Radar Social

Perfiles | Los sueños de un camionero

«Cuando tenía como doce años, ahora voy en los cuarenta y tantos, un profe de castellano me dijo que escribía bien y me dio por inventar poemas. Me entretenía haciendo esas weas. Eso hasta que mi papi me pilló. Me sacó la chucha el viejo. Los poetas o son maracos, o son curaos, o son drogadictos, o son comunistas, me retó. Estaba indignado el hombrón, señaló como corolario. Después bebió un largo trago de coca cola y despidió un sonoro eructo. Esta es la poesía que hago ahora, dijo. Enseguida lanzó una carcajada celebrando su rústica broma.» Días atrás, almorzando en un restaurante popular, tuve la oportunidad de compartir la mesa con un camionero. Era un tipo gordo, bastante desaseado, muy locuaz y dueño de un teléfono de los más caros. Desde que me contó cuál era su oficio surgió en mí la tirria contra su persona, pues soy de aquellos que aún no olvidan que una parte importante de sujetos de este tipo -pagados con dólares gringos- armaron un paro prolongado que fue clave para derrocar al gobierno de Salvador Allende, lo que conllevó el asesinato, desaparición, exilio y tortura de miles de chilenos y chilenas, así como la entrada de nuestro país en un sistema sin espíritu, sin sensibilidad, donde debemos alegrarnos por tener treinta pares de calcetines, un plasma de ochenta pulgadas, trescientos amigos virtuales que se autorretratan (y comparten ese autorretrato) cada 15 minutos, un auto que brilla ante nuestros ojos apagados, una tarjeta de crédito -por lo general sin saldo-, el corazón educado por la Teletón y el cerebro convertido en una planilla Excel que hace cálculos -día y noche- para llegar al final del mes, al final del año, al final de la vida.  El local, ubicado en los extramuros del centro santiaguino, en calle Santa Isabel con Dieciocho para ser más preciso, estaba completamente lleno. Hora de almuerzo y los trabajadores de los negocios cercanos, en su mayoría ligados a la mecánica automotriz, copaban las mesas. Yo había pedido una cazuela de vaca con ensalada de repollo más una copa de vino. Estaba comenzando a comer cuando el camionero se me acercó y me pidió compartir la mesa, ya que el espacio se hacía escaso. Claro, por supuesto, le dije. Y corrí el pocillo con salsa de ají hacia el centro de la mesa. Al principio se mantuvo en silencio. Parecía pensar. Cuando el garzón lo atendió, pidió pure con pulpa al horno, preguntando si era de cerdo o no. Sí, es de cerdo, señor, le respondió el mesero y, consultado por la ensalada, solicitó tomate con cebolla, es decir, chilena, adicionando a su pedido una coca cola con azúcar.  Apenas llegó su plato comenzó a hablar. Sin nosotros el país no se mueve, fue lo primero que dijo, a propósito de una noticia relativa a la exportación de cerezas a la República Popular China que daban en la tele, un plasma gigante que nos hacía parecer pequeños y opacos. Yo no sabía aún de su oficio y compelido por su comentario le pregunté a qué se dedicaba. Transportista, dijo. Y agregó algo que no pude entender, algo supuestamente gracioso, pues se rio dejando abierta la mandíbula, golpeándose el pecho con ella varias veces. De inmediato me puse a pensar en mi odio al gremio del rodado. Recordé, por ejemplo, que los milicos -tras el golpe- los premiaron, primero que nada, con el desmantelamiento de Ferrocarriles del Estado, medida que les dejó despejada la cancha en el negocio del transporte. Se les otorgó también descuentos en el precio del petróleo y muchos de ellos pudieron tributar con renta presunta, pagando menos impuestos que el común de los mortales. Todo por venderse a la derecha. Eso hasta hoy, pues ningún gobierno posterior a la dictadura ha revertido esta situación de privilegio, seguro que por miedo a nuevos paros de estos seguidores sudacas del mafioso Jimmy Hoffa. Me contó que su último viaje fue a Ovalle, que de allá venía llegando, que transportó, de ida, estanques de agua, de esas weas celestes, y de vuelta verduras, venía harto ajo, harto tomate, harto poroto verde, harta zanahoria. Me habló luego de su familia, no sé cómo llegó al tema. Tenía un hijo chico con parálisis cerebral, le nació así y se esperaba su defunción muy pronto, se nos va a ir el angelito, se nos va a ir para el cielo, por suerte que tengo dos más, dos mayorcitos, esos me llenan el corazón, por ellos sigo manejando. Su mujer, en tanto, pasaba por una larga depresión y él estaba medio chato, está tomando unas pastillas culias, yo la entiendo, yo también estoy pasando por lo mismo, pero uno se aburre ¿cierto? Por suerte soy camionero y usted sabe, en la ruta, decimos nosotros, siempre hay una puta, ja ja, es un decir nomás, yo respeto a mi mujer, ella es buena, no la dejaría por nada del mundo. El camionero hablaba y hablaba. Su historia, debo confesarlo, tocó mis fibras íntimas (como se dice en los matinales) y pude verlo como un ser humano. Un ser humano de mierda, es verdad, pero un ser humano a fin de cuentas ¿Qué culpa tiene del golpe de estado? Ninguna, no había nacido. Se me ocurrió, entonces, levantarle el ánimo. Y para entrar en un terreno de positividad, le pregunté por sus sueños. Sueño harto yo, po, sueño por ejemplo con el general Pinochet, sueño que resucita y me viene a ver con mi papá, que también está muerto y fue camionero igual que yo, de él aprendí, po. Él estuvo en el paro patronal del 72. Gran hombre. Me enseñó a manejar de chico, a veces no iba a la escuela para acompañarlo en sus viajes. Al final no terminé la media y me puse a manejar. Dale, me decía mi papi, sigue nomás. Pa que vai a perder el tiempo estudiando si acá ganai platita. Y me mostraba unos dólares que había guardado como reliquia.

Signos vitales | Subalterno

«A lo lejos, en el carro contiguo, veo la cara de mi exjefa, que abordó el mismo tren. Está sonriendo, siempre está sonriendo. ¿He progresado desde ese tiempo hasta ahora? ¿Puedo hablar por mí mismo hoy en día? Poco, me digo, poco he progresado, puesto que sigo siendo un subalterno, alguien que, lamentablemente, debe dejar sus objetivos personales de lado cuando entra en la empresa, sustituyéndolos por los intereses corporativos. Un tipo que no tiene voz en el discurso hegemónico, como diría Gramsci. Un tipo como Sorel, un puto como Sorel.» Salgo del trabajo, son las siete de la tarde. Estamos en enero y el sol aún pega fuerte sobre el pavimento cercano a Estación Los Héroes. En el camino paso por una tienda de artículos católicos, abarrotado shopping para aquellos y aquellas que aún creen en el Vaticano y sus melosos soldados. En la vitrina veo figuritas bíblicas perfectamente pintadas. Figuritas de caras rosadas, figuritas con corazones rojos que, tal como el pecho de Flash, se encuentran atravesadas por un rayo color oro, figuritas martirizadas, crucificadas, ensangrentadas, aunque prolijamente mantenidas. Se hallan envueltas en nylon no solo para que no se llenen de polvo, sino para que la gente común y corriente que entra al local no las manche con sus manos sucias, grasientas, pecadoras. La mugre y la santidad, todos los sabemos, no se llevan muy bien. Cuánto costará una virgen, me pregunto. Y sigo caminando. Quiero llegar a casa, abrir una cerveza, comer algo y seguir con la lectura de Rojo y Negro, de Stendhal, novela que releo con avidez. Santiago está medio vacío. Todo aquel que pudo escaparse del calor de enero, de los 34 grados que te cuecen el cerebro y hasta los huevos, seguro que ya no está aquí. Los que se quedan son aquellos que deben laborar, así como aquellos y aquellas que gozan de su período anual de descanso, mas no cuentan con dinero para vacacionar y deben hacerlo, como escribió el poeta Héctor Figueroa, por la tele. O por las redes. Principalmente subalternos -explotados o auto explotados- que deben observar, en la pantalla, programas acerca de playas y lagos donde la preocupación central es la economía: cuánta es la ocupación hotelera, cuántos turistas extranjeros han llegado, cuánta plata ha ingresado al país y su exhaustiva comparación con años anteriores. No las gaviotas o el sonido del mar, no el crecer de las docas o del quillay, no el pasear de los que se aman y/o desean por el fresco borde marino, no los ojos de los niños que junto a las olas -alegres e inconscientes- construyen maravillosos universos de vacío, agua salada y arena.  ¿Cabe Julián Sorel, protagonista de Rojo y Negro, en la categoría de subalterno? me pregunto mientras dejo atrás las vírgenes y los cristos envasados. Me hago la pregunta porque el arribista personaje central de la novela (que en su momento el Vaticano prohibió por mostrar, entre otras cosas, el lado turbio de la mafia católica) debe mantener sus ideas napoleónicas en secreto mientras que en público se muestra partidario de la aristocracia y la religión comandada por el Papa. ¿Puede hablar Julián Sorel?, me pregunto, parodiando a la Spivak. Sigo avanzando. En los muros amarillos del edificio donde antaño funcionó la embajada de Brasil, veo un grafiti en homenaje a Pogo, cantante punk fallecido recientemente, tipo poco común para nuestra sociedad que, entre otros, se hizo conocido por un tema que rezaba: Chichiolina, yo te amo, yo te adoro, porque eres cochina. Me encuentro, luego, con un hombre pequeño y sonriente, como sacado de la parte pastoril del Quijote, tocando inocentes melodías con una flauta dulce. Me pregunto cuánto demorará en desaparecer de la memoria de los otros un hombre común y silvestre, un hombre sin hits como Pogo. Me pregunto, después, si desaparecer de la memoria de los otros es como no haber existido. Continúo mi camino. En los muros veo, ahora, unos carteles anticigarrillos ilegales. Traficar cigarrillos es un crimen dice la enorme pieza gráfica tamaño mercurio a todo color. Nadie firma la declaración. Lo más lógico es que provenga del monopolio del tabaco. El tabaco también mata, me digo. Por eso me parece tan absurdo el cartel. Un cartel hecho por un cartel. Un crimen denunciado por un criminal. Recuerdo, enseguida, que la misma campaña también está en las radios, incluso en la “Cooperatibia”, emisora ensalzada por su rol en la época dictatorial de Pinochet y sus socios de derecha, que hoy, lamentablemente, hace programas de la mano de las AFPs y publicita a empresas turbias como SQM. A eso hemos llegado. La gran empresa -que fue la que financió la campaña proegoísmo “con mi plata no”- hace lo que se le da la gana. La gran empresa sí que puede hablar. Cabrones y llenos de dinero se meten sin permiso en el cerebro de la gente, en el inconsciente colectivo, que es algo así como entrar en dormitorio de alguien sin permiso. Y nos violan. Entro al metro. Me recibe una oleada de calor húmedo. Pongo mí tarjeta bip y bajo las escalas hacia el andén. A la distancia veo a una excolega, Cecilia Azúcar, trabajadora social que ejercía la jefatura de carrera en un organismo de educación superior donde años atrás hice clases. Una mujer de trato dulce como su apellido, pero capaz de traicionar a su madre por mantener su puesto. Gracias a ella, junto a otros seis docentes, fui despedido por "agitar el gallinero" pidiendo algunas cosas básicas como un lugar donde almorzar, contratos de trabajo (no a honorarios) y un pago más digno por hora de clases realizada. También -en plena democracia- se me acusó del “delito” de motivar a los estudiantes a formar un centro de alumnos, algo consagrado en la ley de educación superior. Eludo a mi ex colega de engañoso y dulce apellido y espero el tren a unos prudentes diez metros de distancia, la distancia que separa al subalterno del poder. Enseñaba -por esos tiempos-

Panóptico | Escribir como utopía

«¿Le pagaran a alguien en este país por hacer Literatura? ¿Cuántos escritores podrán vivir solo de lo que escriben, aquí en Chile? Estas preguntas podrían hacerse también en otros ámbitos artísticos ¿Cuántos artistas pueden vivir, en este país, solo de su arte, sin tener que trabajar en otros empleos?» Hoy es viernes por la tarde, comienzo de otro prometedor fin de semana, en el cual tendrás tiempo para escribir. Toda la semana has esperado este momento. A esta hora estás en tu dormitorio descansando del trabajo, con la luz apagada, tratando de sacudir de tu cabeza la acumulación de correos, órdenes (desde arriba y hacia abajo), de reuniones, de lugares comunes, de ese lenguaje escalofriante de “la pega”, en fin, tratando de poner la mente en blanco para poder generar alguna “idea luminosa”, algo de que escribir. Pero te quedas dormido, pasa el tiempo, ya es hora de comer y te llaman; la página en blanco podrá esperar otra hora (como ya ha esperado toda la semana).  Luego de la comida y el lavado de platos, se hace el silencio y es hora –te dices- de escribir, leer o pensar, pero al refugiarte en ese cuarto lleno de libros que llamas “biblioteca” y encender el computador, no se te ocurre nada que poner en la pantalla, ninguna cosa, ni siquiera una frase relativamente decente. Para buscar inspiración empiezas a recorrer los sitios de noticias, pero es la misma bazofia de siempre, con los mismos comentarios incendiarios o descerebrados de individuos que se parapetan tras un pseudónimo. Mejor quizá revisar tus redes sociales, tal vez haya un milagro, un chispazo, pero entre tanta foto insulsa de gente celebrando, mensajes llenos de esperanza o de “memes” para niños de 5 años, te pierdes. Entonces revisas tu  correo personal, pero, claro, no hay nada nuevo, no te has ganado ninguna beca, ni ningún concurso literario últimamente; el resto, notificaciones de tu banco ofreciendo o quitándote algo. Así que decides que lo mejor es apagar el computador y, si viene algo a tu cabeza, lo que sea,  lo escribirás a mano. ¿Qué tal si te ayudas con algún libro de tu biblioteca y buscas allí inspiración? Tienes tantos ¿Cómo allí no vas a encontrar nada? Y te transformas en un personaje ciego de Borges, buscando una respuesta inútilmente. ¿Por qué inútilmente? La respuesta es simple, porque después de 15 horas de estar despierto y de 12 horas de trabajo es más cómodo, vegetar que tener que idear alguna frase medianamente original y pretender redactarla.  Además, cualquier libro a esa altura del día te resulta ininteligible, sobre todo para un cerebro exprimido toda la semana, como el tuyo, a lo más, podrás leer los subtítulos de alguna mala película o de una serie. Entonces, claro, escribir es una utopía. Esto es así porque en lugar de dedicarte solo a escribir “literatura”, para sobrevivir, tuviste que “elegir” trabajar, usar la parte más valiosa del día en un trabajo bien o mal remunerado. Bueno, por lo menos si está bien remunerado, puede servirte de consuelo. Me pregunto ¿Le pagaran a alguien en este país por hacer Literatura? ¿Cuántos escritores podrán vivir solo de lo que escriben, aquí en Chile? Estas preguntas podrían hacerse también en otros ámbitos artísticos ¿Cuántos artistas pueden vivir, en este país, solo de su arte, sin tener que trabajar en otros empleos? Es así como este caso, se puede extrapolar también a otras áreas. Pongamos un ejemplo que quizá coincida con el caso de alguien que conozcas (si esto es así se trata de una mera coincidencia). Supongamos que ese alguien es o se cree un escritor “profesional”, escribe, publica en revistas o pasquines y que, luego  de decidir que quería agregar a la gran lista de “obras maestras”, la suya, permitiendo que un grupo de inocentes (los lectores) lo leyeran, hizo una autoedición o edición provinciana, luego “lanzó”  su libro, hubo discursos de algunos amigos y esperó la recepción de la crítica y el llamado de las librerías (a las que él mismo llevó su libro) pidiendo más ejemplares de su obra.  Pero, como siempre, no pasó nada, muy pocos pagaron por su “master piece”, la mayor parte de sus libros se quedó en su casa. Nadie lo “descubrió”. Así que no pudo cumplir el sueño de vivir como artista, tener su refugio frente al mar con conchitas y mascarones de proa. Es más, aún vivía con sus papás, para quienes ya no era “la gran promesa” que solía ser.  Así que llegado a este punto, pues no tuvo ni apoyo familiar (pues debe aportar con dinero en la casa) ni el mecenazgo de algún partido o el “pituto” de alguna beca de creación, en fin, en estos tiempos neoliberales, decidió vender su alma, o sea,   decidió trabajar y desempolvar el cartón universitario que había guardado, porque no quería ser un pequeño burgués, un triste funcionario; pero tuvo que trabajar, así que buscó algo más o menos adecuado a su estatus de escritor y postuló a varias empresas que pudieran usar su ingenio y creatividad. Un trabajo limpio que le permitiera, piensa, acceso todo el tiempo a un computador, donde podrá seguir escribiendo en esos “tiempos muertos” que se dan en todas las pegas. Finalmente y luego de varios portazos o de esperar llamadas que nunca llegaron, “decidió” hacer clases. La docencia nunca ha sido enemiga de la escritura. Hay tanto escritor que ha sido profesor, además. Claro un escritor tiene tanto de que hablar, puede entonces trabajar en alguna unidad educativa (como se le llama hoy) hay muchas: colegios, institutos profesionales, centros de formación, universidades, por qué no. Ni siquiera es necesario haber estudiado pedagogía, mucha gente relacionada con la educación, incluyendo los ministros, no han estudiado pedagogía. Descartó los colegios, pues no se veía haciendo clases a un grupo de adolescentes a los cuales nada les interesa, así que optó por la educación superior, pues la gente que lucha por ser profesional debería ser más responsable, más enfocada,

Trasandino | Me hubiese gustado ser escritor de Boedo

«Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica.» Fui a eso del mediodía al Mercado Norte. Era 31 de diciembre y habíamos quedado con una amiga para cenar pizzas a la parrilla en su casa. Queríamos recibir el año nuevo escabiando. Pasar del rito tedioso familiar y preocuparnos poco o nada de la comida. Para que ese plan funcionara ella iba a amasar y yo tenía que ir por los ingredientes. Hice varias filas. En un local compré los pimientos rojos y amarillos, en otro, los tomates redondos, las zanahorias, la rúcula; y a las cholas, que tienen los puestos de verduras en la vereda, les compré ajo, cúrcuma, pimienta, las cebollas moradas y un atado de cebollas de verdeo. Había mucha gente, gran parte hablándose a los gritos, un exceso de estrés por la fecha. Además, los 34 grados de calor hacían que la piel ardiera y la humedad en el ambiente secaba la garganta. Sol de mierda, que lo parió, hasta discutí con una señora que se adelantó en la fila, que se turbó cuando vio que se estaban acabando los choclos. Le di mi lugar porque se veía sofocada, aparentemente se iba a desmayar. Por suerte, y para alegrar toda esa desesperación, un cuarteto a las afueras del Mercado se puso a cantar con micrófono y parlante “Fuego y pasión” de Rodrigo. Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica. De espaldas, era el mismo Roque de antes de la pandemia; de frente, se veía más viejo, con menos pelo en las sienes, con gesto nostálgico y ojeras oscuras, con barba blanca desprolija, pero con el mismo bigote nietzscheano que lo caracterizaba. Dijimos de ir tomar una cerveza a la esquina, a Abu-Bar. El lugar estaba lleno. El bullicio de los cubiertos rozando los platos, las risas, los murmullos de la gente, el ventilador gigante que sonaba como turbina de avión, competían con el volumen de la televisión que colgaba del techo. Los panelistas debatían sobre la salida de una participante de Gran Hermano. Una mesera morena, de pelo rubio atado sobre su cabeza, nos hizo un ademán, pasó un paño húmedo por la mesa negra, y nos hizo sentar. ¡Hola corazones! ¿Qué sería? Pedimos una quilmes y, como ninguno había almorzado, también pedimos el menú del día: costeleta de cerdo con puré. Roque me contaba que iba a pasar el año nuevo solo. Que no le quedaba familia y que todos los amigos se le estaban muriendo. Lo invité a comer pizza a la noche, pero me dijo que no, que no estaba para esos trotes, que lo más seguro era que antes de las 12 iba a estar dormido. Cli, cli, cli, una mujer mayor con barbijo celeste había golpeado la ventana para ofrecerme paños de cocina y pañuelos desechables, con un gesto le dije que no; atrás de ella, un tipo sostenía en su cuerpo un tergopol rectangular con diferentes lentes de sol, amarrados y en fila, desde los clásicos oscuros hasta los muy coloridos. Entre los dedos de una mano tenía varios modelos de lentes y, en la otra, un espejo circular en donde un cliente se miraba. Compró uno con marco rojo que le hacían juego con las zapatillas rojas puma; más atrás, los cartoneros amarraban pilas muy altas de cartón en sus carros. Roque sirvió la cerveza. Últimamente he pensado que me hubiese gustado ser un escritor de Boedo, haber ocupado un poco de mi tiempo en darle la voz a lo popular, al obrero. No sé, haber escrito algo parecido a “Malditos”, de Castelnuovo. Darle voz a esa señora que te quiso vender los paños de cocina, por decir algo, nombrarla aunque sea. Te acordás cuándo en clase de Argentina 2 le cité de memoria al profe “prefiero estar equivocado con las masas y no estar solo con la verdad en contra de las masas” y dijo que no se acordaba de quién era la frase. Me acuerdo, también, que estabas escribiendo una novela. Se me complicó, la abandoné unos años, pero la volví a retomar luego que leí un ensayo de Michel Butor. Un libro que me compré en la librería de usados en La Rioja, al inicio de la pandemia, uno en donde dice que estamos perpetuamente rodeado de relatos, que lo cotidiano es contar y oír cosas, en ese sentido, dice o quizás no, mi memoria me falla a veces, que una novela es una forma particular de contar relatos. Cuando leí eso, o algo parecido a eso, empecé a venir a Mercado Norte en las mañanas y en las tardes a tomarme un café con medialunas, y escribía, o sea, escuchaba todo lo que transcurría a mi alrededor. Y empecé a pensar que al final da lo mismo la vida del personaje, lo importante es su discurso, la idea,

Signos vitales | La esperanza no ha muerto

«Años más tarde, transitando ya en la adultez, mi perspectiva cambió y lo que me tocó ver, mayoritariamente, fue gente desesperanzada haciendo filas en bancos o locales -estilo Sencillito- para pagar o repactar la cuenta eléctrica, la del agua, la del teléfono, la del gas, la del crédito de consumo, la del crédito hipotecario, la de la tarjeta de crédito, la de la casa comercial tipo Falabella, Paris o Hites, la del supermercado, la del instituto, preu o universidad, la de la operación de vesícula, riñón o cadera. Internet, por suerte, nos evitó esa pérdida de tiempo, aunque también nos quitó esa especie de socialización de la desesperanza, esa constatación de ser un perdedor más entre muchos que uno experimentaba en las filas de cobranza. De la derrota colectiva se pasó a la derrota individual, del rostro del otro se pasó al reflejo del rostro propio en la pantalla.» Todos los atardeceres, al volver del trabajo, paso frente a una gasolinera ubicada en la Panamericana Norte. He hecho esto durante un par de años, pero, distraído como dicen que soy, no me había dado cuenta de que cada día se forma una larga fila de vehículos esperando pasar por la ventanilla del AutoMac que opera en el lugar. Pensaba que se encontraban allí por bencina, no por el local de Mc Donalds, puesto que había llegado al convencimiento, no sé cuándo, no sé bien por qué, pero hace mucho, de que la famosa cadena gringa ya no atraía demasiado a los chilenos, que había pasado la novedad, que todo el mundo tenía claro que se trataba, por lo bajo, de una estafa alimentaria. Hace poco, sin embargo, me di cuenta de mi error. Detenido frente a la gasolinera a raíz de un taco vi que la larga fila de vehículos no culminaba en los surtidores de combustible, sino en el local de comida rápida, justo a una hora propicia para la once o cena.    Adentro de cada auto -descubrí- había seres humanos, había mc padres, había mc madres, había mc abuelos, había mc pololos y mc pololas, había mc hijos y mc hijas, esperando ansiosos la mc mercancía: hamburguesas, papas fritas, gaseosas de fantasía, productos principales de esta mc empresa nacida, como cierta mafia, como cierto neoliberalismo, en la norteamericana ciudad de Chicago. Me pregunté esa vez, y me sigo preguntando cada vez que paso por el sitio, qué hace que estas mc personas consuman -a mc precios nada bajos- mc alimentos que, como todos sabemos hace mc décadas, es vox populi, nutren poco y tienden a dañar la salud, agregándose hoy en día un estudio que asocia el consumo de comida chatarra a un incremento en el deterioro cognitivo. Es decir, pagas para volverte fofo, insalubre y poco listo. ¿Por qué entonces esta marca sigue floreciendo? No tengo idea, pero la respuesta debe ser parecida a las razones que la gente tiene para escuchar a Bad Bunny, viajar al Caribe a emborracharse a diario en un resort o votar por la Dra. Cordero. Cuando estoy de mala los pongo en mi categoría de imbéciles 24×7, esa sería la razón. Y punto. Cuando estoy más cuerdo atribuyo el fenómeno a asuntos como la derrota de la educación pública o el amplio triunfo del neocolonialismo en nuestro país, que como escribió Parra, es más bien paisaje.    Me sorprende también, cada vez que paso frente a la gasolinera, el hecho de que las mc personas sean capaces de hacer fila, de esperar pacientemente en sus mc autos, incluso con alegría, los mc combos de la franquicia norteamericana sabiendo que, en la sociedad actual, de lo inmediato, del aquí y el ahora, esperar es una experiencia ampliamente desvalorizada. Desde mis tiempos de infancia, cuando iba todos los domingos a misa de doce a la iglesia de Fátima, en Independencia, cerquita del Hipódromo Chile, que no me tocaba ver tanta gente esperanzada haciendo filas o colas, como se les llamaba antaño. Los feligreses -en esa época- ponían su esperanza en el retorno de un ser amado, en mejorarse de alguna enfermedad, en pagar una cuota a tiempo, en evitar el embargo de una casa, en la aparición de un familiar secuestrado por los milicos. Por eso se comulgaba, es decir, se recibía, sin ser aparentemente violado o violada, el cuerpo de Cristo en la propia carne, representada por la hostia, que es otro alimento poco nutritivo. Después venía la ofrenda, el pago, que se depositaba en un canastito que olía a incienso, a misterio. Años más tarde, transitando ya en la adultez, mi perspectiva cambió y lo que me tocó ver, mayoritariamente, fue gente desesperanzada haciendo filas en bancos o locales -estilo Sencillito- para pagar o repactar la cuenta eléctrica, la del agua, la del teléfono, la del gas, la del crédito de consumo, la del crédito hipotecario, la de la tarjeta de crédito, la de la casa comercial tipo Falabella, Paris o Hites, la del supermercado, la del instituto, preu o universidad, la de la operación de vesícula, riñón o cadera. Internet, por suerte, nos evitó esa pérdida de tiempo, aunque también nos quitó esa especie de socialización de la desesperanza, esa constatación de ser un perdedor más entre muchos que uno experimentaba en las filas de cobranza. De la derrota colectiva se pasó a la derrota individual, del rostro del otro se pasó al reflejo del rostro propio en la pantalla.   Hoy por hoy, en este presente eterno en que vivimos, en este barco sin mar en que navegamos, la esperanza, para muchos, sin embargo, parece haber renacido. O nunca murió y yo, terco, no quise darme cuenta. Esta esperanza es el Mc Donalds. Allí, en vez de bancas de oscura madera hay un mobiliario práctico y colorido; en vez de aburridos santos hay un payaso sonriente; en vez de vetustos y seriotes sacerdotes de sotana negra hay alegres jóvenes vestidos con ropa deportiva entregándonos el cuerpo del capitalismo -la hamburguesa- en higiénicos envases que nos permitirán echarnos nosotros mismos

Signos vitales | Desmalezando

«Desmalecé hasta el mediodía. En algún momento la loica se desprendió del polín y voló junto a una compañera (de pecho rosado) que no había visto, perdiéndose bajo el cielo inmensamente azul. Volví después a casa y me dispuse a escribir este texto, que delineé mientras arrancaba de la tierra yuyos, malvas, teatinas y otras especies -ya secas- cuyo nombre ignoro.» ¿Qué canta el canto? Nada. El canto canta, el canto canta,  no como el pájaro, sino como el canto del pájaro.  Pablo de Rokha   Hoy, mientras realizaba la agotadora tarea de desmalezar, vi una loica parada en la punta de uno de los polines del cerco. Frecuentemente estas aves, propias de Chile y Argentina, aparecen por Lo Fontecilla, pequeño caserío -limítrofe con el humedal de Batuco- donde vivo hace más de dos décadas. Su pecho colorado, específicamente el de los machos -pues se trata de una especie dimorfa- las hace especiales, diferentes, llamativas, siendo la causa de su inclusión en un sinfín de leyendas, tanto de los pueblos originarios como de los posteriores ocupantes de este sector del planeta. Según Alonso de Ovalle, los indígenas que habitaban lo que hoy por hoy es Chile atribuían al canto de esta ave la capacidad de pronosticar la muerte, las enfermedades y otras desgracias, fenómenos que afectarían a quien la escuchase o a sus parientes. Sería, por tanto, un ave de mal agüero. Para el actual poeta mapuche Lorenzo Aillapán, en cambio, la loica sería una anunciadora, pero de visitas y al mismo tiempo una ayudante de el o la machi, es decir, un ser positivo, casi new age. Pese a este rol de “anunciantes”, estos pájaros “pechicolorados” -así los llamaban los españoles- históricamente han estado asociados más bien a leyendas vinculadas a la sangre. En estas narrativas, el rojo líquido que corre por nuestras venas y arterias, que ha sido derramado de abundante forma en nuestro país pasillo (como lo llama Bolaño), es metaforizado, romantizado, endulzado, envasado, permitiendo que podamos digerirlo, procesarlo, incorporarlo, incluso nutrirnos vampirescamente de él, para luego seguir adelante, como se dice eufemísticamente. En “Historia de por qué la Loica tiene el pecho colorado”, texto publicado durante los sesenta en “Las historias de mama Tolita”, Marta Brunet recopila una de estas leyendas, específicamente aquella que señala que pese a temer al hombre y “su malignidad que se distrae matando”, la loica, que asume el rol de una piadosa TEN emplumada, cuida a un cazador que la quiso matar y tuvo problemas con su escopeta, le salió el tiro por la culata y se pegó -inepto- un tiro en su propio pecho, quedando agónico en un descampado. El contacto del ave -de mentalidad cristiana- con la sangre del cazador, por tanto, sería la causa de su plumaje colorado, color que en el texto fue aprobado ever for ever nada menos que por el mismo San Pedro, que “había bajado a la Tierra a tomar un poquito de fresco a la sombra de unos hualles y había visto todo lo pasado” (cosa extraña eso de que el personaje bíblico bajase “a tomar un poquito de fresco”, pues se supone que el calor extremo se da en el infierno, no en el paraíso, que es un sitio bacán como Hawai, Miami o Isla de Pascua, aunque -espero- sin blancos, gente abc1, uniformados ni yanaconas). En los mismos años sesenta, en un poema titulado “Loica”, incluido en su “Arte de Pájaros”, Pablo Neruda le pregunta al ave de pecho rojo: “Por qué me muestras cada día tu corazón ensangrentado?” // “Qué culpa llevas suspendida / qué beso de sangre indeleble, / qué disparo de cazador?” En este último verso, el poeta nacido como Neftalí Reyes y hoy tachado, eliminado del juego, por violar a una sirvienta en Ceilán, dialoga, sin duda, con la leyenda recopilada por la Brunet, aunque en su poema parece no haber problemas de carácter técnico con la escopeta y la loica ha sido baleada, transformándose de alma caritativa en víctima. Un flash forward, sin duda, del gran poeta de Parral, dado que al comienzo de la siguiente década el cazador, vestido de uniforme gris azulino, aviones de guerra y gafas negras, dispararía contra el corazón del pueblo, ensangrentaría su pecho, convirtiendo a Chile entero en una especie de loica. La imagen de la víctima vuelve a aparecer en los tiempos actuales, específicamente en el poema-denuncia “La loika” de Graciela Huinao, donde la poeta huilliche se pregunta: “¿Por qué canta la loika? / Si le han cortado el árbol / donde solía cantar (…) // ¿Por qué canta la loika? / Si le han robado la tierra / donde iba a anidar (…) // ¿Por qué canta la loika / Si no le dejan migajas / para comer” (…) //- Canto por mi árbol, migajas, tierras, / por lo que fue mío ayer. / -Canto por la pena de perderlo…” En este texto, la loica o loika funciona como una analogía respecto del pueblo mapuche y su tragedia, que a estas alturas parece inmanente, incluyendo además una dimensión no considerada por la Brunet o por Neruda: lo ecológico.  Desmalecé hasta el mediodía. En algún momento la loica se desprendió del polín y voló junto a una compañera (de pecho rosado) que no había visto, perdiéndose bajo el cielo inmensamente azul. Volví después a casa y me dispuse a escribir este texto, que delineé mientras arrancaba de la tierra yuyos, malvas, teatinas y otras especies -ya secas- cuyo nombre ignoro. Para informarme busqué algunos datos en Internet. En ese navegar, junto con su poema “La loika”, me crucé con una entrevista que la Huinao dio a Álvaro Miranda, texto que aparece en la página del “Festival de Poesía de Medellín” y que aparentemente corresponde al año 2009. La poeta huilliche, primera integrante indígena, además, de la Academia Chilena de la Lengua, señala allí que la loica “es un pájaro originario del sur de Chile que está a punto de extinción.”  Preocupado por el destino del ave, pensé que pronto no la

Signos vitales | Migraña

«En una casa donde habitualmente ponen reguetón ahora escuchan música orquestada tipo Orfeón de Carabineros. Una música de mierda que reemplaza a otra música de mierda. Después recuerdo unos temas que escuchaba un jefe bien vacío, bien arribista, bien funcional, que tuve años atrás: “Werner Muller, tributo a Elvis” o algo parecido. Era un asco por donde se le mirase. Un asco orquestado.»  Hoy, mientras me recupero de la resaca de la noche anterior -una regada reunión con amigos durante la víspera del “Día de Todos los Santos”- pienso que lo único que me gusta de las religiones son los feriados. En eso consiste su milagro. Nada más habría que agradecerles. Lo demás es una carga de tonteras y violencia intragable. La existencia del universo -hasta ahora- no tiene ninguna explicación. Eso es lo único que se puede asegurar. Quien crea en Dios que lo demuestre. De lo contrario que deje de cacarear. Si yo asegurase que existen caballos invisibles de doce patas tendría que demostrarlo, exhibir pruebas. Más aún si tengo la osadía de indicar que tal bestia es la creadora del mundo, de cada uno de los seres que lo pueblan y de las normas que los rigen.   Doce del día. Voy camino al almacén por una pastilla para la migraña. Me duele la cabeza producto del alcohol. Afortunadamente hoy es martes, martes feriado, y todavía me queda bastante tiempo libre. Horas que puedo orientar a mis objetivos y no a los de la empresa donde me arriendo, sociedad anónima educacional donde soy un dispositivo destinado a formar otros dispositivos. O peor todavía: un repuesto destinado a formar otros repuestos. El sistema, como dice un amigo, se reproduce a sí mismo. El asunto es que la cosa siga funcionando. Que no se detengan las fábricas, ni los ministerios, ni los regimientos, ni los bancos, ni las iglesias, ni las escuelas. Tampoco las cárceles, tampoco los manicomios. Da lo mismo si se logra o no el bien común, excusa con la cual se creó todo este cuento. Pasa un auto y toca la bocina a un tipo que cruza la calle despreocupadamente. El chofer y el peatón -que viste una polera que dice “Denver”- se miran con rabia, están a punto de insultarse, pero se quedan callados. A través de los vidrios del auto se observa un ramo de flores amarillas. No habrá violencia, no habrá bates de béisbol, es “Día de Todos los Santos”.    La calle está vacía otra vez. En una casa donde habitualmente ponen reguetón ahora escuchan música orquestada tipo Orfeón de Carabineros. Una música de mierda que reemplaza a otra música de mierda. Después recuerdo unos temas que escuchaba un jefe bien vacío, bien arribista, bien funcional, que tuve años atrás: “Werner Muller, tributo a Elvis” o algo parecido. Era un asco por donde se le mirase. Un asco orquestado. Hasta la película es mejor. Sigo caminando. Me quedan unas veinte horas de libertad antes de entrar -otra vez- a la fábrica de repuestos. Es un lugar, lleno de normas y currículums, que da la idea de seriedad, de que las cosas son de tal manera porque hay una verdad detrás de ellas, no un interés. El mundo, sin embargo, no es serio. Si el mundo fuese serio no tendríamos a tipos como Trump, Kast, Parisi, Bolsonaro, Putin, Maduro o Fontaine, por nombrar unos pocos, en la política. Tampoco habría cientos de miles o millones de personas apoyándolos, votando incluso por ellos. Si el mundo fuese serio no se trataría de artistas a seres como Bad Bunny, Lucho Jara, la Rancherita o Paloma Mami, ni de grandes emprendedores a herederos como Luksic y Angelini. Si el mundo fuese serio no habría realeza ni pobreza, ni se dedicarían fortunas completas a fabricar armas de destrucción masiva en vez de apoyar a los países pobres a salir adelante. Si el mundo fuese serio no habría miles de detenidos desaparecidos desde hace décadas. Si el mundo fuese serio la tele no nos diría que para que la economía funcione es necesario que los conglomerados empresariales controlen todo y los demás vivan en el subdesarrollo. Pasa una moto ruidosa. Es alguien que no tiene otra forma de hacerse notar. Y me distraigo. Y olvido mis pensamientos, pues no los tengo en la punta de la lengua. O en un archivo pdf. Da igual. Aflorarán cuando sea necesario. Miro el cielo otra vez y lleno mis pulmones de aire. Y sigo caminando.     Estuvo bonito Halloween, me comenta amablemente la mujer que atiende el almacén. Claro, le digo, mientras pienso que mediante el famoso ¿dulce o travesura? los niños de la Colonia Chile, disfrazados de horrendos y tiernos monstruos, aprenden, año a año, los fundamentos de algo muy mafioso: la extorsión. Aumentarán los secuestros y los chantajes en el futuro, eso lo doy timbrado. Aumentarán como han aumentado los crímenes mediante armas de fuego tras décadas de tener a nuestros niños viendo, en películas y series, gente baleada en el cráneo como si nada, o de matar gente, también como si nada, en plataformas de video. En eso consisten esos juegos y esa diversión infantil, en prepararse para la vida adulta. En aprender a matar. A eliminar al otro. Y ganar puntos.   Pido agua mineral y remedios para la migraña. Enseguida emprendo el camino de regreso. La casa está llena de vasos sucios y colillas de cigarrillos. Voy a la cocina y me tomo las pastillas con el agua mineral. Y me recuesto en la cama. Sobre las sábanas, extenuado, pienso que este día no tiene ni tendrá jamás nada que ver conmigo, pues hoy se recuerda a quienes, según la Cosa Nostra católica (institución que, según los entendidos, le “expropió” la festividad a los pueblos originarios de América), se han purificado en el purgatorio y se encuentran en el paraíso. Mañana, dos de noviembre, que es “Día de Todos los Difuntos”, tampoco será mi momento, puesto que en tal fecha los pocos seguidores que

Trasandino | Eso no nos interesa

«¡Fuera Duque! gritó, pero el perro no le hizo caso, luego zapateó en el suelo ¡basta basta! prosiguió poniendo llave a la reja. Pero el animal seguía sin tomarlo en cuenta. El viejo agarró un palo de escoba y al instante el perro se fue a esconder debajo del Fiat 147. Me tiene las bolas hinchadas, pero ya lo voy a agarrar, dijo a media voz moviendo la cabeza. Pasen pasen, por favor, ahí derecho, en el living están los libros.» ¡Debería dejar esto! dije con resentimiento, estirando los brazos y la espalda sobre la silla. Es un fastidio estar 4 horas frente a la compu y no encontrar ninguna frase potente para avanzar en el relato. Pero hay días y días, murmuré, y ya era mediodía del sábado y Augusto iba a pasar a eso de las 15h por casa. Habíamos quedado de ir a ver unos libros después de la siesta al barrio Yapeyú. Entonces sería bueno relajarse e ir a comprar verduras, pensé, yerba mate donde los chinos, ponerme a cocinar sería mejor, y luego, quizás, volver a la escritura. Golpearon la puerta. ¡Ya han pasado tres horas! dije asombrado, yo no había hecho nada de las cosas que había pensado, al contrario, hice cosas diferentes, me corté las uñas de las manos, saqué los acordes en guitarra de “Pupila de Águila” y la canté hasta que me cansé, después jugué unas partidas de ajedrez online mientras escuchaba en youtube el concierto de Violeta Parra en Suiza, en la casa de Whalter Grandjean. Abrí la puerta y nos saludamos de abrazo, un regalo me dijo, y me pasó “Santuario” de Faulkner. Puse la pava. Armé el mate y le puse un poco de burro y manzanilla. Luego salimos al patio, había un viento suave y el sol estaba cálido. Leí dos poemas sueltos para que me diera su opinión. Demasiada verborragia, arguyó, lo mismo me dijo Sarmiento, dije guardando las hojas. Le pregunté qué estaba leyendo. A Giannuzzi, dijo y sacó de su mochila un libro negro de ediciones Visor. Leyó “Poética”. Le cebé un mate luego de su lectura y antes de tomarlo me comentó, con emoción, que en la última compra de libros se encontró con “Una temporada en el infierno” de Arthur Rimbaud, no en la famosa versión de ediciones Edicom de 1971, traducida por Oliverio Girondo y Enrique Molina, sino en la de Ediciones del Copista, una selección y estudio de un cordobés llamado Andrés Terzaga. Es diferente, dijo, no estoy diciendo que es superior, pero se nota que le llevó tiempo, porque hay palabras muy bien puestas, el poemario respira. Armé un porro y fumamos. Sabes, le dije, septiembre me produce melancolía, no sé, es raro. Debe ser porque en Chile el Golpe de Estado está muy cerca de las fiestas patrias. No hay luto para los muertos, sino carnaval, dije y le pasé el faso. Desde la calle se escuchaba el ruido de las bolsas de basura y el cla cla cla cla de unos caballos. Me cebé un mate y fui hasta la ventana que da hacia la calle para saber qué pasaba. Observé a través de la persiana. Eran dos pibes que revisaban el lavarropa que había dejado anoche y que el camión de la basura no se llevó, era un whirlpool blanco semiautomático de 10 kilos que no tenía más arreglo, hasta los maestros se habían cansado de meterle mano, pero sí que se le podía sacar plata por chatarra. Una carreta roja se estacionaba en reversa. Tenía en el costado escrito con pintura blanca “jesus ben ami” y era tirada por dos alazanes, uno más desnutrido que otro, y manejada por un viejo petiso, muy moreno, de espalda ancha, que le faltaba un brazo y que decía palabras que no entendía, pero que daban cuenta de que necesitaba que los pibes subieran la lavadora rápido. Fui a la cocina por una bolsa de chalitas con lino. ¿Quién era? eran los cartoneros dije, se estaban llevando unas cosas, agregué y puse las chalitas sobre la mesa. ¿Esos poemas que me leíste son parte del poemario que querés publicar?, no sé, es un laburo enorme publicar, todavía no quiero pensar en eso, pero lo más probable es que sí, que sean parte. Augusto se armó un pucho, le di un mate, y recordó con dudas que hace unos años un poeta, no quiso decir su nombre, hizo la presentación de su libro en el Bastón del Moro, no lo conocían mucho, en realidad él creía que era conocido, y mandó a editar 100 libros a una editorial independiente, yo era amigo del editor, y hasta le ayudé a refilar las primeras tiradas. La preocupación en su cara llegó cuando superó los 50 ejemplares, todos cosidos a mano. Es absurdo que le compren tantos libros, decía mientras cosía, no lo conoce nadie, pero me hincha tanto las pelotas, que tengo que confiar nomás. Inclusive él tenía por norma publicar 20, 30 como mucho, a un novel, pero el poeta le decía que no, insistía que con 100 estaban re bien, que tuviera fe. La noche de la presentación, que la armó el editor, con banda en vivo, un actor haciendo monólogos, y con poetas amigos que le fueron a hacer la onda y recitaron, fue un desastre. Primero, porque este otario no le hizo publicidad al libro ni al evento, y segundo, porque llegó tarde. Había muy poca gente, contados con las manos y sólo vendió un libro. Y no sé por qué regaló 7 con dedicatoria a los que estuvimos esa noche. Media hora después el editor estaba re caliente con la situación, salimos a la calle a fumar faso y se sentía un boludo por haber confiado en él, eso derivó a que pensara que lo mejor era pedirle disculpas al dueño del centro cultural y concluir el evento. Pero cuando entramos vimos al pelotudo del poeta en el escenario, había agarrado la guitarra eléctrica y cantaba

Signos vitales | En la sala de operaciones

«Son bellas las banderas, todas las banderas, aunque luego de perder sus colores, de rasgarse, de deshilacharse en los pabellones de la paz o en un conflicto bélico, se suman al montón de toneladas de residuos que contaminan el territorio. A los descarados que usan el amor a la bandera que profesa una parte del pueblo -bastante grande- como instrumento de pastoreo, de orientación, de “coaching” de masas, este deterioro, sin embargo, no les preocupa demasiado, es puramente incidental, marginal, puesto que para ellos es fundamental mantener encendidos los corazoncitos patrioteros, que son como estufas a parafina de las más económicas, que son una fuente de energía barata, silenciosa, sumisa, que les permite calefaccionarse, mantener el café caliente, incrementar la producción y obtener atractivas rentabilidades.» Pesada y gris como un buque de guerra, la tarde capitalina cae. La pileta del paseo Bulnes lanza sus monótonos -aunque encantadores- chorros de agua. Al fondo, cual un paciente tendido en la sala de operaciones (aquí recuerdo a Elliot) se ve nuestra casa de gobierno, la Moneda, relumbrando iluminada por un set completo de potentes luces blancas. Entremedio una bandera nacional enorme -digna de un amante del rodeo, de un país sudaca diseñado por Disney o del loco Pool- ondea en el viento helado de mediados de septiembre, obstaculizándome la visión. Es hermosa la bandera nacional, tan parecida a la de Texas, EEUU, pienso, aunque rápidamente me doy cuenta de que prefiero las pequeñas, esas que se ponen en los autos, en las tumbas y en los escritorios de los burócratas, o aquellas que vienen en tiras y se cuelgan en los restaurantes, en los emporios, en las fondas, puesto que, por su menor tamaño, ocultan u oscurecen menos que una bandera gigantesca -como la que ondea frente a la Moneda- que tapa un buen pedazo de territorio, que lo llena de sombras, de sobras. ¿La habrá financiado la Coca Cola? No tengo idea, me digo, mientras recuerdo una frase de Baltasar Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, que le vendría bastante bien a este mundo guiado por el vacío y su necesidad, creciente, de llenarse la panza. Son bellas las banderas, todas las banderas, aunque luego de perder sus colores, de rasgarse, de deshilacharse en los pabellones de la paz o en un conflicto bélico, se suman al montón de toneladas de residuos que contaminan el territorio. A los descarados que usan el amor a la bandera que profesa una parte del pueblo -bastante grande- como instrumento de pastoreo, de orientación, de “coaching” de masas, este deterioro, sin embargo, no les preocupa demasiado, es puramente incidental, marginal, puesto que para ellos es fundamental mantener encendidos los corazoncitos patrioteros, que son como estufas a parafina de las más económicas, que son una fuente de energía barata, silenciosa, sumisa, que les permite calefaccionarse, mantener el café caliente, incrementar la producción y obtener atractivas rentabilidades. Las banderas, para ellos, son equivalentes a las banderillas que los toreros clavan en el lomo de las bestias de sacrificio. O a las que los astronautas plantan en nuestro único satélite natural. La bandera es conquista. La bandera es dominio. Si el rio deja de correr, si el zorzal deja de volar, si el niño come pan radioactivo, si el anciano vive en el infierno, les da igual. Lo importante es que la bandera esté bien planchadita, como decía una antigua canción. Ojalá con un soldado de penacho tricolor abajo, resguardando las inversiones, destiñéndose bajo el sol. Al patriotero le han hecho creer algo absurdo: que la gente que nace en determinado lugar es mejor, por ese solo hecho, que la gente nacida en otros lugares. Le han dicho también que hay “malos y buenos chilenos”, siendo, justamente, él parte de los buenos, de los que nunca se equivocan, de los honestos, de los puros de corazón. Es bipolar el patriotero. La bandera, para él, contiene una emoción. Un sentimiento tipo sexto básico que se conecta con los maniqueos valores morales y patrios que en esa época en la escuela nos inculcan y que en la adultez vemos desmoronarse en los demás y en nosotros mismos (esto nos cuesta un poco más verlo), mientras transitamos -desde séptimo básico en adelante- por una ambigüedad creciente que alcanza su clímax en la adultez. El patriotero, por cierto, se queda para siempre en sexto básico, en el acto del 18, en el acto de la “independencia”, midiendo a los demás con una vara ética que ni él mismo cumple, que nadie cumple. Dejo de mirar la bandera -la bandera que es un calmante, como escribió Violeta Parra- y yendo una media cuadra más allá de la Librería del Fondo de Cultura Económica, que estando en un barrio militar se encuentra rodeada de armerías (aquí cabe perfecto el cursi dicho: me armo de libros, me libro de las armas), me siento en un escaño, junto a un tipo que toma un café y escucha a viva voz temas de un personaje que resulta ser Marcianeke. Es una música espectacular, maravillosa, pues me permite ver qué hay en una mente expuesta desde la infancia y casi sin filtros educativos al modelo neoliberal chileno. Una especie de crash test dummy.  Tras un rato de escucha me doy cuenta de que se trata de una mente con un grado de psicosis mediano. Un tipo cuyo comportamiento, usando un término de moda, carece bastante de bordes. Sus letras usan un idioma español cruzado por el inglés. O al revés. Ambos idiomas, como diría un amante de la pureza lingüística, se articulan y pronuncian de manera deficiente, gutural, estirando harto el hociquito, como dice un amigo ultra que declara odiar la imbecilidad. Los textos, por otra parte, están llenos de marcas de ropa y de otros artículos de consumo (su logos es un logo, podría decirse), dándole a uno la idea de estar ante el basurero de un mall o de un supermercado. El contenido es simple y directo: droga pa pasarlo rico, asalto pa hacernos

Tiempos verbales | Chilexit o el triunfo de la «ley de miedos»

«Hoy, en que podemos leer lo recientemente publicado por Ciper y otros medios de investigación periodística, relativo a las razones por las cuales parte de la población perteneciente a comunas populares terminó votando por desaprobar el proyecto de Nueva Constitución, da clara y triste cuenta de que la mayoría no leyó el texto y que se formó las ideas que llevó a las urnas por medio de lo que le decían los comandos en la calle o en las ferias, por medio de memes o campañas “reel” en las redes sociales más traficadas, por una amplia sucesión de comentarios desinformativos o deliberadamente “enredados” a la hora de explicar lo contenido en el texto del borrador constitucional, que ni las radios ni los canales de televisión dudaron en difundir, ni mucho menos cuestionaron fuertemente al momento de hacerlo». “Cuando hay que hacer un cambio verdadero un cambio por mejor vida más digna pal pueblo entero Por una sociedad más justa oculta en busca de emancipación ¡Maldición! Al pueblo le asusta la revolución.”   Portavoz   El 23 de junio de 2016, Britania decidió abandonar la Unión Europea, para lo cual convocó a unos comicios en los que el 51,9% de los votantes optaron por dicha resolución, lo que significó que, en marzo de 2017, el gobierno británico invocó el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea, con lo que iniciaría un proceso de 2 años, que finalmente culminaría con la salida definitiva de la comunidad por parte del reino, el 29 de marzo de 2019. Debido a disputas intestinas, dicho plazo no se cumplió y debió reprogramarse hasta 3 veces más, teniendo lugar de manera definitiva, el 31 de enero de 2020. Esta polémica iniciativa fue propiciada principalmente por políticos de derecha (aunque también se contó entre sus filas a algunos partidarios de izquierda) denominados euroescépticos, movimiento político y social caracterizado por su rechazo, en mayor o menor medida, a la Unión Europea y sus implicancias (como el libre tránsito transfronterizo del que pueden gozar todos los miembros de la comunidad), a quienes se oponían los proeuropeos, comprendidos por todo el resto del espectro político, quienes sostienen las virtudes de la membresía, la unión aduanera y el mercado común.    Entre las primeras víctimas de la iniciativa, estuvo el mismísimo primer ministro que llamó a las elecciones de 2016, David Cameron, quien no obstante aquello, propiciaba la permanencia, mientras que su coalición abogaba por la salida. Cameron fue sucedido por Theresa May, con quien se concretó finalmente la dimisión. Durante el periodo comprendido entre la firma del tratado y la separación definitiva de Reino Unido con el resto de sus vecinos, tuvo lugar un periodo de “gracia” o de “transición” que se extendió hasta el último día del mismo año 2020, en el que siguieron formando parte del mercado europeo y ni los ciudadanos ni las empresas acusaron grandes cambios. Los problemas comenzaron a hacerse visibles cuando el reino definitivamente ya no tenía lazos comunes con sus pares y empezaron a enfrentarse comercialmente (y también en todos los demás aspectos). Desde cuestiones complejas como establecer regímenes y tasas aduaneras convenientes para ambas partes (sobre todo para Inglaterra, que poco a poco despertaba así a las consecuencias de su propia decisión), hasta otras que se pueden considerar más frívolas, como el estado y condiciones de permanencia de los jugadores extranjeros de futbol, que componían la nómina de los más afamados equipos, fueron haciendo que la población comenzara a dudar de qué es lo que habían votado realmente.    En febrero de este año, un informe del Parlamento Europeo dio cuenta de que los votantes, concurriendo a las urnas claramente desinformados o, incluso, en algunos casos intencionalmente mal informados, dieron origen a un resultado que, de haberse llevado a cabo una efectiva campaña de información, probablemente habría sido distinto. “Los ciudadanos británicos tenían escaso conocimiento sobre la Unión Europea (…) fueron engañados y no se les advirtió de las consecuencias de dejar la unión”, señala lapidariamente el documento, agregando que uno de los aspectos más críticos de la situación es la que guarda relación con que a la ciudadanía nunca se le informó cuál, cómo, y qué costo tendría la relación de su país con el resto de la Unión Europea, una vez que abandonaran el pacto. Siendo el epítome de estas negativas consecuencias (en cuanto al impacto de la decisión, significando diferencias sustanciales dentro de un mismo territorio) lo relativo a Irlanda del Norte, que, siendo parte del Reino Unido, quedó en una situación de “ventaja” respecto del resto del reino, al compartir frontera terrestre con la República de Irlanda, que sí es parte de la Unión. En el informe se condena la escasa participación y compromiso tanto de los medios de información, como de parte del parlamento proeuropeo, quienes reaccionaron muy tibiamente frente al gobierno de turno, el que se limitó a declarar que “el pueblo británico votó a favor de abandonar la Unión Europea y el gobierno cumplió con ese resultado. Iremos más lejos y más rápido para cumplir la promesa del Brexit y aprovechar el enorme potencial que traen nuestras nuevas libertades”.   Medios conservadores o ligados a ideas de derecha, como The Sun, cuyo titular para el día de los comicios fue el de Independence Day, o la supuesta petición hecha por la hoy fallecida Reina, quien según su propio biógrafo solicitaba tres buenas razones para la permanencia, y que fue publicada por The Daily Beast, tuvieron un fuerte impacto en la población. Todo lo anterior terminó decantando en una ley de medios y privacidad, en agosto del año pasado, fuertemente centrada en lo relativo a la información digital, pero a la inversa de lo que comúnmente se podría pensar sobre regulación a los medios de información (sobre todo considerando lo informado por el Parlamento Europeo). Según Oliver Dowden, secretario de Estado en lo Digital, Cultura, Medios de Comunicación y Deporte del cuestionado gobierno de Boris Johnson, de lo que se trataba era de “terminar con la