Cámara rodante | Democratización del retrato


«Tal vez no tengan méritos históricos para ser recordados, pero sus rostros deben seguir viviendo, dándole un respetable grosor al álbum de la memoria histórica de los pueblos.»


Cansado de seguir viendo cómo Pinochet daba al mundo una imagen de abuelito tierno, Luis Poirot destrabó su cámara del trípode y, sin mediar palabras, se abalanzó hacia su escritorio y le dijo ¡mírame! con voz desafiante. El dictador, desprevenido, levantó su cabeza y el lente de Poirot inmortalizó al siniestro sujeto mostrando toda su ferocidad. Momentos después, el atrevido fotógrafo -que en esos tiempos trabajaba para una revista santiaguina de papel Couché- fue inquirido por un coronel de Ejercito que resguardaba la seguridad del personaje en cuestión: ¿Usted es responsable del acto que ha cometido? Poirot contestó: Claro, yo siempre he sido responsable de mis actos, frase célebre que marca ese tenso suceso y que por poco le cuesta caro.

Ya sea por premeditación del fotógrafo o por simple acierto, el retrato fotográfico puede hundir o levantar a un personaje. Indagando en la historia de esta modalidad, salen a la luz algunos sabrosos episodios dónde el fotógrafo es capaz de tensar el formato y destacar alguna característica del retratado. Tiempo atrás, por ejemplo, aparecieron en Europa unas extrañas fotografías del genocida Adolf Hitler. En ellas, el autor de “Mi lucha” aparecía en un sector campestre, vistiendo pantalones cortos, apoyándose en un árbol con aire un poco afeminado. En su tiempo, por cierto, estas fotos fueron censuradas y mandadas a destruir por el mismo Adolf, porque a simple vista ridiculizaban la estampa intocable de la autoridad máxima del régimen. El fotógrafo que registró el episodio, sin embargo, guardó sigilosamente las imágenes, dándolas a conocer a la opinión pública posteriormente, causando risas y burlas hacía la figura del jerarca nazi.

Existen, también, algunos aciertos magistrales en este campo fotográfico. Conocida es la mítica fotografía del Che Guevara, imagen que ya cumple más de sesenta años. Su autor fue el fotógrafo cubano Alberto Díaz, más conocido por su seudónimo «Korda», quien llevó a la categoría de súper estrella al conocido guerrillero, propiciando, con el paso de las décadas, la producción masiva de objetos con el rostro del revolucionario argentino: poleras, chapitas, afiches, pañuelos y un sinnúmero de artículos de merchandising.

Siguiendo el camino de esos próceres del «rectángulo rodante», es que hace años he tratado de interpretar esos códigos fotográficos, aunque no con personajes importantes, sino con personas comunes, habitantes suburbiales que, en importante proporción, nunca han salido de su barriada, manteniéndose en el cautiverio marginal que los borra silenciosamente. Tal vez no tengan méritos históricos para ser recordados, pero sus rostros deben seguir viviendo, dándole un respetable grosor al álbum de la memoria histórica de los pueblos. La democratización del retrato que se ve hoy en día (y en buena hora) permite a los anónimos salir a la luz y permanecer, puesto que como señaló Luis Poirot en una entrevista:  «sin una imagen dejada en vida es como si no se hubiese existido».

 

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