«El protagonista de “Vendimia”, Éctor Abaroa, es un escritor santiaguino decadente, sobreviviente de cáncer al riñón, aficionado al trago y al cigarrillo, alter ego de Figueroa que oscila de forma permanente entre la cesantía y los trabajos menores -hacer el aseo, lavar la ropa, limpiar la caca de los perros, ir de compras- que realiza en las casas de sus hermanos burgueses, mientras sueña con ser trending topic en las redes sociales.»
Durante la segunda década del nuevo siglo, Héctor Figueroa, que además de ser un gran lector de poesía era un fanático de la narrativa, comenzó a escribir una novela. Se sumaría así a la extensa fila de poetas chilenos de las últimas generaciones -como Alejandro Zambra, Guillermo Valenzuela y Yuri Pérez, entre otros- que han incursionado en este género que promete, pregúntenle al argentino Washington Cucurto, muchísimas mejores posibilidades de sobrevivencia económica que la poesía, algo que Figueroa requería con urgencia. Lamentablemente la muerte, que no está ni ahí con las humanas intenciones, lo visitó cuando había concretado solo los dos primeros capítulos de “Vendimia”, título del proyecto de novela en cuestión.
El escrito -aún inédito- llegó a mi correo enviado por el editor de esta revista, quien me solicitó -con amabilidad espartana- que escribiese un artículo al respecto, el que se sumaría al homenaje que -a tres años de su fallecimiento- El Mal Menor haría al poeta Héctor Figueroa, quien fue colaborador de este medio en su primera época, teniendo a su cargo la columna Taberna. Solícito, descargué el archivo, fue un proceso lento, estoy escaso de gigas, y lo abrí, encontrándome al tiro con el título de la inconclusa obra:
VENDIMIA
(fragmentos y capítulos de anticipo)
Acto seguido -para no trabajar de más- lo copié y lo pegué en el presente artículo, conservando su tamaño y su tipografía, mientras me preguntaba si quien lea estas letras estará o no leyendo exactamente lo mismo que Figueroa pulsó sobre su teclado en algún momento a partir del dos de junio de dos mil dieciséis a las diez catorce de la mañana, fecha de creación del documento. No tuve, por cierto, una respuesta adecuada a mi pregunta, solo vanas especulaciones acerca del aura y lo original, así que continué con la inspección del archivo, sumergiéndome en la lectura de una obra que desde sus primeras páginas dialoga y rinde tributo al novelista barcelonés Enrique Vila-Matas: “Le está pasando [con Vila-Matas] lo mismo que le ocurrió cuando era adolescente con el libro ´Muertes y Maravillas´ de Jorge Teillier, lo leía de a poco, a pequeños sorbos, iban pasando las hojas y los poemas, un día uno, otro día otro, magia cotidiana, igual a un avaro que guarda y conserva sus monedas de oro para que no se le acabe de inmediato su riqueza. Pero ahora es diferente, y él lo sabe, ya no hay juventud, el futuro es ahora, la vejez se instaló y se siente ridículo como una colegiala en clases enamorada del profesor de manera secreta”, escribe el narrador refiriéndose al protagonista de “Vendimia”, Éctor Abaroa, un escritor santiaguino decadente, sobreviviente de cáncer al riñón, aficionado al trago y al cigarrillo, alter ego de Figueroa que oscila de forma permanente entre la cesantía y los trabajos menores -hacer el aseo, lavar la ropa, limpiar la caca de los perros, ir de compras- que realiza en las casas de sus hermanos burgueses, mientras sueña con ser trending topic en las redes sociales. Su madre, por otra parte, se encuentra enferma, internada en una institución hospitalaria, víctima de un accidente cerebrovascular, asunto que lo mantiene ocupado visitándola y en un malpaso cotidiano permanente, pues era ella quien se preocupaba por él y ahora no encuentra: “ningún lugar a la hora de once donde tomar una taza de té.”
Los lazos entre “Vendimia” y la obra de Vila-Matas (Vil-Matas para Figueroa) no se quedan, no obstante, solo en comentarios de admiración hacia la obra del español, puesto que también se dejan ver en la estructura del proyecto novelístico del autor de “Groggy”, donde las andanzas y reflexiones de Abaroa en el Chile bárbaro y neoliberal de las últimas décadas -el Chile delineado por milicos, udis, erre-enes y grandes empresarios- se hallan entremezcladas con textos que ocupan el amplio espacio de posibilidades que hay entre el pelambre y el artículo de opinión, así como con una infinidad de citas de variados autores, mails enviados a amigos escritores, conversaciones con poetas chilenos y hasta una breve sección de adivinanzas literarias tipo programa de TV. Zygmunt Bauman, George Perec, Jorge Luis Borges, Robert Walser, Djuna Barnes, Isabel Allende, George Oppen, Brian Weiss, Pablo Coehlo, Franz Kafka, John Kennedy Toole, Stephen King, Gilles Lipovetsky, Honoré de Balzac, Baltasar Gracián, Noam Chomsky y diversos escritores chilenos como Pedro Lemebel, Vicente Huidobro o Carla Guelfenbeim, entre muchísimos otros, son las figuras que surgen en estos textos, haciéndonos recordar una de las citas de Walter Benjamin que Vila-Matas trae a colación en su novela “El Mal de Montano”, donde señala que en nuestros tiempos “la única obra dotada de sentido (…) debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras.”
En este escenario, las opiniones respecto de sus pares de Éctor Abaroa, que también se refiere a sí mismo con el mote de “Mefuialachucha”, son furibundas, son resentidas, son mordaces, son descarnadas, pasando muchas veces los límites de lo “políticamente correcto” respecto de las mujeres y las minorías sexuales, donde se advierten brotes de corte machista de parte del personaje. En términos generales, eso sí, se encuentran centradas en lo literario y seguramente sacarán ronchas, pues Figueroa no tiene problemas para dar los nombres de los autores a los que se refiere, algo poco común en Chile, donde todo se matiza tanto que al final cada cosa es nada. Algo de eso alcanzará a percibir el lector en los fragmentos de “Vendimia” que se incluyen al final del presente artículo.
El título de la inconclusa y autobiográfica obra, para ir terminando, remite a la novela del norteamericano (premio Nobel de Literatura) John Steinbeck, “Las uvas de la ira”, específicamente a un párrafo que el narrador parafrasea cuando Abaroa visita a su madre -que se encuentra en un hospital del barrio alto- y en el camino observa a los perdedores del sistema: “en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia”, se lee en este fragmento que nos hace pensar en el estallido social del 2019, fenómeno que Héctor Figueroa, lamentablemente, no alcanzó a vivir.
«Vendimia»
Selección de textos
*
A quién le ha ganado Enrique Vila-Matas, se dice de pronto, casi indignado, ahora que se ha descubierto casi como un fan del autor de “El mal de Montano”, dándole vueltas y quedándose pegado en cada cuestión que escribe el autor español. Y lo que pasa es que como en estos momentos se encuentra lejos de internet (es decir lejos del departamento de Ñuñoa donde vive hace más de un año junto a su hermano político) y leyendo en la casa de los muertos rodeado de libros hechos de papel casi amarillentos y olvidados, ahora que ha tomado, por ejemplo, libros al azar se encuentra con unos subrayados hechos por él que ya ni se acordaba que había subrayado dentro de la novela “Las cien águilas” del viejo chileno con voz de locutor Germán Marín. Y ha quedado maravillado con este libro que no alcanzó a terminar (de quien sólo ha leído “El círculo vicioso” y un par de novelas cortas que ya no recuerda sus nombres). Lo que sí recuerda es que dejó de leerlo porque de pronto alguien o algunos parece que el pasquín The Clinic se apoderaron de su nombre y figura y lo dejó por el momento a un costado de la berma. Ojalá le hayan dado ya el Premio Nacional de Literatura, piensa de repente, pues hace años que dejó de importarle e informarse de quién ganó tal o cual premio. Y más se achaca ahora al recordar cuando no visitó y tampoco entrevistó al viejito poeta Carlos Bolton, completamente olvidado, o a Juan Radrigán, el proletario dramaturgo chileno que vendió libros por más de dos meses de manera ambulante con un paño desplegado en el suelo en uno de los patios del Campus Oriente, bajo una cesantía y una falta de plata espantosa. Se achaca y le da rabia y recuerda a Nicomedes Guzmán y a la María Luis Bombal perdidamente sola y pobre muriéndose en los años ochenta en el Hospital Salvador, sin reconocimiento para pagar la comida o la cuenta de la luz o el agua, pues las panegíricas palabras que le dedicó Jorge Luis Borges en los años cuarenta o cincuenta no le sirvieron nunca para nada. ¿Hay que mantener económicamente entonces a todas las mujeres que se dedican a la literatura? Obviamente que no, pero esta mujer de la que estamos hablando ya había publicado dos monumentos literarios breves, prosa chilena suficiente para que tuviera al menos una muerte digna y en paz. Pero como han sido siempre las cosas y seguirán siéndolo capaz que le den el Premio Nacional que ella no tuvo a judías como la escribidora Carla Guelfenbein, quien publica redacciones básicas para personas básicas, esnob y descerebradas, que se alimentan de historias a la espera de algún avión en algún asiento del aeropuerto. Marketing y más marketing, hasta en el váter mientras cagas y cagaron a todo un país con papel tissué los poderosos de siempre, no los flaites, los que la llevaban, los que la llevaron y seguirán llevando, pues en este país la ignorancia, la prepotencia y la indiferencia es una práctica de todos.
El problema, en parte, pues no sucede sólo en Chile, es que en todos los rincones de la Tierra, el único planeta que habitamos y la única humanidad que conocemos para ser más humanos, el problema radica en que a esta verdad bella y ficcional que es la literatura, todos, pero casi todos, incluso dentro del mismo campo literario le suelen llamar a esta actividad “carrera literaria”, CARRERA, y les da por la cuestión de nombrar, insistentemente, cada paso, estudios, premio, galardón, licenciatura universitaria o doctorado, Currículum Vitae, esnobismo y arribismo en solapas, como si eso importara algo en lugar del meollo del asunto que es la literatura misma, como fue el caso de la existencia de un mexicano que ya para 1955 y el año sesenta del siglo XX había escrito todo lo que tenía que escribir, sin medallas ni condecoraciones, le bastaron sólo dos librillos poderosos: “El llano en llamas” y “Pedro Páramo”, para dicha de la humanidad lectora.
*
HECHOS
Cabizbajo, ensimismado, cual Chíchikov o protagonista de la novela “Sult” (Hambre) de Knut Hamsun, pensando en su madre, en José Asunción Silva, en la ausencia de rublos y en los poetas modernistas, durante un atardecer, a principios de otoño, exactamente un día lunes treinta de marzo, todavía convaleciente o enfermo en proceso de restablecimiento, va caminando hacia su nuevo hogar, el departamento de un hermano mayor (quien le dijo: “¡Levántate y anda! Y anduvo.”) cuando de pronto escucha, entre el atasco automotriz de las siete de la tarde, los destemplados gritos desde una esquina:
-¡Oyeee, chico, chicooo!!-
Se da media vuelta. Son Camilo Brodsky, Guillermo Valenzuela, Manuel Vicuña y Jaime Huenún, poetas de tomo y lomo, piensa, refiriéndose a que todos tienen libros publicados. Están apoyados en una mesita verde bajo toldos de plástico ubicados en la vereda.
Se saludan efusivamente, con abrazos y acercamientos de mejillas, como íntimos amigos, como si se vieran o juntaran siempre. Suele ocurrir entre los escritores que pasa una década sin que te encuentres con alguien, pero el saludo siempre es efusivo, casi fraternal, como si se sospechase que todos están o son cómplices de una misma absurdidad, o ruina. Pero bien, por lo menos se leen y ahora mucho más gracias al funeral de la Galaxia Gutenberg y a que entramos de lleno a la era digital, como diría el autor de “Dublinesca”.
Luego, al calor de varios cafés, jugos de fruta y aguas minerales, la cuestión es que se le sale (chisporrotea) que está tratando de escribir algo sobre el máximo poeta colombiano del siglo XIX.
-¡Ah, el poeta modernista! –dicen todos.
-¿Sabían que en su época se mató cualquier loco por el bogotano? –dijo uno.
Lo que le asombró fue que todos le preguntaran, al unísono y casi de manera concertada: ¿Y has leído a López Velarde?
Enojado, pensó: ¿qué se creerán estos, que no sé lo que es el Modernismo o los poetas modernistas? Pero lo agarraron, lo habían pillado, no, no había leído a ese poeta mexicano; sabe de Julián del Casal, tuberculoso y triste poeta cubano, sabe de Herrera y Reissig, también había leído a Lugones, al colorido Gutiérrez Nájera y, por supuesto a Darío, Nervo, Martí, Santos Chocano, pero a ese infame Ramón López Velarde nunca lo ha leído. Sabe de él, sí, cómo no, pensó, pues hace años que poseo el libro ensayístico de Octavio Paz (“Cuadrivio”), donde realiza un estudio de Darío, Pessoa, Cernuda y el susodicho López Velarde, precisamente el único estudio que no había leído.
– “¡Sí, por supuesto que lo conozco, cómo no lo voy a conocer!” -les responde enfáticamente, así, con signos de exclamación, a la manera modernista.
Luego de este embrollo de erudición, por suerte, la charla se extiende hacia otros horizontes. La velada dura un poquito más, todos tienen que trabajar o seguir en sus respectivas cesantías a la mañana siguiente. Se despiden, cada uno con un fuerte abrazo, hay anotaciones de teléfonos y correos electrónicos. Y eso fue. Seguramente nos encontraremos en cinco o diez años más, con más de alguno, por supuesto, ya difunto.
*
Le gustaría decir que su novela será la navaja y la bala de la última narrativa chilena, pero en lo más íntimo sabe que le falta filo y las municiones escasean, pues el abuso con la bebida, razona recién ahora, le está pasando la cuenta, necesita de manera urgente neuronas que ya no están, que ya se fueron. Tendrá que echarle la culpa al alcohol, piensa, no a la falta de talento, inteligencia o conocimientos. Lecturas no le faltaron en su experiencia, pero también desperdició mucho, demasiado tiempo frente al televisor (sin cable más encima), demasiado tiempo escuchando a borrachos y borrachas, marihuaneros, cocainómanos y otros tipos de lacra social, como fueron los imbéciles a secas, arribistas o abajistas sin sustancias lícitas o ilícitas en el cuerpo, pero imbéciles iguales o peores que los primeros, demasiado tiempo derrochado en trabajos miserables, muchas horas de mala paga, Chi-Chi-Chi, Le-Le-le, antes y después de su estadía en las Vascongadas, el País Vasco o Euskadi, como se dice hoy. Le bastó apenas un tiempito (maravilloso, frenético, incansable) de tres meses para darse cuenta de la mierda del país en que nació y le tocó en mala suerte sobrevivir. El país del caballero o del viejo culiao, pues así le decían a Pinochet en esa época, y Neruda. El país de la infamia, el país del Loco Estero, de Nicomedes Guzmán y Manuel Rojas. El país donde la economía y sus economistas son un Dios omnipresente, donde la sangre corrió por las cunetas sin importarle a nadie al igual que el sudor del que trabaja por nada y que son la mayoría. Tres días y dos noches en Lisboa. Por qué chucha no me quedé por último allí, piensa, en la Rua Augusta (onda Paseo Ahumada chileno) haciéndose amigo de los carteristas lusitanos, quienes chorean a vista y paciencia del sol a eternos turistas alemanes o japoneses. Haberse quedado en Sintra, en Madrid, en Burgos, en Toledo, incluso en Fátima donde los cabros chicos vieron a la virgen, vendiendo velas y líquido de río turbio para filtrarla luego como agua bendita en botellitas pequeñas. O por último haberse quedado cerca del casco viejo de Bilbao, más allá del puente, en el barrio -no recuerda su nombre- de los malditos drogadictos que se inyectaban y pedían dinero a los transeúntes. Cualquier cosa hubiera sido mejor a esta mierda, piensa ahora con rabia, esta tormenta de mierda, “Tormenta de mierda”, pésimo título para una novela. Por suerte su editor la cercenó. Mucho mejor título, un título bien logrado fue su “Literatura nazi en América”, libro que aún no ha leído.
*
COYUNTURA LITERARIA (VIAJES Y LITERATURA)
Lo que han logrado poetas como Paula Ilabaca o Héctor Hernández Montecinos en Chile (imagino que en otros lugares también), dentro del ambiente literario que es la prensa y la televisión, lo que han logrado de manera fehaciente estas dos lumbreras Post Generación 2000, es frivolizar el arduo y digno ejercicio de la literatura.
Cuando el muchacho por televisión y la joven Ilabaca a través de su discurso de agradecimiento por el premio que le otorgó una de las casas de Neruda, específicamente La Chascona, se engolosinan afirmando que lo mejor que les ha entregado la labor literaria son los viajes y el codeo con otros congéneres en Ferias internacionales del Libro, o que la poesía es lo más grande porque les permitió carretear o emborracharse (a ellos dos, juntitos) en Berlín, cuando insisten en un punto tan baladí como este, sencillamente no es desacralizar la poesía como tal vez piensen ellos sino quitarle -ya que tampoco añaden lo contrario en sus respectivas obras- sustancialidad a la misma.
Al leer los comentarios (onda programa de farándula SQP) de estos dos taquilleros representantes de las novísimas letras nacionales, esperamos que el lector que recién se inicia en el maravilloso ejercicio poético, no se imagine leer o escuchar alguna vez que un trotamundos (o viajero tan contumaz) como Jorge Luis Borges, por ejemplo, haya salido diciendo por ahí que lo mejor de la literatura o la plenitud de ésta la encontró en algún bar o pub de Londres junto a su amigo Adolfo Bioy Casares, mientras bebían alguna ginebra o cerveza negra espumeante.
Confunden conocimiento y experiencia literaria con horas de vuelo o la espera drogadicta en aeropuertos o terminales de buses (internacionales).
*
Sabe que durante toda la primera parte de la historia que intenta narrar le sacó o arrancó el poto a la jeringa, como dicen vulgarmente, en específico con respecto a una situación real que le afecta profundamente hace ya más de ocho años: la internación de su madre en un hospital luego que sufriera dos aneurismas cerebrales. Todavía no habla de sus visitas diarias al recinto hospitalario durante varios semestres. No detalla momentos dolorosos y tristes que lo aquejan, todavía, profundamente. En ocasiones, cuando se apresta a escribir recuerdos o realidades actuales como esa de su madre, y que los pañales y que darle la comida en la boca y que la deuda millonaria y esas cosas, cuando ni siquiera alcanza a rozar esas coyunturas, se evade, se acuerda de respirar, se pone a mirar el ramaje y la copa de los árboles o las nubes cambiantes del cielo, ya que le cuesta un mundo ordenar el ánimo de las pocas ideas en su cabeza, y ahí es cuando vuelve nuevamente a la poesía, a leer poemas chilenos en voz alta o a escribir artículos de poetas olvidados que nadie le publicará, aparte de las reflexiones y comentarios (actualizados) que realizó a la poesía de Jorge González Bastías respecto de su libro “El poema de las tierras pobres”, una primera edición vieja de 1924 que aún conserva y que le publicará su amigo Sergio Sarmiento en una revista literaria regional llamada El Mal Menor. Al menos, piensa, llegará (en ochocientos ejemplares papel) a lectores de la provincia de Chacabuco en la Región Metropolitana, que comprende pueblos tristes, abandonados y pobres como Batuco, Lampa y Colina.
Éctor Abaroa, junio de 2016




