Marcelino Molle

Fichero | Un patio trasero bipolar

«La memoria, que lo acosa con fantasmas vivos y muertos, no es, sin embargo, lo único que transforma al hablante en un elemento poco funcional, una pieza agripada, diría un mecánico, en ese patio trasero bipolar donde lo presente y lo ausente son una sola cosa, pues la idea de ser un mal poeta agudiza el problema: “día a día desaparece el talento / de mi siniestro ojo enfermo”, se autodiagnostica con una pesadumbre que intenta ser objetiva.» La idea de “patio trasero” se asocia, habitualmente, a un sitio de carácter secundario, preferentemente a maltraer, donde se depositan desechos o aquello que no funciona, siendo usada de forma habitual como imagen –despectiva– para explicar la situación de los países subdesarrollados, las exprimidas colonias, de las que Chile forma parte. Si nos dejamos llevar por esta idea, los poemas que nos ofrece Francisco Quiroz (Valparaíso, 1964) en “Patio trasero” (La Polla Literaria, Santiago, 2025) deberían exhibir tales características. El autor, sin embargo, opta por elaborar un patio trasero que en su exterioridad se encuentra en las antípodas de esta imagen, pues mediante poemas que funcionan como las anotaciones de un cuaderno de viaje (de un viaje inmóvil, a cero kms por hora) construye un espacio luminoso, casi mágico, pletórico de volantines y aves nativas, donde “las hortensias y su sonrisa dulce / viven en primavera de éxtasis”. En ese espacio, el hablante, un poeta cincuentón aficionado a la bebida y a las drogas, hombre solitario que confiesa que: “defraudo a las mujeres que amé”, convive armónicamente con las generaciones que lo anteceden y suceden: “nieto y abuelo bajo el ciruelo en flor / ríen // felices degustan / filetes frescos // en sus bellos ojos turquesa / contemplo la vía láctea”. Es cierto que el abuelo es un nonagenario que: “recorre la casa familiar / sobre la resbaladiza cerámica / arrastra sus pies”, es decir, es una persona con un deterioro producto de la edad, pero este deterioro no lo convierte, a ojos del hablante, en un residuo inservible, un artefacto en desuso, menos en una rama podrida, como sugiere Pound –a propósito del tema– en su poema “Encargo”: “¡Oh qué asqueroso resulta ver a tres generaciones / reunidas bajo un mismo techo!  // Es  como un árbol viejo con retoños / y con algunas ramas podridas cayéndose”.  El panorama exterior, como se ve, es armonioso. Lo interior, sin embargo, opera como la otra cara de la moneda, pues en este espacio subjetivo vemos acumularse residuos y cosas que no funcionan, cachivaches emocionales, podría decirse, conectándonos con la imagen despectiva de lo que es un patio trasero. Asistimos, entonces, a la remembranza –con un cierto tono lárico– de lejanas, empolvadas e irrecuperables hazañas adolescentes, importantes hitos autobiográficos transcurridos en lugares como Conchalí, Valparaíso, La Ligua, Pullally, Longotoma y Los Vilos. Amistades, carretes, conflictos familiares y sus primeros encuentros eróticos: “yo usaba un azulino / y diminuto trajebaño Catalina // me dijo / que sus labios y su virginidad / desde entonces serían solo para mí // a mis 17 / y ella / en su vuelta 16 / me colmó con sus besos de cereza”. Aparecen, además, las partes recortadas de lo que alguna vez fue un abigarrado retrato familiar: “buganvilias / con mi madre muerta / contemplan / los silbidos de John Coltrane / y a sus escarabajos / que son murciélagos”, se puede leer en el oscuro poema “No sé que hacer”. En otro texto, “El profe Domínguez me engrupió con Rilke”, al hablante se le “aparece el picaflor azul que es mi hermana muerta”. Echa de menos, también, a los miembros de su tribu literaria, aquellos con los que aspiró a domar la vida y la palabra, puesto que “mis amigos poetas / de la división fantasma / [se hallan] desaparecidos de escena”.   La memoria, que lo acosa con fantasmas vivos y muertos, no es, sin embargo, lo único que transforma al hablante en un elemento poco funcional, una pieza agripada, diría un mecánico, en ese patio trasero bipolar donde lo presente y lo ausente son una sola cosa, pues la idea de ser un mal poeta agudiza el problema: “día a día desaparece el talento / de mi siniestro ojo enfermo”, se autodiagnostica con una pesadumbre que intenta ser objetiva. Tuvo, considera, tiempos mejores. Fue un mejor sparring del cerrado infinito de la poesía. Ahora, en cambio, debe conformarse con logros más modestos: “respiro cierta plenitud / cuando imagino un poema / que me deja tranquilo / y alegre / ante mi fracaso / de poder escribirlo”. Cuando los escribe, sin embargo, el peso de la derrota, la sensación de que “las hortensias y su sonrisa dulce” se vuelven “desoladas hortensias / extasiadas / en alguna hoja de mi cuaderno”, en fin, la idea de estar sufriendo una goleada escritural y humana, derrumba la antigua ambición retórica –presente en sus anteriores poemarios– y sus residuos, que van de lo lírico a lo antipoético, de lo culto a lo pop, de lo hermético a lo abierto, pasan a formar parte de textos discontinuos, pero coherentes, donde predomina la honestidad, la búsqueda de lo verdadero, lo que se agradece en un país –y en una literatura– donde cada día se inaugura una nueva tienda de disfraces. 

Fichero | «Carne de perro» de Germán Marín: Esperando la muerte sobre un techo de zinc

«Con ese lenguaje seco y gramaticalmente anguloso, desprovisto de bellaquerías líricas, delicadezas del corazón o trampas herméticas, que caracterizan la prosa de este enorme narrador chileno, en esta breve novela histórica Marín nos hace reflexionar no solo en torno a la violencia y su uso, sino también en torno al pragmatismo y su abuso, situándose en un espacio intermedio, indeterminado, que se mezcla con el frío de la noche donde Ronald Rivera y los suyos esperan el combate y la muerte.» Estamos en 1971, Salvador Allende se encuentra en el poder y un comando del VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo) asesina a Edmundo Pérez Zujovic, ex ministro del interior del gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva, ametrallándolo en su propio vehículo. El asesinato –cometido el 8 de junio de ese año– consistió en un “ajusticiamiento revolucionario a un masacrador”, según señalaron sus autores, dada la responsabilidad de Pérez Zujovic en la llamada “masacre de Puerto Montt” o “matanza de Pampa Irigoin”, como también se le ha llamado a este hecho, acaecido el 9 de marzo de 1969. Ese día de fines de verano, premunidas de fuerte armamento –entre ellos fusiles SIG y carabinas Mauser– fuerzas de carabineros procedieron a desalojar una toma realizada por pobladores de escasos recursos en terrenos aledaños a sectores de Pampa Irigoin que ya se encontraban tomados. En esta acción policial, justificada públicamente por Pérez Zujovic, fueron asesinados once pobladores, incluyendo una guagua de tres meses y más de veinte personas resultaron heridas de bala. El trágico suceso, que Víctor Jara denunció con la canción “Preguntas por Puerto Montt”, generó el repudio de la clase política chilena, principalmente de la izquierda, que no jugó a matizarlo como hicieron otros sectores.   Dos años más tarde –y ya con la Unidad Popular en el poder– el asesinato de Edmundo Pérez Zujovic, que fue condenado también por todos los sectores políticos del país (incluyendo al revolucionario MIR), fue una mala noticia para Allende y su gobierno, pues implicaba el distanciamiento de la Democracia Cristiana y el fortalecimiento de la derecha, dado que él mismo presidente socialista había indultado poco antes a uno de los participantes del crimen. En estas circunstancias, Allende decretó estado de emergencia y toque de queda en Santiago, desplegándose un amplio operativo policial y militar para dar con los responsables y así mostrar credenciales democráticas. Cuatro días más tarde está búsqueda llega a su fin, pues los integrantes del comando que dio muerte al ex ministro del interior son ubicados en una casa de calle Coronel Alvarado, en las cercanías del Hipódromo Chile, en el sector norte de Santiago. Los efectivos –dirigidos por el director de la PDI, Eduardo “Coco Paredes”– rodean la casa al anochecer, preparándose para lo que sería uno más de los hechos de violencia política que caracterizan nuestra historia.  La tensa espera entre este momento y el enfrentamiento es lo que narra Germán Marín (Santiago, 1934-2019) en Carne de perro (Random House Mondadori, 2008), novela dada a conocer por su autor en los años noventa. El protagonista es Ronald Rivera, líder del VOP, grupo que mantuvo las armas en alto durante el gobierno de Allende y que consideraba necesario integrar al lumpen a la revolución, dada la pusilanimidad del obrero en cuanto a tomar las armas. Con ese lenguaje seco y gramaticalmente anguloso, desprovisto de bellaquerías líricas, delicadezas del corazón o trampas herméticas, que caracterizan la prosa de este enorme narrador chileno, en esta breve novela histórica Marín nos hace reflexionar no solo en torno a la violencia y su uso, sino también en torno al pragmatismo y su abuso, situándose en un espacio intermedio, indeterminado, que se mezcla con el frío de la noche donde Ronald Rivera y los suyos esperan el combate y la muerte, pues no se rendirán, no está en sus planes, puesto que ellos son los únicos fieles a la revolución, esa “palabra cargada de profecías que anunciaba, tras la derrota de la burguesía, una nueva era a través de la violencia de la justicia proletaria”, como indica el líder del VOP mientras se encuentra posicionado sobre el techo de zinc donde hace guardia. El desenlace de la novela, dado su carácter histórico, no tiene ningún misterio, sin embargo Marín la dota de suspenso, crudeza, morbosidad y especulaciones diversas que tejen un texto difícil de abandonar, donde Rivera, acorralado, va y viene entre recuerdos, proclamas y pensamientos. Como último apunte, Carne de perro permitirá a algunos recorrer ese conocido y manido adagio que señala que la violencia llama a más violencia, dado que, en este caso, los asesinos de Pérez Zujovic –responsable del asesinato de los pobladores de Puerto Montt– fueron asesinados a su vez –como sugiere Marín– por las fuerzas dirigidas por Coco Paredes, quien dos años más tarde fue asesinado por efectivos de las FFAA durante la dictadura de Pinochet y sus socios proto republicanos, proto errene y proto udi. Igual suerte siguió Víctor Jara, quien en su canción “Preguntas por Puerto Montt” señala: “Usted debe responder / señor Pérez Zujovic: / ¿por qué al pueblo indefenso / contestaron con fusil?” Encontró la muerte, también, uno de los integrantes del comando VOP que no se hallaba en la casa de Coronel Alvarado esa tarde trágica, Heriberto Salas Bello, alias “El Viejo”, quien al poco tiempo, y en un acto de venganza, atacó en solitario el cuartel general de la PDI, asesinando en este acto suicida a tres detectives. Para los más radicales, en cambio, y dados los sucesos de septiembre de 1973, donde la violencia militar se impuso e impuso el Chile en que vivimos hoy en día, Carne de perro les permitirá afirmar que la vía armada era el camino para construir una sociedad distinta, mas justa, menos idiota; que la vía chilena al socialismo, basada en mecanismos democráticos, era una pérdida de tiempo; que el VOP fue el único que no cayó en la trampa de la derecha y los gringos, que finalmente nos convirtieron a todos en esos personajes deleznables que “van juntitos al supermarket / y (…) tienen un televisor”, de los que hablaba Víctor Jara al referirse irónicamente a la

Fichero | Manejo integral de residuos

«Como el perspicaz lector de El Mal Menor habrá advertido, lo que se echa de menos en los versos recién citados de Nicolás Meneses es justamente aquello que entendemos como poesía, dado que en el primer caso nos hallamos ante una descripción narrativa sin mayor brillo ni profundidad y, en el segundo, ante un testimonio similar al que podría mostrar un reportaje televisivo, sin que existan elementos retóricos que den resonancia a lo dicho, es decir, que amplíen los márgenes de sentido del texto, más aun tratándose de un tema clave -los residuos, lo residual- tanto en la estética contemporánea como en el ambiente socio-ecológico actual.» Publicado en 2019 por editorial Overol, Manejo integral de residuos, de Nicolás Meneses (Buin, 1992), es un poemario que se propone exponer la situación de aquellos trabajadores que se dedican a recoger la basura -nuestra basura- en la ciudad de Santiago de Chile. Desarrolla, para este objetivo: “una exploración de carácter documental”, como nos indica una voz anónima en una de las solapas del libro. En tal sentido, la estructura de la obra se ajusta -literariamente hablando- a este género audiovisual, ya que contiene poemas escritos en tercera y en primera persona, que se pueden asimilar, respectivamente, a la cámara (lo visual) y a las voces de los protagonistas (el audio). Como ejemplo del primer caso -lo visual- uno de los poemas (que carece de título, como todos los que componen la obra) consiste en el siguiente plano general: “El camión recolector / dobla la esquina / en sordina macabra / hacia el pasaje”. Para el caso de poemas asimilables al “audio”, se pueden hallar versos como el que sigue: “Tomamos desayuno en el camión / almorzamos en el primer parque / que nos pilla, pasamos el mes / gracias a las peguitas extra / y dicen que somos irresponsables.”  Como el perspicaz lector de El Mal Menor habrá advertido, lo que se echa de menos en los versos recién citados de Nicolás Meneses es justamente aquello que entendemos como poesía, dado que en el primer caso nos hallamos ante una descripción narrativa sin mayor brillo ni profundidad y, en el segundo, ante un testimonio similar al que podría mostrar un reportaje televisivo, sin que existan elementos retóricos que den resonancia a lo dicho, es decir, que amplíen los márgenes de sentido del texto, más aun tratándose de un tema clave -los residuos, lo residual- tanto en la estética contemporánea como en el ambiente socio-ecológico actual. En algunos textos, esta falta de “poeticidad” se intenta suplir recurriendo a un lirismo gastado, convencional, tradicionalista, como ocurre en el siguiente poema: “Entra en el minúsculo pasaje / con más autoridad que la yuta / más alboroto que el repartidor de gas / buscando el alma de los perros / la luz de quien barre su lugar en el mundo / el niño que juega con tierra / y sonríe mirando una nube.” Los tres primeros versos de este poema funcionan en clave visual, mostrándonos tanto el alboroto como la naturalidad de la llegada del camión recolector a un sector determinado de la ciudad, cosa que todos hemos experimentado alguna vez. Los cuatro versos restantes apuntan, sin embargo, en otra dirección, dando la idea -sin asidero- de que la llegada del camión recolector representa poco menos que la aparición de un ente de carácter espiritual, algo así como un redentor a la población, usando para esto, como se dijo, un lenguaje lírico gastado, agotado, que se aleja, además, del estilo documental de la obra. La construcción del recolector de basura, por otra parte, se mantiene en un plano más bien superficial, construyendo un personaje popular genérico bastante cliché. Así, Meneses nos informa que estos trabajadores desempeñan su labor: “Clavados colgando del camión / equipados con la camiseta de fútbol / y el buzo arremangado.” O que tienen que: “Mear sobre ella [la basura] / por no tener un baño cerca”, como si estas pésimas condiciones laborales fuesen una novedad para el lector. Sitúa, en otro poema, las siguientes palabras en boca de un recolector: “Juntamos los cartones / que pillamos en las rondas / sólo a veces los dejan apartados. / El Torombolo nos paga con chirlitos / pero igual nos alcanza para unas chelas / que tomamos mientras suena la radio / y nuestras voces se mueven como moscas / sobre la maleza”. En estos versos, donde el alcohol funciona como atenuante de una labor que se asume con conformismo, los trabajadores víctimas se expresan mediante un lenguaje coloquial plano, como si fuesen incapaces de reflexionar con mayor profundidad acerca de su situación en el mundo. Los dos versos finales, en tanto, están formulados mediante el mismo lirismo gastado del que se habló en el párrafo anterior, cayendo en el facilismo, en lo gratuito, en la “demagogia poética”, generando una poesía que recuerda al realismo socialista, una poesía que se quedó pegada en el pasado. Ante esto, cabe citar lo señalado por el poeta mexicano José Emilio Pacheco en su poema “El centenario de Gustave Flaubert”, específicamente aquellos versos donde señala que todo escritor “debe honrar / el idioma que le fue dado en préstamo, no permitir / su corrupción ni su parálisis, ya que con él / se pudriría también el pensamiento.”  Se agradece, finalmente, la intención del autor al exponer las condiciones en que trabajan los recolectores de basura mediante la poesía, puesto que representa un intento de integrar este lenguaje y esta forma de conocimiento al debate nacional. Los poemas contenidos en Manejo integral de residuos, sin embargo, no logran despegar, son avionetas sin motor, puesto que no escapan de los estereotipos que se han construido en torno a estos personajes, funcionando apenas como simples esbozos realistas que, probablemente, quisieron ser textos de corte objetivista. Influye en esto, quizá, el hecho de que Meneses, como se señala en el poemario, es un narrador y no todo el mundo tiene la capacidad para expresarse en ambos lenguajes. La poesía, se le recuerda al autor, debe

Fichero | Los peligros de escribir a la rápida

«Más logrados, tengo la idea, son aquellos relatos de la argentina donde los personajes presentan perturbaciones mentales, como la narración que da nombre al libro, puesto que al mostrar algo de la locura de la sociedad actual resultan más creíbles e inquietantes. En todo caso, si se trata de sentir terror, las noticias del día a día son mucho más eficientes que la prosa de la Enriquez. Causa escalofríos, por ejemplo, pensar que el estado de Chile haya esperado durante décadas (y siga esperando) que fallezcan miles de profesores y profesoras a fin de no pagarles una deuda contraída por Pinochet y sus socios derechistas. O que una mujer –en el sur de Chile– haya sepultado a su guagua en un cementerio de mascotas. O que variadas víctimas de asesinato –machismo, mafia, ajustes de cuentas– sean enterradas cotidianamente bajo losas de cemento en patios o subterráneos, al mejor estilo de los relatos de Poe.» Su figura –de aura mustia– se me ha cruzado en diversos diarios nacionales e internacionales y hasta en la tele (en una entrevista con CNN, según recuerdo), recibiendo un tratamiento poco común en Chile para alguien del mundo de las letras, pues además de ser noticia en la prensa ha dictado charlas –de esas que llaman magistrales– en universidades y centros culturales. Debe ser la nueva estrella de la narrativa sudamericana, pensé con cierta ironía –inevitable– cuando supe que hasta el Diario Financiero le había dedicado unas páginas, poniendo como título una de sus frases: “Que hablen los que tengan realmente algo que decir y no por ser famosos”. Estoy hablando, escribiendo más bien –el agudo lector ya lo habrá notado– de la escritora argentina Mariana Enriquez, cuyo conjunto de relatos Los peligros de fumar en la cama (2017), adquirí –y muy caro– con el objetivo de conocer su publicitada narrativa. Mis expectativas, por cierto, eran altas, puesto que, además de su ubicuidad mediática, al indagar en la red me encontré con positivas opiniones acerca del volumen de cuentos en cuestión, básicamente, eso sí, las mismas que emite Anagrama –editorial que publica a la trasandina– con estrictos fines de marketing literario. Se habla, allí, de “doce soberbios cuentos” que, para ser breve, recrearían / refrescarían el género clásico de terror, insertándolo en la cotidianeidad de estos tiempos, agregándole una pátina de turbio erotismo femenino. Es decir, estaríamos hablando de una mezcla de Edgard Allan Poe o Mary Shelly –por mencionar algunos hitos del género– con plumas eróticas como la de Anaís Nin o el mismísimo George Bataille de Historia del ojo, aunque actualizados, metidos en la juguera de la posmodernidad, modernidad tardía, líquida o como quiera llamársele a esta etapa que nos toca vivir. Me puse a leer la obra. Lo primero que observé es que los relatos que componen Los peligros de fumar en la cama se sostienen sobre dos mecanismos que habitualmente se ligan al terror: lo sobrenatural y lo psicológico. Estos mecanismos, de más está decir, no funcionan por su sola presencia, es decir, no basta con poner un fantasma o un zombi agusanado que se escapa de una tumba para que el texto sea un relato de terror. Se requiere, además, de una estructura narrativa que permita mantener la atención del lector y generar, obvio, miedo, angustia, sudores helados. En este sentido, los relatos de la Enriquez quedan bastante en deuda, puesto que son textos planos, lineales, donde la sorpresa solo puede provenir –si lo hace– de lo anecdótico, dado que su autora los deja a medias, como si de pronto se le acabase la imaginación y le viniera el tedio, inventando un final a la rápida, abrupto, poco convincente, además fome, dejando al lector con la idea de que lo han estafado. No tanto la escritora, sino las editoriales, la prensa, en fin, la máquina de poder que hay detrás de cada estrella del mainstream literario, como lo es la Enriquez, puesto que, si alguien envuelve un pollo agusanado y lo vende como pollo fresco, la culpa, se sabe, no es del pollo.  Además de la falta de una estructura sólida, los relatos contenidos en Los peligros de fumar en la cama, adolecen de verosimilitud, es decir, dificultan que uno como lector se crea –en el marco de la "suspensión voluntaria de la incredulidad" de la que hablaba Coleridge– lo que está ocurriendo en la narración y entre en el mundo fantástico –en este caso en el subgénero del terror– que nos propone quien escribe. Tal “negociación” no se lleva a efecto en los relatos de la escritora argentina, al menos yo no fui capaz de “firmar el contrato”, puesto que sus narraciones, especialmente aquellas donde priman elementos sobrenaturales, son demasiado gratuitas, sin fundamento, charchas se diría en Chile, como la mujer roja hecha de yeso y de pezones negros que, de la nada y sin justificación, se le presenta a una de las chicas “acaloradas” del relato “La virgen de la tosquera”. Esta ideación, me parece, no supera ni siquiera a las clásicas y repetidas leyendas terroríficas del pueblo, como “La llorona”, que tienen cierta lógica y contadas adecuadamente siguen poniendo a muchos la piel de gallina.  Más logrados, tengo la idea, son aquellos relatos de la argentina donde los personajes presentan perturbaciones mentales, como la narración que da nombre al libro, puesto que al mostrar algo de la locura de la sociedad actual resultan más creíbles e inquietantes. En todo caso, si se trata de sentir terror, las noticias del día a día son mucho más eficientes que la prosa de la Enriquez. Causa escalofríos, por ejemplo, pensar que el estado de Chile haya esperado durante décadas (y siga esperando) que fallezcan miles de profesores y profesoras a fin de no pagarles una deuda contraída por Pinochet y sus socios derechistas. O que una mujer –en el sur de Chile– haya sepultado a su guagua en un cementerio de mascotas. O que variadas víctimas de asesinato –machismo, mafia, ajustes de cuentas– sean enterradas cotidianamente bajo losas de cemento en patios o subterráneos, al mejor estilo de

Fichero | «Turnos», de René Peri Fagerstrom: los versos de un paco que sirvió a la dictadura

«Me di la tarea de leer este libro, editado en 1971, no por masoquismo o algo parecido, sino, primero, por la curiosidad –quizá morbosa– de saber qué tipo de poesía puede escribir un uniformado (ya se sabe, los pacos no tienen fama de inteligentes ni sensibles) y, segundo, con la idea de explorar qué había en el discurso poético de quien dos años más tarde asumiría como asesor cultural de la Junta Militar –más encima ad honorem– y luego como ministro de Bienes Nacionales, cargo que ocupó entre 1979 y 1987, siendo el responsable –entre otros actos de despotismo y corrupción– de entregar las propiedades confiscadas a los partidos políticos a CEMA Chile, es decir, a Lucía Hiriart de Pinochet, quien las usaría para su propio beneficio.» Encontré –hace unos días– en mi biblioteca un poemario que ya no recuerdo de dónde salió, no tengo idea pues soy un comprador compulsivo de libros de poesía –ojalá de autores sin prestigio– que agonizan en las cunetas de los persas, en las colas de las ferias libres, en los alrededores de La Vega y en los meandros de Internet. El libro en cuestión, volviendo al tema, es el poemario Turnos de René Peri Fagerstrom (1926–1996), general de carabineros que llegó a ser ministro durante la cabrona y sangrienta dictadura cívico militar de Pinochet. Me di la tarea de leer este libro, editado en 1971, no por masoquismo o algo parecido, sino, primero, por la curiosidad –quizá morbosa– de saber qué tipo de poesía puede escribir un uniformado (ya se sabe, los pacos no tienen fama de inteligentes ni sensibles) y, segundo, con la idea de explorar qué había en el discurso poético de quien dos años más tarde asumiría como asesor cultural de la Junta Militar –más encima ad honorem– y luego como ministro de Bienes Nacionales, cargo que ocupó entre 1979 y 1987, siendo el responsable –entre otros actos de despotismo y corrupción– de entregar las propiedades confiscadas a los partidos políticos a CEMA Chile, es decir, a Lucía Hiriart de Pinochet, quien las usaría para su propio beneficio. Navegando en la red me pude dar cuenta, además, que Peri Fagerstrom no era un novato en las letras, pues publicó numerosas novelas, poemarios, cuentos y artículos periodísticos, incursionando también en la literatura infantil y la investigación, recibiendo elogios –muchos de ellos en plena dictadura– de tipos como Alone, Alfonso Calderón, Jaime Quezada o Andrés Sabella. El polifacético general, además de carabinero, era periodista colegiado, miembro de la SECH, administrador público y contaba con un magister en Ciencias Políticas, publicando estudios acerca de la función policial y de la negritud en Chile. Peri Fagerstrom, por tanto, no clasifica dentro del modelo de carabinero que estamos acostumbrados a ver (el hijo tonto de la familia, como dicen los mal hablados), pues se trataba de un intelectual. Con estos antecedentes comencé mi lectura de Turnos, cuya portada, obvio, es de color verde.  Publicado en plena época de la Unidad Popular e impreso como tantos libros de ese Chile antiguo en Arancibia Hermanos, el libro está dividido en dos secciones: “El hombre” y “El hombre y su paisaje”, títulos que dan la idea temprana de que, al menos en el género lírico, no había en Peri Fagerstrom un volcán creativo en acción. Cosa contraria –hay que señalar– aducen los tres naftalínicos y pintorescos uniformados que, cada cual con su retrato fotográfico, prologan el libro: Armando Romo Boza, coronel(r) de Carabineros; Santiago Polanco Nuño, coronel(r) de Ejército y Darío de la Fuente, funcionario policial de bigote flaco y rango indeterminado que, en vez de ofrecer una presentación del autor y su obra, como hacen los dos primeros, le dedica un enrevesado –y extemporáneo aún para la época– poema donde da a entender que Peri Fagerstrom es un “labriego y caballero / que no piensa en halagos ni en caudales”. Es decir, un idealista. Armando Romo Boza, a su vez, muestra “una sincera y honda complacencia al ver cómo han surgido verdaderos valores literarios en el seno de nuestras filas…”, dando la idea de que a la institución policial no le importa tanto combatir el crimen o exterminar izquierdistas como verse a sí misma como un semillero de poetas y narradores, ser, en el fondo, una academia literaria. En eso estaría su orgullo.  Santiago Polanco Nuño, por su parte, comienza con una semblanza de Peri Fagerstrom que pone énfasis en su versatilidad, destacando en su escritura “el impacto de sus metáforas, el regalo impagable de la emoción, la precisión y justeza de su condición descriptiva”. Tomo aire. Tanta perfección me abruma. Si le creyera al prologuista, me encontraría ante un genio literario, pero claro, nunca hay que creerle al prologuista. El prologuista es un hombre sándwich. Más aún Polanco Nuño, personaje que parece sacado de las páginas de La literatura nazi en América del difunto Roberto Bolaño. Este entusiasta coronel(r) de Ejército, por cierto, no se queda solo con la semblanza del autor, sino que se atreve también con una breve lectura de Turnos, señalando en ella que “hay algunos poemas que nos emocionan y volvemos y volvemos a leer, como ese “Carabinero del tránsito”, pequeña obra maestra; ese “Avenida La Paz”, elocuente expresión del rechazo ante la injusticia ciega, apasionada, que, de tumbo en tumbo, pretende gangrenar el alma de la ciudadanía, esos pequeños romances, “Paisanita” y “Villancico”, gráciles, esbeltos, rítmicos”. Termina Polanco profetizando que “este brillante puñado de poemas de René Peri va a dar que hablar. Y van a hablar, no versificadores, como el que escribe estas líneas, sino reales críticos o poetas de alto vuelo, quienes, por suerte y honra del terruño, no escasean en este valle de hombres libres.” Me pregunté –en ese momento– si yo era uno de esos “reales críticos” (poeta de alto vuelo no me calza para nada) y cómo podría saberlo. No había –en el texto– una lista de cotejo o algo parecido, una encuesta, una escala de Likert.     Después de un café, me lo

Fichero | La cultura de los muertos

«En total son cerca de ocho decenas los autores incluidos en las más de setenta páginas de la revista. Sus creaciones, principalmente textos con forma de poemas, conviven allí con anuncios del propio cementerio -bóvedas familiares, nichos de reducción, revestimientos, convenios con empresas oligopólicas como Copec o municipios fachos como el de Providencia- y una nota gráfica a la celebración del llamado “Día de Todos los Santos” en el propio cementerio, ceremonia que contó con la participación del cardenal Ezzatti, siniestro sujeto que, según recuerdo, se encuentra vinculado al encubrimiento de curas abusadores de menores.» ¿Qué motiva a un cementerio a editar una revista cultural? ¿acaso leen los muertos?, me pregunté cuando un amigo -días atrás- me regaló un ejemplar (atrasado) de la revista "Cultura”, editada a todo color -y en papel couché- por el Cementerio Metropolitano de Santiago (institución privada pionera del rubro en Chile). Mi amigo obtuvo la revista, según me contó, un día que se sentía más que mal. Andaba bajo la nube negra y precisaba, como le explicó a su terapeuta, poner los pies en la tierra, darse cuenta de que sus problemas -auto malo, mujer violenta, dividendos impagos- no eran necesariamente irremediables. Se le ocurrió, en su locura, visitar un camposanto. Y el Cementerio Metropolitano era el que le quedaba más cerca. Allí, mientras otros hundían el cuerpo entero, la cabeza, los brazos, el tórax y las piernas en la tierra, él se mantenía incólume, vertical, hundiendo apenas los zapatos. Eso, se dio cuenta, ya era bastante bueno. Me hizo súper bien, confesó, ver a viudas y viudos, a huérfanos y huérfanas, a deudos y deudas, llorando ante esas encomiendas negras, heladas y sin solución. Me di cuenta de que lo mío no era tan grave, que podría arreglar el auto, quizá pagar las cuotas de la casa y que no me sería difícil abandonar, por fin, a mi mujer, ese cacho, antes de que me moliera a golpes (semanas atrás la enferma me había azotado la cabeza contra el medidor de la luz). Me di cuenta de que yo sí tenía un futuro, un destino. Me di cuenta de que estaba vivo.   Tiene hartos poemas y cuentos, a ti te gustan esas weas fomes, me dijo mi amigo con esa mezcla de brutalidad y afecto -que caracteriza a buena parte de nuestros iletrados conciudadanos- cuando me entregó la revista. Se trataba del número 33, un número atrasado, del año 2017, dedicado a dar a conocer, como se ve en la portada, textos de escritores pertenecientes al Ateneo de San Bernardo, a la agencia Aguja Literaria, al taller del Cementerio Metropolitano y a escribas ítalo-chilenos, así como algunas entrevistas. En total son cerca de ocho decenas los autores incluidos en las más de setenta páginas de la revista. Sus creaciones, principalmente textos con forma de poemas, conviven allí con anuncios del propio cementerio -bóvedas familiares, nichos de reducción, revestimientos, convenios con empresas oligopólicas como Copec o municipios fachos como el de Providencia- y una nota gráfica a la celebración del llamado “Día de Todos los Santos” en el propio cementerio, ceremonia que contó con la participación del cardenal Ezzatti, sujeto que, según recuerdo, se encuentra vinculado al encubrimiento de curas abusadores de menores.    ¿Qué motiva a un cementerio a editar una revista cultural? ¿acaso leen los muertos?, me volví a preguntar cuando, estando en casa, hojeé el regalo de mi amigo. Hallé rápidamente la respuesta en los créditos de la publicación. No es que los difuntos hayan adquirido la capacidad de leer, secos están sus ojos, secos sus sesos, acallado su entendimiento. Se trataba de algo mucho más simple: el director/editor de la revista -que es trimestral y ya va en su número 54- es un tal Alfredo Gaete Briseño, quien simultáneamente es director del Cementerio Metropolitano, escritor de poemarios y novelas (históricas, de crecimiento interior y ficción) y editor de Aguja Literaria, una agencia dedicada a publicar libros digitales (autofinanciados) de autores más bien naif; empresa que en parte se nutre, especulo, de los participantes del taller del cementerio, que serían algo así como los clientes de este curioso mix empresarial: hoy de la agencia y mañana, si todo anda bien, de una sepultura en el camposanto. ¿Habrá descuentos?   La publicación de la revista, por otra parte, le permite al cementerio exhibirse como una organización con responsabilidad social empresarial y probablemente descontar algunos impuestos ligados al aporte a la cultura. Nada de esto sería tan criticable -da lo mismo, según Baudelaire, de donde venga la belleza- si la revista tuviese una propuesta estética, conceptual y artística interesante. Su diagramación, sin embargo, la asemeja a esos mamotretos funcionales, monótonos y jactanciosos que son las revistas de las multitiendas; o a las memorias de las empresas, aunque las memorias de las empresas al menos tienen índice. Las fotografías y los dibujos, a su vez, son estandarizados, inconexos respecto de los textos y parecen provenir de un banco barato de imágenes. No hay amor allí, no hay espíritu, no hay creatividad, hay solo el deseo de cumplir, de rellenar hojas. En cuanto a los textos -parte sustancial de este número dedicado a la literatura- son más bien clichés, pobres en figuras literarias, desconectados de la realidad, escasos de pensamiento crítico y flacos en cuanto a estilo. Abundan, así, versos fácilmente olvidables, prescindibles, trillados, como los de Annamaría Barbera Laguzzi: “Bajo la lluvia somos exiliados / llevamos bajo el brazo a nuestros muertos / y en los bolsillos soliloquios de fantasmas.”; o los de Eugenia María Leyton “Como en un lienzo / que pintas a diario / ahí queda / tu vida de ayer.”; O del mismo Gaete Briseño: “A lo lejos detuviste el vuelo / una última mirada envolvió el cuarto, / observé tu cuerpo, / entonces / supe que te habías ido para siempre.”; versos, finalmente, que hacen recordar aquella frase de Huidobro respecto de que el principal enemigo de la poesía es lo poético.     Mención aparte merece el artículo

Fichero | La abandonada

«En el calor apocalíptico del verano de Santiago, bebiendo una cerveza de medio pelo, una cerveza para los golpeados estratos C3 y D, ingresé en las páginas de «La Abandonada», donde, para mi suerte, nunca dejaba de nevar. La novela, fui descubriendo, gira en torno a Susana Ivanovna, una moscovita joven, bella, inteligente y de buen gusto artístico, cuyo destino está marcado por ser la hija no reconocida de un aristócrata ruso y de una inmigrante judía centroeuropea, mostrándonos la poco afortunada situación de la mujer en la sociedad rusa de la primera mitad del siglo XIX.» Años de años que no leía una novela rusa decimonónica y hace unos días, tras un paso por un mesón de libros en oferta, me encontré con La Abandonada, de Iván Turguéniev, narración desconocida para mí hasta ahora, disponiéndome a la lectura de sus breves y precisos capítulos apenas crucé la puerta de mi casa. El texto, es necesario precisar, fue editado por Alcalá Grupo Editorial en 2015 (España), tratándose de una “retraducción”, pues consiste en la traducción al español que Dmitry Záitsev hiciera de la versión en inglés de Cedric Fernsby que, imagino y espero, habrá trasladado directamente del ruso. ¿Me desalentó este detalle? No, puesto que me encuentro en una etapa en que no me interesa ser un purista de ninguna cosa. El ripio es necesario. El viento que desordena el prado es necesario. En el calor apocalíptico del verano de Santiago, bebiendo una cerveza de medio pelo, una cerveza para los golpeados estratos C3 y D, ingresé en las páginas de La Abandonada, donde, para mi suerte, nunca dejaba de nevar. La novela, fui descubriendo, gira en torno a Susana Ivanovna, una moscovita joven, bella, inteligente y de buen gusto artístico, cuyo destino está marcado por ser la hija no reconocida de un aristócrata ruso y de una inmigrante judía centroeuropea, mostrándonos la poco afortunada situación de la mujer en la sociedad rusa de la primera mitad del siglo XIX. Contada como una historia de amor que termina en tragedia, al recorrer las páginas de La Abandonada el lector o lectora se enfrentará a algunos efectos de los mecanismos de sometimiento femenino vigentes en la época. La ley zarista, sostén junto a la religión de tales mecanismos, indicaba que la mujer debía obedecer a su esposo como jefe de familia, siendo amante, dócil y cortés. En este contexto, como señala Irati Zuriarrain en un artículo publicado en la revista digital Arteka: “El marido era dueño de todo lo que su mujer podía poseer o heredar, y necesitaba el permiso de este tanto para trabajar como para tener un pasaporte.” Menos derechos aún, por cierto, tenían las solteras como Susana Ivanovna, que dependían completamente de sus padres o tutores legales. La revolución rusa, décadas más tarde, generó cambios profundos en estos aspectos, dando un trato más igualitario a la mujer respecto del hombre, pero esa es otra historia. En lo relativo a La abandonada, estas normas -que funcionaban como barrotes o cepos- determinan el nefasto destino de la protagonista de la novela, cuya existencia depende exclusivamente de la voluntad masculina, descrita como poco ética, por decir lo menos, por el también autor de Padres e hijos. Una de las pocas salidas esperanzadoras para Susana Ivanovna, y para las féminas no casadas de la época, consistía en la llegada del amor romántico y su consumación mediante el matrimonio, asunto que no las liberaría, por cierto, de las cadenas patriarcales, pero al menos (supuestamente) haría estas más livianas, más llevaderas. Esa era la ilusión. En el caso de la protagonista de la novela, esta ilusión -que nace leyendo novelas de Walter Scott a su amado enfermo- se quiebra y la joven queda, según la cita de Shakespeare que hace el novelista ruso, cual blanca paloma perdida en medio de una bandada de cuervos negros: su padre biológico, que la utiliza y la abandona; su padre adoptivo, que la maltrata y la explota como recurso económico; su tío paterno, que pretende convertirla en su querida; su hermano, que es un vago en busca de dinero fácil; su nuevo e indolente pretendiente, un tipo irresoluto y desapasionado, incapaz de jugársela por su relación. En estas condiciones, la joven da testimonio de su vida -que hoy llamaríamos subalterna- y luego, ante la muerte del amor romántico, busca una salida diferente, una que la libere de su condición de mujer, sensible e inteligente, en medio de un mundo masculino cabrón y burdo. Terminé de leer los veintiocho capítulos de la novela al anochecer. La sensación que me quedó fue de pesadumbre, pues La abandonada, texto bien narrado, con observaciones agudas y sin ornamentos barrocos, es solo una muestra del sometimiento que las mujeres históricamente han sufrido y siguen sufriendo en nuestro planeta, puesto que a pesar del avance logrado por las féminas en algunos países, subsisten enormes zonas geográficas y culturales donde se ha avanzado poco y nada en sus derechos y la mujer sigue completamente a la sombra del patriarcado y la religión, fenómeno que Iván Turguéniev, el más europeísta de los narradores rusos decimonónicos, supo detectar y documentar cuando muy pocos se interesaba por el tema.      

Fichero | Los Pichiciegos

«En Latinoamérica, específicamente a inicios de la década de los 80, tuvimos nuestra propia dosis de guerra. Se trató del conflicto de las Malvinas, enfrentamiento creado por la dictadura militar argentina -encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri- para recuperar las islas que los ingleses denominan Falklands y que ocupan desde 1833. Fue también una forma de validarse ante los habitantes del país de Borges y Arlt y mantenerse en el poder por parte de la Junta de Gobierno. Una forma delirante, poco realista, que terminó con una rápida derrota trasandina y cerca de mil soldados muertos, siendo la mayoría argentinos.» La guerra -todos lo sabemos, no es novedad- ha sido una constante en la historia del autodenominado “homo sapiens”. Ni la religión, ni la política, ni la ciencia, ni ninguna otra actividad han logrado (no sé si lo han querido verdaderamente) erradicar este proceso de matanza mutua que, de cuando en cuando, y siempre más temprano que tarde, estalla en algún lugar del mundo, confirmándonos, una vez más, que la pretensión de racionalidad del ser humano aplica solo a la técnica, a la metodología. Hoy es el turno de Ucrania, allí se practica por estos días la crueldad y el aniquilamiento. ¿Mañana? No se sabe, pero de que vendrá, vendrá. En Latinoamérica, específicamente a inicios de la década de los 80, tuvimos nuestra propia dosis de guerra. Se trató del conflicto de las Malvinas, enfrentamiento creado por la dictadura militar argentina -encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri- para recuperar las islas que los ingleses denominan Falklands y que ocupan desde 1833. Fue también una forma de validarse ante los habitantes del país de Borges y Arlt y mantenerse en el poder por parte de la Junta de Gobierno. Una forma delirante, poco realista, que terminó con una rápida derrota trasandina y cerca de mil soldados muertos, siendo la mayoría argentinos. Un acercamiento a este conflicto es el que propone el narrador argentino Rodolfo Fogwill (fallecido en 2010) en su primera novela “Los Pichiciegos” (1983), aunque desde una arista diferente a las novelas bélicas tradicionales, pues en vez de enfocarse en las hazañas o en las derrotas de alguno de los bandos en disputa, fija su atención en un grupo de desertores del ejército argentino que, en vez de dedicarse a combatir a los ingleses y poner con ello su vida en riesgo, se dedican a la siempre compleja tarea de sobrevivir. Construyen para ello un refugio subterráneo al que llaman la “Pichicera”. Allí, estos hombres que se identifican con los “pichis”, que son una especie de bichos que viven bajo tierra, establecen normas de convivencia mientras trafican cigarrillos, pilas, abarrotes, llegando incluso a negociar con los británicos. Su situación de desertores, por cierto, no los libera de la guerra, no están totalmente encapsulados, puesto que de todas formas son protagonistas del conflicto bélico, presenciando y experimentando las atrocidades muchas veces inimaginables que se dan en este contexto. Por ejemplo, el hecho de que los ingleses ataran a los soldados argentinos capturados a barcazas que ponían a navegar rumbo al Polo Sur, con el objetivo de que estos muriesen congelados.    Más allá de los hechos puntuales, la pregunta que subyace a la trama de “Los Pichiciegos” es si vale o no la pena morir por la patria, más aún si esta se encuentra en manos de un grupo de generales golpistas, megalómanos e inescrupulosos. Para el grupo de desertores, la mayoría de origen humilde, “negros”, como los llama el narrador, ciertamente, la respuesta es negativa. Asumen así el riesgo totalmente cierto de ser fusilados por traición a la patria, decisión que conlleva también un heroísmo -no todo es caer de forma gloriosa luchando contra el enemigo- pues saben que los uniformados argentinos no tuvieron problemas para asesinar a miles de sus propios compatriotas durante la llamada “guerra sucia” y que tampoco los tendrán para disparar contra quienes abandonen el teatro de operaciones, como en jerga militar se denomina -eufemísticamente- al lugar donde ocurren las acciones bélicas. Escrita con un lenguaje directo y coloquial, donde asoman observaciones y diálogos agudos e inteligentes, “Los Pichiciegos” es ya un clásico de la literatura argentina, categoría que ha alcanzado no solo por sus características formales o por estar conectada a un hecho histórico relevante para la nación trasandina, sino por mostrarnos la opción de un grupo de uniformados que cuestionando dicotomías como “valiente-cobarde”, “patriota-traidor”, “argentino-inglés”, como indica Martín Kohan, decide sobrevivir al conflicto, dar la propia batalla, en vez de ser un grupo de boludos dispuestos a dar la vida por la elite de un país que históricamente los ha marginado.    

Fichero | La poesía de Juan Marín: una anécdota vanguardista

«La poesía de Marín, como una parte no despreciable de la poesía chilena es un copy paste bastante burdo. Y a pesar de que ofrece algunas imágenes atractivas que refrescan el lenguaje de la época; o poemas como “Atlantic Cabaret”, donde desliza una crítica a la explotación sexual femenina en la bohemia de las grandes ciudades, no cumple con lo que Parra dijese con su habitual ironía: la copia está permitida con la condición de que sea mejor que el original. Y aquí eso no sucede.» echo a andar el turismo de mi verso enredo la mecánica en mis ruedas y en cada rima canta así un motor Kkkuáá Kkkuáá Kkkuóóón Juan Marín   Entre negocios dedicados a la electrónica, a la explotación de inmigrantes latinoamericanos, a la bisutería de origen chino, a la falsificación de perfumes caros y a otros rentables y florecientes emprendimientos, en plena era digital todavía subsisten, respiran, navegan, no se sabe cómo, las tiendas de libros usados ubicadas en las primeras cuadras de calle San Diego, tradicionales sitios donde aún es posible buscar/explorar, en sus atiborradas estanterías, algún texto de segunda mano que nos llame la atención. Fue, precisamente, en una de estas tiendas donde días atrás me encontré con una edición de Cuarto Propio -fechada en 2014- que rescata la producción de un poeta para mí hasta entonces desconocido. Se trata del también narrador, diplomático, aviador, cirujano y médico militar Juan Marín (Talca, 1900; Viña del Mar, 1963), polifacético personaje de la cada vez más lejana primera mitad del siglo pasado cuyos versos, gracias a los oficios de Francisco Martinovich y Cristóbal Gómez, coeditores de “Juan Marín. Obra poética”, dan un salto en el tiempo y se instalan en pleno siglo XXI.  Como argumento para reeditar a Juan Marín, en el prólogo Martinovic señala que su poesía -ampliamente relegada en relación a su reconocida obra narrativa- le parece “una escritura interesante y destacable dentro del contexto de la vanguardia chilena”, haciéndonos saber, más adelante, que Naín Nómez incluye textos del autor en su mamotrética antología de la poesía chilena de todos los tiempos, intentando así reforzar la idea de lo conveniente de republicar la obra del talquino. Aun sabiendo que los prólogos son tan poco confiables como la publicidad de hamburguesas o las bienaventuranzas de un banquero, compré el libro, tenía curiosidad, y poseído por un entusiasmo bastante moderno, bastante antiguo, apenas salí de la librería me encaminé a un restaurante barato y pedí un café lo más cargado posible, pues andaba medio dormido, medio ido. En una butaca carreteada, debajo de un afiche de una marca de cigarrillos que ya no existe, bebiendo la negra y aromática droga elaborada por Nestlé, abrí el texto y me dispuse a leer. De lo primero que me enteré es que la publicación fue financiada por el Fondo del Libro y la Lectura, es decir, que cabe dentro de la fiebre de exhumaciones literarias que se vive hoy en día gracias a los fondos estatales (fiebre que nos llevará, pronto, a publicar hasta la tos -rítmica o no- de fantasmales escritores de antaño). En segundo lugar, supe que en vida Marín publicó dos poemarios: “Looping” (Nascimento, 1929) y “Aquarium” (Julio Walton Editor, 1934), obras que, junto a sus poemas dispersos, reúne la publicación de Cuarto Propio. Tras la lectura del libro -dos tazas de café más tarde-mi entusiasmo ya no era el mismo, había decaído a pesar del consumo de la oscura droga proveniente de Vevey, Suiza, pues me encontré, especialmente en “Looping”, que es el plato fuerte del libro, con una obra absolutamente influida por los movimientos de vanguardia de principios de siglo, particularmente por el futurismo y el cubismo, sin que se observasen aportes o giros relevantes del autor a tales estéticas, hallándose además ciertos resabios líricos entre sus versos. No se trata, ni por lejos, me dije, de la obra de un Pablo de Rokha, un Vicente Huidobro o un Oliverio Girondo, por nombrar a algunos autores latinoamericanos influidos por las vanguardias que lograron construir un estilo propio. No, la poesía de Marín, escrita en verso libre y situada por lo general en la bohemia de ciudades como París, Nueva York o Buenos Aires, se queda en la superficie, no vuela a pesar de hallarse plagada de aviones, motores, electricidad, acero y movimiento.  Tan poco original resulta la poesía de Marín que, al momento de escribir este artículo, bebiendo café ahora en casa, drogándome con Nestlé ahora en casa, me encontré con una cita de Louis Parrot -biógrafo de Blaise Cendrars- acerca del autor europeo que podría aplicarse casi perfectamente a la poesía del talquino: “El cubismo, el arte negro, el jazz, la publicidad y el afiche, la vida ardiente de las grandes ciudades, el maquinismo, la velocidad, los bares, el gusto cosmopolita por los viajes. Todo ese material nuevo, todavía inexplorado, ofrecido a los jóvenes de entonces, Blaise Cendrars lo integra a la poesía (…) él transcribe la epopeya del mundo de hoy”. La extensa cita de Parrot, como señalé recién, se puede aplicar “casi” perfectamente a la poesía de Juan Marín. Casi, porque lo de Marín, obviamente, no es “material nuevo” ni tampoco su escritura “transcribe la epopeya del mundo” de ese entonces. Le hace falta, para aquello, la existencia de un ser humano como hablante poético, puesto que Marín escribe de forma despersonalizada, sin profundidad ni arraigo, por lo que su poesía más que una epopeya es más bien una jugarreta, “un ensueño de Nafta y Mobiloil”, como escribe en el poema “Looping”, hallándose desvinculado de las profundas razones estéticas, vitales, sociales, que el autor del gran poema “Prosa del Transiberiano” tuvo para desarrollar su obra.  La poesía de Marín, como una parte no despreciable de la poesía chilena es un copy paste bastante burdo. Y a pesar de que ofrece algunas imágenes atractivas que refrescan el lenguaje de la época; o poemas como “Atlantic Cabaret”, donde desliza una crítica a la explotación sexual femenina en la bohemia de las

Fichero | Una vendimia inédita

«El protagonista de “Vendimia”, Éctor Abaroa, es un escritor santiaguino decadente, sobreviviente de cáncer al riñón, aficionado al trago y al cigarrillo, alter ego de Figueroa que oscila de forma permanente entre la cesantía y los trabajos menores -hacer el aseo, lavar la ropa, limpiar la caca de los perros, ir de compras- que realiza en las casas de sus hermanos burgueses, mientras sueña con ser trending topic en las redes sociales.» Durante la segunda década del nuevo siglo, Héctor Figueroa, que además de ser un gran lector de poesía era un fanático de la narrativa, comenzó a escribir una novela. Se sumaría así a la extensa fila de poetas chilenos de las últimas generaciones -como Alejandro Zambra, Guillermo Valenzuela y Yuri Pérez, entre otros- que han incursionado en este género que promete, pregúntenle al argentino Washington Cucurto, muchísimas mejores posibilidades de sobrevivencia económica que la poesía, algo que Figueroa requería con urgencia. Lamentablemente la muerte, que no está ni ahí con las humanas intenciones, lo visitó cuando había concretado solo los dos primeros capítulos de “Vendimia”, título del proyecto de novela en cuestión.  El escrito -aún inédito- llegó a mi correo enviado por el editor de esta revista, quien me solicitó -con amabilidad espartana- que escribiese un artículo al respecto, el que se sumaría al homenaje que -a tres años de su fallecimiento- El Mal Menor haría al poeta Héctor Figueroa, quien fue colaborador de este medio en su primera época, teniendo a su cargo la columna Taberna. Solícito, descargué el archivo, fue un proceso lento, estoy escaso de gigas, y lo abrí, encontrándome al tiro con el título de la inconclusa obra: VENDIMIA (fragmentos y capítulos de anticipo) Acto seguido -para no trabajar de más- lo copié y lo pegué en el presente artículo, conservando su tamaño y su tipografía, mientras me preguntaba si quien lea estas letras estará o no leyendo exactamente lo mismo que Figueroa pulsó sobre su teclado en algún momento a partir del dos de junio de dos mil dieciséis a las diez catorce de la mañana, fecha de creación del documento. No tuve, por cierto, una respuesta adecuada a mi pregunta, solo vanas especulaciones acerca del aura y lo original, así que continué con la inspección del archivo, sumergiéndome en la lectura de una obra que desde sus primeras páginas dialoga y rinde tributo al novelista barcelonés Enrique Vila-Matas: “Le está pasando [con Vila-Matas] lo mismo que le ocurrió cuando era adolescente con el libro ´Muertes y Maravillas´ de Jorge Teillier, lo leía de a poco, a pequeños sorbos, iban pasando las hojas y los poemas, un día uno, otro día otro, magia cotidiana, igual a un avaro que guarda y conserva sus monedas de oro para que no se le acabe de inmediato su riqueza. Pero ahora es diferente, y él lo sabe, ya no hay juventud, el futuro es ahora, la vejez se instaló y se siente ridículo como una colegiala en clases enamorada del profesor de manera secreta”, escribe el narrador refiriéndose al protagonista de “Vendimia”, Éctor Abaroa, un escritor santiaguino decadente, sobreviviente de cáncer al riñón, aficionado al trago y al cigarrillo, alter ego de Figueroa que oscila de forma permanente entre la cesantía y los trabajos menores -hacer el aseo, lavar la ropa, limpiar la caca de los perros, ir de compras- que realiza en las casas de sus hermanos burgueses, mientras sueña con ser trending topic en las redes sociales. Su madre, por otra parte, se encuentra enferma, internada en una institución hospitalaria, víctima de un accidente cerebrovascular, asunto que lo mantiene ocupado visitándola y en un malpaso cotidiano permanente, pues era ella quien se preocupaba por él y ahora no encuentra: “ningún lugar a la hora de once donde tomar una taza de té.” Los lazos entre “Vendimia” y la obra de Vila-Matas (Vil-Matas para Figueroa) no se quedan, no obstante, solo en comentarios de admiración hacia la obra del español, puesto que también se dejan ver en la estructura del proyecto novelístico del autor de “Groggy”, donde las andanzas y reflexiones de Abaroa en el Chile bárbaro y neoliberal de las últimas décadas -el Chile delineado por milicos, udis, erre-enes y grandes empresarios- se hallan entremezcladas con textos que ocupan el amplio espacio de posibilidades que hay entre el pelambre y el artículo de opinión, así como con una infinidad de citas de variados autores, mails enviados a amigos escritores, conversaciones con poetas chilenos y hasta una breve sección de adivinanzas literarias tipo programa de TV. Zygmunt Bauman, George Perec, Jorge Luis Borges, Robert Walser, Djuna Barnes, Isabel Allende, George Oppen, Brian Weiss, Pablo Coehlo, Franz Kafka, John Kennedy Toole, Stephen King, Gilles Lipovetsky, Honoré de Balzac, Baltasar Gracián, Noam Chomsky y diversos escritores chilenos como Pedro Lemebel, Vicente Huidobro o Carla Guelfenbeim, entre muchísimos otros, son las figuras  que surgen en estos textos, haciéndonos recordar una de las citas de Walter Benjamin que Vila-Matas trae a colación en su novela “El Mal de Montano”, donde señala que en nuestros tiempos “la única obra dotada de sentido (…) debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras.”  En este escenario, las opiniones respecto de sus pares de Éctor Abaroa, que también se refiere a sí mismo con el mote de “Mefuialachucha”, son furibundas, son resentidas, son mordaces, son descarnadas, pasando muchas veces los límites de lo “políticamente correcto” respecto de las mujeres y las minorías sexuales, donde se advierten brotes de corte machista de parte del personaje. En términos generales, eso sí, se encuentran centradas en lo literario y seguramente sacarán ronchas, pues Figueroa no tiene problemas para dar los nombres de los autores a los que se refiere, algo poco común en Chile, donde todo se matiza tanto que al final cada cosa es nada. Algo de eso alcanzará a percibir el lector en los fragmentos de “Vendimia” que se incluyen al final del presente artículo.  El título de la inconclusa y autobiográfica obra, para ir terminando, remite a la novela del norteamericano (premio Nobel de Literatura)