Panóptico | Al poeta Héctor Figueroa Muñoz
“Te ocultabas en trabajos lejos de la poesía de salón, de la academia, lejos de los circuitos ´correctos´, adentrándote en ese espacio que tanto apreciabas: el del ciudadano de a pie, del que se embriaga para tapar la realidad, del que no le alcanza el sueldo para llegar a fin de mes, de las mujeres que se venden, del poeta borracho que quiere morir joven dejando una leyenda tras de sí.” “Así es la soledad, el encanto de escribir perfectamente borracho” (H.F) La última vez que te vi fue en la Posta Central, allí en la calle Portugal. Estabas en una pieza solo. Creo que me reconociste, aunque no podías hablar, pues tenías puesta una mascarilla de oxígeno, pero me sonreíste quizá pensando en un poema. Hace varios años que no nos veíamos. Pero eras tú mismo: Héctor, Titín, el Chico Figueroa. No pude estar mucho rato contigo, había varias personas esperando. Estábamos despidiéndonos. Lo sabías. Yo también lo sabía. Pero ¿qué decirte, qué palabras inventar en ese momento? Recuerdo que te di saludos de mis hijos a quienes me ayudaste a cuidar durante muchas vacaciones, en el Litoral Central, de padre recién separado. Me sonreíste por segunda vez. Te tomé una mano, y mintiéndote te dije que tuvieras fuerzas, que ibas a salir pronto de allí, que teníamos (tenías) poco tiempo, pues había mucha gente afuera que quería entrar a verte. Te di un beso en la frente. Salí y la realidad de un pasillo de hospital público me golpeó, la gente aglomerada, la gente pobre sufriendo la burocracia de la salud. Bajé las escaleras, afuera hacía mucho calor, el sol golpeaba fuerte esa tarde de enero, caminé hacia el Barrio Lastarria, buscando sombra, dándole la espalda a la muerte, a tu agonía y a los cientos de desahuciados que a esa hora agonizaban en todos los pisos de la Posta. Pocos días después, sentado en la sala de embarque del aeropuerto de Santiago, minutos antes de iniciar un largo viaje hacia el invierno, recibí la noticia en mi celular, te habías ido, habías salido de escena, habías tirado la toalla, habías colgado los guantes definitivamente. Quizá era lo que querías. Terminar por fin con la función y comenzar con la leyenda de un poeta que muere en la Posta Central antes de cumplir 50 años. Pero la verdad es que, tal como dijiste en un poema, solo te nos habías adelantado. No pude asistir a tu funeral, estaba a miles de kilómetros de distancia de esa tumba que te recibió, después de los discursos de los viejos amigos. Nos habíamos conocido mucho tiempo antes, en los años ’80, en plena dictadura, en un colegio del centro de Santiago, cuando apenas eras un adolescente de 15 años y yo un profesor de Castellano recién egresado. Al comienzo eras uno más de los 45 alumnos de tu curso, hasta que poco a poco comenzaste a destacar con tus opiniones, con las largas y bien redactadas respuestas en tus pruebas. Eras distinto. No he encontrado muchos como tú en todos estos años. Con algunos de tus compañeros, interesados en la Literatura, hicimos una revista escolar en agosto de 1986, muy precaria, escrita a máquina, fotocopiada. Se llamaba “Laberinto”, en homenaje a Borges, muerto ese mismo año y, en la portada, Neruda. En esa revista de un número único, horriblemente diagramada y en cursiva, aparecieron publicados tus primeros poemas, estabas en segundo medio y ya eras un poeta. Y también un alumno modelo, especialmente en las humanidades, el hijo que toda madre quiere, bien portado, de uniforme y raya en el pelo. Después vino la época de tus lecturas compulsivas de poemas y también de los talleres literarios, en ese tiempo te invité a uno en la USACH, recuerdo la primera vez que fuiste, por dos cosas. La primera, que nos impresionaste a todos por la capacidad que tenías para citar autores y lecturas, se notaba que habías leído mucho. Te veías muy maduro para ser solo un escolar. La segunda que a la salida nos recibió, en la Alameda con Ecuador, una lluvia de bombas lacrimógenas y de piedras, era un día de protesta en contra de Pinochet. Ese era el contexto en que nosotros, ingenuamente, queríamos hacer Literatura, no panfletos. Pero ya en ese tiempo algo en ti había ido cambiando, la poesía se había metido en tu ser, y poco a poco habías dejado de ser un “alumno modelo”, para lentamente convertirte en el “inútil de la familia”. Creíste en la desmesura, el despropósito. Creíste que el poeta debe llevar también una vida de poeta, claro, leíste a Baudelaire, Rimbaud, Lautremont y comenzaste el camino del “amarditado”, del poeta marginal, subterráneo, del copete, del faltar a clases, de abandonar tus estudios, pues la poesía está en la calle. Y mientras algunos de tus compañeros poetas buscaban “la fama” en los circuitos correctos, conociendo y adulando a la gente correcta, arrodillándose frente al poder de una beca en el extranjero. Tú, por disposición anímica, por personalidad, te ocultabas en trabajos lejos de la poesía de salón, de la academia, lejos de los circuitos “correctos”, adentrándote en ese espacio que tanto apreciabas: el del ciudadano de a pie, del que se embriaga para tapar la realidad, del que no le alcanza el sueldo para llegar a fin de mes, de las mujeres que se venden, del poeta borracho que quiere morir joven dejando una leyenda tras de sí. Con el paso de los años el taller de la USACH se cerró y los sobrevivientes formamos otro más informal, nos gustaba juntarnos a conversar de Literatura, de la realidad o de lo que fuera. No había un líder o alguien que lo dirigiera, pero nos reuníamos en la casa de alguno o en un bar a leernos y a destrozarnos sin piedad ¿Te acuerdas de esas reuniones? Había mucho humo, ruido de copas o vasos, alguien leía un poema y después de un silencio largo, el veredicto: lapidario, sanguinario, desprovisto

