando su muerte por asfixia. La estricnina, no olvidarlo, tiene otro fin, pues es un eficaz pesticida que permite acabar con las ratas y otros invertebrados menores, asquerosos, infecciosos, demoníacos, que sí merecen morir por su alto poder patógeno. Otro método usado por los callados, feroces y crueles enemigos de las mascotas es la ingesta de vidrio molido, material que se les da a comer junto con trozos de carne, por lo general molida, provocando dolorosas hemorragias internas y finalmente la muerte. Al respecto, debo señalar que hubo serias discusiones y debates en torno a la pertinencia de incluir o no a los dueños de perros muertos por vidrio molido en ACHIDUPEN, dado que el vidrio molido, está claro, no es un veneno propiamente tal. Primó, sin embargo, la idea del sector integracionista, al que orgullosamente pertenezco, de hacerlos parte, dado que -ex post- los efectos letales del vidrio molido son equivalentes a los de la estricnina. Quedaron afuera, eso sí, los dueños de perros atropellados, por el carácter exógeno del elemento que les provoca el fallecimiento.  ¿Qué hacemos en ACHIDUPEN? Además de informar, crear conciencia del problema y exigir justicia y reparación mediante nuestra página web, una de nuestras acciones más frecuentes es querellarnos ante el envenenamiento de un perro o perra. En ese sentido, este año hemos presentado acciones judiciales -hasta hoy sin resultados- por los difuntos y difuntas: Capitán, Lady Di, Prometeo, Shakira, Cachuco, Cosita, Travolta, Mamona, Jailander (sic), Luna y Cachirulo, canes cuyos amos -hoy de penoso duelo familiar- habitan en diversas comunas de las regiones Metropolitana y de Valparaíso, que son los lugares donde nuestra asociación tiene mayor presencia. Nos hemos reunido, también, con la Sociedad Veterinaria Nacional (SOVENA) a fin de conocer mejor las formas de mantener sanas a nuestras mascotas y con la Subsecretaria Nacional de Educación Básica (SUBNEB), solicitándole que apoye nuestras acciones, en el entendido de que los perros les hacen bien a los niños.  Un psicólogo reputado -seguidor, según dijo, de la pirámide de Maslow- nos proporcionó abundante material con relación al vínculo que existe entre el desarrollo afectivo y sicomotor de los niños y la tenencia de perros. Con ese material fuimos al ministerio. La subsecretaria estuvo muy de acuerdo con nosotros, nos habló incluso de Pelusa, su perrita chow chow de la infancia que, está segura, murió vilmente envenenada, pues durante sus últimos días sudaba, temblaba, vomitaba, pero nos señaló que no podría apoyarnos públicamente, esto no le daría réditos políticos, puesto que tiene fuertes presiones en contra de organizaciones como APANIVIPE (Asociación de Padres de Niños Violentados por Perros), de MAPROGAMMOC (Mancomunal de Propietarios de Gatos Mordidos Mortalmente por Canes) y de UNALI (Unión Nacional de Amigos de Lagartijas e Iguanas), las que no están tan de acuerdo -¡y se atrevió incluso a decir que con cierta razón!- con la idea de que los canes les hagan tan bien a los niños, a los gatos o la diversidad ecológica. Ante la actitud acomodaticia y timorata del aparato estatal, nosotros, por cierto, nos seguiremos movilizando, seguiremos golpeando puertas y creando conciencia acerca de estas ignoradas víctimas de la maldad humana. Si tenemos que enfrentarnos a los fanáticos de APANIVIPE, MAPROGAMMOC o de UNALI lo haremos, puesto que nuestra lucha no es solo en defensa de los canes, sino también de la familia chilena, de la que estos peludos y tiernos seres son parte esencial. Todo por Rocky, todo por el mejor amigo del hombre, me digo cada vez que debo sacrificar parte de mi tiempo en estas acciones. Golpearemos puertas, es verdad, pero también estamos dispuestos a ir bastante más allá. Hemos creado -para ello- la Brigada Vengadora Canina (BVC), cuyo fin es detectar y ajusticiar a los envenenadores de nuestras queridas mascotas. Para ellos hemos infiltrado agentes en los barrios y en las redes sociales, también en APANIVIPE, MAPROGAMMOC y en UNALI, con el fin de descubrir a los infelices criminales. A ellos les digo que, si no quieren terminar sus días con el estómago lleno de vidrio molido o estricnina, no se les ocurra asesinar a ningún perro o perra. “Envenena al que envenena”, tal es el lema de la BVC.     

Víctimas anónimas | Lifting facial

Me gasté los tres primeros diez por cientos en arreglarme el caracho. Estaba ajado, demacrado, ojeroso, triste y gracias a un reportaje de TVN -el canal de todos los chilenos- tomé la decisión de mejorar mi apariencia, pues como señaló allí un cirujano plástico “es un derecho humano verse bien”, cosa que me pareció totalmente lógica. Me aboqué, primero, a la parte dental. Me puse las muelas y los dientes que me faltaban, quedando, tras dolorosas sesiones odontológicas, con una risa tipo Luis Miguel. Fui, después por el rostro. Me hice un lifting facial en una clínica para cuicos. Me anestesiaron, me cortaron, me sacaron lonjas de piel, me estiraron, me cosieron. Tras la intervención estuve varios meses con la cara hecha un desastre, llena de vendas, cicatrices y costras, recibiendo pomadas, inyecciones y otros actos de tortura. Al final todo estuvo bien, al final mi cara quedó perfecta y contando con cinco décadas de vida parecía un tipo de treinta. Algo achinado eso sí, pero de treinta. Cuando retomé mi vida de siempre, se me habían acabado las vacaciones sin goce de sueldo, fui blanco de bromas de parte de mis colegas de trabajo. Me preguntaban – mediante chistes, groserías y malintencionadas pullas- de qué me valía tener una cara perfecta si el resto de mi cuerpo -aludiendo principalmente a mi pene, estaban obsesionados con mi pene- seguro que no me funcionaba igual de bien. Yo no los tomaba en cuenta, los ignoraba y continuaba con mi labor, inmerso en esa cárcel llena de celdas que es el Excel. Mi única persona amiga en la empresa, la señora Alma Pura, una abuela de setenta que trabajaba lavando inodoros, me decía que si ella pudiese estirarse la cara también lo haría. Se ve súper bien, se ve más rico que el Benja Vicuña, es pura envidia lo de sus compañeros, agregaba, mientras entrecruzaba sus manos -cubiertas con guantes de goma amarilla- como una santa o una virgen piadosa. Cuando estaba solo, eso sí, me miraba al espejo y no me reconocía, ese que estaba allí no era yo, era un farsante de dientes blancos, una especie de Sebastián Piñera que con su risa de esmalte sintético vende basura a la gente. Había algo innatural en mi cara. Era una especie de muñeco, una figura digna de un museo de cera: me parecía demasiado a Ben Brereton en el comercial de Pepsi. Mis colegas de la oficina, afortunadamente, no descubrieron este horrendo detalle y el espectro de sus bromas siguió girando en torno al pene. Con respecto a las mujeres el experimento, debo consignar, sí que funcionó. Después de años logré ir con una fémina a un motel. Y luego con otra. Y con otra. Se trataba de mujeres maduritas, no tanto como la señora Alma Pura, se entiende, sino cuarentañeras o cincuentañeras divorciadas, liberalizadas, hambrientas de pasión y cariño. Ninguna, debo decirlo, me gustó demasiado. Yo tenía en mente aún el cuerpo maravilloso de la Giovanna, mi ex mujer, que ahora vive en Antofagasta con un venezolano con lucas. La culpa es de Maduro, diría Schalper, ese diputado acartonado que se dedica -con éxito- a practicar y promover la idiotez. No, echarle la culpa al dictador bolivariano sería un error: la culpa es completamente mía, me mandé puros condoros, fui agresivo, bebedor y grosero, faltó poco para que Carlos Cabezas hiciera una canción con mis confesiones. Por suerte la Giovanna se fue de la casa. Estuve tres años marchito, bajoneado, chamuscado, desde que tomó sus weas y se subió al Suzuki Baleno de su nuevo amorcito. Ahora, con mi cara nueva, debería sentirme mejor. Es lógico, pues, como dijo el médico de la tele verse bien es un derecho humano y yo, gracias a los primeros retiros de las afps, estoy al día en tal aspecto. La fealdad, en consecuencia, no me vulnera. Soy un muñeco atractivo para el segmento de minas pre-sarcófago. Me siento, sin embargo, extraño e incómodo. No me operé para consolar a señoronas divorciadas: padecen de cólicos y sinusitis, sufren de hinchazones y cefaleas, hablan, además, de cosas que no me importan en lo más mínimo: de la suerte de tener trabajo, de remodelar la cocina y el baño, de las series turcas, del aumento de la delincuencia, de cruceros a lugares paradisiacos que para mí son infiernos y principalmente de sus hijos, que parecen ser unos imbéciles. Con la Giovanna, debo señalar, no fuimos padres, no tuvimos hijos dada mi incapacidad para procrear, pues soy un plátano oriental sin capacidad de engendrar frutos, sin capacidad de engendrar alergias.   Ayer había quedado de salir con una funcionaria administrativa de TECSA SA, una mujer cuyo sueño más sentido es instalar ventanas tipo termopanel en su dormitorio y cuyo hijo único, que estudia ingeniería en logística en un IP, colecciona figuritas de Mickey Mouse. Íbamos a ir ella y yo, es decir, su cirugía estética y la mía, a un rico restaurante peruano y después, seguro, a un motel arribista. No fui, sin embargo, capaz de asistir a la cita. Antes de salir me miré al espejo, mis dientes relucían y mi cara achinada parecía la de un hombre feliz. Interiormente, no obstante, deseaba volver a los días en que echaba de menos a la Giovanna, necesitaba esa sensación, no a la Giovanna, a ella ya la perdí, pero mi cara no me acompañaba. ¿Dónde están mis ojeras, mi piel sobrante, mi demacración? ¿Habrá alguna manera de recobrar mi rostro verdadero? ¿Un plan de FONASA o ISAPRE? ¿Me ayudará el gobierno, la Convención Constitucional, Farkas, las Naciones Unidas o algún programa de la tele a deshacer lo andado y sumergirme, otra vez, en la acogedora penumbra de mi tristeza?

Víctimas anónimas | Errázuriz, el podrido

Hace poco más de dos décadas se aprobó una ley que otorga igualdad de derechos a las creaturas nacidas fuera del matrimonio, terminando así con la estrafalaria idea de los hijos ilegítimos. Indica esta ley, además, que ante la ausencia del padre la madre tiene derecho a darle el apellido que le parezca al niño. Tal es mi caso. Antes de la existencia de esta ley hubiese sido un “huacho”. Hoy, sin embargo, soy un Errázuriz. Mi madre, que es una loca, eligió este apellido rimbombante para mí. Un apellido de millonarios, de obispos, de presidentes. No sé de dónde sacó la idea. Nosotros vivimos en La Pintana, que es un lugar chato y pobre, en las cajitas de fósforos que se llueven vivimos, aquí hay puros gonzález y tapias, no hay larraínes ni ochagavías. En la escuela y en el liceo mis compañeros y compañeras me pusieron apodos como “El Conde”, “El Señorito”, “El príncipe”, “El Cuico”, pero para mi mala suerte perduró el peor: “El Podrido”. Surgió, este sobrenombre, del comentario irónico que hacían mis amigos cuando les pedía dinero prestado: Errázuriz, el podrido en plata, decían. Luego se metían las manos a los bolsillos y me apañaban con unas monedas para un berlín o un cigarrillo. Ser conocido como “El Podrido”, les digo, no es nada bueno. Es como si viviera en un pantano. Es como si hubiese animales muertos descomponiéndose en mi boca. Por eso me voy a ir de este barrio. Y me voy a cambiar el apellido, ojalá por el verdadero, que estoy seguro debe ser uno normal. Claro, porque he visto fotos de los Errazuriz en Internet y no soy como ellos, yo soy bajo, de ojos negros, de nariz ancha, moreno; ellos, en cambio, son altos, rubios, de narices delgadas y ojos claros. Ellos juegan golf en La Dehesa, yo vendo paraguas en el Paseo Ahumada. Le he preguntado a mi mamá por mi padre infinitas veces. Y siempre se va por la tangente. Debo ser producto de un polvo pasajero, de una calentura, de una violación, de una gota de semen que cayó en la tapa del wáter donde mi madre orinaba, quién sabe. Errázuriz, Errázuriz es tu padre, me dice cada vez que le pregunto por mi origen, embuste que con los años ella misma se ha ido creyendo, pues cuando se reúne con sus amigas del Teletrack, es cajera ahí, les cuenta de su romance con Ramón Antonio Errázuriz. Vive en Vitacura, la he escuchado decir, me llevaba a Viña, a un hotel con más estrellas que el cielo.  Años atrás, cuando tenía quince, con el padre de un amigo, que es mueblista, fuimos al barrio alto en su destartalado furgón. Don Mono, así le decían, tenía que medir, no recuerdo para qué, unas paredes de la cocina del lujoso Club de Campo Las Dalias. Mientras esperábamos, con Cuchurruco, mi amigo, nos fuimos a recorrer los jardines, que eran súper bacanes. Intruseando llegamos a una especie de salón de actos. Entramos. Pasando el umbral nos encontramos con un hombre de gran estatura que nos detuvo y nos preguntó quiénes éramos y que estábamos haciendo allí. Nosotros, asustados, no respondimos. Soy un Errázuriz, dijo entonces el hombre, y este salón no es para que entre cualquiera. ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? ¿Qué andan haciendo acá?, nos volvió a preguntar. El Cuchurruco dio su nombre, Luis Duarte, dijo, ando con mi papá, que está trabajando en la cocina. ¿Y tú? Yo ando con el papá del Luis también, respondí, sin atreverme a mencionar mi nombre y menos mi apellido. Váyanse a la cocina entonces, dijo el hombre. Y yo me sentí tal como mi apodo. No, definitivamente no soy un Errazuriz ni lo parezco y la ley que, con buena voluntad y altura de miras, aprobó el congreso, siendo aplaudida incluso internacionalmente, terminó convirtiéndome en una víctima. El error, pienso, es que esta disposición parte de la idea de que la madre tiene sentido común, tiene criterio, y mi madre, como lo dije, está loca, cada día más loca. Ahora anda diciendo -con estas mismas palabras- que Errázuriz estaba perdidamente enamorado de ella y que ella lo rechazó porque no le llenaba el gusto. Ustedes saben lo exigente que soy. Lo rechacé en Venecia, les dice a sus amigas cuando bebe unas piscolas de más, en un barquito como esos que aparecen en las películas. Ahí mismo trató de matarse. Se tiró al agua y un salvavidas lo salvó. Intentó -en los años siguientes- suicidarse varias veces. Con un revólver, con una navaja, con soda cáustica. Pobrecito, estaba empotado. Por eso mismo nunca me atreví a contarle que tenía un hijo, imagínense, hubiese sido peor. Con el tiempo se hizo cura y se fue a vivir a una población de pobres, pero le fue imposible superar la depresión y abandonó el sacerdocio. Ahora vive en el campo, en un fundo de su familia, y no quiere hablar con nadie. A mí, eso sí, me llama bien seguido, me busca, pero yo na que na. Claro, le dicen sus amigas, y le preguntan si también tiene como enamorados a Brad Pitt, al puto de Gianluca Vacchi o al mismísimo príncipe de Inglaterra.

Víctimas anónimas | Corte militar

Pertenezco a una generación que fue violentada duramente en su infancia. Tal abuso -lo digo responsablemente- fue perpetrado por peluqueros de mente obtusa, aliento añejo y manos criminales. Vestidos con delantales blancos y premunidos de tijeras, navajas y máquinas siniestras, aplicaron en nuestras cabezas el antiestético e inhumano corte tipo militar. Cierto es que el ministerio de educación era un ente despótico que imponía (e impone) normas disciplinarias tipo establo, cierto es que estábamos en la peor dictadura que ha sufrido este país, cierto es que los putos milicos se dedicaron a cortarle el pelo -y muchas veces el cuello- a hippies y neofolcloristas, pero nosotros éramos niños, no hippies ni neofolcloristas, y si nos gustaba el pelo más o menos largo no era por un rechazo a la sociedad de consumo -en Chile por ese tiempo no habían creditcards– o porque quisiéramos dar un giro al folclore nacional orientándolo hacia lo social, sino por cubrir nuestras orejas del frío matinal y sentirlas calientitas; por tener la capacidad de mover la cabeza de lado a lado y marearnos sintiendo cómo nuestro cabello, que éramos nosotros mismos, era libre y flexible; por echarnos el pelo a la cara y tener la idea de que nos habíamos convertido en el hombre invisible, es decir, por jugar a ocultarnos y tener nuestra propio mundo interno. Todo esto, sin embargo, fue eliminado de raíz por los siniestros peluqueros, aniquilando, en primer lugar, nuestra individualidad, al homogeneizarnos unos niños con otros y todos los niños con milicos, aviadores, marinos y pacos. ¿Cuántos frío tuvieron que soportar nuestras orejitas de niños? ¿Cuántos intentos de sentirnos libres girando la cabeza de lado a lado capotaron por la ausencia de cabello? ¿Cuánta de nuestra intimidad de hombres invisibles se pasmó ante la incapacidad de ocultarnos tras una chasquilla apropiada para tales efectos? Nuestro derecho a la libertad ciertamente fue violado. Lo peor: nuestros padres lo aceptaron como algo normal, volviéndose cómplices del aparato represor. ¿Cuánta creatividad popular fue arrasada por esta medida? ¿Cuántos poemas y canciones y pinturas y bailes y esculturas murieron antes de nacer? En mi caso particular, recuerdo que cuando niño soñaba con convertirme en dibujante de cómics. Tenía decenas de cuadernos con esbozos de los personajes e historias que creaba. Corte a corte militar, sin embargo, fui abandonando este sueño sin reemplazarlo por nada decente hasta que, en la adolescencia, únicamente aspiraba a tener un cartón que me diera dinero. Lo peor: decidí estudiar peluquería y ahora ejerzo en una unidad militar que no daré a conocer. Corto el pelo con placer, a veces con sadismo, especialmente cuando se trata de nuevos reclutas, los que muchas veces se van con la cabeza sangrando. Con el auspicio del estado, los milicos golpistas y mis padres cobardes me convertí en un sádico. ¿Habrá algún tipo de reparación para gente como yo?

Victimas anónimas | Noctámbulo exige sus derechos

Hay gente que funciona bien de día y otra que funciona bien de noche, eso todos lo sabemos y demostrarlo no sería difícil. En este país, sin embargo, todo es diurno, todo es mientras el sol alumbra, como si la claridad asegurase algo, algún estándar de productividad, de calidad o de ética que, a la luz del nivel de ineficiencia, corrupción y abuso que tenemos hoy por hoy, no se cumple. Como razón de esta dictadura de la “diurnidad”, los tecnócratas del mundo económico esgrimen un argumento clásico: el enorme ahorro en iluminación que significa esta política estatal. El estado, no obstante, gasta mucha luz en iluminar cosas inútiles: frontis de edificios públicos, comisarías, regimientos, monumentos a milicos, curas, colonizadores y oligarcas surtidos. El sector privado, por su parte, no lo hace nada de mal con sus gigantografías, sus marquesinas, sus paletas publicitarias y sus vitrinas que resplandecen vacías noches enteras. Si la idea fuese ahorrar, habría que apagar todos estos significantes como se apaga, cada atardecer, la vida de la ciudad y de aquellos que recién venimos despertando. Somos personas que nos llenamos de energía con el ocaso, noctámbulos, nocherniegos, góticos, bohemios, vampiros, adjetivo, este último, con el que se nos pretende ridiculizar. Las llamas anaranjadas del sol que se oculta nos excitan, nos la ponen dura, nos preparan para nuestro hábitat que es la noche. Sí, porque no todo el mundo funciona de acuerdo con lo que la ciencia llama “ritmo circadiano de actividad-reposo”, idea que supone que tenemos un reloj biológico que nos llama a dormir de noche y a estar despiertos de día. ¿Podemos creer tales argumentos? Poco o muy poco, puesto que la escasa ciencia que se realiza en Chile, digámoslo, es financiada por los mismos cabrones que manejan la economía. Si el ciclo circadiano, por otra parte, fuese estrictamente necesario para la existencia humana, ¿cómo es que hay quienes trabajan de noche en las denominadas “actividades vitales para la sociedad”, desempeñándose como nocheros, enfermeros o enfermeras, expendedores de gasolina? Tenemos, sin embargo, que llevar una vida diurna, desplazarnos anémicos de ocho am a ocho pm, pudiendo vivir sólo los viernes o los sábados en los horarios que nos hacen bien, aunque cansados por la levantada temprano y obligados a enmarcarnos en el concepto de “vida nocturna” que aplica el sistema productivo: carrete, alcohol, desenfreno y cosas por el estilo, cuando nosotros quisiéramos ver la ciudad funcionando tal cual lo hace en el día: poder tomar un café o almorzar a las tres de la mañana, subirse a un bus o al metro, hacer trámites burocráticos, entrar a una librería o a una tienda de comics, escuchar la música del organillero. La noche, sin embargo, nos está prohibida incluso a aquellos que sentimos que a su llegada “levantan el vuelo las pesadas alas del espíritu”, como escribió Novalis. La noche es el espacio de la magia y del misterio, de lo indeterminado, de lo subjetivo, sugerían los románticos. No sé si seré un romántico, lo más seguro es que no, la palabra además ha sido abusada al extremo y hoy, para la masa, es casi un sinónimo de imbecilidad, por lo que prefiero alejarme de ella. En algo sí estoy de acuerdo con Novalis y sus seguidores: el día es dominio de lo práctico, de lo racional, de lo objetivo, es decir, huele a modernidad, huele a fracaso. Hay cobardía también en los que potencian lo diurno por sobre lo nocturno, quieren ir a la segura, no quieren secretos, todo tiene que estar a la luz, tal como señala Byun Chul Han respecto de la sociedad pornográfica. ¿Tomarán en cuenta a la gente como yo alguna vez en este país? ¿Abrirá la ciudad de noche como, dicen, ocurre en Buenos Aires? Los malhechores vestidos de empresarios y políticos correctitos -casi con cara de niños de primera comunión- que manejan Chile seguramente dirán que no, argumentando, primero, el asunto de la ineficiencia económica, tema ciertamente cuestionable puesto que abrir la ciudad de noche significaría un gran impulso al comercio, al empleo y otros menesteres vinculados a esta actividad que -en estos tiempos- es una especie de deidad ante la que todos nos debemos arrodillar. Un segundo argumento es el daño a la salud de la población, asunto que -está claro- poco les importa, no están ni ahí, pues de importarles habrían cerrado urgentemente todo tipo de trabajo nocturno (y cerrado las innumerables plantas contaminantes que funcionan las veinticuatro horas del día). Asumo, también, una razón de corte moral, pues estos cerditos encorbatados y perfumados con Creed que administran la franja tricolor -la mayoría educados en colegios católicos de mil dólares mensuales- asocian la noche a la perdición, al pecado y otras imbecilidades parecidas, por lo cual prefieren ejercer sus perversiones durante el día. Apaga la luz, decía mi padre cada vez que me pillaba leyendo a las tres de la mañana. Mi padre, que como escribe Reich, era el sargento que el poder había puesto en nuestra casa para canalizar las órdenes del gran capital. Nada que hacer, me digo, la dictadura de la “diurnidad” está arraigada de rey a paje. Mi derecho y el de muchos a desarrollarse en un ambiente adecuado a sus características, mientras tanto, es conculcado día a día, noche a noche, amanecer a amanecer, por un estado que funciona con el horario de un convento. ¿Se abrirán alguna vez de noche las grandes alamedas? ¿Pasarán por allí alguna vez los noctámbulos libres?