Escrituras | El poema del músico

«Ahora, sumemos a eso que los antologados no son artistas del poema, sino de la canción; otro rubro, otras reglas. Y la muestra es de sus poemas, no de sus canciones. Difícil tarea. Vale señalar —pues se trata de algo fundamental— que el pie forzado de la antología Nunca se supo (JC Sáez, 2025), preparada por el cantautor sanantonino Chinoy, sea no escribir letras cantábiles; por el contrario, salirse del patrón métrico, de la rima especialmente, para maniobrar el verso libre.» La reseña es un artefacto de la crítica. Ya reseñar un libro de poemas es difícil, intento que por inadvertida ley acaba casi siempre en una exégesis o nota al pie del mismo. Esto es una mala señal cuando se entiende la crítica como ese diagnóstico mal intencionado, ese catastro de daños por tamaña ofensa a la sacra literatura, o esa manera tan prosaica de reutilizar la obra como una piñata a la que se apalea. Un gesto casi terapéutico para el crítico, sin duda, que aliviana todo su peso a costa de un lector jorobado de tanto nombre propio y adjetivos.  A mi parecer, la crítica es una salud: no se empecina en la búsqueda de un desperfecto, sino que se trata más bien de una asistencia, en todos sus sentidos: personarse, acompañar, dar un pase. Su función no es el castigo ni la evaluación. Más cercana a la seducción, la crítica es la que arroja los dulces por el camino, la que oficia de lazarillo del lector para facilitarle el encuentro con lo admirable. Una salud idéntica a la que buscan los pacientes en los hospitales como los pacientes lectores en las bibliotecas.  Por otra parte, el intento de reseñar es mucho más complejo cuando se trata de antologías grupales. En estas se eleva la cámara, se busca identificar un panorama, poéticas que discutan, motivos comunes, o sea, aquello que los distingue y los une a la vez. Pero esa elevación es puro vértigo: el crítico ahora se asemeja más a un dron que a un lazarillo, y su tarea de guía se enrarece. De las tantas antologías de poetas en la historia de la literatura en Chile, muchas acabaron en riñas y quiebres, sobre esto hay ejemplos de sobra. Su maniobra de elevación a veces empuja a formular esquemas estériles y totalizantes, algo no muy alejado del entomólogo que fija, según la especie, bichos con una aguja en su insectario. Se puede caer fácilmente en el sectarismo y el amiguismo, que son, como se sabe, muchas veces antagonistas del arte.  Ahora, sumemos a eso que los antologados no son artistas del poema, sino de la canción; otro rubro, otras reglas. Y la muestra es de sus poemas, no de sus canciones. Difícil tarea. Vale señalar  — pues se trata de algo fundamental —  que el pie forzado de la antología  Nunca se supo  (JC Sáez, 2025), preparada por el cantautor sanantonino Chinoy, sea no escribir letras cantábiles; por el contrario, salirse del patrón métrico, de la rima especialmente, para maniobrar el verso libre. Si se conoce a más de uno de los músicos que figuran en el índice, es probable que se produzca una especie de disociación, y ocurran cosas tales como que te encante la música de Cayetano (sólo por poner un nombre), pero que detestes visceralmente su poesía. O viceversa. O como que no ocurra nada, y se sienta que el arte del músico es el fiel traslape al papel. No sé si hablar de sinestesia.  Me parece que este efecto lo logran creadores cuyo arte, independiente del formato, remite a una coherencia nuclear más allá de los materiales usados en su ejecución. Una poética. Un estilo. Véase el caso de Eleuterio Wanka, quien utiliza el lenguaje literalmente como otro instrumento más de la banda, en su proyecto Terapia Grupal. O de Mantoi (que lamentablemente no aparece aquí pero sin duda es un referente) rapero chileno, cuyo heterónimo, Tristan Vela, escribe poesía que no se parece en nada a esos versos que en el hiphop llaman barras, y que sin embargo provienen de un mismo mundo.  Contaré una anécdota para ilustrar desde la literatura lo que aproximadamente sería el “poema del músico”, sin perder la ocasión también y por gusto, de referirme primero al “poeta que hace música”, extraña figura. Se me vienen a la mente dos: James Joyce y Wallace Stevens, ambos guitarristas; me parece que Anthony Burgues (el novelista más devaluado del siglo pasado) tocaba algo de piano. Lo mismo Thomas Bernhard. En fin, de la variante músico-poeta tenemos incluso a un Nobel y no sé por qué a tantos españoles. Más cerca están Spinetta, Jorge González, Violeta Parra, por nombrar solo algunos cuyos lenguajes tienen otra plasticidad y van más allá de la pura musicalidad o del somero contenido.  Vuelvo a la anécdota: se dice que el novelista chileno José Donoso en su último periodo vital, ya sin su otrora potencia creativa, decidió publicar en 1981 un volumen de poesía con el sugerente título  Poemas de un novelista . Cada uno evalúe a su manera este gesto, yo me centraré en esa resistencia a disimular su título de nobleza:  novelista . Dos escenas hipotéticas que podrían explicarlo: Donoso, cizañero, declarando en plena sobremesa que la poesía consiste en escribir pulsando el enter cada tanto. En otra, se ve a un Donoso menos entusiasta, probablemente en un simposio, formulando una teoría sobre la prevalencia moderna de la novela por sobre la poesía, esto debido a su condición de género degenerado. En cualquier caso, en ambas escenas hipotéticas, se percibe en distinta medida un desdén.  Pero estas aventuradas hipótesis no son más que falacias, pues es el mismo Donoso que, en el prólogo a su  Poemas de un novelista , en un insólito giro taoísta, declara: “Pero no quiero ser poeta. La poesía me parece un quehacer tan aterradoramente serio, solitario, definitivo, esencial, y las esencias, así, escuetas e implacables, no son mi vocación.” Una respuesta sensata, que desliza como en un susurro,