Hace unos meses descargué -no recuerdo desde dónde- el libro “Pequeñas cosas – Poesía reunida (2004-2017)” de Gladys González. Me ocupaba, por ese tiempo, de las novelas “El guarén” de Germán Marín y “Jakob Von Gunten”, de Robert Walser, asunto que, al lector, de seguro, le da igual. A quien escribe, sin embargo, el hecho no le resulta indiferente, pues ambos textos, leídos bajo confinamiento, lo sacaron de la cárcel sanitaria, lo hicieron desplazarse a otros submundos, aunque no le fue suficiente para alcanzar la libertad, el libro no lo hizo libre, como indican los entusiastas de la lectura y los empresarios del ramo. En fin, descargué el poemario de Gladys González (Chile, 1981), libro publicado por Ediciones del Cardo en 2019, donde la autora agrupa cronológicamente su producción poética –cinco títulos- dada a conocer durante las dos primeras décadas del milenio. Los textos, escritos con un lenguaje directo y visual -no churrigueresco- se pueden leer como un registro de la experiencia de una joven no abc1 que explora y describe su propio mundo y el mundo que la circunda, en específico el Chile de las últimas décadas, focalizándose en lo sórdido, lo abusivo, lo decadente, de esta “copia feliz del edén”, dando cuenta, además, de la fuerte influencia de la literatura norteamericana en nuestras letras.
El primer poemario compilado (“Gran Avenida”, 2004) nos muestra ambientes y situaciones que hacen recordar la toxicidad que se observa en los poemas y relatos de Bukowski, asunto que no es de extrañar, dada la influencia del alcohólico autor gringo en la literatura reciente de un país, el nuestro, que gracias al neoliberalismo logró convertirse en un calco del lado B de EEUU -el lado de los perdedores- espacio social que retratase detalladamente el autor de “Música de cañerías”. Aparecen, así, en esta ópera prima (como se dice en cursi), ambientes de pobreza y marginalidad urbana, episodios de machismo, referencias a la cultura gringa y una buena dosis de alcohol. Uno tiene la impresión, al leer estos textos, de que se encuentra ante algo así como la polola de Bukowski: “todas las noches / te busco / sentada en las cunetas / donde vas a beber / te espero en el bar / hasta que se hace de día / y apareces / con un librito / en la gabardina / un librito / en el que está dibujado / mi corazón.” Se trata de un Bukowski algo diferente eso sí, no un tipo duro, sino un sentimentalón, pero de todas formas es un monstruo inaceptable en el ambiente feminista actual, donde ser la polola de Bukowski es como ser la polola de Frankenstein, es decir, es pasarlo mal, es ser ninguneada emocionalmente, es desarrollar una sensualidad roída y depresiva: “ella lo miraba / desde el baño / orinando desnuda / en la taza del wáter / con su chaqueta de cuero / y un Jack Daniel’s en la mano // ella lo miraba / desde el baño / retocándose el corazón / con un lápiz labial / en la penumbra de esa habitación.”
En los siguientes poemarios incluidos en la compilación (Aire quemado, 2009; Hospicio, 2011; Calamina, 2014; Bitácora, 2017), es posible apreciar un alejamiento de las relaciones sentimentales de corte tóxico. La hablante ahora está en terapia, está medicada -como buena parte de la sociedad chilena- lo que progresivamente se plasma en poemas en movimiento, se encuentra viajando, se encuentra conociendo nuevos territorios y no engrupida en un bar con Frankenstein, lo que da cuenta de la efectividad de los fármacos. En este sentido, hay poemas, donde hasta es posible ver los rayos del sol: “detener la mirada / y ver / por la ventana / del bus / una brizna de hierba / creciendo / en una canaleta blanca / de plástico // fijar esa imagen / y sentirse dichoso // un rayo de sol / y el viento leve / iluminan el encuadre”, dice un texto que le debe demasiado a William Carlos Williams.
Su mirada del mundo, que en estos poemarios se vuelve cada vez más fotográfica, más escueta, más telegráfica (recogiendo la influencia del objetivismo de tercera mano chileno), sigue concentrándose, sin embargo, de preferencia en retazos especialmente miserables de nuestra ejemplar sociedad, plasmándose en textos tipo inventario o en deshumanizadas anti-postales: “un hombre / está tirado en el suelo / como un animal destripado / los pantalones abajo / sus genitales congelándose en la lluvia / un perro sostiene su cabeza / como si de ese hombre alcoholizado / dependiera su mundo.” Su mirada hacia el mundo propio, por otra parte, pese a los esfuerzos de la fármaco-terapia, sigue centrándose mayoritariamente en la derrota, en el fracaso, en la soledad, en el agotamiento, lo que nuevamente nos recuerda el universo bukowskiano, aunque sin que se aprecie la grandilocuencia ególatra ni la ironía del autor gringo, dado que la hablante se centra, más bien, en lo oscuro, en lo depresivo, mostrando una baja autoestima y carencia de humor.
La conexión con Bukowski sin embargo, no se agota en los expuesto en los párrafos anteriores. Así, en “Bitacora” (2017) nos encontramos con el poema “Pequeño pájaro azul”, texto que dialoga con un texto del autor de “La senda del perdedor”, específicamente su poema (casi homónimo) “Pájaro azul”, donde el norteamericano señala que hay un pájaro de tal color en su corazón. Este pájaro representa algo así como el lado blando, el lado emocional, el lado romántico del poeta. Pues bien, haciendo gala de su ironía, Bukowski indica que el pájaro azul quiere salir, pero él lo mantiene encerrado, bajo el efecto del whisky y el humo de los cigarrillos. “¿Es que quieres que se hundan las ventas de mis libros en Europa?”, le pregunta sarcásticamente, dejando en claro, al final del poema, que solo lo deja cantar un poquito, en la noche, a la hora de dormir. La hablante que presenta Gladys González en “Pequeño pájaro azul”, por su parte, se identifica con la avecilla, no con el misógino escritor norteamericano, como queda en evidencia en estos versos: “ser la imagen / más fiel / al pequeño pájaro azul // seco / por el veneno”. La divergencia entre ambos autores es evidente: el hablante de Bukowski mantiene viva, pero escondida, su emocionalidad. La hablante de Gladys González, que en su etapa de psiquiatrización contempla “la tormenta / el naufragio / y su grieta / entre cajas / de Naltrexona / y Trankimazín”, opta por su eliminación, mostrándonos los peligros a los que un corazón romántico se expone en estos tiempos desalmados, donde más conviene hacerse el duro -o la dura- que sacar a la luz la blandura, los sueños, la pasión.




