Narrativa argentina actual | Carla sola, quieta y enorme

En 2020 Damián Godetti (Entre Ríos, Argentina, 1982) obtuvo Primera Mención de Honor en el certamen Casa de las Américas (Cuba) por “Mala Tierra”, su primer libro de relatos, obra que fue publicada luego por la editorial trasandina Nudista (Córdoba, 2023). Antes de eso, en 2021, El Mal Menor dio a conocer en exclusiva “Edelmiro Soto”, texto perteneciente a tal conjunto narrativo. En esta ocasión, y adelantándonos a la aparición de “Réplicas”, su segundo libro -que será publicado en Chile por Ediciones Esperpentia- presentamos “Carla sola, quieta y enorme”, uno de los relatos que componen esta obra donde Godetti, usando una mezcla de realismo crudo, humor, ironía y trazos poéticos, pone su foco en las relaciones de pareja y la idea de individualidad que se vive hoy en día, concentrándose en historias de jóvenes que en un ambiente de liberalidad (des)construyen lazos afectivos e intelectuales, apareciendo las mujeres como objeto central de estas narraciones que se pueden entender, también, como réplicas del gran sismo feminista que hemos experimentado durante los últimos tiempos. EMM

Carla es delgada y recta, recia en la leve curvatura de su cuerpo, económica en el movimiento (esto se debe sin lugar a dudas a su estatura) y potente en la voz; es imposible no quedar envuelto en esta potencia cada vez que habla y hace prevalecer su pensamiento, su pensamiento que casi nunca es errabundo o insustancial, nunca ridículo o candoroso, sino demoledor. Hay delicadeza en sus rasgos orientales y una torpeza redomada cuando se trata de derivar su cuerpo amplio por espacios reducidos, padece el mal de las personas que se expanden en todas las direcciones, y sin orden. Es fuerte, inflexible, categórica, y todo queda absolutamente supeditado al dominio de sus palabras y sus ideas, a la inmanencia de su cuerpo que parece no parar de cobrar volumen. En resumidas cuentas, es una mujer que se impone. De todas maneras, quiero explicarme: no es que se imponga de una forma erótica, sensual, desplegando artes de coquetería cursi, se impone por el espacio que ocupa y por la manera de encadenar su discurso, se impone porque en ella la singularidad es carne, se respira a su alrededor. Hay algo más que me veo obligado a decir antes de seguir adelante: Carla es extremada, pero extremadamente hermosa. Me incomoda decirlo. Ella odiaría escucharlo de mí. 

Por supuesto que la belleza no es un don, un amuleto en sí mismo, y la inteligencia es completamente un valor negativo en los tiempos que corren, incluso ridículo, así que hay que celebrar ambas cosas cuando aparecen y donde sea que aparezcan: 

–Los tiempos del mundo desértico del capitalismo tardío, Tomás.

Me parece estar escuchándola. Por otra parte, siguiendo el arrojo de sinceridad, no me duele reconocer que casi todo lo que digo últimamente son sus palabras, y menos aún, que el hecho de tratar de hilvanar su discurso me vuelve, al menos mínimamente, un poco más listo de lo que soy. 

–Vos sos el último bastión de la resistencia, querido.

–¿De la resistencia de qué, Carla?

–Viste que seguís resistiendo, incluso sin saberlo. 

Yo nunca entendía del todo bien si aquellas metáforas bélicas se referían a nosotros, solo a ella, solo a mí, o a una serie de personajes nefastos en la cultura que Carla odiaba con todas sus fuerzas. 

Cuando desarrollaba era categórica, aunque no sé si del todo efectiva ya que su argumentación no era lineal, coherente, sino más bien arborescente, interdisciplinaria. Recuerdo una de nuestras conversaciones: 

–Ni siquiera estoy hablando (acá tomaba coraje y aire para desarrollar, para aburrir más bien diría yo, con su pedagogía “de izquierdas”) de la inteligencia orgánica, integrada, de la erudición intransigente de cualquier intelectual presuntuoso (hablaba sin lugar a dudas de su formación); hablo, sencillamente, de permitirnos reflexionar sobre la experiencia, de exigirnos a nosotros mismos alumbrarla con otras luces, con unas luces que sobre todo y más que nada, nos permitan dudar. 

Yo intentaba seguirla, para retomar y transformar su metáfora, con mis “pocas luces”, pero también, y esto lo hacía con todas mis fuerzas, de encontrar una premisa, una interjección, un argumento cualquiera que pudiera contradecirla. Nunca lo logré. Me salían de la boca, más bien, unos estertores mongoloides que Carla recibía con simpatía, aunque a veces con un asomo de tristeza, y automáticamente usaba estas intermitencias para seguir desarrollando lo suyo que siempre era multitudinario, interconexiones hechas a una velocidad que no había visto nunca antes. Esto era muy atractivo y frustrante a la vez, aunque también debo admitir que, debido a mi falta de formación, casi siempre, muy aburrido. 

–Y al final de cuentas (seguía, cuando hablaba, le era imposible escuchar a los demás), si vos o cualquiera me insiste un poco, creo que todo se resume en esto último: dudar. Porque, ¿qué se puede hacer cuando la mentira capitalista gana el terreno de juego y es una injusticia que se narra con terror, y está en todas partes? 

Podría haberle dicho que exageraba, pero lo que me faltaba de inteligencia, por suerte, me sobraba de sensatez. Además, no compartía (ni dejaba de compartir, para ser sincero) que el capitalismo estuviera en todas partes. La comida, los libros, el dentífrico que usábamos (diría ella), el trabajo, y, sobre todo, las nuevas formas de comunicación. Para Carla vivíamos sumergidos en él. 

O sea que estábamos perdidos. 

Ella se ofuscaba de tal manera con estos temas, temas a los que les rehuía más que nada por el mal trago que le hacían pasar, pero también, contradictoriamente, se apasionaba con ellos. Como si fueran un mal necesario. Podía verse en sus facciones la rigidez de la preocupación, la aflicción e incluso el asco cuando pronunciaba ciertas palabras que extrañamente repetía mucho (entiendo que para que se me grabaran), como consignas que yo debía llevar a todas partes, para lucir como piedras preciosas que de todas maneras se opacaban, cuando yo las aprendía.

–Atrincherarse detrás de la duda (otra metáfora incomprensible), y hacer el esfuerzo colosal de acercarse a las cosas, muy cerca, pero muy lento; a posar allí nuestros ojitos miopes para ver con fijeza los hilos, el entramado, la esencia gorda y aceitosa de la Gran Mentira de este mundo, que perdió gracias a ella, la única potencia que lo hacía habitable para mí: su potencia vital. 

Lo de “potencia vital” sonaba hermoso, no entendía en toda su complejidad que quería decir, pero aquellas palabras en su boca me hacían estremecer; aunque por supuesto, fiel a mi estilo y a la relación que tenía con Carla, disimulaba (yo entendía que completamente, nunca se sabe), aquellos estremecimientos. Y después le decía lo primero que encontraba para defraudarla: 

–Para mí te complicás al pedo. 

Y Carla no solamente se indignaba conmigo, sino que una sombra de decepción se posaba sobre su frente y lanzaba aquella frase tan característica: “¡Típico del mono con alpargatas!”. La frase, aunque parezca un insulto, es una manera tierna de describirme. Tierna con la ternura de Carla, que es lo mismo que decir incisiva, acertada, incuestionablemente cruel. 

Creo que conocerla fue una forma de intrepidez intelectual que nunca antes me había permitido, sencillamente porque siempre había vivido orondo en la conveniencia. Oh, Carla, me parece estar viéndola; sonrosada y vacilante cada vez que yo sacaba a relucir mi provincianismo patriarcal de porquería, moviendo como posesa las manos sobre mi cabeza tratando de adoctrinarme y reconcentrando la voz grave hacia los espacios ahuecados de la casa, no violenta pero sí severa; convencida tanto como lo estuve yo mucho después en el tiempo y el espacio, de que la modernidad que nos habían impuesto no solo era cósmica, estéril, caótica, y sobre todo impersonal, sino que se sostenía en pie porque desde sus nutrientes seguía germinando el patriarcado, del cual decía Carla, debíamos escapar como de la peste. 

Ella, por supuesto, lo conseguía el cien por ciento de las veces y no dudaba, pero yo, no solo por una limitación propia del género, sino por falta de convicción, no corría la misma suerte. 

–¡Es que a vos te educaron esos pescadores pobres, esos inventores de a caballo, no tenés la culpa Tomás!

–¿Todos machistas?

–Acá no hay excepción que valga. 

De todas maneras, me regañaba por estos impulsos primarios y no daba tregua, ni siquiera discursivamente: “Vigilancia epistemológica”, decía desde las altas esferas de su inteligencia, desde los azahares de su belleza, “constante vigilancia mi pequeño mono”. A mí estas sentencias me hacían doler más que nada el amor propio, el propio amor viril que se sentía tocado, pero se resistía a modificarse; además, me frustraba por partida doble imaginar que existiera en algún lugar de este planeta (o de alguna otra galaxia vecina, lo cual sería más probable) un hombre hipotético capaz de colmar las expectativas de Carla, y lo que es peor aún, saber que por más esfuerzos que hiciera al respecto, yo nunca sería ese hombre. 

Así que por esta y muchas otras razones, íntimas, pero también socializadas, hice lo que cualquiera haría en mi lugar; acumular una pereza triple: mental, física y espiritual. Zombificado como todos los demás mortales, agradeciendo todos los días de manera religiosa el tecnocapitalismo imperante (la frase es de Carla, por supuesto), calmaba mi ansiedad beduina en la jubilosa inmaterialidad de las redes sociales. Tipeaba como un demente hasta llegar a esa hora interminable, elástica, en que la noche parece no tener retorno, y la pantalla de mi celular chisporroteaba hacia mis ojos secos y mi nueva espiritualidad virtual, la novedad del fuego prometeico. Era sencillo aquel universo extracorpóreo y débil, aquella imbecilidad profunda donde la vitalidad (esto era a la vez lo atractivo y lo perturbador), como bien decía Carla, estaba completamente ausente. Excitado de excitación lánguida creía con todo fervor que al final había entendido mi época, o mi cuerpo la había entendido, ahora solo, faltaba encontrar la manera de captarla en su totalidad. 

¡Cuánta belleza al sentirme alienado junto con otros cientos de miles de personas anónimas! Me las imaginaba, imaginaba a mis congéneres, a mis camaradas cibernautas: nuestras pantallas interconectadas nos hacían sentir la infinitud de los mundos posibles, solo debíamos recostarnos en nuestros sillones, en nuestras camas, y deslizar nuestros dedos convulsivos (todos dibujando en el aire más o menos los mismos gestos robotizados) y dejar que nuestros artefactos brillaran sin mácula en su misterio; y agradecer. Agradecer que misteriosamente hayan aparecido en nuestros hogares. 

Y justo cuando estoy a punto de entregarme a esta dicha, después de comprobar que mi conexión a internet es estable y el nivel de batería me proporcionará al menos tres horas ininterrumpidas de eternidad, escucho a una Carla imaginaria que como siempre lanza interrogantes, lanza dardos: 

–¿No encarnarán estos aparatos misteriosos que misteriosamente aparecieron en nuestros hogares, la eterna juventud del liberalismo?

Por supuesto que ella no entiende. No entiende el entretenimiento. Jamás entenderá el mesianismo portátil que representan cada uno de estos dispositivos, Carla dirá algo jactancioso y tremebundo para tratar de convencerme, algo fiel a su estilo: 

–¿No entendés Tomás que se han lanzado a conquistar nuestra inclinación a la pereza? Esto representa un control absoluto de las formas de vida, un control más pregnante que cualquier otro que se haya intentado en la historia de la humanidad.

Y comentará hasta hartarse sus muchas voluntades homicidas hacia la postmodernidad, la incomprensión de este simulacro (estoy seguro de que utilizará esta palabra), el simulacro que pone en evidencia que, tanto en las relaciones sociales como en la vida interior que han invadido estas tecnologías, solo se quiere remarcar lo imperfectible del ser humano, y lo infalible de la máquina. Me preguntará para concluir:

–¿No te asusta?

Yo, en vez de asustarme, vagaba satisfecho alternando el celular entre mis manos. Sonreía, me regodeaba en la felicidad que producía la vibración cerca de mi muslo, era casi un milagro sentir mi cuerpo completo corresponder a ese temblor. Carla, su corporeidad y su expansión torpe, empezaron poco a poco a serme cosas indiferentes, anodinas, como cualquier forma concreta que se pudiera tocar, ¿hacía falta realmente tocar los objetos? 

Desde sus redes sociales (porque una cosa es detestar la modernidad, y otra muy pero muy diferente es mantenerse al margen de ella) descargué un par de fotografías de una Carla más bien desangelada, sin ese halo de imperiosidad que siempre la caracterizó; pero bien ella al final de cuentas. Las piernas largas y el estómago firme, opaca bajo el sol de enero y deslumbrante sobre la arena, distendida en las vacaciones familiares, con gesto conciliador, incluso tonto, de niña bien, pero con esos ojos lúcidos y penetrantes que, sin lugar a dudas, eran ella. Las otras fotos comprendían situaciones cotidianas que, por lo general, no la incluían en el plano principal, pero que siempre tenían que ver con ella; libros preferidos, reuniones a las que asistía, artistas que admiraba con pasión. Todas estas piedras preciosas estaban en mi bolsillo. No tenía más que tomar el teléfono, desbloquearlo con ese movimiento automatizado, y aquellas gemas en estado puro aparecerían ante mis ojos. No había nada más tranquilizador y placentero. Tener a Carla sin ella, sin la tensión física y la exigencia intelectual de su presencia. Esto suscitaba dos cosas a la vez: por un lado, un acto de redomada cobardía de mi parte donde podía ampliar su imagen, moverla, cortarla, dominar completamente aquella forma de la ausencia de Carla; y por otro, un gesto de heroísmo incuestionable donde el papel del dominante-dominado cambiaba por completo, se trastocaba para dar lugar al poder de la épica que nunca pude desarrollar en su presencia: ¡La épica del ambiente mesiánico que nos seguía prometiendo la modernidad! (para hablar más o menos con sus palabras). 

En vez de asustarme me deslumbraba. Sentía una pasión más bien triste, o una ansiedad que iba creciendo a pasos agigantados y que trataba de ignorar con más horas de pantalla, pero también sentía un placer que no había sentido nunca antes; a pocos centímetros de mis narices estaban mi deseo, mi insuficiencia, y en muchas noches de soledad ininterrumpida, mi consuelo. Una parte de mí estaba encantada, y la otra, o más bien la parte que Carla cultivó en mí a pesar de que a veces no estaba de acuerdo, sospechaba de la habilidad de estos aparatos para dar un diagnóstico tan afilado, una interpretación emocional tan certera de nuestras necesidades. Automáticamente, producto de esta desconfianza, escuchaba en mi cabeza: 

–¡Vigilancia epistemológica! Vas entendiendo, mi querido mono. 

 

 

***

 

Llegó el momento en que podría decirse tuve la oportunidad de verla actuar en su máximo esplendor, en su horizonte de posibilidades. Por circunstancias que no vienen al caso, pero que tienen que ver con seguirle el rastro a mi giganta, por tratar de encontrarla en otro lugar, en su “habitat”, donde según mi imaginación Carla sería (pobre mi ingenua imaginación) más dócil, menos inclemente; terminé en una de esas reuniones de las que tanto me había hablado. 

Retirada, en una parte indefinible del suburbio, había una casona antigua y más bien triste (aunque también podría decir, tétrica) que podía verse a simple vista había sido pintada en algún momento del pasado de un color que ahora era indefinible, entre el rosa y el gris, pero sobre todo enmohecida y húmeda en sus paredes, descascarándose en tiempo real, a punto de desmoronarse ante nuestros pies, salvándose de esta decrepitud, extrañamente, solo la puerta. Monumental, arcaica, y por unos segundos, por qué no, temible como casi toda la fachada. Podía escucharse desde afuera y sin esfuerzo, la estridencia y también los graves acompasados de los altoparlantes, que la hacían vibrar. Alguien dentro del grupo dijo:

–La decrepitud fulgurante del gótico.

Con una elocuencia que a todos nos pareció desmedida y por supuesto festejamos. 

Encima de la aldaba que debíamos franquear, había un cartel con letras gordas y prolijamente dibujadas. El cartel tenía una pregunta que según mi interpretación (miradas reprobatorias, negaciones guturales) había desconcertado a todos por igual. Vallejo, la persona por la cual la mayoría de nosotros había sido invitado, lejos de impacientarse ante el enigma, parecía dichoso y reía con una risa apagada y llena de malicia, y no dejaba de contar, de insistir con las supuestas noches de lujuria e inteligencia (esas fueron las palabras que usó), que se llevaban a cabo puertas adentro de este vejestorio de casa, donde solo concurrían la crema y nata del mundillo del arte moderno (poetisas con delirios místicos, diría Vallejo, poetas hoscos sin corazón, melómanos desalmados, dramaturgos inmaduros, narradoras serias, pero tan serias que parecían graciosas, eruditos, jipis amantes de la cultura circense y también por supuesto simples borrachos, drogones, casanovas, mequetrefes sin talento a los que todos identificaban de buenas a primeras, pero que por una extraña cuestión de camaradería, nadie se atrevía a echar). No me llevaría mucho tiempo averiguar que Vallejo estaba por encima de cualquiera de estas categorías; un par de tragos, un par de frases intercambiadas en la intimidad, un par de pitadas de un porro. Pero estábamos en la puerta: Vallejo golpea con la palma de la mano, y el chicotazo violento cimbra la estructura de tal manera, que su derrumbe se hace inminente. Un adolescente delgado y serio (que parece, su rostro lo demuestra, no haber escuchado el golpe, sino más bien haber salido por casualidad) entreabre la puerta y nos mira como si mirase a seis espectros. Duda. De repente, parece reconocer a alguien entre las cabezas apiñada en su dirección. Observa a Vallejo, mira el cartel en la puerta y lee la pregunta siguiéndola con su dedo índice acercándose demasiado a las letras, con tanta dificultad para entrelazarlas, que nos apena:         

–¿Qué, qué es… qué es lo que admiró él… amante del agua, chup-ador de agua…, agua-tero, volvien-do, volviendo al fogón?

Las miradas incrédulas volaron fugaces en círculo, hasta dar con la mirada resuelta y más bien superlativa de Vallejo. Él, desliza ambas manos sobre su largo cabello y saca una bandita elástica que los recoge. Juega con ella como si pensara (nunca deja de sonreír), cierra los ojos, busca en un lugar recóndito de su cabeza, y le grita al adolescente como si aparte de tener un problema de dislexia (o de miopía), fuese sordo: 

–¡Su universalidad!

El adolescente inmediatamente abraza a Vallejo como si se hubiera ganado un premio, luego nos abraza y nos besa a cada uno de nosotros y nos franquea la puerta, dándonos la sensación de que adentro todos nos están esperando. Vallejo flota en su osadía, en su heroísmo, en su gloria, “¡Parece un Marco Aurelio!” dirán algunos, “¡Parece un Julio César!”, dirán otros, “¡No!, Parece un Diógenes” y volveremos a reír juntos, sabiendo que esta última descripción (luego de que me explicaran quién fue Diógenes, y luego con mayor franqueza su menosprecio por la gloria y la aprobación ajena) era la que más se acercaba a su temperamento, y a su espíritu. 

Atravesamos un pasillo estrecho y oscuro, una especie de túnel macabro, donde se sucedían macetas gigantescas y todo tipo de plantas, que prácticamente hacían imposible el avanzar sin enredarse. Nuestro único punto de referencia en el espacio (y por qué no en el tiempo) era la luz del celular del joven al frente de la caravana. Yo, aunque vibrante y volátil como un arma en el bolsillo, no saqué el mío en ningún momento. Había algo, algo que avanzó a lo largo de la noche hasta convertirse en una verdad absoluta, algo que creí los demás identificarían en la zoncera misma de tener el aparato frente a mis ojos, que iban a sentenciar de seguro como flojera intelectual, o mi cautivante falta de complejidad. Y esto, tristemente, ya me avergonzaba de antemano. En resumen, era prejuicioso por partida doble. Me contuve y me contuve, mi celular vibró y vibró y levanté la cabeza a la fila india que formábamos, y para salirme de la ansiedad y pensar en otra cosa cualquiera; volví a pensar en Carla. 

Cuando salimos del pasillo, y aquella opresión de enredaderas y madreselvas dejó de reinar sobre nuestras cabezas, vimos la enormidad y la belleza del patio, que parecía convertirse en la primera maravilla que veíamos, después de la oscuridad intensa de las plantas. Un puñado de personas conversaban en grupos reducidos de tres o cuatro (nadie volteó a vernos), mientras que, en el fondo, cerca de un hermoso álamo (morado y fulgente entre las pocas luces y el viento, diría Carla después) había un escenario más bien pequeño, como si fuera una construcción estable más que una estructura improvisada para la reunión, donde otro adolescente (¡aún más jovencísimo que el anterior!), tocaba bossa nova. Ni rastros de Carla. Busqué decepcionado y no me detuve en ningún rostro, pasaba de una persona a otra y me moría de ganas de deslizar mi dedo por la realidad para desechar esas imágenes una por una; los condenados hologramas que no eran Carla, pero había una rigidez, una imposibilidad en la realidad o en las leyes de la física, que no me lo permitieron. 

Vallejo vino en mi rescate (no iba a ser la primera vez en la noche) y armó un alboroto que hizo que todos mirásemos en aquella dirección. Fue contra un muchacho regordete que parecía no poder moverse de su lugar (una figura encantada), y que, además, no pretendía alterarse por nada del mundo. Vallejo gesticula y habla apasionadamente, con esa pasión desordenada con que hablan los borrachos, moviendo las manos como si lo que le estuviera pidiendo (porque se notaba que le pedía, le exigía algo que el gordito negaba), fuera una cuestión de vida o muerte. De repente queda completamente serio, ofuscado, sus facciones se vuelven severas mientras vuelve a sacar su bandita elástica para peinarse, y oscila con levedad. El muchacho, con remarcado mal humor, accede a su pedido arrojando una señal específica hacia el escenario, y el adolescente (jovencísimo) deja de pulsar su guitarra y baja evidentemente molesto, respondiendo al saludo de Vallejo con un sincero y bien mentado desprecio. Vallejo sube al escenario con dramatismo, como si fuera un poeta isabelino. Trastabilla (el drama se vuelve comedia por un instante) y se agarra del morral (así llama Vallejo a una especie de cartera que lleva siempre cruzada al pecho, y que hace mucho que está pidiendo cambio). Toma su morral y extrae de él un cuaderno (para imaginar las condiciones del cuaderno solo hay que volver a imaginar las del morral); toma el pie del micrófono que tiene más a mano y practica un: “buenas noches” pastoso, interior, como si hablara por primera vez después de haber estado dormido por siglos. 

Nadie responde a su saludo. Hay cierta incomodidad que se percibe en el aire, como si los fantasmas de la casa estuvieran molestos, desconcertados ante la aparición de Vallejo. A él, sinceramente, todo le importa una puta mierda (eso lo ve cualquiera, incluso a la distancia: las ropas anchas y el pelo increíblemente voluminoso, la bandita elástica en su muñeca izquierda, la cara descarnada y reconcentrada hacia el cuaderno que se abre entre sus manos, la actitud hosca hacia todo lo que tiene que ver con no ser Vallejo arriba de un escenario a punto de recitar uno de sus poemas más cerebralmente emotivos). 

Aprovecho la distracción de la gente para meter las manos en los bolsillos, y rozar, lento, mi equipo celular; con disimulo y pericia, con aplomo, lo extraigo y lo cubro con ambas manos. Vallejo empieza diciendo (palabras más palabras menos) que su poema es un homenaje al más grande de los poetas universales, al genio de Ezra Pound. Automáticamente, impelido por una determinación que no tuve antes, desbloqueo mi celular y escribo en el buscador de Wikipedia ese nombre. La foto no lo favorece. Es más bien la de un anciano. Puede que en el brillo de aquellos ojos que todavía conservan su impertinencia, haya una pizca de sabiduría más que de genio (aunque no podría delimitar a ciencia cierta una cosa de la otra), ya que se parece a cualquiera de los abuelos que descansan en las plazas públicas con aquella obsesión diaria, de darle de comer a las palomas. “¡Allá él!”, me digo a mí mismo, Vallejo debe saber muy bien de qué está hablando. Esta búsqueda, como era de esperarse, solo sería el principio de un sinfín de búsquedas incómodas o cuando no ocultas a lo largo de la noche, cada vez que alguno de los intelectuales a mi alrededor dijese un nombre inmaculado. Sin ir más lejos, solo Vallejo nombraría a T. S. Eliot, James Joyce, William Blake, Shakespeare, Paul Eluard, Confucio, San Agustín, Descartes y Diderot antes de empezar a leer el primer verso. Busqué como un poseso, y me tranquilicé.

Todos (las personas cercanas al escenario, el gordo que discutió con Vallejo), incluso el adolescente malhumorado (jovencísimo) que hace minutos bajaba del escenario con su instrumento, hicieron silencio. Pero no un silencio respetuoso o atento, sino un silencio de ultratumba. Habrá desde aquí y en adelante, una liturgia a la cual no fui invitado, un éxodo a tierras ya prometidas y alejadas en el imaginario de los artistas, a las cuales las personas terrenales como yo, no tenemos ni un asomo de acercamiento; por falta de interés poético e intelectual, que es lo mismo que decir, por exceso de mediocridad. 

Vallejo parece haber tomado la forma alargada y desprolija del álamo a su espalda, incluso cierta inclinación ante el viento que lo nimba de carisma, de punto neurálgico hacia donde van a confluir las miradas de las mentes más prestigiosas de nuestra modernidad; y a medida que avanza en su lectura y el público sucumbe en su dirección, yo me hago una sola pregunta, o algo empieza a preguntarme, algo que quizás entiendo ahora y está en aquel poema que Vallejo exagera con el cuerpo y con la impostación de su voz, y dice sencillamente: “¿dónde estará mi giganta oriental?” 

Es el teléfono (como siempre) quien me saca de aquel estado mágico supersticioso en que me había dejado la poesía. Consulto la hora y las condiciones meteorológicas; y ya que la luz de la pantalla ilumina mi cara con plenitud, mis redes sociales y notificaciones. Lo hago lento, con calma, por supuesto lo disimulo primero; como si algo se me hubiera caído al piso, algo minúsculo, algo casi invisible, y necesitara la luz de la linterna, pero luego me relajo y lo observo descaradamente. Cuando me reincorporo y lo bloqueo, Vallejo ha terminado. Los intelectuales, los artistas del nuevo milenio y del futuro de este país se abalanzan como hordas celestes y van en caravana a felicitar al profanador (otra vez parece que se hubiera ganado algo). El entusiasmo por la palabra que todos comparten e incluso Vallejo celebra (aún está en su gloria nuestro Marco Aurelio-Julio César-Diógenes) para mí es un episodio más, que por suerte da lugar a la música y a que las charlas se reanuden, y mi cuerpo despierte a la noche y se incline por las cosas que realmente lo tenían en vilo, aunque por unos momentos las haya olvidado: debía encontrar a Carla.

Lo de mi cuerpo fue lo más importante y lo fui percibiendo con lentitud. Algo así como una potencia que se me hacía cada vez más incuestionable. Entro a la casa (la cual no era menos tenebrosa por dentro), pregunto al compañero rollizo-zen que había discutido con Vallejo dónde está el baño, y él hace casi el mismo gesto que había hecho anteriormente, pero en dirección contraria. La gente se amontona para buscar bebidas o un lugar más reservado donde poder hablar, restos de comida o hielo, así que generan un flujo y reflujo que, si uno se quedaba quieto, casi era llevado en vilo por el movimiento de los demás. Carla por ningún lado. De todas maneras, es tanta la emoción cuando encuentro el baño (tanta la ansiedad por consultar mi teléfono y descargar mi estómago), que la otra, la ansiedad por la ausencia de Carla, se debilita casi por completo. Mi panza ruge, mis tripas se estremecen, y aquello de la preponderancia del cuerpo no se hace esperar. Me bajo los pantalones y me siento. Puedo percibir los humores, los hedores de mi sexo, pero aquello no me reconforta ni me hace dudar, solo me habla de lo mismo. Me desentiendo (dificultosamente) del cuerpo por unos segundos y pienso en Vallejo, en la excitación que ronda los espacios afuera y parece crepitar (esto lo imagino) en las cabezas de todos los que pudimos escuchar su poema. Pienso en el éxito, pero sobre todo en el valor, sí, en ese VALOR inalcanzable del ARTE, que es intraducible para algunas inteligencias, y que me tiene absolutamente (aunque parezca contradictorio) sin cuidado. Afuera, aunque en una especie de sordina acuosa, ahora suena (y más allá en el tiempo sonará, indefectiblemente en cada una de estas reuniones a las cuales volveré a asistir) Thelonious Monk, Dizzy Gillespie, Luis Alberto Spinetta, Caetano Veloso, y según avance la noche y el alcohol, una especie de electro-cumbia, o cumbia-pop, o cumbia-jazz, con la cual nadie se sentirá superficial.

Ahora suena Spinetta pero yo (una vez más) soy un niño concentrado en sus rumores internos, así que suena apagado y para los demás, aunque claramente identificable por los agudos y la cadencia de su voz. Es como si me esforzara por refundar mi alerta zoológica y rechazara la música o cualquier cosa que venga del exterior. Miro mi cuerpo encorvado y excesivo para el inodoro pequeño, la forma de mi barriga, la blandura muscular y la postura propia de la generación que ha gozado del sedentarismo cibernético; creo entender al menos de una manera leve, casi rescindida, a qué se refiere Carla cuando habla del mundo desvitalizado del capitalismo. Fofo, fláccido, pleno, visto desde esta perspectiva incluso con el sexo perdido debajo de la tapa del inodoro, con los pulgares incrustados en la pantalla diminuta e incandescente de mi celular, soy la viva imagen de un Dios. 

–¿A qué Dios están adorando, Tomás?

Su voz, de repente, vuelve a repetirse en mi cabeza. Bloqueo el celular, lo guardo, me entrego al aburrimiento por primera vez en mucho tiempo y trato de escuchar, de escucharme, de no interpretar bajo ningún punto de vista las urgencias sonoras de mi cuerpo. No vigilar constantemente como me exigía ella, lo que es igual a decir: no poner nada en palabras. Ser todo oídos. De todas maneras, recuerdo algo que me había dicho con respecto al escuchar:

–El que quiere imponerse sobre los demás no puede escuchar, el que quiere ganarse el amor de los demás no puede escuchar, quien quiere sobresalir por cualquier motivo, es sordo; próceres sordos, ídolos sordos de sordera absoluta, guías, gurúes, mesías, padres y madres sordos hasta la imbecilidad.

Vuelvo deliberadamente a mi teléfono, al templo, a la nave, al seno, temo a una rigurosidad de pensamiento que no puedo controlar. No sin ella. 

El patetismo aumenta el trance, así que aquella zona rectangular llamada baño donde mi cuerpo “es” y “está” entre humores y hedores agrios, pero quieto y revitalizado por primera vez en mucho tiempo, es una caja que se mueve apenas en alguna dirección que no alcanzo a entender. Solo el rumor en mi cuerpo y la resistencia (porque ahora sé que resisto) a moverme y dejarme ir, al afuera, que como siempre va a tragarse el estado más íntimo de un solo bocado. Pero el enemigo también es interno: mi teléfono vuelve a vibrar y me saca por completo de aquel marasmo, oigo, o al menos creo oír, el timbre de voz de Carla justo afuera, en la sala de estar, probablemente conversando con otro artista imberbe, ya que el sonido de la voz de su interlocutor me llaga más como un graznido, más como una desarticulación aguda que como una voz. 

Me limpio, subo mis pantalones y consulto el teléfono (todo al mismo tiempo), lo cual vuelve a traer a mi cabeza una imagen patética. No desesperado, pero sí ansioso, maldigo la ausencia de bidet y de jabón tocador, convencido ahora sí (dejé de resistir), de que mi cuerpo debería de estar tan límpido, brillante y pulcro como todo lo que me devuelve la pantalla de mi teléfono. 

Cerca de la puerta y del espacio exterior, justo en el umbral, estoy absolutamente convencido de que la voz que escuché es Carla. Como era de esperarse, la primera excitación es absolutamente mental. Camino lento como un condenado hacia su verdugo, no para retrasar la muerte (la horca, el hacha sacrificial), sino para vivir con la mayor de las intensidades esta distancia que me sujeta, me convierte, me enajena, me satisface, me encadena, me somete al predador que temo, y amo con el mismo rigor, esta distancia que los dos acortamos en silencio, inmutables, mirándonos con fijeza, como si afuera no pasara nada hasta el momento justo de empezar a hablar:     

–¡Mono con alpargatas!, hola, estás diferente, ¿te drogaste?

–No más diferente que un cuerpo mudo, que resiste.

–Tenés algo en los ojos…

–Tengo los ojos abiertos, como tímpanos.

–¡Como branquias!

–De peces que boquean fuera del agua. 

El artista imberbe (otro, y como bien había imaginado, muchísimo más joven que el más joven), al ser testigo de esta conversación entre lunáticos, se desparrama en el mismo graznido que escuché desde el baño y es un intento de risa más bien macabra, Carla, divertida, me guiña un ojo en un acto de bondad materna, o de superioridad intelectual. Dice algo parecido a por fin te encontramos en nuestras filas, soldado; y la sola alusión a mi rango de cabo peón no me causa ninguna gracia, aunque le sonrío. Creo escucharla preguntar dónde iremos a parar esta noche, o algo muy parecido a algo que tiene que ver con el destino, y la oscuridad, pero la frase en vez de resultar enigmática o más divertida que el diálogo anterior, nos hace callar a los tres. 

La casa (me doy cuenta tarde), en consonancia, se vació por completo. En ese instante de silencio escuchamos que afuera se encienden en risas y palmas, entendemos que hay un espectáculo invisible a nuestros ojos, inmaterial y a la vez lleno de sustancia que nos obligará a salir para no perdernos la novedad. Carla abraza al jovencito por el cuello, prácticamente se cuelga de él, y el acto mismo me da una mezcla de celos y desconcierto que no sé cómo expresar y me abandonan, cuando salgo al aire libre. 

A lo lejos, sobre el escenario, veo a dos de los tres malabaristas que habían venido conmigo: ¡Viva (digo para mí, entusiasmado hasta la hilaridad), viva la gallardía de estos infantes fumadores de porro y bebedores de cerveza que después de horas y horas en sustancias varias pueden mantenerse en pie, y lanzar una clava de fuego al aire, para volver a tomarla en sus manos con la destreza y tranquilidad de un experto! 

Pensar en mis amigos me saca una sonrisa irónica, opaca, mientras veo que Carla se aleja lentamente con el artista joven de la mano. Pese a una desilusión más bien tenue, no me cuesta trabajo posar el índice imaginariamente sobre ellos, pulsar, y arrastrarlos también imaginariamente hacia una papelera de reciclaje que está en algún lugar en el aire. 

La noche, de aquí en adelante, suelta amarras sobre todo lo que pueda beber, hablar, o buscar en mi teléfono celular por primera vez y sin vergüenza. Mi cuerpo es un Dios lapidario, irascible como solo pueden ser los dioses verdaderos, que se inunda de sabiduría, o deja que reluzca al fin la sabiduría que siempre tuvo. No tengo que ser pedante o suspicaz, ni siquiera me esforzaré por googlear nada de lo que los cerebritos digan de aquí en adelante, solo relajaré mis hombros, mi vientre, y dejaré de pensar, o dejaré que mi cuerpo piense con esa otra inteligencia vívida que ahora es su singularidad. Estaré atento sí, a sus urgencias. Hambre, sed, sueño, muerte, ganas de ir al baño; y mi cuerpo va a pedir a cada momento lo uno y lo otro, como si en estas elementales cosas se jugara la razón última y definitiva, de su existencia.

 

***

 

En un momento de la noche, tendría que decir vergonzoso momento de la noche, al menos para mí, cuando se declaró prácticamente una batalla campal entre dos grupos pequeños, que se fueron formando primero tímidos defendiendo posturas teóricas que parecían ser muy importantes (y por supuesto no entendí), y luego conforme el alcohol escaseaba y los ánimos se alteraban por esta misma razón, estos grupos fueron consolidándose al extremo justo de la ferocidad, y la conversación se acaloró y terminó en una gritería intraducible donde se hicieron presentes nombres rusos, alemanes, incluso franceses, que suscitaron un par de empujones y bullas en las que tuvieron que intervenir los más moderados (o sobrios, que eran los mismos); no pude contener la risa. Reí como un animal. Primero tratando de dominarme (por los demás, ya que detrás de la cortina de lágrimas podía ver sus caras cada vez más molestas) pero luego de una manera tan atolondrada y brutal que hasta yo mismo me sorprendí; nunca había reído con todo el cuerpo, con aquella animalidad y desparpajo, y tampoco había aguantado tantas miradas reprobatorias. 

Pero el incidente no terminó allí. Seguido de esta carcajada que ya ni siquiera me esforzaba por dominar, se me escapó un pedo. Sí. Así como se oye. Pero ojo (¡ojo!), no un pedo de principiante, no uno silencioso o retraído que pudiera ocultarse en la multitud como un animal pequeño, como un insignificante animalito oloroso; no, fue un pedo categórico. Algo que saltó por sobre mi hilaridad y que, sin dudas, se escuchó a metros de distancia, algo indisimulable, por lo que todos a mi alrededor se habían sentido interpelados, sorprendidos; fue como si mi risa y mi pedorrada les dijera: “¡Ey, tú, ponte tu máscara!” 

Contuve un momento la respiración para ver sus rostros. El patio entero y el proscenio (en el escenario no había nadie) parecían haberse girado por completo hacia el centro justo donde me encontraba. De los más cercanos, el amigo de Carla (el artista jovencísimo) fue el que más me impresionó. Su máscara representaba, sencillamente, el horror. Aquel pobre niño burgués estaba aterrado ante la situación y la persona que la generaba (ese hombre grueso y desaliñado que lo doblaba en edad y que no le había caído para nada en gracia, y que aparte era un asqueroso) le causó tal rechazo que el gesto todo se concentró en su cara, su cuerpo parecía distendido, como si el impacto hubiera sido principalmente en la zona encima de sus hombros; Carla, por su parte (y aquí fue donde solté la carcajada nuevamente), tenía una sonrisa plena, que brillaba, y un rostro alelado a punto de desencajarse. Pero antes del desparpajo final dijo una frase con cierta solemnidad circense que no era necesaria:

–¡Pasen, pasen y vean señoras y señores las expectaciones–del ano–Tomás, el único y verdadero arte!

Y acto seguido ella también se pedorrea. Firme, largo y ruidoso, moviendo la cadera hacia su costado izquierdo muy levemente, hedionda (el grupo a su alrededor se dispersó como quien dice en menos que canta un gallo, ¡y vaya gallo particular aquél!). El coro no se hizo esperar, y alrededor, intelectuales, pintores, poetisas, artistas de calibre internacional y advenedizos lanzaron sus pedos y sus carcajadas, compungidos y despreocupados, libres todos ellos de representar la sinfonía de nuestras vidas, nuestra 9a beethoveniana; y hubo reacciones de júbilo, pero también de pesar, de furia, de indignación, de las cuales reímos hasta desfallecer.

 

 

***

 

Llegó el momento de la retirada. La gallardía de mis compañeros, aquellos jóvenes bebedores de cerveza y fumadores de porro con los que había venido, me llegó en sus voces, a la distancia, empeñados en corear mi nombre como si se tratase del de algún glorioso gladiador romano (un Marcus Atilius, un Espartaco). Incluso vi el rostro afirmativo y el gesto orgulloso de Vallejo, nuestro máximo exponente del heroísmo. Todos estábamos borrachos. El solo mirarnos y compartir un saludo de camaradería nos hizo pensar (a cada uno en su sitio) que estábamos haciendo algo importante, que habíamos transformado este espacio con una idea diferente, espectacular, y que el mito crecería como reguero de pólvora (la metáfora no es mía). Esto sin hablarlo, sin proponérnoslo en aquel momento, entendiéndolo perfectamente como se entiende todo, mal y mucho después. 

Mi cuerpo seguía reverberando sus urgencias y me excitó por completo, de pies a cabeza, saber que la mayoría de los aquí reunidos comulgó conmigo; no con la mente, no con el espíritu, sino con la porción más mundana y gloriosa que tenía. Saqué el teléfono de mi bolsillo para consultar la hora, y luego, impelido por una fuerza de voluntad y un ansia de transformación nunca antes vista; consulté todo lo que pude, y a la vez. 

No sé si Carla tenía razón al decir que había algo diferente en mí, pero sí algo se había intensificado; vi el álamo inclinarse a ambos lados como negando de manera divertida y acompasada cada uno de mis actos de aquella noche, vi a mi alrededor y la gente que antes demandaba mis bufonerías ya estaba cada cual desarrollando teóricamente todo lo que podían desarrollar, en sus mentes, sus cuadernos, en sus tesis doctorales, sus informes, sus ensayos, sus novelas, sus antologías poéticas, sus críticas (o al menos eso imaginé, ya que volvían a ser serios). Busqué a Carla para despedirme. Recorrí el patio, hurgué dentro de la casa, hice el recorrido inverso y me di por vencido. Despedí a mis camaradas de grupo, los fumadores y bebedores uno por uno, quienes devolvieron mi saludo con tanto entusiasmo que me revitalizaron casi por completo. 

Antes de tomar el pasillo estrecho y oscuro hacia la salida y las madreselvas, aquella especie de útero del horror que nos devolvería a todos a la realidad, volteé. Ahí estaba ella. En el centro justo del patio. Sola, quieta y enorme, como una aparición celeste y luminiscente que venía del Asia. 

No pude negar mi animalidad surgiendo con todas sus fuerzas, la supremacía del cuerpo por encima de la inteligencia que anduvo rondándome toda la noche; aunque esta preponderancia pronto se atenuó y pasó a ser un rumor débil, hasta que sencillamente volvió a desaparecer. 

Carla camina hacia mí, directamente hacia la intención de mi cuerpo que ahora duerme con la intención del de ella. Me abraza. Desde las rodillas hacia arriba, desfasado por la diferencia de estatura, pero completamente fundidos, siento su carne, su aroma, su aliento cuando pasa justo frente de mi boca y va hacia mi oído lentamente para decirme con la misma determinación e imperiosidad que siempre la caracterizó, aquello que estuve esperando por tanto tiempo. 

Recuerdo haber pensado una sola cosa: lástima, no me lo dijo por teléfono.

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