«En total son cerca de ocho decenas los autores incluidos en las más de setenta páginas de la revista. Sus creaciones, principalmente textos con forma de poemas, conviven allí con anuncios del propio cementerio -bóvedas familiares, nichos de reducción, revestimientos, convenios con empresas oligopólicas como Copec o municipios fachos como el de Providencia- y una nota gráfica a la celebración del llamado “Día de Todos los Santos” en el propio cementerio, ceremonia que contó con la participación del cardenal Ezzatti, siniestro sujeto que, según recuerdo, se encuentra vinculado al encubrimiento de curas abusadores de menores.»
¿Qué motiva a un cementerio a editar una revista cultural? ¿acaso leen los muertos?, me pregunté cuando un amigo -días atrás- me regaló un ejemplar (atrasado) de la revista "Cultura”, editada a todo color -y en papel couché- por el Cementerio Metropolitano de Santiago (institución privada pionera del rubro en Chile). Mi amigo obtuvo la revista, según me contó, un día que se sentía más que mal. Andaba bajo la nube negra y precisaba, como le explicó a su terapeuta, poner los pies en la tierra, darse cuenta de que sus problemas -auto malo, mujer violenta, dividendos impagos- no eran necesariamente irremediables. Se le ocurrió, en su locura, visitar un camposanto. Y el Cementerio Metropolitano era el que le quedaba más cerca. Allí, mientras otros hundían el cuerpo entero, la cabeza, los brazos, el tórax y las piernas en la tierra, él se mantenía incólume, vertical, hundiendo apenas los zapatos. Eso, se dio cuenta, ya era bastante bueno. Me hizo súper bien, confesó, ver a viudas y viudos, a huérfanos y huérfanas, a deudos y deudas, llorando ante esas encomiendas negras, heladas y sin solución. Me di cuenta de que lo mío no era tan grave, que podría arreglar el auto, quizá pagar las cuotas de la casa y que no me sería difícil abandonar, por fin, a mi mujer, ese cacho, antes de que me moliera a golpes (semanas atrás la enferma me había azotado la cabeza contra el medidor de la luz). Me di cuenta de que yo sí tenía un futuro, un destino. Me di cuenta de que estaba vivo.
Tiene hartos poemas y cuentos, a ti te gustan esas weas fomes, me dijo mi amigo con esa mezcla de brutalidad y afecto -que caracteriza a buena parte de nuestros iletrados conciudadanos- cuando me entregó la revista. Se trataba del número 33, un número atrasado, del año 2017, dedicado a dar a conocer, como se ve en la portada, textos de escritores pertenecientes al Ateneo de San Bernardo, a la agencia Aguja Literaria, al taller del Cementerio Metropolitano y a escribas ítalo-chilenos, así como algunas entrevistas. En total son cerca de ocho decenas los autores incluidos en las más de setenta páginas de la revista. Sus creaciones, principalmente textos con forma de poemas, conviven allí con anuncios del propio cementerio -bóvedas familiares, nichos de reducción, revestimientos, convenios con empresas oligopólicas como Copec o municipios fachos como el de Providencia- y una nota gráfica a la celebración del llamado “Día de Todos los Santos” en el propio cementerio, ceremonia que contó con la participación del cardenal Ezzatti, sujeto que, según recuerdo, se encuentra vinculado al encubrimiento de curas abusadores de menores.
¿Qué motiva a un cementerio a editar una revista cultural? ¿acaso leen los muertos?, me volví a preguntar cuando, estando en casa, hojeé el regalo de mi amigo. Hallé rápidamente la respuesta en los créditos de la publicación. No es que los difuntos hayan adquirido la capacidad de leer, secos están sus ojos, secos sus sesos, acallado su entendimiento. Se trataba de algo mucho más simple: el director/editor de la revista -que es trimestral y ya va en su número 54- es un tal Alfredo Gaete Briseño, quien simultáneamente es director del Cementerio Metropolitano, escritor de poemarios y novelas (históricas, de crecimiento interior y ficción) y editor de Aguja Literaria, una agencia dedicada a publicar libros digitales (autofinanciados) de autores más bien naif; empresa que en parte se nutre, especulo, de los participantes del taller del cementerio, que serían algo así como los clientes de este curioso mix empresarial: hoy de la agencia y mañana, si todo anda bien, de una sepultura en el camposanto. ¿Habrá descuentos?
La publicación de la revista, por otra parte, le permite al cementerio exhibirse como una organización con responsabilidad social empresarial y probablemente descontar algunos impuestos ligados al aporte a la cultura. Nada de esto sería tan criticable -da lo mismo, según Baudelaire, de donde venga la belleza- si la revista tuviese una propuesta estética, conceptual y artística interesante. Su diagramación, sin embargo, la asemeja a esos mamotretos funcionales, monótonos y jactanciosos que son las revistas de las multitiendas; o a las memorias de las empresas, aunque las memorias de las empresas al menos tienen índice. Las fotografías y los dibujos, a su vez, son estandarizados, inconexos respecto de los textos y parecen provenir de un banco barato de imágenes. No hay amor allí, no hay espíritu, no hay creatividad, hay solo el deseo de cumplir, de rellenar hojas. En cuanto a los textos -parte sustancial de este número dedicado a la literatura- son más bien clichés, pobres en figuras literarias, desconectados de la realidad, escasos de pensamiento crítico y flacos en cuanto a estilo. Abundan, así, versos fácilmente olvidables, prescindibles, trillados, como los de Annamaría Barbera Laguzzi: “Bajo la lluvia somos exiliados / llevamos bajo el brazo a nuestros muertos / y en los bolsillos soliloquios de fantasmas.”; o los de Eugenia María Leyton “Como en un lienzo / que pintas a diario / ahí queda / tu vida de ayer.”; O del mismo Gaete Briseño: “A lo lejos detuviste el vuelo / una última mirada envolvió el cuarto, / observé tu cuerpo, / entonces / supe que te habías ido para siempre.”; versos, finalmente, que hacen recordar aquella frase de Huidobro respecto de que el principal enemigo de la poesía es lo poético.
Mención aparte merece el artículo (no da para ensayo) “La deshonra del lenguaje”, de la recién citada Annamaría Barbera Laguzzi, donde la autora despotrica contra la democracia y la tecnología, señalando que la primera no es democrática y que la segunda está capturada por el marketing, dando a entender que estos fenómenos -típicamente capitalistas- tienen una relación de causalidad con el marxismo y la ideología de género. En fin, la revista es débil por todas partes, al menos el número que mi amigo me regaló (ojalá que no me regale otro). Queda la posibilidad, también, de que con el tiempo la publicación haya mejorado. Sería positivo. A mí, en todo caso, no me quedaron ganas de verificarlo, pues me pareció un montaje, un simulacro comercial más. ¿Por qué algunos escritores de cierta valía y otros que representan a instituciones como el Ateneo de San Bernardo -fundado hace más de cien años- publican en magacines de este tipo, que no tienen nada que proponer?, me pregunté mientras cerraba, por fin, la revista. La respuesta probablemente esté en la falta de medios. Pero eso no justifica publicar en cualquier parte, no hay que ceder a la tentación del couché cliché. La cultura chilena, según muchos, murió el 73. Nada más adecuado, entonces, que una revista editada por un cementerio privado para difundir la cultura de los muertos.




