Panóptico | Joaquín Sabina o «¿Quién me ha robado el mes de abril?»

Próximo a su publicación por Ediciones Esperpentia, “Cachivaches & otros artilugios literarios” es un libro que reúne veinticuatro artículos vinculados a la literatura y –en menor medida– a la música, que Maximiliano Díaz Santelices, uno de los fundadores de la revista Esperpentia y colaborador de El Mal Menor a través de su columna “Panóptico”, ha dado a conocer desde comienzos del presente siglo –y durante casi veinticinco años– en distintos medios  situados en la periferia de los salones donde se ritualiza y consagra la literatura chilena. Desde estos espacios, el también autor de libros de poesía como “Retratos hablados”, “Materia fugaz” o “Aviadores”, lleva a cabo textos que oscilan entre lo pedagógico, lo reflexivo y lo experiencial, siendo el pensamiento crítico y la pasión por el arte y la belleza hebras del hilo que los une. El espectro de temas y autores que Díaz Santelices toca en los artículos que se publicarán en “Cachivaches & otros artilugios literarios” es amplio, yendo, a modo de ejemplo, desde los textos que el poeta latino Catulo escribiese a Lesbia, pasando por el olvidado grupo poético runrunista –que floreció en Chile a inicios del siglo XX– hasta la compleja situación del poeta en la sociedad actual; o desde la musicalización que Serrat hiciera de los poemas del español Miguel Hernández hasta un concierto del saxofonista norteamericano Lee Konitz en NYC, sin dejar de lado, por cierto, a narradores como Julio Ramón Rybeiro o  Juan Emar. En esta ocasión, y como una muestra del contenido de esta obra de próxima aparición, publicamos el artículo “Joaquín Sabina o ¿Quién me ha robado el mes de abril?”. EMM

A mis amigos Mario y Álvaro. 

¿Te acuerdas cuando nos conocimos a comienzos de los '90, Joaquín? Hace ya 30 años. Cómo pasa el tiempo. Yo no me olvido. Fue un viernes por la noche, invierno, en la casa de unos amigos. Después de comernos un osobuco al vino y tomarnos un par de tragos, uno de ellos, que venía llegando de Madrid, nos preguntó, en medio de una conversación que iba del cine a la política, pasando por la literatura: “¿Conocen a Sabina?” Ninguno lo conocía. Bueno –nos dijo– los españoles le llaman “El poeta del fracaso” y a continuación puso play y desde un casete comenzamos a escuchar, por primera vez, tu aguardentosa voz, cantando: “Era tan pobre/ que no tenía más que dinero”. En esa época la palabra “fracaso” tenía un aura muy especial para mí, pensaba que desde el estropicio devenía la mayor parte de las obras maestras, así entonces, como dices en una de tus canciones, me di cuenta que “a los dos nos gusta(ba) el verbo fracasar”.

Desde el comienzo congeniamos, aunque tenías más años que yo y podías ser un tío o un hermano mayor, me gustó esa libertad que tenías para decir lo que otros cantantes callaban, lo decías con un desparpajo total, atacabas a las convenciones y a las tradiciones mordiendo rabiosamente el cuello de la hipocresía. Tus versos de Mentiras piadosas (1990) me golpearon entre las cejas, fueron un hachazo, escuchaba tu cinismo y no podía creerlo: “Le dibujaba un mundo real / no uno color de rosa / pero ella prefería escuchar / mentiras piadosas”. ¿Quién era el que así hablaba? ¿Con esa desenvoltura? Fue un choque violento, escuchar hablar de Cristina Onassis buscando un amante alquilado o de los cambios que aún no llegaban a Chile, donde seguíamos en luna de miel con la política: “no habrá revolución / es el fin de la utopía / que viva la bisutería” o esa verdadera oda a un asaltante de bancos: “La de noches que he dedicado yo a planear / un golpe como el que diste tú con un par”.

No eras un bufón más de la corte vendiendo al mejor postor tu arte. No eras el típico cantante de moda que, con su balada “romántica” y su pelo de corte regio, les vendía a los adolescentes un mundo envuelto en papel celofán, un mundo empalagoso y edulcorado, haciéndoles creer que el amor rosa aún existía. Tus temas hablaban de antihéroes, pícaros, ladrones, tristes millonarias, seres reciclados políticamente, prostitutas que le robaban a sus clientes, mujeres que preferían escuchar mentiras piadosas, etc. Una fauna inédita para un cantante popular, eso fue tu primer golpe y de ahí fue fácil el afecto, pues usabas el sarcasmo, la ironía y no eras políticamente correcto, además, poco después descubrí que tu vida tampoco lo era.

En ese tiempo, aún en Chile sonaban fuertes los ecos del “No” y todavía creíamos que había cosas en que creer, acuérdate que veníamos saliendo de 17 años muy oscuros. Creíamos en los políticos de “la Concertación”, en la “política de los acuerdos”, en una verdad “en la medida de lo posible”. Creíamos que los futbolistas amaban la camiseta, en la iglesia y su defensa de los DDHH, en la Literatura como salvación del mundo absurdo. Nuestros hijos eran pequeños o aún no nacían, nos habíamos casado jóvenes y aún vivíamos con nuestra primera mujer. A ese mundo de pronto llegaste con tu voz, tu música y tu poesía.

Tu voz todavía sonaba metálica, no había hecho estragos en ella el alcohol, el tabaco, las drogas y la bohemia. Tu música iba del rock, al blues, pasando por el rap, tu estilo musical no tenía nombre, era una mezcla postmoderna (diría algún intelectual tratando de clasificarla). Tu poesía de eso me gustaría decirte algunas cosas que, en todo este tiempo, no te he dicho, no sé, tal vez porque no tuve la oportunidad antes. Pero dejémoslo para más adelante, cuando estemos un poco más borrachos.

En fin, después de esta presentación en una fría noche de invierno, nosotros aún jóvenes e indocumentados seguimos viviendo nuestra vida que, poco a poco, a medida que pasaba la década, se fue llenando de quebrantos y dichas, alguno que otro divorcio, algún nacimiento, otro matrimonio en “segundas nupcias”, terremotos de la vida y de la tierra. Mientras esto ocurría me fui enterando que tenías otros discos y fui mirando hacia atrás y me fuiste acompañando, contándome de tu vida, especialmente cuando escuché y descubrí El hombre del traje gris (1988) álbum que tenía dos o tres temas soberbios, entre ellos cuando preguntabas: “¿Quién me ha robado el mes de abril / cómo pudo sucederme a mí?”. Y sentíamos que a todos nos habían robado ese mes y, en algunos casos, en más de una oportunidad. Y también cuando confesabas que la única medalla que habías ganado en la vida “fue de hojalata y detención” y sentíamos contigo que éramos de “Los nacidos para perder”, compartiendo ese sentimiento barroco frente a la existencia.

Pero, como todas las amistades, esta también tuvo un momento peak, fue cuando llegaste bajo el brazo con Física y Química (1992) ahí de verdad nos conocimos. Siento que este, sin duda, es tu álbum más completo, donde creo, que la mayor parte de tus canciones, Joaquín, alcanzaron un nivel superlativo. Temas que escuché una y cientos y mil veces en un CD en la radio del auto, en la casa, donde fuera, cada uno me caló muy hondo. Y quizá con ellos me di cuenta que otra vida era posible. Que éramos aún jóvenes para soñar, para reírnos, para enamorarnos de nuevo, que teníamos muchas vidas que vivir, que disfrutar, que padecer: “Partiré de viaje enseguida / a vivir otras vidas, a probarme otros nombres”. 

En este álbum nos presentabas, entre otras, una visión del amor muy particular de esos amores fugaces de una noche, pero que se siguen recordando toda la vida: “En mi casa no hay nada prohibido / pero no vayas a enamorarte / con el alba tendrás que marcharte / para no volver / (…) hay caprichos de amor que una dama / no debe tener”. Hablabas también de esos amores que por rutina o por los años se acaban: “El agua apaga el fuego / y al ardor los años”, pasando por el ultra popular “Y nos dieron las diez” o por ese amante que puede asumir muchos roles: “puedo ponerme triste y decir / que me basta con ser tu enemigo, / tu todo, / tu esclavo, / tu fiebre, / tu dueño”. 

Todos estos temas, más allá de la forma, me hicieron pensar y quizá darme cuenta de que había cosas que no estaba viendo. Era la voz del amigo, del hermano mayor que venía de Europa y me hablaba de aquello que en mi ingenuidad o no veía o no sabía que vendría. Claro, era una época pre–internet, donde aún en la pega usábamos una máquina de escribir Olympia y vivíamos sin saber, aislados, en esta isla llamada Chile. Anegados por la desinformación, ignorantes todavía de que el capitalismo no se había ido con la dictadura, sino que en los años que venían se iba a afianzar más y más.

En esa época te defendía contra aquellos que no te conocían y te criticaban. Por algo éramos amigos. Es cierto, no tenías la profundidad de Serrat o la poesía de Silvio, a quienes también admiraba: tus letras eran más burdas, tu música era más básica, pero tu mensaje sucio y muchas veces pedestre seguía golpeándome, abriéndome los ojos, eras de otra vertiente más rústica, tal vez, pero eras el amigo que, sin rodeos, sin “lírica”, me contaba sus historias, mientras nos tomábamos una cerveza en el centro de la ciudad, entre humo, automóviles y edificios sucios. Historias que te ufanabas haber vivido, pero que ambos sabíamos que no todas te podían haber ocurrido a ti, pero daba lo mismo. Yo aportaba las mías, más corrientes, menos transgresoras. De alguna forma te envidiaba, vivías tanto mientras mi vida, al lado de la tuya, era todo lo rectilínea posible. 

Así pasó el tiempo, cada tanto recibía noticias tuyas, nuevos discos que, claro, no me encandilaron como los primeros que escuché. Hasta que un poco antes del fin del siglo apareció 19 días y 500 noches (1999) y Nos sobran los motivos (2000), un tremendo acierto en vivo, pero que te costó grandes problemas de salud debido a los excesos, pero ¿quién soy yo para juzgar tus excesos, Joaquín? Luego vino tu infarto cerebral, tu depresión, cuando no querías ver a nadie. Tus compañeros fueron el alcohol y otras yerbas y sustancias.

A tu regreso nos vimos varias veces más, cuando venías a Chile siempre buscaba la manera de que nos siguiéramos encontrando, no sé si te acuerdas. Pero cada vez que nos encontrábamos cantabas los mismos temas, claro que ahora acompañado de una segunda voz para ayudarte un poco. Te habías convertido en el amigo que, después de varias copas, me contaba las mismas historias. Te estabas repitiendo, Joaquín, incluso aceptaste venir al Festival de Viña del Mar, te vi por televisión, eras ahora una “estrella” de la farándula viñamarina que le cantaba a una masa, no el amigo con el que me tomaba una cerveza. No niego que me decepcionaste. Pero, en fin, de algo hay que vivir. Yo hacía clases en un colegio privado y, a mi modo, también me vendía. A pesar de todo, igual te fui a ver cuando viniste con Serrat y en varias otras ocasiones, aunque ya nada era lo mismo, no había experiencias nuevas, lo único nuevo era la parafernalia de tus shows, cada vez más producidos. Sin embargo, sentía que en lo que ahora me decías no había epifanía, tu imagen de “maldito” vestido de oscuro, con sombrero hongo y viviendo en el Nº7 de la calle Melancolía ya no iba contigo. Te habías cambiado de barrio.

Quizá después de casi 30 años sea el momento de hablar de tus versos. No me cuesta admitir que has escrito algunos válidos, incluso memorables, que varios de tus temas se hicieron muy populares, con una popularidad que rayó en el mal gusto. “Y nos dieron las diez” sonaba tanto que ya no quería escucharla más y, además, porque la gran masa pensaba, injustamente, que eras el autor de ese solo tema. Pero, tú y yo sabemos que eres mucho más que eso. Aunque también reconozcámoslo aquí, mientras hablamos sin testigos, pues a ninguno de los dos nos gustan “las mentiras piadosas”, no todos tus temas están al mismo nivel. Además, creo que algunos de ellos los has escrito para completar el álbum, de relleno, no eres siempre un genio, bueno quién lo es, en esta época de la instantaneidad, de lo fugaz, de las relaciones desechables.

Tal vez por eso me alejé, Joaquín, esto suele pasar con los amigos. “Muerta la amistad sabe igual que el fracaso / y a los dos nos gusta el verbo fracasar”. Nuestras vidas tomaron rumbos distintos, quisiste seguir exprimiendo un limón que hace rato ya no tenía jugo. Y a mí nunca me gustó ese tipo de decadencia. A veces me llega alguna noticia tuya, un nuevo disco, otra caída del escenario, otra internación en una clínica. O, últimamente, un video donde te ves demacrado y muy delgado refugiado del covid–19 hablando de los libros, recomendando leerlos en cuarentena. Pareces ya, a tus más de 70 años, la caricatura de ese hombre rebelde, cínico y deslenguado que conocí hace 30, es cierto estás todavía convaleciente de tu última caída, pero pareces un abuelo hablándole a sus nietos. Claro, me dirás todos hemos cambiado, tú tampoco eres el mismo, ¿dónde están tus sueños, la poesía que ibas a escribir? ¿en qué te has convertido tú también?

Por eso prefiero, a veces, cuando la nostalgia me vence, recordar cómo nos conocimos en esa comida, en ese invierno de hace tantos años o esas otras veces que compartimos la mesa de algún bar de “mala muerte”, para hablar de tantas cosas que nos importaban: el amor, la poesía y la música. En ese tiempo aún tu palabra me llegaba, porque había epifanía, hallazgo, milagro en ella y me daba cuenta. Lo que pasó después, ya lo sabemos, la vida nos pasó la factura. Por eso, Joaquín, hoy más que nunca y para recordar lo que fuimos podría decir contigo: “¿Quién me ha robado el mes de abril? / ¿Cómo pudo sucederme a mí?”.

 

 

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