Mauricio Rojas

Trastienda | Un puñado de palabras al vuelo de «El obsceno pájaro de la noche»

«El afuera es la intemperie que se aleja y nos asedia con su presión indefinida, transmutada en violencia, en policía que controla los límites y golpea, en religión decadente, en búsquedas y creencias que están fuera de nuestro alcance. Pero aún más, es el abismo y el laberinto de las máscaras, de los mitos, del ser alguien. Algo que sostenga lo real, que sostenga la posición en la vida.» La novela El obsceno pájaro de la noche de José Donoso marca un desvío en la literatura realista y diría en la literatura de representación. Es un espectro lúcido de los procesos literarios y de identidad desfondada. Es el roce con la materialidad en la lengua, como si su orientación de sentido fuese intervenida y dislocada por esa materialidad que comienza a ocuparla. Máscaras, mitos, cuerpos, transfiguraciones, sexo hechizado, castraciones, reposiciones, intercambios, mutilaciones, injertos. Movimientos de un mundo en constante desplome. Rostros de cartón piedra o deformes como el grotesco. Imbunches y brujería. Un perro amarillo como fondo permanente, recorrido de una mirada animal que lo transforma todo. Y lo que queda es el despojo hecho cenizas. Una vida que se esfuma al borde del río que cruza una historia, las historias que se desvanecen, como un río de palabras, la misma narración del mudito. Un mundo oculto y grotesco. Y la necesidad de la máscara, de ser alguien aunque el tiempo termina barriendo con todo y hay quienes nunca tuvieron una máscara y pudieron habitarlas todas. El desamparo de los sospechosos sin nombre, de los que no tienen lugar, y la calle es su abismo, los expulsa, los mueve en la incomodidad animal, en el porte de su miembro que los mantiene en la excreción de vida a como dé lugar. Una violencia permanente en los muros de adobe que contienen una mirada, una pregunta desesperada, una venganza contra toda la significación idiota de un país que no termina de ser. Del barrio la Chimba hacia su propia intemperie, lo único que queda es la desprotección absoluta de todos esos fantasmas que pueblan las palabras y la conjuración atormentada de alguna fuerza sobrenatural (la artificialidad del collage de carne, del mosaico religioso a los fragmentos de cuerpos y vidas ajenos, injertos y mutilaciones) que no hace más que cortar y pegar carne contra carne, monstruos con monstruos, deformaciones y palabras. En los bordes de la representación no hay país posible, no hay identidad. Y está el grito desasosegado de ser alguien, de vestirse con la ropa que los jutres imponen, para hacerse visible, ser reconocido. Y lo más interesante de ese abismo de la identidad, es el abismo de la escritura. Esos mismos cortes son los procesos portentosos de una novela de esta magnitud, un monstruo de cortes que son los signos, las palabras como injertos arrastrados por la fuerza que los impulsa. El mostrar lo que no vemos, la necesidad de la máscara que se ha hecho parte de la piel, que reconocemos como propia, es un proceso sin terminar. Un ocultamiento que solo pueden ver los que han quedado al margen, porque no se reconocen, porque sus máscaras se notan y notan la tuya y la de todo lo que está en escena, es la mirada obscena de este pájaro de la noche que no deja de vernos. La literatura chilena ha tenido como obsesión la identidad. Representarse el ser chileno como aquel ente civilizado idealista que con su voluntad (liberal) puede construirse una vida decente, o como el que lucha contra la naturaleza y sobrevive por su fuerza (Latorre) y se autoconstruye, pero esas imágenes fracasan y exigen una figura que sostenga la imagen que nos damos. Desde Manuel Rojas el deslizamiento fantasmal de los contornos poco precisos del ser chileno abren un desfondamiento en el desamparo de no ser sino una caída. Un puñado de palabras que no pueden sino hundirse con el rio y desaparecer en el silencio del viento cordillerano. Un silencio mineral donde las piedras que estuvieron antes que nosotros lo estarán cuando no haya nada. Donoso abre la herida con la fuerza poética de su prosa. La abre hasta el vértigo. En las casas de tierra, adobe, en las casas patronales, en las extensiones de una pesadilla. En el deslizamiento, como el hechizo de un soplo, de un ruido, sonidos y carne que se van desgajando, desmintiendo, anulando la importancia de cualquier forma de superioridad de casta. Notable momento en que el resentimiento de Jerónimo emerge, por el hermoso pañuelo hecho por la Peta Ponce, y nos sumerge en el odio resentido contra la vida. Una vieja y su colchón pudriéndose, no podría producir esa belleza. Ese momento reconocible de la oscuridad de una clase que se fabrica su superioridad de casta, se impone construyendo muros que nos separen, de tal modo que nadie los cruce si no tiene el aspecto de su propia invención. Pero por las rendijas, por las miradas, por las palabras, por medio de esas manos gastadas aparece algo que nos sorprende por su belleza. Siempre asediados por los de afuera como si entre los muros aparecieran los brazos que los tironean fuera de la ilusión de su investidura. Investidura que se teje en las relaciones, y aparece cuando esas relaciones tocan su tejido, una ficción jerárquica. Así sucede con la escritura. Una ontología que sigue los pasos de una sustracción irremediable. La sacralidad de la que emana lo que mueve las búsqueda de un reconocimiento beato rechazado. Qué somos, parece decir la novela de Donoso, y ahí está lo obsceno, todo lo que no entra en escena y que asedia y aparece asoma en la lengua de Donoso, es aquello que se disimula tras los muros, el tiempo, las viejas, la pesadilla, la locura, el cuerpo y el sexo, el fondo de una santa ausente y el mito de un origen puro, la acumulación cabalística de cajas insertadas unas en otras hasta el infinito. Cómo si de ese modo las viejas invocaran el infinito de la carne triste y del retorno

Narrativa chilena actual | Biblias, fotografías

«Agucé la mirada e intenté ver si la conocía de alguna parte, pero no pude recordarla. Era como si todo fuese borroso y no pudiese precisar nada, ella provocaba esa sensación. La imaginé en la parrilla, desnuda, y me parece que sí, que era ella. Me tomé el té y le pregunté si le interesaba alguna. Le mostré las biblias con las palmas abiertas hacia arriba, sonriendo un poco, como un caballero, así nos educaron, así se trata una mujer.» Me estaba viniendo abajo. Tuve que pensar en algo y decidí salir a vender. Vendí biblias. Lo hice puerta a puerta. No hubo muchos resultados, no convencí a nadie al principio. Conocí a algunas personas. Las conocí por alguna conversación casual o porque nuestras opiniones coincidieron en algún momento, lo que despertó la simpatía. No lo hice por plata, me venía abajo por otros motivos y era bueno ver gente. Con una de ellas tuve algo que no fue amor precisamente. Ella me gustó y pasó algo que no creí que fuese a suceder. La primera sensación que tuve de ella fue que me había reconocido, pero ella era muy joven como para que hubiésemos tenido algún tipo de cercanía en otra época. Además, yo venía de un círculo muy cerrado. Perdí mi trabajo unos años después de la vuelta a la democracia. Sin embargo, tenía una pensión, me alcanzaba bien, siempre fui austero. Al principio me dediqué a trabajar particularmente en seguimientos. En un momento decidí dejar todo eso, desaparecer de ese medio. Hice un último seguimiento que me encargó mi amigo Esteves, que trabajaba en una financiera, eso fue en el año dos mil. Los seguimientos fueron en localidades pobres, andinas y en la pampa argentina.    Ella fue muy amable. Se llamaba Carolina. No me sonaba de nada. La segunda vez que fui a su casa nos acostamos. Yo estaba solo y arruinado.  Pero sucedió.    A veces salía, aunque estuviese lloviendo. La ciudad nublada y triste como si la soledad fuera parte de la atmósfera que respiramos. Me pude haber quedado haciendo nada. Deprimido mirando una ventana recorrida por las gotas de lluvia. No podía estar mucho tiempo así. Le había tomado el gusto a mirar la lluvia caer irremediablemente. Pero, pronto venían las imágenes. Las bolsas negras. Las cuencas vacías. Los cuerpos. Tenía que hacer algo. Caminar u ocuparme en algo. En la mañana ponía en orden la casa. Lavaba platos y arreglaba lo que estuviese malo. Me subía al techo a ver que todo estuviese bien.   La primera tarde Golpeé la puerta de la casa de Carolina cuando aún no sabía que ella abriría. Me miró y me preguntó qué quería. Le dije que vendía biblias. Se rio. Me preguntó: ¿quieres pasar? Le dije, bueno. Me senté en un living silencioso. Un sofá, frente a una mesita pequeña, sobre la mesita el diario del día y una taza con café. Por la ventana vi caer la lluvia. ¿Por qué biblias?, me preguntó. Le dije que quizá estaba pagando alguna culpa. Eres creyente, me dijo. Sonrió. Le dije que era un hombre de convicciones. Fue en ese momento que sentí que me conocía o me reconocía. El living silencioso se tornó crepuscular. Nos quedamos callados, podría haberle preguntado si la conocía o si era creyente, pero no lo hice. Ahora ese no era mi problema. Se me vino a la cabeza la frase, gente sin principios.  Santiago es triste en invierno y sobre todo cuando llueve. Miré hacia el patio mientras se hacía una poza y ella me decía que me iba a servir un café. Le dije que me diera un té. Mi estómago se había vuelto débil. A veces nos parece que el mundo nos pertenece al punto que disponemos de la vida de los otros, dijo ella, pero al final todos nos volvemos débiles, por naturaleza, aunque no sabemos cuánto puede soportar cada uno. Me asusté. Agucé la mirada e intenté ver si la conocía de alguna parte, pero no pude recordarla. Era como si todo fuese borroso y no pudiese precisar nada, ella provocaba esa sensación. La imaginé en la parrilla, desnuda, y me parece que sí, que era ella. Me tomé el té y le pregunté si le interesaba alguna. Le mostré las biblias con las palmas abiertas hacia arriba, sonriendo un poco, como un caballero, así nos educaron, así se trata una mujer. Me dijo que no. Me preguntó cómo me llamaba y me dijo que si me animaba a ir otra tarde a acompañarla. Le pregunté si vivía sola. Sí, vivo sola, pero a veces me acompaña un amigo que me quiere mucho. Amigo, le dije. Me dijo, sí, con desdén. Entonces le dije que era el único trabajo que tenía y que estaba arruinado. Aún tenía la pensión del Estado que me alcanzaba, la verdad, pero eso no se lo mencioné. Me comentó que debía buscar algo más estable. Aunque estable no hay nada, terminó diciendo. Aún llovía. Le pregunté en qué trabajaba. Soy periodista, pero por ahora estoy dedicada a la fotografía. Le comenté que me parecía interesante, que yo también sabía algo de fotos, de lentes, el gran angular, el zoom y las obturaciones. Me miró con cara de por qué yo sabía de eso. Le dije que en algún momento pensé en dedicarme a eso. Las fotos de los cuerpos, del cadáver, lo retengo en una imagen cuando aún está vivo. Los trozos, dedos y sangre, como maniquíes desmembrados y en posturas imposibles. Como utilería de una película de terror, en la que yo era el ejecutor. Un Dios que impone su ley. Le pareció fabuloso, esa fue la palabra que utilizó, y quiso mostrarme algunas fotos, pero prefirió dejarlo para otra oportunidad. La temperatura había bajado y la lluvia había cesado un rato antes. Carolina se paró y fue a la cocina. Le dije que las imágenes traicionan, pero perduran. Pensé, pero no se lo dije, que las imágenes se generan

Trastienda | La filosofía del crimen, el crimen de la conciencia

«El terror original es el miedo a quedar a la deriva de los instintos básicos y salvajes, desesperados por las necesidades del cuerpo expuesto a su materialidad básica. No obstante, la fuerza de ese terror devastador se transforma en símbolo de esperanza de una fuerza que, por nuestros medios y libremente, nos permite construirnos como si no hubiese comunidad o colectividad. El “YO TRABAJO”, como imperativo moral de mi derecho a pasar por encima de todos. El “ES MI PLATA”, como marcador de eficiencia solvente y altura moral. ¿Podríamos desmentir algo así? No para un trabajador. Pero depende del caso y las circunstancias. En la narrativa personal suena mejor así, da un valor extra a la insignificancia de la pobreza, es un orgullo.» Entretanto, soy un maldito, siento horror de la patria.  Lo mejor, es soñar muy borracho, sobre la arena. Rimbaud   Los efectos mediáticos del crimen parecen cifrar, sin decirlo, sin afirmarlo, convenientemente, su origen, sus raíces, en una decisión personal de optar por el mal, los bajos instintos y la destrucción del tejido social. Todo eso no ha sido sino parte de una cadena de producción efectiva y con ganancias que se han expresado en la búsqueda desesperada de seguridad. La acuñación sociológica puede dar cuenta de los aspectos que tejen ese modo de ser. Lo cierto es que esa estructura responde al capitalismo que siempre busca disminuir el Estado e imponer sus normas pasando a llevar, el medio social, natural y político. Tienen su sacerdocio en la ingeniería comercial. Es toda una filosofía conservadora y liberal que se lava las manos y no busca la disminución de las acciones criminales y si las combaten es con crimen institucionalizado. Para dar paso a la violencia que los puso en el lugar privilegiado en el que están.    Sabemos con Hobbes, y Spinoza, que una vida acorralada hará lo posible por seguir existiendo. Esto pone en duda el pacto social instaurado, mostrando el maquillaje, el simulacro que busca cubrir su violenta forma de imponerse, su crimen original replicado policialmente y como una ciencia neutra llamada libre mercado. Lo que ha producido un medio de demolición de la potencia vital y de conocimiento porque su marcador es siempre acumular gastando lo menos posible generando un cerco de apremio. Lo más fácil se vende mejor. Lo difícil es exclusivo, y ahora se torna solo parte de un lujo que algunos se dan por opción o lucha. Corren ríos de plata en fundaciones que defienden la estructura imperante a veces sin mucha rigurosidad o contrapunto. Enfatizan el sentido común. Lo que apunta a convencer a las masas de la naturalidad del ser conservador o liberal. Su mezcla, híbrido chilensis, su condición transgénero, o su travestismo conveniente. Es decir que el estado de cosas en el que vivimos es lo real, lo normal, lo demás es un delirio sensible de poetas e izquierdistas irredentos.   El hipnótico influjo de las mercancías y de la mercancía de las mercancías, el dinero, tiene como resultado el valor de la solvencia. Marx planteó En Crédito y banca que quién es solvente es bueno para el capitalismo, y de ese modo se demarca un ethos capitalista. Por lo tanto, su efecto tiene sobre el crimen una doble evaluación como sucede en Chile y en Latinoamérica, y por un eficaz movimiento real y expuesto por los medios, de creciente criminalidad. Por un lado, los efectos de los crímenes de la clase dominante se revisten de una estética de impunidad sacrosanta. Parecen intocables, por una atávica relación con el derecho del señor a imponer su deseo por sobre el resto. Lo que lo resguarda en un aura de inocencia y de error, nunca los expone a la vergüenza a la que sí se le impone al bajo pueblo. Es decir, lo sienten como un derecho propio porque son los dueños; sobre todo el robo, dado que ven la ganancia como su derecho por propiedad. Y en otro tiempo, la tortura, la mutilación, el asesinato y la desaparición, dueños de la vida y el cuerpo del otro. La evaluación mediática más popular, al menos, la que más resuena, es contra el crimen del pobre. El que no ha sido educado y recae con más fuerza sobre el extranjero, ya como una abstracción del monstruo polimorfo. No obstante, la población solo ve con odio e impotencia. El peor criminal castigado en la calle por el aparato policial es el que protesta contra el estado de cosas. Es el más temido, el más dañado. Se usa de ejemplo para generar miedo marcando en su cuerpo al vencedor o como herida psíquica. Desapariciones, mutilaciones, olvidos, abandonos, encarcelamientos injustificados.   Todo el escenario es parte del modo en que opera el capitalismo y que no deja de producir ganancias. El pobre percibe intuitivamente que la ganancia está en quebrar la ley. El rico exige al Estado que no le imponga normas y si lo hace las quebrará igual. El Estado, reducido a la función de la administración empresarial y a la vigilancia de los límites que mantengan a la población sujeta a la deuda, es el motivo que lo sostiene y por medio del cual habla la casta dominante. La construcción de la mirada popular se sostiene en una seducción de símbolos, más allá de las necesidades que lógicamente se le presenten. Lo que quiere decir que veremos lo que queramos creer satisfaciendo nuestros deseos.    El proceso de esta filosofía construye una norma que se impone por la fuerza y con una amenaza soterrada que no hace falta tener en la conciencia ya que se ejerce. El terror original es el miedo a quedar a la deriva de los instintos básicos y salvajes, desesperados por las necesidades del cuerpo expuesto a su materialidad básica. No obstante, la fuerza de ese terror devastador se transforma en símbolo de esperanza de una fuerza que, por nuestros medios y libremente, nos permite construirnos como si no hubiese comunidad o colectividad. El «YO TRABAJO», como

Trastienda | El amante de Lady Chatterley o el eros de la igualdad

«Lo que ella hace al desear su placer sexual, tocándose, perdurando sobre el cuerpo del hombre hasta llegar al orgasmo, desinhibe la relación de la mujer con su cuerpo. Transgrede la propiedad privada y la común, generando una relación que rompe con la diferencia de clase y aparece la búsqueda mutua del placer sexual y el erotismo del tacto.» La novela El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence generó un escándalo cuando se publicó en Inglaterra por Penguin en 1960, pero ya había sido editada de forma privada en 1928 en Florencia, hace casi un siglo. Lo que mencionan sus detractores es lo directo de las descripciones de las relaciones sexuales entre los amantes. Las escenas explícitas expuestas en el libro en la que el guardabosques y la señora de la casa Chatterley se encuentran para tener sexo, no son solo provocativas por lo que una época veía y sigue viendo como algo que no debe mostrarse en público. La provocación tiene varias aristas. Una de ellas, me parece una arista englobante, es la relación entre dos clases sociales cuyo encuentro está en el cuerpo, el placer y la ternura. Ahí no hay clase que valga, el deseo transgrede esa diferencia que es norma y ley de un orden. El erotismo femenino como aspecto que está imbricado en lo anterior, es incluso, más escandaloso y central en la novela con respecto a la sociedad burguesa y sus valores dominantes. Porque, en el relato, el eros es la fuga del dominio y propiedad del capital que respira y organiza de fondo su perpetuación y jerarquía. La directa búsqueda de placer y realización sexual de la mujer como un ser activo en el erotismo, es notorio y explícito en la novela. Por otro lado, está la clara distinción de clase incluso en el modo de pronunciar las palabras de la clase obrera y la molestia que esto provoca en la clase alta.    El guardabosques aunque ha logrado, como piensa el burgués Chatterley, superarse llegando a teniente en su servicio al ejército de Inglaterra, vuelve a la jerga rudimentaria de su pueblo. Eso le molesta en un principio a Lady Chatterley.   Fuerte demarcación de la línea de diferencia entre la burguesía y la clase trabajadora. De fondo la maquinaria de trabajo de la industria y sus dueños avanzando y explotando a los trabajadores que desprecian por sus costumbres. Los acogen de modo hipócrita por su conveniencia y esperan agradecimiento por brindarles la posibilidad de trabajar y ganar una miseria. A este respecto cuando la hermana de Lady Chatterley se entera de los encuentros eróticos, le advierte que el guardabosque es un hombre de clase trabajadora. Lady Chatterley le recuerda su adherencia al socialismo y, por ese motivo, a los trabajadores. Con ello muestra la simpatía hipócrita de una burguesía que demarca una distancia con los trabajadores y expresa su diferencia compasiva, envenenada en el origen por su autocontemplación jerárquica. Llevan la sensación de superioridad impregnada, aunque defiendan las ideas políticas de emancipación de los trabajadores.     Los trabajadores no pueden organizarse, ellos dependen de los dueños y son ellos, los dueños, quienes deben guiar a las masas humanas, piensa Chatterley, la igualdad no es posible porque todos seríamos pobres. Este aspecto se muestra, además, en el requerimiento de obtener de ella un hijo, aunque no sea suyo. Esto, porque Chatterley al estar lisiado no tiene relaciones sexuales con su esposa. Sin embargo, debe reproducir la continuidad de su imperio de minas de carbón, le preocupa la continuidad de la propiedad que se extiende más allá de su vida. En este sentido el matrimonio es el mecanismo de la propiedad privada que subordina a la mujer y su deseo. En ese escenario el erotismo desplegado por los amantes en una casita del bosque no responde a nada, solo al impulso de un deseo auténtico y transgresor.   Lo que ella hace al desear su placer sexual, tocándose, perdurando sobre el cuerpo del hombre hasta llegar al orgasmo, desinhibe la relación de la mujer con su cuerpo. Transgrede la propiedad privada y la común, generando una relación que rompe con la diferencia de clase y aparece la búsqueda mutua del placer sexual y el erotismo del tacto. Los sentidos son ese encuentro que tampoco genera una propiedad común sino una huida que encuentra una relación genuina y hundida en la ternura. La ternura expone lo masculino a una apertura enigmática con la proximidad de la caricia. No obstante, la figura masculina burguesa aparece como una figura egoísta, de auto placer, lisiada y llena de mandatos de apropiación.   El deseo hoy cooptado por el estereotipo de los cuerpos, controla la posibilidad de fuga y limita esas vidas y sus imágenes a un determinado valor de exposición en el mercado del éxito. El deseo tiene un paisaje y un relato que ingresa por el brillo de la pantalla en el ojo de manera simultánea, acrítica y determina lo que debemos desear. Lo que no genera poca frustración, pero aúna los esfuerzos y la búsqueda de satisfacción en lo que se parece a ese algoritmo. Hace casi un siglo atrás la novela ve la posibilidad del eros y la ternura en la recurrencia a la piel y al tacto como lo común, no conquistado, sino cuyo placer está en el encuentro que ha desarmado todo refugio. El «estar» expuestos el uno al otro sin agotarse mutuamente. O cuyo refugio es una frágil casucha de caza en el bosque. Esa casa produce la impresión de la inminencia, de la mirada inquisidora, de que están afuera expuestos al juicio de la sociedad jerarquizada. De que siempre que están juntos, en la intimidad de sus cuerpos, están a la intemperie. Expuestos a su destrucción por todas las costumbres que vienen a reclamarlos y por no hallarse en ninguna más que en la piel.        

Trastienda | Variaciones del eterno retorno o la locura de la visión

«Siempre vuelve lo indefinido, la muerte, lo que es perecedero, lo que no deja de pasar, el tiempo, el enigma de la existencia, y que no podemos nombrar. Siempre retorna, pero siempre ha estado ahí. Un antiguo miedo, nuestra frágil condición de indigencia y necesidad. Y lo indeterminado que entrelaza y pone las cosas en movimiento. Lo que permite que las recortemos y mezclemos en formas nuevas que la imaginación configura.» Pensar en el eterno retorno, es pensar en Nietzsche. Su posición al respecto consiste en una revelación que implicaba que todo se repetiría tal cual había ocurrido en la vida, nuestras vidas. Una catástrofe insoportable. El tiempo es infinito, la materia finita, y por ello en la infinitud de combinatorias la vida debía volver a producirse tal cual había ocurrido. No obstante, este modo de abordar el eterno retorno en sus libros La gaya ciencia y Así habló Zaratustra tuvo críticas y detractores y en un primer momento se desechó por una incongruencia cosmológica. Es decir, el tiempo y la materia no se comportarían así. Lo que quedó de ello fue una exigencia ética que era la del superhombre (la superación del modo en que entendemos al ser humano, anthropos). Ésta consistía en que viviéramos con el pensamiento de que nuestras acciones y sus efectos se repetirían infinitamente como ya venían haciéndolo. Eso implicaba, para Nietzsche, que una tal conciencia humana sólo podría paralizarse y no sabría qué hacer. Imaginar que el dolor que hemos sentido volvería una y otra vez con todas sus pérdidas no es un panorama alentador y para este filósofo, sólo podría soportarlo el superhombre.    En la serie True detective, primera temporada, hay referencias explícitas a Nietzsche y su filosofía. El detective Rust, uno de los personajes centrales, al ser interrogado habla de la repetición del tiempo y la futilidad de la vida como un sueño en cuyos bordes aparece el monstruo. La amenaza que se repite, que vuelve en diversas formas. Pero también habla de la repetición de cada dolor, cada vida que vuelve a nacer y hasta ese interrogatorio que ha sucedido un sin fin de veces sin que lo recuerden, están atrapados despertando en la pesadilla. Y su borde es la muerte, lo indeterminado. Todo es un sueño tonto lleno de amor, dolor, palabras y voluntad absurda.    Hasta ahí la literalidad de lo que nos ha llegado de esa doctrina o revelación. Lo que luego de ello ha emergido tiene varios exponentes. Los que han puesto un ojo con lupa sobre los escritos de Nietzsche y la condición de movimiento y transformación que empuja la formación de la realidad en los aspectos y configuraciones que tiene. Eso es lo que llamamos interpretación. A partir de esto podemos ver que un pensamiento complejo y no menos ajeno a las críticas por su lenguaje críptico, ha abierto ese pensamiento a un ámbito que tiene una salida interesante. Los autores son varios y comparten elementos comunes, en primer lugar la mayoría de ellos son de lengua francesa.    Primero, cada vez que vivimos somos la réplica, una de las tantas en el infinito del tiempo. Entonces no somos el original desde donde surgen las copias idénticas. Hay un sinfín de copias antes y después, por ello, ¿cuál sería el momento inicial, el original?. Por otro lado si no lo hay somos solo un reflejo en el vacío. Somos la réplica también. Este aspecto es abismante y no carece de una mirada alucinada. Como una espiral sin principio ni fin. Si hubiese una matriz ya no sería un eterno retorno.    Por otro lado, y el que me parece más radicalmente interesante es el que aparece con Deleuze que tiene una deuda con otros autores, escritores y filósofos. En resumen y en simple lo que siempre retorna es la diferencia. No explicaré aquí qué es, porque es complejo. Pero digamos que siempre vuelve lo indefinido, la muerte, lo que es perecedero, lo que no deja de pasar, el tiempo, el enigma de la existencia, y que no podemos nombrar. Siempre retorna, pero siempre ha estado ahí. Un antiguo miedo, nuestra frágil condición de indigencia y necesidad. Y lo indeterminado que entrelaza y pone las cosas en movimiento. Lo que permite que las recortemos y mezclemos en formas nuevas que la imaginación configura.    El eterno retorno adquiere una mirada concreta en una película que se llama  El caballo de Turín, del cineasta Bela Tarr.  Es sencilla y terrible. El caballo vuelve de la feria de Turín. La anécdota que no vemos en la película, es que el caballo es el que Nietzsche abraza cuando tiene su ataque de locura y comienza su reclusión y el silencio. Eso es lo que reporta su biografía. La película toma ese punto de inicio. En la secuencia del film que muestra al caballo avanzando domado y cansado, lo narra. Es la intensidad del cuerpo animal. Ese tono nos dice algo sobre lo que viene en el film.   En él dos personas, padre e hija, están a la espera del fin de algo, una catástrofe que parece aproximarse. Esto transcurre en una zona rural. Un árbol solitario y un pozo de agua seco. Con un riguroso blanco y negro viene un visitante que advierte el advenimiento y la nihilización del mundo. Lo interesante es que hay una repetición permanente y exasperante de levantarse, vestirse, trabajar, comer una papa, sobrevivir, dormir y volver sobre el esfuerzo de los cuerpos que se van gastando en una zona desértica. Como si nada pudiese salvarlos y no hicieran más que repetir lo que la exigencia de sus cuerpos les pide. De hecho huyen pero luego vuelven. No hay mucho que hacer.    El eterno retorno en concreto es que siempre vuelve esa instancia amenazante que nos empuja a hacer lo que sea por mantener nuestra existencia. El límite. Y nos expone a la fragilidad humana en su condición primordial. La indigencia que implica deshacernos, volvernos carne pútrida, y desesperación. Perder la sujeción de

Narrativa Chilena Actual | Mujer sumergida

«Cuando llegamos a la esquina frente al metro se estacionó cerca de un negocio que tenía afuera una máquina que decía Savory. ¿Sabes interpretar sueños?, me preguntó. No contesté. Ella comenzó a contarme uno, no esperó mi respuesta. La seguían unos hombres con máscaras de lucha libre y la metían en el maletero de un auto. Ella sentía mucho terror. Así dijo, terror, no miedo ni angustia, sino terror.» A través del parabrisas, vi la ciudad abajo. Era como un espejismo. Un agujero de humo y cemento al que volvía todos los días. Las manos sostenían el volante y una de ellas tenía una herida. Le pregunté qué le había pasado, me dijo que se había quemado con el horno haciendo pizzas. Hablamos un poco sobre las cosas que hacía con sus hijos y su familia los fines de semana. No dije mucho porque no hago cosas así. Luego entró en el terreno del trabajo de todo lo que significa para la vida. El tiempo que ocupamos todos en esto, sin mucho que ganar, pero sí, nos manteníamos. -Estoy pensando en irme -dijo de pronto. Me volví en el asiento y miré su cara que estaba mirando hacia la calle grande. No había mucho tráfico. No entendí a qué se refería. Pensé que me consideraba un amigo y quería decirme algo que podría ser importante para ella o quizás solo necesitaba hablar. El automatismo del viaje.  -A veces me cansa la enseñanza. No nos valoran. -Pero… -No puedo llegar e irme. No hay cómo, siempre hay cuentas, la vida es cara. -De hecho no sé cómo se vive…nunca alcanza para mucho. Pero todos sabemos que hay situaciones peores. -Es cierto, por eso, dejar esto… por malo que pueda parecer, es siempre la posibilidad de quedarse sin nada.  -Estamos atrapados. -Eso parece. Ella movió las manos rodeando el volante como acariciándolo. La herida era un relieve rojizo sobre uno de sus dedos. Imaginé el horno hirviendo y el borde de la bandeja. Santiago se veía cargado de edificios y con pocas vías. Esperaba sumergirme en ese humo de todos los días. Las calles arriba estaban arrasadas de vacío. Y el hoyo que es Santiago, parecía una emanación tóxica y alucinada. -Una piensa que puede dejarlo todo, pero yo no puedo, tengo hijos y un marido. Siempre pensé que lo tenía todo, se veía normal. Estaba atenta al camino y daba leves giros siguiendo las curvas. -Hay cosas que se pueden terminar. Pero lo demás es una cadena… nunca te cases. Dijo eso y me miró un momento.  No pensaba hacerlo… pensé mientras miraba sus ojos muy abiertos hacia mí, dejándome entender que a la vez que me miraba presentía el camino conocido.   El sol de la tarde se abría en el horizonte en un pliegue que parecía como una piel abierta y recogida, enrollada hacia dentro. El fondo rojo.  -Cuando estoy con él no sé qué decirle… no sabe lo que me molesta o lo sabe bien y no le importa. Sus manos se enroscaron sobre el volante y la ciudad nos iba tragando en la medida que entrábamos en el plano. No podía verla desde arriba, abandonamos la pendiente, estábamos en la ciudad atochada, circulando. No sabía qué responder, pero tampoco ella esperaba que le dijera nada, creo. En un semáforo se detuvo y se acomodó. Era como ser engullidos lentamente por un ruido confuso. Voces, bocinas, pisadas, susurros, a veces gritos. -Quisiera no llegar. -Las cosas se arreglarán. – ¿Cómo surge de pronto esto?  -No podemos ver todo, a veces las cosas llegan y uno no se da cuenta. -Una siempre sabe lo que va a pasar, otra cosa es que una se engaña para seguir. Pensé que era como todos, que nos mentimos para poder levantarnos todos los días y pensar que somos algo más que un puñado de cifras y cuentas por pagar siempre. Sin embargo era algo un poco distinto. Era como si lo presintiera en la piel. -Llega con todos los avisos, pero no puedo sacudirme la educación que me dieron.  Frenó, sentí como si el auto tuviese su propio reflejo, un tiempo fantasma que se conectaba con sus piernas. Y vi el tráfico, un par de vehículos indefinidos contra la tarde, el susurro de los neumáticos en las calles.  -Es como estar atrapada en una. Pero él también… No dijo nada más y siguió conduciendo como si hubiese entrado en la inercia del viaje y las palabras estuvieran gastadas y enmudecidas. También me callé y miré el camino. Todo se repetía y nuestros cuerpos se acostumbraban. El mismo camino de siempre, dijo ella.   Cuando llegamos a la esquina frente al metro se estacionó cerca de un negocio que tenía afuera una máquina que decía Savory. ¿Sabes interpretar sueños?, me preguntó. No contesté. Ella comenzó a contarme uno, no esperó mi respuesta. La seguían unos hombres con máscaras de lucha libre y la metían en el maletero de un auto. Ella sentía mucho terror. Así dijo, terror, no miedo ni angustia, sino terror. Lo remarcó cómo se demarca la desesperación, como una atmósfera que lo invade todo, incluso nuestros movimientos. Cuando la sacaron del maletero, no sabía cómo, lograba soltarse y correr hacia una playa, se metía al mar y seguía caminando, corriendo, pero las piernas no le obedecían. Lograba quedar completamente sumergida. Gritaba. Con toda la fuerza que tenía. Una fuerza ralentizada, demorada, como en los sueños. Un grito ronco, pesado. Gritaba hasta que se le rompía el pecho. ¿Sabes qué significa?, me preguntó al final, como si no importara o solo alucinara con la imagen o algo que había en el sueño. Recordé que estaba apurado, pero luego ya no. Parecía que no hubiese tiempo y su sueño entrara de a poco en el auto, su neblina, una corriente leve y envolvente dando envites ligeros o sus restos como los susurros de los neumáticos que pasaban lejos. No quería pensarlo, o no podía creerlo, pero tampoco podía saber con certeza.

Trastienda | Latido de un corazón material en una cocina americana.

Recordé un cuento de Raymond Carver a raíz de un comentario de Derrida sobre el animal posthistórico que imaginaba Kojéve en la sociedad estadounidense que está en Los espectros de Marx.  Si ese fuese el momento del fin, en esos espacios de la vida del sueño americano, expuesto ahí, pensaría en una distopía que se acercaría más bien a Dick. Pero, en Carver, el desfile de esos personajes atemorizados que de pronto saltan a la incertidumbre y se derrumban sin caer definitivamente o que en un momento algo ocurre que los abre al espectro de lo indecible, me hace pensar en la instancia de un lugar sin historia. Donde nada arriba porque todo ha pasado, y sin embargo… Vidas cotidianas inmersas en el estilo de vida americano. Hombres cesantes, mujeres esperando que el pasado las redima en la voz de sus hijos, individuos que esperan que el otro los ataje en la caída y a veces en la soledad un extraño se abre paso para sostenerte con un gesto insignificante, o simplemente entran en la dimensión desconocida de una soledad irredenta.  Rodeados de artefactos construidos por la producción en serie capitalista, los cuentos nos transportan por esa parte que no se asoma en la versión oficial. Esa caída que termina por ser solo la elección individual de un personaje que toma malas decisiones o se alcoholiza, en ningún caso esas chuletas friéndose en un sartén son parte de esa soledad que es propia del perdedor americano. Todo en ello indica un derrumbe que se abre hacia el silencio de un momento en que vemos unos ojos descolocados. La posición de un cuerpo frente a la televisión que ya no puede volver, que no puede asumir su destrucción en curso e incesante y ante eso solo mira la televisión en su sofá, en su casa, hasta que ve sus pies desnudos hasta que la vida late en el tedio. El animal posthistórico, el animal de la producción en serie y de la propiedad abstracta, el animal capitalista desde décadas no celebra a sus despreciados, pero los expone con la compasión de las vidas inconclusas e insignificantes. En el todo abierto de la literatura cada una de ellas es una transformación en curso. Cada una de ellas es el producto de un proceso que toca sus límites en el cesante o en el borde de lo no dicho. Entre el trabajo y el lenguaje. En el tedio algo late y toda la carne es triste. Hay muchos cuentos que recuerdo. Imágenes que se mezclan unas con otras. Salí de sus cuentos como si alguien hubiese aumentado la luminosidad de las cosas en su superficie. Como si en ellas de inmediato se presentara algo impenetrable y que cada vida por insignificante que pareciera enfrenta un terror inminente e innombrable alojado en las cosas que decoran y sostienen la escena de casa. El miedo y el margen en el centro de living room o en la cocina americana. Entre cajas de mudanza, el miedo viene desde el pasado. Pero también la compasión o la ternura. Una madre que se cambia y habla por teléfono con su hijo y él percibe en ella el miedo que tiene a comenzar de nuevo y repite lo que decía su padre y que él cree que la tranquilizará: Querida procura no tener miedo. Unas palabras que caen y abren la vida a su desnudez con la simpleza característica de los cuentos de Carver. Lo que impera es ese temblor del ser frente a la magnitud de movimientos cotidianos inaprensibles. Encuentros, muertes, rehabilitaciones fallidas, vueltas, reintentos, trabajos mal pagados e insostenibles en la trastienda del lujo que se nos vende en la imagen hollywoodense de la potencia. Ese animal asustado rodeado de cosas, trabajos y caídas, pobreza y cesantía se vuelve hacia el silencio, hacia una suspensión que domina el cuento y sobre la que a veces recae la crítica. Gente que se tapa el rostro en plena pelea familiar como un gesto que define la imposibilidad de sostenerse, como si fuese el cliché de una mala película. Aquí adquiere la relevancia de una fragilidad chocando con los muros de la abundancia del mercado. El silencio bordea los cuentos, deja que los diálogos resuenen en él. Es como si las historias donde no pasa nada estuviesen envueltas por lo indecible. Un lugar donde no ocurre nada porque todo un sistema se asienta en ellas sin moverse más. Porque ha cumplido su promesa en el desajuste de la vida. La ha vaciado y su sentido descansa en aquello que poco a poco se disuelve que ni siquiera viviendo la vida de otros podemos tener, porque en la casa del vecino solo se asoma la tristeza de aquello que no somos y que queremos ser sin verlo hasta que toda la indumentaria parece llamarnos. Esas voces surgen de una forma de estar.  La conversación en la cocina del cuento De qué hablamos cuando hablamos de amor es un dialogo que se decanta hacia el latido. Pero también hacia el momento en que ese latido parece quedar suspendido luego de cada palabra. Es decir, que en los cuentos de Carver, de esa firma, de lo que implica esa firma, nos encontramos con aquello que en la escritura, en el lenguaje, se sustrae a todo decir y que está inserto en lo cotidiano. Es como si su sonido, el modo en que se relata y ahí su literatura, no denuncia un sistema, sino que en él algo que no está se asoma en cada gesto de los personajes que se derrumban, en una imagen desnuda de la fragilidad, en una dentadura postiza, en unas palabras que se dicen con mucha honestidad pero parecen salvarnos, en una imagen de pies desnudos, en unos ojos idos luego de un golpe en una piscina. Algo inaccesible se abre en ellos, pero no para entrar sino para encontrarnos con ese borde que nos devuelve al modo insignificante, pero enigmático de la realidad.  La literatura, hasta en su modo más

Narrativa Chilena Actual | Los retrovisores

La primera vez que lo vi no entendí lo que hacía. La gente hace muchas cosas en la veredas, gestos y movimientos raros, que ni tomamos en cuenta. Pero este chico siempre daba vueltas por el barrio. Siempre viví ahí. Me fui un tiempo, pero cuando estuve cesante volví a vivir al barrio de casas viejas que habían soportado algunos terremotos e inviernos con maderas hinchadas y los muros que se iban descascarando y mostraban el adobe que de alguna manera resistía el paso del tiempo, pero ya eran construcciones mezcladas con ladrillos pesados y de techos altos. Esa altura permitía pensar. Lo veía por la ventana y pasaba seguido, se comenzó a repetir a diario, en la ventana aparecía la escena, enmarcado por el living viejo y polvoriento, sus gestos raros como tratando de esconderse sin poder hacerlo. Empecé a ponerle atención y luego vi que las personas que en la tarde iban a buscar sus autos estacionados al borde de la vereda les faltaba un espejo o los dos retrovisores. Entonces lo asocié, esta vez lo esperé y lo vi. Se acercaba y hacía un movimiento brusco, un pequeño crujido que no quebraba nada. Solo lograba desprenderlo del caparazón negro. Luego daba un par de zancadas, se subía a una bicicleta y desaparecía. A veces venía a pie.  En ese tiempo las constructoras andaban ofreciendo plata, para comprar el conjunto de casas y levantar sus guetos verticales para disimular la pobreza.  Mi vecino que siempre me hablaba o intercambiaba información a veces comida o libros, me contaba que habían pasado por su casa. Me fui a vivir ahí porque era una casa familiar, la única y así no tenía que pagar arriendo, era imposible vivir con un sueldo pequeño y pagar arriendo. Esperaba encontrar trabajo pronto porque los ahorros iban desapareciendo. Pero a veces vendía algunas cosas, el vecino era colero en la feria y me pedía ropa que ya no usaba u objetos, para vender. En ese periodo hacía algunos trabajos por el computador y miraba por la ventana la vereda sucia y llena de autos. La gente tira cosas insólitas y uno no sabe si se les caen o simplemente les da lo mismo como si en la calle todo diera lo mismo y otro, que nadie ve, se lo lleva o lo limpia. Desde condones pegados en el suelo, cabezas de pescado o un sillón de auto, no creo que eso se les haya caído del auto. Es un poco difícil. Seguí mirando por la ventana todo eso. Vi que el chico venía a diario y tenía horario. El mismo en el que estaban los autos. A veces me asomaba a la calle por la puerta y miraba las esquinas y lo veía de refilón retroceder por el muro rojo y oblicuo de la casa de la esquina y desaparecer. La casa estaba ocupada por unos actores jóvenes. Por un momento creí que vivía ahí.  Hice mi rutina y no pensé más en él, como si fuera parte del paisaje del barrio. Un día se robó el espejo de una camioneta cotota, rang rover, algo así, nunca he sabido de autos porque no me interesan y además no tengo como para comprarme uno. Era una grande y firme. Al dueño no le sería muy terrible el robo, porque debía tener mucha plata, pero si le daría rabia que un piruja lo vacile. La robó frente a mí y me di cuenta que sabía que lo miraba porque se volvió hacia la ventana. Yo me moví hacia otro lado de la pieza y me puse de espaldas para que creyera que no lo miraba. Me volví, pero debió ser muy rápido porque estaba ahí con su capuchón, no le distinguía el rostro, y miraba al visillo como diciéndome esto lo hice por todos. Una sonrisa que apenas se le notaba. No quería delatarlo. Nos marcaba y ya no podría tener nada seguro. Una señora un par de casas más allá soltó el dato, una vez al mes, le revientan alguna ventana. Cuando miró hacía la ventana también me marcó. Me dijo en el fondo, sé que sabes. No lo diría así, pero entendí el mensaje. Se metió el espejo en un bolso pequeño y se fue.  La casa estaba en mal estado y no tenía plata para meterle. Entre los vecinos nos apoyábamos lo que podíamos. Los muros se iban descascarando. Los inmigrantes se hacinaban en algunas casas cercanas modificadas. Las piezas eran separadas por tabiques para meter más gente y sacar mejor ganancia. En la tarde cuando ya estaba oscureciendo y yo estaba sentado en el patio sonó el timbre. Era mi vecino. Venía un poco agitado, creí que le podía haber pasado algo en la cola de la feria, alguna pelea o algo así. Pasó y se sentó. Le fui a traer un vaso de agua. Quería que se calmara, pero quería hablar y lo escuché. Vecino, no sé, ¿ha visto a un cabro que roba espejos acá en la vereda… tomó aire…y viene casi todos los días? Todos los días, pensé. Lo vi hoy y lo seguí y espero que no esté muerto. Le dije que se sentará y se sentó. No supe qué decir, más que eso y supongo que mi cara era de alguien que no entiende lo que le dicen. Espero que no esté muerto, repitió. Lo seguí. Caminé y casi corrí detrás de él hasta San Diego y Av matta. Atravesó hacia el sur. Cruzó un pasaje de travestis y se metió en una casa. La entrada era una venta de repuestos. La puerta estaba abierta y estoy seguro que entró ahí. Así que me metí. Puta qué valiente, pensé mientras intentaba decirle algo para calmarlo o para que viera que estaba atento a lo que me iba contando. Se paró un momento y miró por la ventana y me di cuenta que era muy delgado o que en este rato se había adelgazado mucho. Cuando entré nadie