Maximiliano Díaz Santelices

Panóptico | Al poeta Héctor Figueroa Muñoz

“Te ocultabas en trabajos lejos de la poesía de salón, de la academia, lejos de los circuitos ´correctos´, adentrándote en ese espacio que tanto apreciabas: el del ciudadano de a pie, del que se embriaga para tapar la realidad, del que no le alcanza el sueldo para llegar a fin de mes, de las mujeres que se venden, del poeta borracho que quiere morir joven dejando una leyenda tras de sí.” “Así es la soledad, el encanto de escribir perfectamente borracho” (H.F)   La última vez que te vi fue en la Posta Central, allí en la calle Portugal. Estabas en una pieza solo. Creo que me reconociste, aunque no podías hablar, pues tenías puesta una mascarilla de oxígeno, pero me sonreíste quizá pensando en un poema. Hace varios años que no nos veíamos. Pero eras tú mismo: Héctor, Titín, el Chico Figueroa. No pude estar mucho rato contigo, había varias personas esperando. Estábamos despidiéndonos. Lo sabías. Yo también lo sabía. Pero ¿qué decirte, qué palabras inventar en ese momento? Recuerdo que te di saludos de mis hijos a quienes me ayudaste a cuidar durante muchas vacaciones, en el Litoral Central, de padre recién separado. Me sonreíste por segunda vez. Te tomé una mano, y mintiéndote te dije que tuvieras fuerzas, que ibas a salir pronto de allí, que teníamos (tenías) poco tiempo, pues había mucha gente afuera que quería entrar a verte. Te di un beso en la frente. Salí y la realidad de un pasillo de hospital público me golpeó, la gente aglomerada, la gente pobre sufriendo la burocracia de la salud. Bajé las escaleras, afuera hacía mucho calor, el sol golpeaba fuerte esa tarde de enero, caminé hacia el Barrio Lastarria, buscando sombra, dándole la espalda a la muerte, a tu agonía y a los cientos de desahuciados que a esa hora agonizaban en todos los pisos de la Posta.  Pocos días después, sentado en la sala de embarque del aeropuerto de Santiago, minutos antes de iniciar un largo viaje hacia el invierno, recibí la noticia en mi celular, te habías ido, habías salido de escena, habías tirado la toalla, habías colgado los guantes definitivamente. Quizá era lo que querías. Terminar por fin con la función y comenzar con la leyenda de un poeta que muere en la Posta Central antes de cumplir 50 años. Pero la verdad es que, tal como dijiste en un poema, solo te nos habías adelantado. No pude asistir a tu funeral, estaba a miles de kilómetros de distancia de esa tumba que te recibió, después de los discursos de los viejos amigos. Nos habíamos conocido mucho tiempo antes, en los años ’80, en plena dictadura, en un colegio del centro de Santiago, cuando apenas eras un adolescente de 15 años y yo un profesor de Castellano recién egresado. Al comienzo eras uno más de los 45 alumnos de tu curso, hasta que poco a poco comenzaste a destacar con tus opiniones, con las largas y bien redactadas respuestas en tus pruebas. Eras distinto. No he encontrado muchos como tú en todos estos años. Con algunos de tus compañeros, interesados en la Literatura, hicimos una revista escolar en agosto de 1986, muy precaria, escrita a máquina, fotocopiada. Se llamaba “Laberinto”, en homenaje a Borges, muerto ese mismo año y, en la portada, Neruda. En esa revista de un número único, horriblemente diagramada y en cursiva, aparecieron publicados tus primeros poemas, estabas en segundo medio y ya eras un poeta. Y también un alumno modelo, especialmente en las humanidades, el hijo que toda madre quiere, bien portado, de uniforme y raya en el pelo. Después vino la época de tus lecturas compulsivas de poemas y también de los talleres literarios, en ese tiempo te invité a uno en la USACH, recuerdo la primera vez que fuiste, por dos cosas. La primera, que nos impresionaste a todos por la capacidad que tenías para citar autores y lecturas, se notaba que habías leído mucho. Te veías muy maduro para ser solo un escolar. La segunda que a la salida nos recibió, en la Alameda con Ecuador, una lluvia de bombas lacrimógenas y de piedras, era un día de protesta en contra de Pinochet. Ese era el contexto en que nosotros, ingenuamente, queríamos hacer Literatura, no panfletos.  Pero ya en ese tiempo algo en ti había ido cambiando, la poesía se había metido en tu ser, y poco a poco habías dejado de ser un “alumno modelo”, para lentamente convertirte en el “inútil de la familia”.  Creíste en la desmesura, el despropósito. Creíste que el poeta debe llevar también una vida de poeta, claro, leíste a Baudelaire, Rimbaud, Lautremont y comenzaste el camino del “amarditado”, del poeta marginal, subterráneo, del copete, del faltar a clases, de abandonar tus estudios, pues la poesía está en la calle. Y mientras algunos de tus compañeros poetas buscaban “la fama” en los circuitos correctos, conociendo y adulando a la gente correcta, arrodillándose frente al poder de una beca en el extranjero. Tú, por disposición anímica, por personalidad, te ocultabas en trabajos lejos de la poesía de salón, de la academia, lejos de los circuitos “correctos”, adentrándote en ese espacio que tanto apreciabas: el del ciudadano de a pie, del que se embriaga para tapar la realidad, del que no le alcanza el sueldo para llegar a fin de mes, de las mujeres que se venden, del poeta borracho que quiere morir joven dejando una leyenda tras de sí.  Con el paso de los años el taller de la USACH se cerró y los sobrevivientes formamos otro más informal, nos gustaba juntarnos a conversar de Literatura, de la realidad o de lo que fuera. No había un líder o alguien que lo dirigiera, pero nos reuníamos en la casa de alguno o en un bar a leernos y a destrozarnos sin piedad ¿Te acuerdas de esas reuniones? Había mucho humo, ruido de copas o vasos, alguien leía un poema y después de un silencio largo, el veredicto: lapidario, sanguinario, desprovisto

Panóptico | Una noche en NYC con Lee Konitz

“No había (como esperaba) una multitud afuera, o una marquesina de luces anunciando al músico, sino un cartel muy sobrio que en letras pequeñas describía el show. ¿A nadie le importaba que Lee Konitz tocara esa noche? ¿Acaso, para esta ciudad, que tocara esta leyenda era un hecho que, entre tantos otros que ocurrían, daba lo mismo?” Generalmente en enero en New York hace mucho frío, especialmente de noche y, más aún, si uno viene del verano de Sudamérica. Pero esa noche del 27 de enero del 2017 había varios grados sobre cero, cuando decidí aventurarme por las calles de “La ciudad que nunca duerme” (o nunca dormía) y dirigirme en metro hacia “The Jazz Gallery” en Broadway St. Donde se suponía que iba a tocar Lee Konitz. Había visto el anuncio en internet, entre muchos otros sitios de jazz que hay NYC.  ¿Lee Konitz, sería posible? Con mi fatalismo, muy chileno, pensaba que debía ser un alcance de nombre o quizá un truco para atraer a incautos turistas culturales.  Claro mis dudas eran razonables, pues el saxofonista alto debía tener 89 años y había tocado, entre otros, en los años ‘50 junto a Miles Davis participando de la grabación de “Birth of the cool” de 1954, disco fundamental para entender el desarrollo del Jazz contemporáneo. El disco había sido grabado unos años antes, cuando Konitz tenía un poco más de 20 años.  Por eso, no podía creer la suerte que tenía de ver a esta leyenda del Jazz en vivo, me parecía un privilegio, un regalo. Además, verlo tocar en un club de NYC, en una noche de invierno, era un doble regalo. Así que, con el poco inglés que manejo y el mapa de la ciudad en la cabeza, me dirigí desde mi hotel, cercano a la 5ª avenida, a tomar el metro. En esta ciudad nadie parece extranjero o inmigrante, la mezcla de razas, de colores, de idiomas, de modas es una constante. Desde ejecutivos caucásicos con trajes elegantes, mujeres sofisticadas que trabajan en Manhattan, raperos o músicos de metro, latinos que hablan un español caribeño, hasta negros recién llegados de África. Todos en el metro y cada uno en su mundo, nadie pendiente del vecino, todos atrapados por su iphone, algunos pocos de algún libro o del diario, todos viajando en el subway, pensaba, a “velocidades incomprensibles”, como diría Enrique Lihn. Al bajarme en la estación, subí ansiosamente las escaleras, de acuerdo con el anuncio había dos funciones: una a las 19:30 y otra a las 21:30, iba atrasado para la primera y muy adelantado para la segunda, pero, en fin, cuando llegué a la dirección, no había (como esperaba) una multitud afuera, o una marquesina de luces anunciando al músico, sino un cartel muy sobrio en la entrada que en letras pequeñas describía el show. ¿A nadie le importaba que Lee Konitz tocara esa noche? ¿Acaso, para esta ciudad, que tocara esta leyenda era un hecho que, entre tantos hechos que ocurrían, daba lo mismo? El lugar era un edifico, como hay miles en NYC, nada exterior permitía adivinar lo que estaba ocurriendo adentro. En la entrada solo un hombre joven, con aspecto de latino, sentado en una butaca parecía esperar a alguien, tenía en sus manos un maletín que, se adivinaba, contenía un instrumento musical. Le hablé en español y le pregunté si allí era el club de jazz, pero no entendió, solo hablaba inglés. De la manera que pude le pregunté nuevamente y me señaló un ascensor y que subiera. Era todo muy raro, no había nadie más, no se escuchaba música, es decir, ninguna de las señales que uno esperaría. Pero confiadamente subí al ascensor que era muy antiguo y muy grande, marqué el único piso habilitado y esperé que se cerraran las puertas y con un ruido de máquinas pesadas lentamente comencé a subir. Era tan lento que pensé que me iba a quedar atrapado y que nadie sabría que estaba ahí, a miles de kilómetros de Santiago de Chile. Pero, inesperadamente, el ascensor se detuvo, supuse que en el piso correspondiente, pues el letrero de luces parecía que hace años que no funcionaba. Bajé y, por fin, escuché muy a lo lejos el sonido inconfundible de un saxo y un piano. Traspasé dos puertas de madera y cristal, muy pesadas, caminé por un pasillo en el cual habían colgados abrigos, chaquetas, parkas, gorros y bufandas, hasta llegar a otra puerta más pequeña que daba a la entrada a un pequeño recibidor, donde una mujer ya mayor, me dijo (fue lo que entendí) que el show ya había empezado, pero que en 30 minutos más habría otro, que la entrada costaba 30 dólares (que a mí a esa altura me sonaba “free”)  los pagué (creo que nunca he pagado una entrada más feliz) y me dijo que si quería, me podía quedar al final del primer show, no lo podía creer. Esa era mi noche de suerte. Por fin, pude mirar el lugar era una especie de loft o departamento con una gran sala, en la que al fondo había armado un pequeño escenario, donde en un piano de cola tocaba un hombre joven y, sentado en una silla otro hombre, de pelo blanco y de lentes oscuros que tocaba un saxo alto. Me llamó la atención verlo sentado tocando una balada, pero su instrumento sonaba poderoso y llenaba el espacio que completaban sillas plegables, dispuestas como en un teatro, no éramos más de cien los espectadores que escuchábamos como devotos de una iglesia el sonido de ese maestro, testigo directo y colaborador de los grandes maestros en la gran época del jazz en el siglo pasado. Había llegado al final del primer show, por lo que tuve que esperar en la última fila de pie. La gran mayoría del público eran viejos amantes del jazz que miraban y escuchaban sobrecogidos los sonidos puros de ese saxo. De improviso, para finalizar, un hombre que estaba sentado en la última fila