«En esos tiempos en el círculo literario estaba en boga un poeta llamado Ruy Tarragona, que vivía en Buenos Aires y de quien se decía que había tenido un affaire con Pizarnik. Resultó que un primo mío estaba estudiando teatro en Argentina y tenía un amigo que tenía un tío cartero. Este averiguó el domicilio del poeta y llegó a oídos de mi primo. Un día vino a visitarnos y secretamente me dio su dirección y empezamos a mandarle cartas. Primero fue el Chico que le mandó una compilación de todos sus poemas para saber su opinión. Después fue Iván que le escribió preguntándole consejos de escritura y luego el Perro le mandó una carta medio en serio y medio en broma, recomendándole libros.»
Podría decirse que la matamos. Y nos pareció sumamente jocoso. Tanto así, que cada vez que nos reuníamos lo recordábamos entre carcajadas. Como ya no me quedan amigos vivos, procedo a dejarlo por escrito para que cualquiera pueda actuar como amigo mío.
Eran años maravillosos, paseábamos altivos por los pasillos de la Escuela de Derecho creyendo que veíamos cosas que el resto de los estudiantes no eran capaces de apreciar. Claro, porque ellos eran proyectos de abogados en esa fortaleza gris, mientras que nosotros nos considerábamos poetas con conocimiento jurídico. Nos hacíamos llamar “La 594” porque encontrábamos que ese artículo era el más poético del Código Civil. Dicha disposición aún esgrime que “se entiende por playa del mar la extensión de tierra que las olas bañan y desocupan alternativamente hasta donde llegan en las más altas mareas”.
Como toda juventud sana, éramos desmesurados. Nos poníamos en la vereda de De Rokha y no leíamos a Neruda en público. Como reivindicábamos la literatura latinoamericana, todos los escritores afrancesados nos parecían unos traidores y cada vez que podíamos escribíamos en los baños cosas como: “Emar chupa pico”. Nadie nos daba mucha pelota, pero nosotros creíamos estar hirviendo la revolución desde nuestra trinchera.
En esos tiempos en el círculo literario estaba en boga un poeta llamado Ruy Tarragona, que vivía en Buenos Aires y de quien se decía que había tenido un affaire con Pizarnik. Resultó que un primo mío estaba estudiando teatro en Argentina y tenía un amigo que tenía un tío cartero. Este averiguó el domicilio del poeta y llegó a oídos de mi primo. Un día vino a visitarnos y secretamente me dio su dirección y empezamos a mandarle cartas. Primero fue el Chico que le mandó una compilación de todos sus poemas para saber su opinión. Después fue Iván que le escribió preguntándole consejos de escritura y luego el Perro le mandó una carta medio en serio y medio en broma, recomendándole libros. Pasó un mes y ninguno tuvo respuesta. Fue entonces que, en son de venganza, durante dos meses, le empezamos a mandar cartas todos los días. Con poemas nuestros, con poemas robados, con insultos y ya sobre el final con fotos de genitales, que revelábamos de manera artesanal.
Hasta que una tarde en el patio de la Escuela decidimos detenernos y tomar otro curso de acción. Acogimos la idea del Chico que consistía en escribirle como una joven enamorada, a ver si ante otros estímulos el laureado poeta respondía. Entre los cuatro elaboramos una carta que exudaba delirios de amor y deseo. Debo admitir que más de uno de nosotros se olvidó por un momento de que esto era una broma y fue inevitable terminar en el baño. Cuando la terminamos se la mostramos a una amiga para que nos diera su opinión, pero a su juicio era demasiado evidente que detrás de esa prosa había un macho. Así que ella la editó, o mejor dicho la escribió de nuevo, limando todo aquello que pudiera sugestionar que pasó la pluma de un hombre por ahí. Luego de leer la versión final, se nos subió a todos la sangre a la cabeza y quedamos mudos. Gloria era justo el elemento que nos faltaba para canalizar nuestra vulgaridad y seguir riéndonos de Tarragona. Además, se le ocurrió meter dentro de la carta una foto de su tía, que en su juventud había sido modelo y seguramente llamaría la atención del destinatario. Para ser honestos, la tía de Gloria era bastante parecida a ella.
Enviamos la carta bajo el nombre de Andrea Ravello y esperamos. Al cabo de una semana obtuvimos respuesta. Si bien no era la misiva más fogosa que han leído estos ojos, el que haya respondido ya era un triunfo. En su carta primero daba las gracias por el cariño y admitía tener un poco de pudor ante tanta devoción. Por otro lado, parecía querer tantear terreno con su remitente ya que le preguntó acerca de su vida, de sus gustos literarios y si escribía algo. Nosotros saltábamos de alegría por haberlo hecho caer en la trampa. Solo Gloria se mostraba un poco más medida y nos recordaba que teníamos que escribir una respuesta cuanto antes.
Ahora la hicimos conjuntamente entre los cinco, pero Gloria era la que más aportaba. Ella era la escritora principal, pero noblemente iba incorporando nuestras ideas y nos reíamos. Nadie lo decía, pero en un minuto lo que menos nos importó fue el poeta. De a poco se fue convirtiendo en una competencia por sacarle sonrisas. Hasta que quedó lista nuestra respuesta.
Con una mezcla de elegancia y atrevimiento contestamos las interrogantes de Tarragona, siempre dejándole entrever el deseo carnal que se apoderaba de quien escribía. Lo investigamos bien y llenamos el texto con anzuelos para atraparlo. Encontramos todo aquello que se podía encontrar sobre lo que le hacía vibrar y lo colocamos minuciosamente. Gloria escribía como si se acabara el mundo y le hablaba de cuánto quisiera poder estar en su cama. Al terminarla, no nos reímos tanto leyéndola porque empezábamos a dudar de si ella seguía en la sintonía de nuestra broma.
Esta vez el poeta fue mucho más arrojado en su correspondencia. Estaba metiéndose de lleno en este juego y hacía eco de los ardientes deseos de su seguidora ficticia. Teníamos al mismísimo Ruy Tarragona olisqueando nuestra falsa pollera cual perrito de la calle. Había que insistir.
Ahora el mecanismo fue distinto. Gloria escribió la carta por su cuenta y después nosotros incorporábamos elementos que nos parecían chistosos. Por supuesto que luego ella le daba un último retoque para que no se note que hubo cuatro gandules detrás de esto. A pesar de ser apartados paulatinamente de nuestra propia broma, nos compensaba la idea de dejar en ridículo a alguien de tamaña estatura.
La respuesta de Tarragona escaló aún más. Lo teníamos contra las cuerdas. Nos mandó patéticos versos propios de un quinceañero caliente, e incluso nos envió una compilación de poemas inéditos que nos pidió que guardemos en secreto. Hasta el día de hoy no han sido publicados. Por suerte, porque eran penosamente cursis y almibarados. Sentíamos que habíamos tumbado a un titán. Para nosotros la humorada ya estaba realizada, pero ella quería llegar hasta el final.
Así que decidió empezar a ser ella la encargada de todo y tan solo nos leía lo que escribía y lo que el poeta le respondía. Ya no escuchábamos tanto para burlarnos de él, como para saborear las palabras de ella. No había nada que disfrutáramos más que oírla recitar sus volcánicas declaraciones que ya no eran de Andrea Ravello, sino que de Gloria Cremaschi.
De este modo transcurrieron unos meses que pasaron en cartas de un lado hacia el otro. A esas alturas ya nos sentíamos mucho más cercanos al poeta que a nuestra amiga. Al igual que él, estábamos completamente embobados por todo lo que exponía ella. De hecho, hasta teníamos ganas de estar en los zapatos de él recibiendo esas cartas.
Siguió así hasta que una tarde recibimos una nueva carta de Tarragona diciendo que estaba viendo pasajes para venir a visitarla porque ya no aguantaba más la distancia que los separaba. Era una carta desesperada y sin los jueguitos que habíamos visto antes. Iba a venir para buscar a Andrea Ravello, o quizás a nuestra Gloria. La correspondencia llegaba a la casa de Iván, así que nos dio la noticia a escondidas de ella. Nos reunimos a sus espaldas y pensamos qué hacer.
Tras un largo rato escupiendo ideas, llegamos a la conclusión de que teníamos que matarla. Por ello dejamos que pasaran unas semanas sin responderle. Nuestra Gloria nos preguntaba si es que teníamos novedades del poeta, pero Iván levantaba las cejas y simplemente decía que nada por ahora. Que apenas supiera algo, ella sería la primera en saber.
Le escribimos finalmente a Tarragona una sentida carta haciéndonos pasar por el padre de Andrea. En ella le comunicábamos que la habían encontrado muerta en su pieza, aparentemente suicidada, y que en su velador había dejado un mensaje con algo que decía más o menos que matarse por amor no es morir, y que al final colocaba “Siempre tuya mi Ruy”.
Nunca recibimos respuesta y Gloria nos empezaba a acorralar. Que si le había pasado algo, o si su última carta lo había espantado. Después, empezó a acusarnos a los gritos de haber hecho algo a sus espaldas y que le estábamos escondiendo las respuestas de Tarragona. Hasta fue a la casa de Iván que quedaba lejísimos y dio vuelta todas las cartas de la casa como un vendaval. Iván cuenta que a la única persona que ha visto con tales niveles de desesperación fue a su hermano drogadicto en una crisis de abstinencia.
Luego tocó que fuera a voltear el resto de nuestras casas de improviso. Aquella mujer capaz de derribar a Tarragona con el mero danzar de sus palabras se había convertido en un demonio hambriento. Pateaba nuestras puertas mientras exigía que le mostráramos qué había escrito Ruy. Ella se refería a él como Ruy. Seguramente Ruy hubiese arrancado viendo estas escenas.
Tras una semana de escándalos, gritos y arremetidas, nuestra Gloria no apareció por la Facultad por dos meses. Le preguntamos a sus amigas si sabían algo, pero ninguna había tenido noticias de ella y la familia solo se limitaba a decir que “anda en sus cosas”.
Finalmente, Gloria volvió tan repentinamente como desapareció. Pero nunca más se sentó con nosotros en el patio.
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Andrés Baraona Silva (Boston, Estados Unidos, 1995). Ha publicado únicamente en la reciente antología “Vereda Sur” (Ediciones Esperpentia, 2023).




