Narrativa Argentina Actual | Edelmiro Soto

Ingresó en la fuerza en el 42. En febrero o marzo del 42. Era negro y largo. No le daba el físico. No tenía estudios. Rogelio Sánchez lo quería como a un hijo, por eso habló con el Intendente. Por eso se peleó con la junta vecinal y con el cura. Por eso después votaron en el club y lo degradaron a vicepresidente, ¡a él!; pero si Rogelio Sánchez construyó desde los cimientos y con sus propias manos las gradas, la cancha de bochas y los vestuarios del club. “Por mí que se vayan todos a la puta que los parió”. Por no hablar de la sala de primeros auxilios, del monumento al prócer, de las prefabricadas que plantaron en el terreno que cedió la Municipalidad para aquellas pobres familias, y algunos de los más majestuosos panteones en el cementerio; y todo para que Soto no entrara en la policía. Lo hirieron, a Rogelio, pero no lo amedrentaron.

Edelmiro no lo supo hasta muchos años después. 

El verde caqui contrasta con la piel oscura. El uniforme no tiene una sola mancha. Los borceguíes (sus únicos borceguíes) brillan más que los de cualquiera de sus compañeros, en aquella pobre fila que los han hecho formar para entregarles sus diplomas. Soto busca entre los familiares hasta dar con doña Encarnación. Doña Encarnación Velázquez es más bien su tía postiza, o más bien su madre; ha criado a Soto y a sus tres hijos legítimos con la misma severidad y dedicación. Ahora, pequeña y dubitativa en una silla de plástico, levanta una mano temblorosa hacia él con orgullo, y la otra busca un pañuelo con el cual secarse las lágrimas. “Tranquila mamá Encarnación, le va a hacer mal”. Rogelio Sánchez por supuesto está ahí, y es el primero en estrechar su mano de manera efusiva, en decirle que está orgulloso de él, y que seguramente la historia de esta comisaría escuchará hablar de Edelmiro Soto. 

Pero nunca pasaría nada. Soto cumplirá y se jubilará a tiempo. Jamás tendrá un altercado más allá de dos o tres empujones con borrachos o la presencia autoritaria y a tiempo en las peleas familiares, y jamás, ni una sola vez (salvo para limpiarla) tendrá que sacar su arma; no va a hacer más que engordar y atolondrarse en las siestas de los puestos camineros, escuchando chamamé y comiendo carne asada hasta   quedar como un sapo. A villa Ocampo, Taipero poriahú, Fortín correntino, van a ser su alma sonora (si se lo preguntan). Los espinillos y los cardos crepitando en el verano. Los pájaros que a veces no darán tregua y parecerán cantar todos al mismo tiempo. Vivirá recostado en la oscuridad de los eucaliptos detrás de los puestos camineros, orondo en el silencio de la noche, e incómodo, con la sensación de haber vivido más de la cuenta, se la pasará recordando a mamá Encarnación de viva, haciendo pan o escabeche para que Edelmiro los llevara al campo, enojada con sus hermanos por lo que el pueblo dice de ellos (que es a la vez como decirlo de todos los Velázquez vivos o muertos), pequeñita y arrugada y enclenque, pero nunca perezosa; y pensará que después de todo y pese a su procedencia, tuvo suerte de haber tenido a Encarnación.       

Pero ahora, Edelmiro se acerca a su madre y la abraza. Sabe del respeto que le debe pero también sabe (ahora más que nunca) que al ser policía, está del otro lado de donde están sus hermanos; y esta idea siniestra le empieza a molestar como si nunca hubiera pensado en ello. Mamá toca su rostro con ternura y piensa que ha pasado tanto tiempo desde que Edelmiro era un niño, que hasta cree que es uno de los suyos, de los paridos; Jesús, Josué o Lázaro. “Vos sos mi negrito y estoy orgullosa de vos. Y nadie me va a quitar eso”. Edelmiro la abraza y por dentro él también está orgulloso, nunca se creyó capaz de tanto mérito, de tanto esfuerzo. Va a dejar la albañilería (piensa mientras ayuda a que mamá se levante), la venta ambulante de empanadas de pescado y pan casero, las changas donde estiba, corta el pasto, planta horcones o desmonta. De sólo estar pensándolo en este momento siente un alivio en el espinazo y un escalofrío. Acompaña a mamá y la deposita frágilmente en un remis, le da un beso y se despreocupa de ella, Lázaro debe estar esperándola en casa. 

Toma moderadamente en la fiesta de ingreso, a la vista de sus superiores. Sus amigos lo invitan y están relajados por completo, pero Soto no. Esto de ser policía no representa para él la necesidad de un sueldo seguro (aunque por supuesto lo es) ni tampoco la posibilidad de sentirse superior (en algún momento cuando suba de rango) a los demás cristianos, sino que Soto cree, podría decirse apasionadamente, ¡y siempre creyó!, en la justicia. Desde chiquito; los sábado por la mañana cuando Encarnación lo acompañaba a la capilla para tomar sus clases de catecismo y escuchaba alucinado (temeroso también) las palabras de Jesús de Nazaret, mientras que un cuadro que lo representaba, hermoso y rubio adelante con un destello de luz saliendo de su corazón, junto al pizarrón donde la monja dictaba las clases, parecía mirarlo solamente a él y estar diciéndole algo que de niño imaginaba como un leve “no peques hijo mío, debes hacer el bien y ser justo”; ya ahí se sintió conmovido por lo que podríamos llamar la ley de Dios. Y luego, de grande, sabría que muy alejada de la ley divina está la ley de los hombres, mucho más ineficiente, defectuosa, pero sólo porque existen hombres que también lo son. Había que cambiar eso. Por eso es intachable, en la fiesta. Acomoda su uniforme y toma a pequeños sorbos su vaso de gaseosa, mientras ve como lentamente las caras de sus camaradas comienzan a desfigurarse, y las ropas a salírseles de los cintos, las pretinas, los botones; agitadas, está seguro Soto, por aquella música chillona que sale de los parlantes y todos bailan, como si nada importarse. No son malos (se dice a sí mismo Soto), son más bien débiles. 

Luego, en algún momento de la madrugada, a la espera de que la música se interrumpa por completo, y se terminen las risas y las bebidas para descansar ese domingo, y al fin de una vez por todas ponerse a trabajar el lunes, lo invade un recuerdo cotidiano, que siempre le pareció melancólico. Tiene nueve años y llora desconsoladamente (por supuesto a escondidas). Es una noche de lluvia torrentosa y tiene que correr su catre ya que por la pequeña ventana del rancho se filtra el agua. Es Viernes Santo y hace pocas horas que ha presenciado con mamá Encarnación el viacrucis. En la cuarta estación, cuando Jesús se encuentra con su madre María comenzaron los truenos, el viento, aquella electricidad en el aire que anunciaba sin lugar a dudas la lluvia. En la décima estación tienen que suspender el peregrinaje, y Jesús es llevado por el párroco y una docena de sus más allegados feligreses hacia un auto particular y se aleja, sin dejar de llevar en sus ojos, en su postura física, las penurias que acababa de sufrir. Los demás huyen del agua como de la peste y van a refugiarse en sus casas. Soto, camina de la mano de mamá Encarnación y se pregunta: por qué un inocente (estaba convencido de que Jesús lo era) debía pasar por aquel calvario. Nunca se atrevería a preguntárselo a nadie, aunque lograría entenderlo mucho después por su propia cuenta, cuando su fe, aquella fe que parecía que jamás se podía quebrar, diera lugar a la duda. Él, en aquel momento (con toda la inocencia y bondad que lo caracterizada, y por eso el llanto) piensa que podría haber cambiado el lugar con el muchacho (¡porque aquel Jesús era apenas un muchacho más grande que él!) y así ahorrarle sus penurias. Pero recordaba de todas maneras, mientras la tormenta se ceñía sobre su pequeña cabecita facinerosa, a cada instante, el Jesús rubio de las clases de catequesis, y reanudaba el llanto, porque nunca en su corta vida había visto, un Jesús negro como él.

La música se interrumpe con un acople agudo, luego un golpe grave, seco.

Sus amigos, y algún que otro oficial de los jóvenes, aceleran sus autos en la puerta del salón y ríen o gritan, completamente borrachos. Uno de ellos invita a Edelmiro a subir, pero él se rehúsa pretextando la cercanía de su casa y unas repentinas ganas de irse caminando: “Voy caminando, así refresco”, y esto es suficiente para que desistan.

Mientras amanece y ve la punta de sus borceguíes sucios, se da cuenta de que está molesto. El discurso de las autoridades le había parecido insuficiente, sin sustancia, como la arenga de un director técnico a su equipo de fútbol, o las palmadas a un niño inseguro que no se anima a actuar. Él esperaba un poco más de sus superiores. El senador Orejas (como le decían sus amigos para burlarse) con aquel “las máximas autoridades de la provincia demandan su lealtad y compromiso”, o el intendente con aquel “no sólo la seguridad de cada uno de los ciudadanos, de sus campos, sus propiedades privadas”, e incluso el cura párroco con su “Dios tienen formas misteriosas de obrar y es piadoso con los hombres justos”, no hacían más que confirmarle de una manera enrevesada y compleja pero no por eso menos decepcionante, lo que más temía: la justicia no dependería de él. Vería llevarse a cabo, sí, mal que le pesase, a lo largo de todos aquellos años por delante, un mezcla despiadada de alcahuetería, de patrullaje sin sentido, de compañeros y compañeras que aprenderían la lección y se quedarían callados ante las injusticias; sin contar los sobornos, las intrigas, las miserias a las que nunca se doblegó, consiguiendo (esto siempre fue una manera de represalia dentro de la fuerza) su traslado definitivo al puesto caminero más recóndito de la localidad.    

De todas maneras, tanto había esperado por el uniforme y tanto por el arma, que se aleja de su malestar y vuelve a la dicha, imaginándose futuros posibles en los que las cosas cambian desde adentro, o las cambia él por supuesto, con toda aquella fuerza de voluntad que lo desborda mientras llega a la plaza principal y camina hacia el norte hinchando el pecho y respirando con profundidad. Ahora todo es posible. Su temprana edad y su determinación no es todo lo que tiene, es dueño, más que nada, de una inteligencia en estado embrionario que irá desarrollando (una lucidez y capacidad de anticipación a los hechos más perfeccionadas que el promedio) y que usará con pericia, para que quien quebrante la ley de Dios o de los hombres, de alguna manera y en el mejor de los casos, tenga su merecido. 

Entre los grises y los azules del alba, a lo lejos, divisa el rancho. Quisiera poder pensar en algo así como un origen, pero se reconoce completamente desprendido de las cosas. Los primeros recuerdos que cree tener (si no son invenciones, no está del todo seguro) son de ese patio de tierra y de un juego de bolita, son de ese patio de tierra y más allá, pasando el alambrado, los ñandubayes con la oscuridad de su corteza y la fronda verde, espaciosa, que deja traspasar la luz sin absorberla mientras él observa poseído las ramas. Es muy difícil ir más allá de ese patio, en el tiempo, y poder recordar, por ejemplo, el rostro de su madre o de su padre cuando lo dejaron en brazos de Encarnación, el Falcon verde y lustroso en el que se pasearon sus hermanos muchos tiempo después y él nunca heredó, pero del cual siempre los escucha decir más bien indiferentes “éste lo mandó tu padre” y se ha vuelto una chatarra que apenas si se pone en marcha. El llanto y la escena trágica que Encarnación le cuenta (algo que tampoco puede constatar), duró toda una tarde, con su madre histérica y su papá pensativo y más bien huraño, hasta que Lázaro los llevó a la terminal y nunca más se supo de ellos. Pero esto, un cuento, no puede formar parte de su historia personal o de su memoria, de su origen, que es algo que parece estar buscando mientras siente los pies hinchados y la cabeza embotada, la transpiración en su espalda, el deseo de tirarse en el catre y tener algún otro exceso de aquel llanto místico que sabía acunarlo por horas cuando era niño. Al menos no es Velázquez y es Velázquez (piensa), es Edelmiro Soto, pero al no poder hilvanar a ese “Soto” con nada que lleve al menos la sombra de un rostro familiar, es Velázquez por fatalidad, por gracia, por imposición. No es desagradecido y casi siempre piensa que ser Velázquez fue algo bueno, pero también piensa, sin poder evitarlo, que le gustaría más que nada ser él mismo, aunque tuviera que negar su velazquidad; Edelmiro Soto el hijo de, el hermano de, el nieto, el hombre que de bebé hacía tal o cual cosa, que gustaba de ésta comida o jugaba a éstos juegos y no a otros, y era inseparable de su madre… pero eso se torció; Dios lo quiso de aquella manera y tampoco hay que pensar tanto, tampoco hay que andar desvelado por cosas que no pudieron ser (Edelmiro) y que tomaron una dirección cualquiera sin que pudieras haber hecho (eras muy pequeño, apenas un metro de piel cetrina y ojos pardos) nada. Un llanto más bien corto y melancólico, hasta que te entretuviste con algo que te dieron, un momento de estupefacción y luego indiferencia hacia la cara ancha, aindiada, bondadosa de mamá Encarnación y las figuras enormes, macizas y preponderantes de esos tres muchachos que ahora eran tus hermanos. El llanto volvería como un hambre, como aquello que instintivamente te negabas a perder pero que se iría debilitando, mientras entraras, cada vez más convencido (hasta que se volviera natural) en tu nuevo habitad. Siempre de pantalones cortos y alpargatas rotas, con la cabeza transpirada y las rodillas sucias, ignorando las llamados de atención de mamá que gritaba desde el rancho que te pusieras la remara o que no salieras al sol sin tu gorra. 

Desde aquel mismo rancho que ahora parece tan pequeño y distante, como si no cupieras en el. 

Entras de todas maneras (en silencio), y te sacas el uniforme completo dejando todo doblado prolijamente sobre los borceguíes. Te calzas las alpargatas y los pantalones cortos y sales al patio. Antes, vas a la piecita de mamá Encarnación que parece un fantasma sentada al borde la cama, con el piyama y los pelos cenicientos y desbaratados. Ella dice “buen día mijo” que es como un bienvenido a casa que se afirma con la ausencia de tus hermanos que siempre llegan al mediodía, y borrachos. El aire está fresco aún pero vas a sentarte debajo del ñandubay más frondoso y esperarás a que mamá traiga el mate y se interese por cada uno de los detalles de la fiesta que le iras contando. Lento, sin gracia, con esa apatía que ella siempre entendió como superioridad y no como lo que sencillamente es; una manera desencantada de ver el mundo. 

Pero mañana es lunes. Y en ese mañana es lunes residen todas las desdichas que vas a afrontar con paciencia, con resignación (¿por qué no?, recuerda siempre aquello de poner la otra mejilla) hasta que tu presente: debajo del ñandubay más frondoso, se una en un círculo perfecto con tu futuro: recostado en la oscuridad de los eucaliptos, y puedas entender, o al menos empezar a dilucidar muy lentamente, de qué trata una vida. ¿Valió la pena realmente Edelmiro Soto, andar buscando todo aquello que te vuelve cada tanto a tus 67 años de edad, del origen? 

Mamá Encarnación entra al rancho y dice que va a hacerte unas costeletas. Para vos y tus hermanos que están a punto de llegar. De seguro se van a reír. Van a querer ver el uniforme, dirán un Velázquez policía y no un Soto, y vos te reirás con ellos hasta que se duerman y vuelvan a salir y el rancho quede deshabitado. Plancharás el uniforme, lustrarás los borceguíes con tanto esmero hasta que veas los dientes blancos y las órbitas de los ojos en el reflejo, sonriéndote a ti mismo.

 

 

Lunes 19 de octubre del 2020 (casa)  

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