Radar Social

Patri/arcadas | Soberanía del cuerpo

Soy feminista. Estoy en los días en que me baja la luna, la expulso entintada en púrpura coagulada, conexión con mi yo superior interna, cuarzo rosa que late y respira desde mis ancestras.  Descubro la cuerpa felina que me domina, sangro en sincronía cíclica, con Venus. Baja la sangre y sangro la tierra. Fotografía para compartir. La útera me sufre, la siento, agachada me conecto con toda materia y partícula de la naturaleza. Fotografía para el face, inmortalizo la conexión del flujo con la madre tierra y la comparto con todes quienes se entretienen tocando la pantalla de su celular, navegando a través del face. Luego, me recojo la cuerpa y la envuelvo en la cama, me entretengo y paso las horas en la red. Veo trozos de cuerpas usadas para vender todo tipo de cosas. Exhibiciones virtuales. Es extraño pensar que la cuerpa de una compañera se oponga a aparecer en publicaciones tipo catálogos fotográficos de vestuario. ¿La cuerpa es esclava de la mente?  Retazos de cuerpas posando para conseguir la venta. La cuerpa posando para aumentar la basura en el mundo. Retazos de cuerpa fotografiada para aumentar las transacciones. Una cuerpa de tez perfecta que viste sensual y alegre, en equilibrio perfecto con los mandatos imperantes del patriarcado, ¿Puede ser esto posible? ¿Puedo saber claramente cuándo una cuerpa es una cuerpa disciplinada o cuándo no? Concebir en mi mente la imagen corporal certera y sumar a esto los pensamientos de aquella cuerpa, es prácticamente imposible. Dentro de este marco en la academia se habla de corporalidad, pero sin juntarse con nuestras cuerpas, que habitan las tomas, que habitan las poblaciones, que se fotografían fragmentos corpóreos con fines publicitarios, sin hacer de sus palabras ecos en la gente. La academia, consigo misma, habla de lo inequívocamente corpóreo como la materia que remite a la subjetividad que la sustenta y es hermosamente tan certero.   Entiendo que mis palabras son causa de alteraciones psíquicas personales. Mente y cuerpa acordonadas. Igual sigo navegando y veo cuerpas usadas para vender aros y pulseras. Son cuerpas habitadas por compañeras que usan pañoletas feministas, consideran a todo ser perteneciente al sexo masculino un ser puramente ominoso. La útera me sufre otra vez. Agua caliente con manzanillas recogidas en el humedal por la mañana nublada, para mi útera doliente. Pienso ahora en el aborto. Sé que la ley no concibe derechos para las cuerpas, sino para les seres que les habitan. Y otra vez lo mismo, mente y cuerpas acordonadas como una sola o separadas en sí mismas. No lo sé. Dejo el face. Abortar es una manera natural o intencional de equilibrar la vida también y es la cuerpa, solo la cuerpa quien tiene la capacidad de parir, de gestar, amamantar y también de abortar. Lo hemos practicado desde hace siglos y seguirá sucediendo. Todas podemos abortar, tal como si nos quitáramos un nódulo, un quiste, o un lunar. Pero fuera de la Ley, ya que esta no concibe derechos para las cuerpas, la Ley decide por sobre nuestras cuerpas y la lucha por la soberanía del cuerpo está encendida tal como ilumina el fuego contra la injusticia, hoy en día en $hile.  Levántense espíritus del pantano, junto a la humedad de la niebla que se les desprende cada mañana, y empañen este orden Androcentrista que cubre la legislación $hilena, llévenselo de este plano, sumérjanlo junto al cuero, que esconden en el fondo de sus almas, por el poder de tres veces tres.       El orden impuesto por la mirada borracha del androcentrismo considera nuestras cuerpas como criaturas dependientes e incompletas, por la falta del pene. Aparece entonces un tipo de feminidad que nos resume al arte de empequeñecer (P. Bourdieu): sonreír discretamente, agachar la mirada, aceptar interrupciones, piernas que hay que cerrar, vientres que hay que ocultar y yo respondo:  Levántense espíritus del pantano, junto a la humedad de la niebla que se les desprende cada amanecer, y empañen este orden androcentrista alojado en el lenguaje y la acción patriarcal en nuestras vidas, llévenselo de este plano, sumérjanlo junto al cuero, que esconden en el fondo de sus almas, por el poder de tres veces tres.       Levántense espíritus del pantano, junto a la humedad de la niebla que se les desprende cada alborada, y empañen este orden androcentrista alojado en el pensamiento y la andocracia imperante en el día a día, llévenselo de este plano, sumérjanlo junto al cuero, que esconden en el fondo de sus almas, por el poder de tres veces tres.

Trasandino | Junta de escritores en Melipilla

El silbido de la tetera me despertó. Me fue difícil dormir. Me desvelé buscando palabras para terminar un poema. Poema que finalmente no necesitó de esa frase que me comía la mente. Prendí la computadora y puse “Canto a la diferencia” de Violeta Parra. A veces pienso que la creatividad es un mar violento, oscuro, nocturno, que uno temeroso ve desde la orilla. Y adentrarse en esa marejada sin fin es asumir el riesgo de extraviarse por horas intentando que se disloquen los sentidos. Sólo para volver con un ritmo a cuestas, con una frase siquiera, con palabras que se hundan como puñal en la guata de la realidad. Me vestí. Calenté agua para el mate. 9:48 AM. Agarré la mochila, me puse la mascarilla, me subí a la fixie y partí. El día estaba nublado y corría un viento frío. En la plaza de los Cardenales unas niñas jugaban a abrir y a cerrar paraguas de Disney, reían al lado de una fila de personas que esperaban hacerse el pcr en el laboratorio móvil. Al mismo tiempo pasaba un haitiano perturbado murmurando y moviendo las manos hacia todos lados. Los chincoles y los mirlos no dejaban de atravesar el cielo cantando.  Me fui por Libertad, doblé por Correa hasta llegar a la plazoleta Pajaritos (plaza de los Curaos para el común de la gente). Allí me bajé de la bici porque la garúa había comenzado y caminé. Acá ya no se juntan los sábados los borrachos del pueblo, ahora la ocupan los temporeros agrícolas, peruanos y haitianos, para cobrar su paga o para subirse a un microbús y seguir trabajando. Atravesé el lugar entre miradas desconfiadas, conversaciones coloridas en creole, y el ruido y el aroma de pollos friéndose. A media cuadra del centro cultural me detuve a prender un pito. La lluvia aconteció con fuerza. El agua caía con rabia. Riachuelos bajaban por las calles levemente inclinadas, parecían relámpagos deslizándose por el pavimento al ser alumbradas de súbito por los focos circulares de los autos, la gente corría a resguardarse a los pedazos de techo que sobresalen de las casas, miré al cerro Sombrero que yacía escondido entre la bruma, ya casi sin vegetación, dañado por las innumerables torres eléctricas. El cielo quieto, estridente, densamente gris. Hay días de invierno en que el sol es sólo una impresión mortecina, a semejanza del sol naciente de Monet, pero acá sin mar, sin puerto, sólo muriendo silenciosamente oculto entre nubes color ceniza. Apagué el pito y lo guardé.  Llegué a las 10:10 a Hurtado 1331, al centro cultural Edetrem. Amarré la fixie debajo de un árbol frondoso. Se me acercó el dueño del lugar, Luis Arias (poeta que se tuvo que exiliar en Francia durante la dictadura de Pinochet y que actualmente es el secretario general de Poetas del Mundo). Me habló de que la reunión se demoraría un poco en empezar. Que me pusiera cómodo. Que había poetas que no sabían cómo llegar. Me habló de que el lugar estaba construido por un arquitecto alemán, yo decía ah, um, pero no le prestaba atención, yo caminaba hacia adentro, saludaba a las personas con un ademán, con un gesto, yo preparaba un mate mientras observaba a una anciana abriendo una agenda para escribir cosas y a otros armando la mesa central con variedades de galletitas, de quequitos, ordenando tazas para té y café, parecía un cumpleaños.  El lugar era amplio, había estantes de libros por doquier. Una chica con pelo mitad rojo mitad negro corrió hasta su mochila para sacar unos apuntes de la universidad, buscaba algo entre las páginas, palabras quizás. Minutos después llegó Ulises Mora, poeta de la zona, poeta por antonomasia (digo por antonomasia porque es un viejo de cuerpo grande, que usa boina, lentes pequeños con mucho aumento y un bastón que lo ayuda a caminar porque de joven que tiene acromegalia, la enfermedad que también tenía Cortázar), nos saludamos, me contó de inmediato un cahuín, de que la poesía no estaba tocando a la puerta del Ateneo de Melipilla, que se juntaban los martes en las tardes a hablar de remedios, a comparar enfermedades, a comparar médicos, en fin, hablar de cómo el tiempo los ha revestido de polvo, de excusas. Pero Ulises se sentía diferente. Vivito y coleando, dijo. Que se mantenía vigente subiendo todos los días un poema a facebook, que eso lo distraía. La lluvia golpeó con vehemencia el techo. Permitió que nos silenciáramos. Se está cayendo el cielo, dijo Ulises y se fue a servir un café apoyado en su bastón.  Minutos después ya estábamos los catorce escribientes sentados, no en círculo, sino en algo más parecido a un rombo. Las presentaciones duraron más de lo común, como suele suceder a veces entre la gente que escribe. La recitación comenzó. Eran variados los estilos: misceláneas de Mistral y Neruda, parrianos, uno que otro de versos kilométricos, a semejanza de Rokha. Mientras leía Mirko, un poeta comunista, un poema intimo sobre lavar los platos, yo me encontraba entre dos mundos. Leyó Bastián. Se me venían momentos fugaces de los eSlam de poesía en Córdoba. Poetas under, poetas hippies, borrachas con escrituras filosas, drogadictos bardeando, viviendo la jovialidad de eventos calurosos, de pieles húmedas. Recitó la señora Celestina un poema larico. Vino a mi mente una noche en que alguien con una locura indescriptible agarró el micrófono y estuvo más de cuatro minutos repitiendo: uno uno uno uno uno uno (…). Ulises Mora leyó su famoso poema “No estoy de acuerdo”. Uno uno uno uno uno (…). Me tocó leer a mí. Le tocó a Gabriel. Uno uno uno uno uno… Leyó Camilo, leyó Horacio, leyó Laura, leyó Verónica. Se notaba que habían trabajado sus poemas. Leyó Maggi, poeta colombiana. El entusiasmo por las lecturas hizo que de inmediato se eligiera un nombre: “Poesía re-vuelta” fue el elegido entre tantos otros insulsos. Luego se habló de la responsabilidad del artista, de que el escritor debe ejercer su libertad en la escritura, de llevar la poesía

Signos vitales | ¡Viva Chile!

Salgo de casa y me encuentro con la ciudad embanderada a raíz de la celebración del dieciocho de septiembre. Edificios, autos y casas lucen con orgullo la bandera tricolor, hay -incluso- parasoles, jockeys y mascarillas pandémicas con los colores del emblema que algunos –imbuidos por una mezcla de ingenuidad, disfuncionalidad estética y sentido de la competencia- consideran el más bello del mundo. Se celebra la independencia de nuestro país: doscientos y tantos años de vida libre y autónoma, tal es el motivo de la colorida efusión nacionalista. No estoy, sin embargo, tan seguro de que seamos independientes. El estallido social y la instalación de la convención constituyente son signos que apuntan en tal sentido. En la realidad concreta, no obstante, dependemos de más de veinte tratados internacionales firmados por los turbios próceres –civiles y militares- que nos han gobernado en las últimas décadas; vivimos, además, aún bajo un sistema político instaurado bajo la mano de la intervención norteamericana en Chile; nuestras riquezas naturales, en tanto, son explotadas por transnacionales que pagan impuestos ridículos; en la localidad costera de Con Con, específicamente en el fuerte Aguayo, ha operado una base militar gringa destinada “a entrenar fuerzas policiales y militares chilenas y de la región en acciones de ´guerra urbana´ de conformidad con las doctrinas contrainsurgentes de la Casa Blanca, la CIA y el Pentágono”, como indicó en 2012 el Centro de Estudios Políticos para las Relaciones Internacionales y el Desarrollo (CEPRID). En 2018, Sebastián Piñera, primer mandatario del país y reconocido ladrón de bancos, acudió a una cita con el presidente Trump -otro sinvergüenza- portando una bandera norteamericana que contenía, como un subconjunto, la bandera de Chile. A ese nivel de sumisión hemos llegado. Culturalmente, por otra parte, la violenta razzia postgolpe y luego la globalización hicieron pebre gran parte de nuestras manifestaciones artísticas y nuestras formas de vida y hoy en día los artistas subviven gracias a los fondos de cultura o a las donaciones (con censura incluida) de uno que otro empresario, sin que sus obras atraigan una cantidad de espectadores o lectores que les permitan la independencia económica, pues el país forma preferentemente mano de obra funcional, de pensamiento concreto y éxito asociado al dinero, para la cual el arte es una lata (y no de cerveza o cocacola). Se trata, en el fondo, de una especie de beneficencia, de caridad. El artista es un enfermo mental, un indigente, un tipo con capacidades diferentes, un cacho, un puto, un representante de una etnia avasallada, un niño con alzhéimer, un inútil. La idea de cultura nacional -en este escenario- se ha ido asimilando principalmente a la comida. Los programas de esta índole –conducidos por idiotas alegres y pachangueros- se dedican a mostrar los distintos platos que se cocinan en Chile, como si lo único relevante de nuestra identidad fuese aquello que se dirige al estómago, dando la idea de que no tuviésemos cerebro o espíritu. En lo demás campea el concepto de cultura entretenida, es decir, de una cultura cuyo objetivo es “distraer a alguien impidiéndole hacer algo”, como define la RAE a la palabra “entretener”. Las calles están embanderadas. Hay ambiente de fiesta. Pronto vendrán los asados, la familia unida en torno a la parrilla como antes lo hicieran los agentes de la DINA y la CNI. El secreto es que lo prepares pensando que te lo vas a comer tú mismo, dice un chef en la tele. El secreto es el egoísmo. Sin embargo, como escribe el poeta José Ángel Cuevas: “un asado no soluciona nada. / Yo ya no creo en los asados. / El verdadero problema es otro.” Y le creo cien por ciento, concuerdo con él pues, como dicen que decía el filósofo cínico Diógenes de Sinope -un tipo que se atrevió a mandar a la cresta al mismísimo Alejandro Magno- vivimos de espaldas a la realidad, nos engañamos a nosotros mismos para seguir en el espacio de confort, subordinación y aplanamiento que nos otorga un sistema que solo nos ve como consumidores. Para ser independientes -señalan autores como Habermas- no se requiere sólo de autonomía personal, sino también vivir en una sociedad autónoma. Rainer Maria Rilke, otro poeta, señaló que nuestra verdadera patria es la infancia. Y en nuestro país tal frase adquiere toda su dimensión, pues los infantes, se sabe, son seres más que dependientes. Dieciocho millones de niños, entre ellos yo, viviremos alegremente la fantasía de la independencia este dieciocho. ¡Viva Chile!

Signos vitales | Poesía y efectos especiales

A la memoria de Eduardo Wood. Hace unos meses atrás, en pleno estallido social, asistí a un encuentro de poesía. Supuse, antes de ir, que me encontraría con una docena de poetas leyendo sus poemas ante un público exiguo, compuesto –principalmente- por sillas vacías, algún profesor o profesora de liceo, un par de vecines romántiques y los mismos poetas que más tarde se subirían al escenario. ¿Qué más podía esperar? En Chile la poesía, como la pelota vasca o el bádminton, se juega en estadios vacíos. Y así fue, solo que en las dos horas que permanecí en el galpón donde se desarrollaba el evento no se subió nadie a leer un poema. Hubo cantores populares, hubo un intérprete de excelente voz y de pésimo repertorio, hubo un grupo clon de Electrodomésticos que musicalizaba –a la manera del grupo de Cabezas- poemas con instrumentos electrónicos. Pero no hubo nada de poemas recitados, declamados. No es que yo sea un amante de los recitales literarios. En realidad, me aburren un poco. Siempre hay más de alguno que se excede y abusa de los oídos ajenos. Siempre hay otro/a que confunde la poesía con el teatro. O con el standard comedy. Pero también siempre hay alguien que salva la noche con un buen par de textos bien leídos. Me fui ese día pensando que lo único bueno de la noche había sido el vino. Y no me atreví a leer. Llegando a casa me fumé un pito. Sentado en la terraza, mirando una enorme luna amarillenta, me puse a pensar en los cientos de recitales de poesía a los que he asistido. Recordé cuando fui a ver a Juvencio Valle en el Centro Cultural Mapocho, el viejo estaba en las últimas y entre varios lo llevaron al escenario. Era una especie de “estrella revolucionaria” porque había estado en España para la Guerra Civil, no por su voluntad supe después, sino porque no pudo volver a Chile a tiempo y quedó atascado. Leyó apenas. Temblaba y su temblor me causó más emoción que su “Tratado del Bosque”. Recordé a Zurita leyendo en la USACH en los ochenta en un acto cultural: pocos lo tomaban en cuenta, el público universitario no estaba ni ahí con un profeta grandilocuente y monocorde que se tomaba media hora para decir algo que se podía expresar en dos o tres minutos, el público universitario quería rock, quería acción, quería ver una lluvia de molotovs cayendo sobre los pacos malditos. Mientras Zurita leía, leía, leía, leía, leía, una turba de estudiantes sacó a empujones, patadas y escupitajos al vicerrector académico, que andaba jugando al espía, provocando los espontáneos aplausos del público. Ante esto, el autor de “Anteparaíso” agradeció con seriedad y mucho bla bla a los estudiantes, pensando que tales aplausos tenían como origen la lectura de sus poemas. Recordé otros recitales. Parra en la Estación Mapocho para una feria del libro. Un modoso Yuri Pérez en un bar de Batuco que hoy es un prostíbulo pop. El Chico Figueroa en San Bernardo, rompiendo con histrionismo una hoja tamaño carta que contenía el discurso que llevaba preparado para romper. De pronto me acordé de mi amigo Eduardo Wood, claro, porque a Eduardo le debo el primer poema que escuché leer en voz alta a su propio autor. Fue en la USACH, específicamente en el taller literario que en plena dictadura dirigía la académica y escritora de cuentos infantiles Amalia Rendic. Venciendo mi timidez llegué a la sesión inicial, años ochenta, llevando unos poemas escritos en un cuaderno y un montón de dudas. Entré en la sala unos diez minutos antes porque quería estar ahí cuando llegasen los demás y pasar desapercibido. Sin embargo, cuando abrí la puerta me encontré con que ya había alguien. Era Eduardo Wood. Nos saludamos, nos presentamos, hablamos un par de nimiedades y luego entramos en el tema literario. Le conté que nunca había participado de un taller y que me daba lata leer mis textos. Eduardo sonrió y enseguida me dijo que no había que avergonzarse de los propios poemas. Uno tiene que defender su creación, dijo. Enseguida abrió un bolso negro de cuero y sacó un papel. Este poema se llama “La Silla”, dijo. Y con voz vehemente y firme lo leyó, copando el espacio con el ritmo y la sonoridad de los versos, sin necesitar música de fondo, ni disfraces, ni histrionismos cuáticos para transmitir su belleza. Abrí una cerveza. El tum tum de los subwoofers de los vecinos latía en mi pecho como un segundo corazón, un corazón indeseado, invasivo y violento. Entré en la casa y puse mi propia música. Me quedé pegado después pensando en el destino trágico de Eduardo Wood, cuyo hermano Ronald -a quien Lemebel dedicara su crónica “A ese bello lirio despeinado”- fue asesinado en 1986 por los milicos en una protesta contra Pinochet en el centro de Santiago. Le dieron un balazo en la cabeza. Era un joven universitario de apenas diecinueve años a quien Eduardo amaba mucho. Sus exequias fúnebres, que se celebraron en la Iglesia de la Gratitud Nacional, fueron interrumpidas porque los carabineros ingresaron al recinto lanzando lacrimógenas y apaleando a los parientes, a los amigos y a la multitud que se encontraba dentro y fuera del edificio. Después de eso secuestraron el ataúd y se lo llevaron al cementerio. La brutalidad cometida caló hondo en Eduardo, quien con su familia al poco tiempo emigró de Chile. Después de estar en Brasil se establecieron en Australia.  Lo volví a ver en los noventa. Un día lluvioso, de noche, alguien golpeó la puerta de mi casa. Era Eduardo, que había regresado a Chile. Me contó que se hallaba internado en un recinto psiquiátrico y había escapado. Brotes sicóticos lo acosaban, lo torturaban, lo hacían sentirse el creador de los males de la humanidad. Esa noche bebimos unos tragos para celebrar el reencuentro y volví a escuchar sus poemas. Conservaba su voz vehemente y también el ritmo, solo que sus nuevos textos eran complejos,

Noticias de la nada | Un colchón indigente

Lo encontramos en un basural clandestino de Rungue. Estaba lleno de manchas de vino tinto, cagadas de pájaros, quemaduras de cigarrillos y rajaduras en el forro. Se trataba de un viejo colchón de plaza y media de espuma plástica. Le preguntamos cómo había llegado a ese lugar. Nos contó, entonces, que hace un par de semanas había sido arrojado a la calle. Me trajeron en una camioneta hasta este sitio terrible, lleno de desperdicios, escombros, mal olor y ratas, sitio donde una patota de borrachos me usa para beber, fumar pasta base, escuchar reguetón y practicar sus horrendas perversiones. Los vagos se recuestan o se sientan encima mío y abren una caja de vino o encienden un mono y comienzan a matarse las neuronas. A veces hasta se masturban colectivamente, o tienen relaciones de tipo sodomita, mientras se lanzan pullas entre ellos. Mi experiencia ha sido traumática, no se la doy a nadie, no estoy acostumbrado a las puteadas, ni al trago, ni a la suciedad, ni a cargar sobrepeso, ni a vivir a la intemperie. No, mi vida ha sido muy distinta. Estuve más de diez años en la pieza de una mujer preciosa. Una chiquilla a la que cobijé su armonioso y liviano cuerpo desde los trece hasta los veintitrés años, cuando se convirtió en una estudiante de leyes a punto de egresar. La sentí crecer, la sentí desarrollarse, percibí cómo se formaban sus redondeces, contuve sus sueños y sus suaves orgasmos nocturnos, delicados como los de un colibrí. Pasamos miles de noches juntos estudiando códigos, constituciones, ordenanzas y otros textos legales, estuvimos juntos los dos con su primer novio, el Camilo, un morenito medio pobre que trabajaba en el campo con su padre sembrando hortalizas y que la mami de la colibrí no quería, no le gustaba, no tenía futuro, y fue reemplazado por el Phillip, un burguesito que estudiaba ingeniería hidráulica y hablaba con voz grave y tenía auto y poca capacidad de observación, pues nunca se enteró de que la pequeña colibrí ya había volado, que había lanzado su primera pluma al viento con el Camilo y se creyó poseedor exclusivo de su cuerpo delicado. A regañadientes tuve que soportar las visitas de Phillip los fines de semana. Y escuchar sus críticas hacia mis resortes cada vez que tenían sexo. Tantos fueron sus reclamos que la madre de la colibrí decidió que yo ya no servía, que tenían que cambiarme por uno nuevo. Y partieron al mall a endeudarse para dejar tranquilo al burguesito, quien se consiguió con un tío la camioneta que me trajo a este tiradero que se parece demasiado al infierno. Cuenten ¡por favor! mi situación a sus benevolentes lectores, nos pidió en ese momento, con una angustia que nos conmovió a concho, díganles que vengan por mí, que no estoy tan dañado, que aún puedo contener a quien quiera tener un buen descanso nocturno, da lo mismo que no sea hermoso, ni armonioso, da lo mismo que no gima cual colibrí como la estudiante de leyes. Ya me conformé de su pérdida, no me escucharán llorar, no me verán deprimido ni han de oír mis quejas; sepan además que aún estoy blandito, que soy ultra cómodo, que mis resortes no están tan malos, que me pueden hacer un forro y que quedaré como nuevo, que más encima soy gratis. Por último, señaló, si ya no me quieren ocupar como colchón me pueden desmenuzar y convertir en lindos cojines, da lo mismo que sea con la cara de Mickey u otro bobo. La cosa es que me saquen de este lugar, la cosa es volver a estar bajo techo, la cosa es salir de la situación de calle y volver a ser un colchón decente, un colchón de casa.

Patri/arcadas | Energía femenina y terrenal

Soy feminista. No de esas que se sienten asqueadas por los onvres, no. Igual me gusta y gozo con el miembro masculino. No imagino una tarde de excitación frotando la cuerpa contra otra, no, eso no es de mis gustos eróticos. Soy feminista y promuevo el uso del les, lxs, o lus.  Las raíces del androcentrismo crecieron en todas las inmediaciones de la vida. La academia aúlla doliente al ver la transformación que vive su lengua, la desfiguran les incultes mal nacides y pordioseres, la insultan, quedando fuera de los parámetros establecidos. Algunes dicen que constituye un obstáculo para la lengua y su entendimiento, otres que contraviene las normas de la RAE. Les explico: Todes ustedes humanes ajenes, lean: Somos creación en movimiento y aunque nos despojaron de lo originario y usurparon la cultura, desnudaron y mutilaron nuestros saberes, nosotres renacemes y nes reinvetames las veces que sea necesario, creamos un código nuevo, ligado con nuestres propios procesos. El uso de este nuevo pronombre nos iguala, apuñala al heteropatriarcado y su orden naturalizado, que impera con un manto transparente que lo cubre todo, que lo rige todo y todo lo controla, todo.  Sigo; Soy feminista y de las que votan y opinan bajo el amparo de la luna, al paso de sus ciclos, soy violenta felina que emerge desde de las ancestras, soy suavidad tierna que brota de las flores del humedal y busca un diálogo nuevo, marginal, conectando con lo que trasciende, desde les espíritus del bosque y las arenas del desierto, desde la mar y las montañas, pero en $hile todo se mantiene siendo un fiasco: las reglas en el circo heteropatriarcal están a cargo de unes poques, tode el resto en sus jaulas se prepara para salir a escena: se visten y perfuman, viven bajo el látigo del sueldo, la carga horaria y les dueñes de la carpa, les cabrones herederes por años de años, nos tienen sin bolsillos ni monedas que endulcen nuestras mañanas. Observémonos: ojeras, dolor de espalda, dientes picados y montón de enfermedades, crónicas o no crónicas, físicas o psíquicas, que se institucionalizan y tratan de callar con pastillas y terapias, y más pastillas, y más terapias. Yo no, me niego, me reúso. Soy feminista y preparo mis ánforas con aceites esenciales del campo originario, tierra pantanosa, espíritus de les huilles, energía femenina terrenal, que me envuelve y guía, ayudarán a equilibrar a todes les seres que habitan esta tierra, energías sagradas que decapitarán a todes les machirulos que pudren la existencia con su fétido respirar. Continúo;  Soy feminista. No de esas que les encanta lo primitivo de la ovulación y el embarazo, no de las que anhelan parir con dolor y más dolor, sentir la vida desde lo natural y carnal, con la partera, bajo el agua de una pequeña bañera, procurando conservar la placenta para hervirla junto a las papas del campo y comerla. Soy feminista y busco la igualdad, sin embargo, maternar en $hile nos condena a asumir la crianza de un otre en absoluta soledad, soledad limitante, soledad prohibitiva que mutila, y ese otre, indefense, crece siendo parte de esta tierra que da patri/arcadas, individualista, enferma terminal de micromachismos y no hay receta para combatirlo, no hay tiras de pastillas para afrontarlo.  Ofrendo la sangre que brota de mi útera y movilizo la energía planetaria para luchar, hoy les invito: seamos fuerza, tomemos nuestras pañoletas verdes, violetas, o del color que sean, o que no sean, eso no importa, salgamos del plano material, seamos resistencia y seamos insurrección.

Trasandino | Leandro Scoponi

Esta mañana recibí una llamada de Augusto para que lo ayudara con los libros que había comprado hace una semana a la hermana de un pintor fallecido de la Rioja. Eran más de 5.000. La señora los estaba rematando porque le ocupaban mucho espacio en la casa. Agarré la bicicleta, me puse el tapaboca y me fui a la librería Van Hutten de libros usados. En la calle Maipú con 27 de abril la policía había desviado el tráfico porque una protesta se alzaba vociferando salarios más justos, en Colón con Cañada se estaba juntando gente, la mayoría de izquierda, con canticos y banderas que flameaban antes de marchar hacia el Patio Olmos por los centenares de despidos injustificados. Córdoba se bifurcaba en marchas por la crisis en manos del FMI. Apenas entré a la casa me encontré con el caos. No paramos de abrir cajas, catalogar y ordenar. Me pregunté cómo lo habría hecho Zenódoto de Éfeso entre tantos pasillos y estantes. Sofi nos advirtió sobre una caja que tenía la colección completa de Cortázar. Agus tomó un libro al azar: “Las armas secretas”, primera edición de Sudamericana. En la primera hoja había una dedicatoria breve pero amistosa del pintor fallecido, Mario Alberto Crulsich, a Leandro Scoponi. Para curiosidad de todos yo lo conocía, era un joven escritor veinteañero muy leído para su edad. Lo había conocido, hace algunos años, cuando llegué a Córdoba a estudiar Letras Modernas. Cuando todavía pensaba que la facultad era la panacea literaria, era la madriguera en donde pernoctaban los escritores. Al poco tiempo se alzó el patíbulo. Una profesora nos advirtió que la facultad sólo buscaba formar investigadores, profesores o en su defecto pseudo intelectuales que gustan de pastar y rumear por los alrededores con un aire francés. Al oír aquello de inmediato me vislumbré subiendo una quebrada sin agua, sin pan y sin jazz, intentando con un lápiz y un papel hacer fuego dentro de esa noche oscura. No quise contarle a nadie mi decepción, ni tampoco quise prender una vela a Bolaño para que me mandara un Papasquiaro o quizás, en una de esas, a una de las hermanas Font. Mis noches se deshacían entre vino toro y entrevistas en youtube a autores consagrados.   Ocurrió que a las dos semanas de sentirme desahuciado me dormí en una clase de Teoría literaria. Recuerdo que desperté por el sonido de las sillas siendo arrastradas y observé a todos como hormigas esparcidos en grupos por la sala. Me asusté cuando me tocaron el brazo y una voz me preguntó: «¿Querés que hagamos el trabajo?», yo le respondí que no había leído los textos, él me contestó que tampoco lo había hecho. Me ofreció salir a fumar un cogollo y yo le dije que bueno. Su nombre era Leandro Scoponi, venía de la Rioja y su intención era escribir una segunda “Rayuela”. Afuera de la facultad, Casa Verde, fumamos mobydick, tomamos unas quilmes y escuchamos desde su celular a John Coltrane. Era interesante su mirada de la literatura, el tipo sudaba citas, se atoraba hablando en máximas para los artistas, por un momento pensé que se trataba del puto Rimbaud reencarnado y me sentía poco preparado al no tener ni agua ni lavatorio para lavar sus pies y besarlos. En dos meses me enseñó a robar libros en Rioja con San Martin, me enseñó a marcarlos en la parte de atrás con un propio índice para futuras relecturas, me enseñó que la narrativa se escribe sin tapujos y con la soltura de una cubana bailando salsa. Fueron noches literarias intensas en LSD intentando escribir en plazas, bares, en donde fuera. Yo me cansaba, me dormía en cualquier parte. Leandro podía pasarse despierto días y noches.  Recuerdo muy bien cuando dije basta. Habíamos ido a Luzbelito, boliche en donde sólo suena el Indio Solari y los redonditos de Ricota, a comprar unos cartones de ácidos a unas chicas que estudiaban teatro. Hubo buena onda, hicimos grupo, nos lanzamos al trip. Pero Leandro orbitaba en otro lado. Se había tomado dos cartones. Su mente no estaba allí. Finalmente se aburrió de la chica que intentaba seducirlo y que no paraba de hablarle. Por eso se fue del lugar. A diferencia de él, yo me hospedé algunas semanas entre las piernas de ella. Pude descansar, pude reflexionar. Cuando me sentí tranquilo lo volví a llamar. “Vení ya a la pensión”, me dijo, “Entre Julio Roca y Simón Bolivar”.  La dueña del lugar no me dejó entrar de inmediato. Desconfiaba de mí, de mis pantalones rojos rajados, de mi remera de Pink Floyd, de mi pelo hasta los hombros, en fin, de mi indigenismo. Finalmente, me llevó a la pieza con la condición de dejarle el carnet. Cuando golpeé la puerta de su habitación Leandro me abrió en bóxer y musculosa, y de inmediato observé su decrepitud. Era la primera vez que entraba a la pieza de 3×3 sin ventana, con una luz amarilla de tungsteno que sobresalía de ese techo alto, que hacía pensar en el atardecer, en fin, era el nido o la tumba de ese escribiente. Tenía libros por todos lados, pero no nuevos, sino de los usados, de esos que brotan humedad y tiempo. Apilé la obra completa de Vargas Llosa y me senté. Él se recostó en su colchón que yacía arriba de dos palet. Estaba ojeroso y con los ojos inyectados en sangre. Le pregunté si estaba bien. “Déjate de boludeces, estoy en mi mejor momento, puedo escribir lo que sea”. Había condones tirados por el piso, libros marcados y ropa sucia. Recordé que le daba clases de escritura a un cuico que estudiaba filosofía y amaba a Borges, a cambio de drogas y algo más. Me increpó diciendo que estaba mirando mucho, en fin, que no me pusiera paco pa mis weas, y me ofreció un vino toro con pritty. Me contó que estaba tomando dos ácidos diarios y que lo mezclaba con porro para extender el estado. Que estaba escribiendo con una soltura

Noticias de la nada | Espejo solitario pide la muerte

Un espejo se comunicó con El Mal Menor para dar a conocer su penosa historia. Me siento absolutamente solo -comenzó a decir casi sin darnos tiempo para tomar nota- desde que el infame del Mamo Ramírez le dio una golpiza a la Katiuska y la mandó al hospital San José, donde ahora se encuentra, y de donde seguramente no saldrá porque he escuchado -indicó con desazón- que más que una institución de salud tal hospital es más bien un matadero de pobres…