Narrativa chilena actual | Biblias, fotografías

«Agucé la mirada e intenté ver si la conocía de alguna parte, pero no pude recordarla. Era como si todo fuese borroso y no pudiese precisar nada, ella provocaba esa sensación. La imaginé en la parrilla, desnuda, y me parece que sí, que era ella. Me tomé el té y le pregunté si le interesaba alguna. Le mostré las biblias con las palmas abiertas hacia arriba, sonriendo un poco, como un caballero, así nos educaron, así se trata una mujer.»

Me estaba viniendo abajo. Tuve que pensar en algo y decidí salir a vender. Vendí biblias. Lo hice puerta a puerta. No hubo muchos resultados, no convencí a nadie al principio. Conocí a algunas personas. Las conocí por alguna conversación casual o porque nuestras opiniones coincidieron en algún momento, lo que despertó la simpatía. No lo hice por plata, me venía abajo por otros motivos y era bueno ver gente. Con una de ellas tuve algo que no fue amor precisamente. Ella me gustó y pasó algo que no creí que fuese a suceder. La primera sensación que tuve de ella fue que me había reconocido, pero ella era muy joven como para que hubiésemos tenido algún tipo de cercanía en otra época. Además, yo venía de un círculo muy cerrado. Perdí mi trabajo unos años después de la vuelta a la democracia. Sin embargo, tenía una pensión, me alcanzaba bien, siempre fui austero. Al principio me dediqué a trabajar particularmente en seguimientos. En un momento decidí dejar todo eso, desaparecer de ese medio. Hice un último seguimiento que me encargó mi amigo Esteves, que trabajaba en una financiera, eso fue en el año dos mil. Los seguimientos fueron en localidades pobres, andinas y en la pampa argentina. 

 

Ella fue muy amable. Se llamaba Carolina. No me sonaba de nada. La segunda vez que fui a su casa nos acostamos. Yo estaba solo y arruinado.  Pero sucedió. 

 

A veces salía, aunque estuviese lloviendo. La ciudad nublada y triste como si la soledad fuera parte de la atmósfera que respiramos. Me pude haber quedado haciendo nada. Deprimido mirando una ventana recorrida por las gotas de lluvia. No podía estar mucho tiempo así. Le había tomado el gusto a mirar la lluvia caer irremediablemente. Pero, pronto venían las imágenes. Las bolsas negras. Las cuencas vacías. Los cuerpos. Tenía que hacer algo. Caminar u ocuparme en algo. En la mañana ponía en orden la casa. Lavaba platos y arreglaba lo que estuviese malo. Me subía al techo a ver que todo estuviese bien.

 

La primera tarde Golpeé la puerta de la casa de Carolina cuando aún no sabía que ella abriría. Me miró y me preguntó qué quería. Le dije que vendía biblias. Se rio. Me preguntó: ¿quieres pasar? Le dije, bueno. Me senté en un living silencioso. Un sofá, frente a una mesita pequeña, sobre la mesita el diario del día y una taza con café. Por la ventana vi caer la lluvia. ¿Por qué biblias?, me preguntó. Le dije que quizá estaba pagando alguna culpa. Eres creyente, me dijo. Sonrió. Le dije que era un hombre de convicciones. Fue en ese momento que sentí que me conocía o me reconocía. El living silencioso se tornó crepuscular. Nos quedamos callados, podría haberle preguntado si la conocía o si era creyente, pero no lo hice. Ahora ese no era mi problema. Se me vino a la cabeza la frase, gente sin principios.  Santiago es triste en invierno y sobre todo cuando llueve. Miré hacia el patio mientras se hacía una poza y ella me decía que me iba a servir un café. Le dije que me diera un té. Mi estómago se había vuelto débil. A veces nos parece que el mundo nos pertenece al punto que disponemos de la vida de los otros, dijo ella, pero al final todos nos volvemos débiles, por naturaleza, aunque no sabemos cuánto puede soportar cada uno. Me asusté. Agucé la mirada e intenté ver si la conocía de alguna parte, pero no pude recordarla. Era como si todo fuese borroso y no pudiese precisar nada, ella provocaba esa sensación. La imaginé en la parrilla, desnuda, y me parece que sí, que era ella. Me tomé el té y le pregunté si le interesaba alguna. Le mostré las biblias con las palmas abiertas hacia arriba, sonriendo un poco, como un caballero, así nos educaron, así se trata una mujer. Me dijo que no. Me preguntó cómo me llamaba y me dijo que si me animaba a ir otra tarde a acompañarla. Le pregunté si vivía sola. Sí, vivo sola, pero a veces me acompaña un amigo que me quiere mucho. Amigo, le dije. Me dijo, sí, con desdén. Entonces le dije que era el único trabajo que tenía y que estaba arruinado. Aún tenía la pensión del Estado que me alcanzaba, la verdad, pero eso no se lo mencioné. Me comentó que debía buscar algo más estable. Aunque estable no hay nada, terminó diciendo. Aún llovía. Le pregunté en qué trabajaba. Soy periodista, pero por ahora estoy dedicada a la fotografía. Le comenté que me parecía interesante, que yo también sabía algo de fotos, de lentes, el gran angular, el zoom y las obturaciones. Me miró con cara de por qué yo sabía de eso. Le dije que en algún momento pensé en dedicarme a eso. Las fotos de los cuerpos, del cadáver, lo retengo en una imagen cuando aún está vivo. Los trozos, dedos y sangre, como maniquíes desmembrados y en posturas imposibles. Como utilería de una película de terror, en la que yo era el ejecutor. Un Dios que impone su ley. Le pareció fabuloso, esa fue la palabra que utilizó, y quiso mostrarme algunas fotos, pero prefirió dejarlo para otra oportunidad. La temperatura había bajado y la lluvia había cesado un rato antes. Carolina se paró y fue a la cocina. Le dije que las imágenes traicionan, pero perduran. Pensé, pero no se lo dije, que las imágenes se generan sobre el vacío. Y me daban vértigo. Ella dijo, has pensado harto el asunto como para que sólo haya sido un intento. Pero así fue, le dije. Me despedí de ella, deseándola, era joven y llena de vida. Miré la calle, no había nadie, nada se movía. Era como si se hubiese restituido el toque de queda. Carolina no lo vivió. Era joven, hermosa y rayaba en el libertinaje. Me llevé la mochila llena de biblias, distintas ediciones que pretendía vender. Me conseguí algunas que eran raras, como para coleccionistas y creyentes. Tenían muchas anotaciones sobre la traducción y las palabras que podían significar varias cosas o se ajustaban al contexto histórico, con tapas de cuero y diseños de cruces doradas o negras. Pero no importaba el momento de la historia, la palabra era una para todos, es intemporal. Iba a esperar el próximo encuentro un poco ansioso. Creí que alguien me seguía. Entré en la casa y encendí la luz. Caminé hasta la pieza. Dejé la mochila sobre una silla. La realidad es brutal, la carne no perdona, tuve que hacerlo. Pero ahora quiero olvidar. Descansar. Me desnudé y me tapé con las mantas. Pensé en su cara. Sentí el susurro de unas palabras: te conozco de otra vida, una vida que estaba en el infierno, y el infierno es tu patria, una tierra baldía cultivada por el odio. Abrí los ojos e intenté pensar en su rostro, imaginarla moviéndose por la casa. Sus pasos elegantes. La sonrisa de quien descubre algo irónico. Me dormí. En la noche temblaba, pero no de frío. Hay cosas que cambian la vida. Ahora no podría ser como antes. Sin embargo, se repiten los patrones en mi cabeza, juicios que suenan vacíos como la foto de alguien que ya no existe.

 

Caminé por las calles desiertas hasta un bar que estaba en una esquina más bien vacío. Me senté y pedí una cerveza. Y pensé en ella. En que estaba sola y un poco perdida. En la calle había muy poco tráfico. Sólo el sonido de un auto que cortaba el viento en alguna avenida, pero hasta donde sé no había avenidas ahí, ni carreteras. No oí nada más. Me tomé la cerveza a sorbos esperando a que pasara la hora. Me dolían un poco los ojos, la luz se filtraba entre las nubes y rebotaba en algo líquido en alguna parte. No obstante, a esa hora no había luz. Siempre fui de los más bajos en rango, sólo quería agradarles, que me ascendieran, por la patria. No me dejaron, me botaron, fui su perro, me faltó tener la piel clara o ser polaco. Anticomunista era, polaco no, sólo moreno. Debiésemos tener nuestro orgullo en la raza. Estábamos enderezando las cosas.

 

Segundo encuentro. Siempre intento hacer un informe del día, eso mantiene el orden y el control, aunque últimamente siento que todo se me va de las manos. Antes del segundo encuentro, logré ordenar en mi casa un montón de latas de conservas en el mueble de cocina. Limpiar el refrigerador, poner las frutas donde corresponden. Luego sacudí el polvo de los muebles. Cada vez lo hago menos. Debo tener esta rutina. Es algo adquirido que uno no se puede sacar fácilmente de encima. Miré el cajón con llave. Pensé en las fotos y miré por la ventana un cielo arado por la mano de Dios. El sol se colaba y caía sobre la superficie húmeda. Recordé a Carolina, quise pensar en sus fotos. Pero aún no las había visto. Me bañé. No había vuelto sobre esas fotos. El auto paró cerca de su casa. Las fotos los mostraban entrando en un bar. Estaba con otros, el cargo era de conspiración. No quise seguir pensando, de inmediato vendría una interferencia de frases hechas, como «vende patria». Automatismo. El agua me caía en la cabeza. Creía que no había quedado ninguno, pero era imposible. Santiago es un basural de culpas y de ríos que se desbocan, no sé por qué lo pensé. La lluvia. No era mucha, cada vez menos, aunque estaba muy helado. Apagué el agua tibia de la ducha. Salí y tomé una toalla. La toalla era la bandera de Estados Unidos. Tenía otra con la de Inglaterra. Me gustaban. Fui hasta mi pieza y abrí el closet, saqué una camisa blanca. Entraba un rayo de luz tenue en la casa. Un poco azulado por las nubes. Se estaban cerrando, como para un aguacero de mayor magnitud. Traté de recordar dónde había dejado el paraguas. No lograba recordar cuándo fue la última vez que lo vi. Era negro. El centro de Santiago se cubría de paraguas negros cuando llovía. Eso me traía recuerdos de un tiempo mejor, cada vez llueve menos. La gente callada. No podía ver sus caras, identificarlos, pero todo iba en orden. Los rostros cansados de sus trabajos, de sus vidas. Iba bajo un paraguas de esos, lo sostenía con la mano que se me helaba. Había palomas en las cornisas, palomas mojadas, parecían cuervos, como si fueran un mal presagio. Esa vez lo seguí hasta la entrada de un edificio en San Antonio. Llevé las fotos al laboratorio. Lo miré en blanco y negro y pensé, en ese momento, que lo teníamos. Pero ahora recuerdo la foto y la pigmentación perlada del papel sensible. El rostro mirando al vacío. Había una chica que lo esperaba en la entrada. De ella sólo quedó una sombra en la foto. De qué sirve una foto si no es para saber quién está ahí, lo demás no sirve. Esa imagen era su muerte anticipada. Saqué la chaqueta y salí a la calle. Fui caminando hasta la casa de Carolina. Frente a su puerta, antes de que abriera, miré las cornisas y tuve la sensación de que me observaban. Miré a los lados, pero no vi a nadie. Sólo era una sensación. Ella abrió. Me preguntó por la mochila con las biblias. Sonreí. Me invitó a sentarme y desapareció en la cocina. Volvió con un par de vasos de coca-cola. Le dije que había vendido algunas. Que tan mal no me había ido. Se alegró al parecer. Pronto va a llover, dijo. Miré por la ventana a la calle, eso parecía. Debería estar lloviendo, dije. No hace frío en todo caso, comenté. ¿Quieres ver las fotos?, me preguntó Carolina, que se tomó el pelo. Me pareció atractiva. Hubiese querido acercarme mucho, hasta besarla. Ella se levantó y fue hasta su pieza. Trajo las fotos. Tenía dos cajas. Me hizo pensar en las otras cajas con nombres e imágenes de cuerpos. Imágenes de seguimiento. Vidas que estaban plasmadas en imágenes, para controlar. Imágenes que se abrían a la nada. Ella se sentó a mi lado. Sentí su respiración cerca de mí. La deseé. Era casi incontenible. Ella abrió una de las cajas. Tenía las fotos en orden. Me dijo que las sacó en el sur. Eran lagos o bosques, praderas. Pero había unas fotos cuya imagen no lograba distinguir. Las miré extrañado. Le pregunté, qué es eso que está bajo el agua. Son botes, dijo. Botes sumergidos que encontramos en algunos lagos. Se veían hermosos, como si hundirse tuviese algo que nosotros no podemos dejar de mirar asombrados. Estuve un rato fascinado por las fotos. Luego me mostró otras en las que abundaban las perspectivas. Líneas que terminaban en imágenes lejanas y borrosas. Construcciones destruidas. Escaleras en lugares desiertos que se cortaban a la mitad o estaban hechas escombros en los primeros peldaños. Tomé un poco de coca-cola. La miré mientras ella contemplaba sus fotos. Le tomé la cara y la vi a los ojos. Me acerqué lentamente y la besé. Ella se dejó, suavemente. Luego comencé a tocarla. Me llevó a su pieza. Culiamos parados y acostados, por delante y por detrás, no hicimos el amor, era carnal, quería atravesar su cuerpo con toda mi fuerza. Sentía que había estado preso y que no había visto a una mujer en años. La miré a la cara mientras se lo metía. Sentí el cuello mojado. Estaba cansado y feliz. Carolina se durmió y pensé en sus fotos y en las mías. En su pasado, que seguramente no había acumulado lo que yo. Las historias personales son como esas escaleras en lugares desiertos, historias rotas por el olvido o por la vergüenza, o la culpa. Hubiese querido que estuviese despierta para preguntarle cómo era su pasado. No obstante, seguramente, preguntaría por el mío y yo recordaría fotos y cuerpos. Y mis manos manchadas, sin embargo, tendría que decir otra cosa. Fui al baño y me duché. Me vestí y entré en la pieza, ella parecía murmurar, pero no entendí lo que decía, supuse que soñaba. Fui al living y estuve un rato ahí, sentado frente a la mesa, donde estaban las cajas con fotos. Guardé las fotos en la caja y la cerré. No quise despertarla. Pensé en abrir la otra caja. Lo pensé un momento. Luego seguí mirando otras fotos. En ellas había activistas universitarios en marchas. Burgueses solidarios con los obreros. Un mundo que no conocían, pero al que creían que entendían perfectamente. Imaginé que ella podía estar metida en eso, pero a lo mejor sólo eran fotos que sacó y nada más. Dejé las fotos en la caja, ordenadas como estaban. Me fui. Había olvidado que después de culiar me sentía manchado, como si tuviese un sudor pegado que no se sacaba con la ducha. Era mi propia piel. No era sudor, era otra cosa. 

 

Tercer encuentro. La última vez que la vi le dejé mi número de teléfono. Me llamó unos días antes y me habló de que quería que fuese otra vez, para que miráramos más fotos, que podría recomendarme algún tipo de cámara si quería sacar fotos. Le dije que bueno, que iría el viernes. Recordé las fotos de los activistas y quise preguntarle qué tenía que ver con ellos. Se lo preguntaría cuando fuera a su casa. Salí a regar algunas plantas y pensé en las fotos que guardaba. ¿Era necesario? Esto no es bueno, ¿Por qué tendría que preguntarle por esas personas, por esos activistas? ya no pertenecía…Desollarlos. Dejar sus cuerpos esparcidos en pedazos, lanzarlos al río o al mar. Tenía fotos en colores y en blanco y negro. La patria así lo requería. ¿Qué patria? Todos tenían que entender que eran traidores. Estaba tan seguro en esa época, sus palabras eran la ley, pero ahora no. Saqué el polvo de los muebles. Leí la biblia, el Apocalipsis. Es lo que prefiero. En la tarde me metí a la ducha con agua tibia y me relajé un rato. Luego salí con la toalla en la cintura y me acosté en la cama y me dormí. En esa época siempre me costaba dormirme porque me dolía la cabeza. Mientras dormía vi los cuerpos, los rostros materiales, sin identidad, desfigurados por los culatazos, los dedos separados de las manos. Un tipo me miraba y se reía. Pero su risa se deformaba como si en él hubiera algo que me superaba, una fuerza insolente. Le destruía los labios y se le caían los dientes. Quedaban las encías, y se deshacía como un anciano hasta que se encorvaba y se volvía diminuto y sólo era un temblor. En ese momento, no sabía si era sólo materia o quedaba algo de él. Desperté en mitad de la noche. Sentí miedo. Era por la gente decente, para que así los que trabajaban tuvieran su recompensa. Enderezamos las cosas. En algún momento pensé que jamás lo sentiría. Creí que eso era para maricones, pero era joven y violento. En la mañana vendí un par de biblias. Me compraron las ediciones más caras. Le pregunté a uno de los tipos que me la compró si era creyente y me dijo que no. Estábamos en el living de su casa en Vitacura. Había sido un encargo por Internet. El hombre me pareció de modales sacerdotales, incluso creí que lo era. Pero como me dijo que no creía, pensé que no lo era. Me comentó que estudiaba la biblia porque de ella podía extraer distintas interpretaciones. Nada es literal me dijo. Todo se vuelve palabras. Las palabras nos controlan, son una moneda de cambio, no las vemos, son invisibles, pero ¿quién fija su valor? Las masas ingenuas las creen reales y las consumen como una verdad. El ejemplar era de los más caros, hojas de arroz, lleno de anotaciones, tapa de cuero, con diseño dorado. La Biblia significa El libro, dijo mientras la hojeaba con una lupa. Lo miré. Le dije en tono interrogativo, ¿la culpa es un sentimiento humano? Me dijo que le parecía muy interesante mi pregunta y me comentó que algunos filósofos entendían la culpa como un sentimiento del espíritu. Pero, para otros es un mecanismo de control, quizás ahí esté el valor de todo. Usted qué hace, pregunté. Soy publicista, dijo. Se dio vuelta hacia la ventana y comentó, la sociedad se sostiene sobre la mierda. Todo es una fachada que oculta nuestra miseria, y eso no responde a nada. Para mantener la ley hay que violarla, incluso para establecer un nuevo orden, hay que violar el antiguo. De otro modo este país no sería lo que es, terminó diciendo. Hay que decirles por dónde ir. Pastorearlos. Sonreí y pensé que seguramente no sabía cuánto nos unían sus palabras de un modo que creo que no sospechaba. Me dieron ganas de mostrarle las fotos y los nombres, los archivos que contenían a todas esas personas cuya última mirada estuvo absorbida por el horror, un horror insoportable, sin anestesia, imágenes que resquebrajan toda la seguridad y la fe en este mundo, imágenes que pendían al borde del abismo. Quería ver si podría resistir, pero no se ensuciaría las manos. Éramos nosotros quienes lo haríamos, para sostener su amado orden, sus costumbres de gente de bien. El sistema funcionaba, y seguirían ahí como si nada, incluso condenando a sus agentes, sus propios enviados, diciendo que ellos valoran la vida y jamás permitirían algo así. Me fui caminando, hacía frío, caminé como si eso me permitiera olvidar, hacer otra vida. Debajo de todo eso debería estar la palabra única de Dios y eso no lo mencionó. 

 

En la tarde fui a la casa de Carolina. Toqué a su puerta y me saludó con un beso en la mejilla. Pasé y me senté en el living. Tenía las cajas sobre la mesa. Me dijo que me traería un café con leche y creí que eso era muy bueno, mi estómago estaba mejor. Me preguntó por las ventas, preocupada de verdad. Le dije que hice dos buenas ventas de ediciones especializadas de la biblia. Se alegró, su alegría era sincera. Le dije que eso era buena plata. Me mostró las fotos, entre las que estaban las de los activistas y le pregunté por qué tenía esas fotos, me dijo que las vendió a un diario como fotos periodísticas. La miré y pensé que no mentía. Aunque todos tienen algo que no dicen. Estuvimos como dos horas hablando de las fotos, me gustaban sus fotos. Le comenté lo que me parecían con respecto a las perspectivas, que abundaban en sus fotos y lugares desolados, como si hubiese un ojo que pudiese captar algo donde no hay nadie, como el ojo de Dios cuando no miramos. Y la ruptura repentina de las líneas. Lugares en los que parece que hubiese habido una catástrofe muda de la que sólo quedan vestigios. Estaba alegre, pero de un momento a otro se puso melancólica. Triste, como si estuviera mirando las líneas de las escaleras y balaustradas que se rompen o se caen sin que nadie lo hubiese visto (siempre aprendía palabras sofisticadas para hablar con los jefes, aunque a veces decían que eran palabras de maricones). Me preguntó si quería ver televisión. Le dije que sí. Me habló desde la cocina, para invitarme a que me quedara a pasar la noche con ella. Luego me trajo más café. Le dije que si seguía así no iba a poder dormir. Sonrió. Ella me dijo que me relajara y fue a hacer algunas cosas. No sé lo que haría. Me sentía cómodo. En la noche me acosté junto a ella, culiamos en distintas posiciones. Pero cuando ella se durmió, pasó algo que me pareció confuso. Ella comenzó a hablar. Creí que dormía, veía sólo su silueta, un bulto en la oscuridad, la voz recorrió el espacio de la pieza hasta mis oídos. Ella me nombraba, me decía: Marcelo, ¿dónde me llevaste?, ¿dónde estaba ese lugar lleno de gritos, esas piezas de tortura y cuerpos mutilados? Pensé en mí, en ese periodo de mi vida, mi convencimiento. Sin embargo, lo más extraño de todo era la imposibilidad de que ella estuviese ahí, para esa época Carolina era una niña. Me sentí temblar y algo pasó que de pronto me sentí muy tranquilo. Como si hubiese hecho un esfuerzo que me dejó exhausto. Recordé las bolsas de basura que saqué del mueble de la cocina, estaban en la parte de abajo cerca del lavaplatos. Las recordé como algo que uno hace con los sentidos sumergidos en otro estado, como si otro hiciera las cosas y yo sólo lo siguiera. Las cerré y las dejé en un peladero con los pedazos de su cuerpo, su imagen era lo que quedaba de ella, de su belleza sosteniéndose en el vacío. Y los restos, anónimos, separados, era una manera de borrar su nombre. La sensación de que me observaban había desaparecido un poco antes de llegar a su casa o incluso mucho antes, como si esa mirada que me vigilaba se hubiese metido en mí.

 

Desperté en la cama de mi casa como si hubiese dormido semanas. No sabía qué día era. Miré el suelo, había unos platos con comida de días anteriores y algunas fotos impresas en blanco y negro. Fotos de un lugar vacío, el peladero en la noche. La luz del flash sobre los matorrales y la tierra pedregosa. Recordé un sueño que tuve una de esas noches que me parecieron febriles: despertaba en mitad de la noche, estaba en mi cama. Sonaba el teléfono y lo buscaba en el desorden de las cosas. Lo tomaba y una voz salía por el auricular, una voz de mujer. Decía que había soñado conmigo. Te vi, decía, estabas sentado en una vereda y cargabas un bulto, se notaba que venías de lejos. Entonces colgaba y me daba vuelta y veía el cuerpo, un bulto de mantas y carne a mi lado, goteaba. Hubo un espacio de tiempo al que mi conciencia no había asistido, un lapso en que se introducía otra cosa, un ámbito que ignoraba o en el que no podía permanecer. Tenía que llenarlo, destruirlo, era un espacio como el comunismo, tenía que controlarlo. En el sueño recordaba la escena: había culiado con una mujer, ella se dormía en mi pecho, pero luego yo estaba agachado, en cuclillas a los pies de la cama tocando las tablas fisuradas del piso y oía unos pasos que se retiraban. La puerta sonaba, clack. No sabía quién era, no vi su rostro, no pude identificarla, escapaba de mí cuando culiábamos, algo de ella no estaba ahí. Era inquietante, y persistía cuando estaba despierto, como si el sueño lo envolviera todo y ese velo cubriera algo que no podía tener ni ver y se burlaba de mí. Después que lo pensé un rato me levanté y puse las cosas en orden; lavé los platos y boté los restos de comida. Regué las plantas al atardecer y lloré. Fue un llanto vacío, no era de culpa o arrepentimiento, era un llanto vacío. Un silencio luminoso lo cubrió todo, era como si la solidez de Santiago comenzara a cuajar, una solidez que nunca se sostuvo, una solidez plagada de voces y fantasmas. El cielo se puso púrpura. Pensé que era demasiado tarde, pero no sabía para qué, corría un poco de viento y entré para abrigarme. Tomé una biblia y comencé a leer, a rezar.

 

 

 

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