Narrativa chilena actual | Shito / O la repetición

«A la mañana siguiente se fueron juntos a la facultad y cuando se despidieron se besaron las mejillas, y todas las veces que volvieron a verse se besaron en las mejillas, y lo que ella buscaba no lo obtenía ya en Julio y Julio tampoco encontraba en ella lo que quería, de modo que aunque podía buscar coger con otra chica no lo hacía y Emilia sí que empezó a buscar a alguien que la contuviese, porque Julio quería hacerlo con ella y no con otra, pues la necesidad del deseo y el amor finalmente sólo podía satisfacerlo ella.»

Para Carlos Oliva.

 

“¿Qué podría hacer que suponga que la repetición de un acontecimiento que se desea alterar, aunque sea mínimamente, no supone también la repetición de las circunstancias posteriores?”

Patricio Pron.

 

 

Empieza con un adulto que no deja de ser niño y termina con un adulto desconsolado. Pongamos que él se llama, se llamaba Julio. Y pongamos que ella se llama Emilia. Igual que los protagonistas de la película que vieron en el Cineclub. Y en verdad empieza con un suicidio adulto y un intento de reparación honesto, y termina con una reparación honesta y un suicidio adulto. Algo así. 

 

Después de ver Bonsái, la película, Emilia se compró el libro de Zambra y lo leyó en media hora. Después quiso que Julio lo leyera y terminaron leyéndolo acostados en la pieza de él. Porque Julio no vive solo y eso no quiere decir que viva con ella. De hecho, vive con dos amigos de Letras y ella vive sola. Después leyeron “Tantalia”, el cuento de Macedonio Fernández y se identificaron, cada uno a su manera, con el cuidado del trébol. Pero eso ya fue hace rato. Porque ella es alguien que se fue y ahora Julio es alguien que se pone melancólico. A lo mejor, en algún punto, esto tome tintes de confesionario, aunque no es una confesión, no sé qué es aún. Vale decir que empezaron viéndose hace tres años. Eran amigos y lo siguen siendo, al menos para ella, para Emilia, aunque para él fueron años de relación, de vínculo, y para ella fueron años de amistad, de coger, de nada. Porque Emilia salía con otros chicos, que tampoco fueron tantos, el plural es exagerado; sólo tuvo dos novios y a Julio, que no era novio, ni siquiera salían, en verdad siempre fueron amigos y Emilia a veces se lamía sus heridas con él, con Julio. 

 

Empezó a quedarse en su casa. Julio la atendía, desayunaban café con facturas, la mimaba. Después almorzaban o no almorzaban y se iban a la facultad, porque ambos son estudiantes, ambos estudian Letras, aunque Emilia ya ha terminado la carrera y cursa una maestría de edición en la Diego Portales y Julio no pasará del tercer año, porque es poeta o no es poeta, al menos en el papel no lo es, aunque bien que lo sería, lo será, en la vida, en términos vitales. A veces cenaban o no cenaban y ella se desvestía y se paseaba por su habitación. Entonces él encendía un par de velas con aroma a vainilla encima del escritorio, alumbrando algunos libros apilados: a saber, de Fogwill; a saber, de Houellebecq; a saber, de Clarice Lispector. Y entonces hacían o no hacían el amor, se besaban y se dejaban de besar. Después veían una película que siempre elegía él en la computadora, y cogían otro rato, no mucho, pues al poco andar la cama dejaba ya de sonar. Y vivieron un tiempo así, un par de meses, no tantos eso sí, como si fuesen novios, pero sin nunca serlo —«porque no eran novios, aunque duerman juntos, coman, lean y estudien juntos, aunque compartan esa pasión peligrosa y solidaria que los acerca peligrosa y solidariamente»—; tácitamente estaban juntos y sin embargo no estaban, no estuvieron juntos. Porque las cosas no son tan fáciles, las relaciones a veces son complicadas, sobre todo este tipo de relaciones, donde ella es guapa y él no; donde ella puede estar con cualquiera y sin embargo no puede, en verdad no quiere; donde él de algún modo práctico, quizá esotérico y kármico, la tiene ligada a él; donde el que está enamorado es él y no ella; donde quien sufre por otro es ella, y aunque ya empiezo a repetirme, a lo que quería llegar es que al final Emilia, a diferencia de la película y el libro, no muere. Al menos no ella, al menos no esta vez o al menos hasta que ella decida dejarlo y la relación se resuelva en puro frío y en aguanieve; pura ilusión de cosas que fueron y no serían nunca. Y sin embargo Emilia sigue con él. Y finalmente no es ella quien se va, quien lo deja, quien desaparece. Porque Julio en un impulso que desconocía en sí mismo decide irse a Brasil. Y lo decide cuando ella le dijo que se fuera, que no estuviera, cuando ella le dijo ese viernes que no vaya al bar porque irá con sus amigas y quizá se levante a un chico y se lo lleve a la cama. 

 

Su vida en Brasil transcurre de manera común, normal, pero es muy vago, flojo, un tanto descuidado por decirlo así. Trabaja en un bar de noche. Sigue leyendo a Lispector y se hace fan de un octogenario Rubem Fonseca. Sale de copas con uno o dos amigos. Y allá, en las playas de arena clara y agua luna conoce a muchas chicas. Se involucra con Jaicinha y están juntos un par de meses. Luego conoce a Teresinha, a Marianela, a Flavia y así vamos contando una docena más, casi todas amores de dos o tres noches. Luego viene un período largo de abstinencia involuntaria que busca terminar urgentemente cuando conoce a Clarinha, con quien vive una vida más de pareja, el tipo de relación que Emilia se negó a darle. Y estuvieron juntos un par de años, porque pasaron años para que Julio volviese a estar solo y sintiera la fatalidad de no saber estarlo. Mientras tanto Emilia no ha dejado de hacer lo suyo, pues ha ensayado distintos tipos de relaciones durante los años que empezaron a vivir “separados”, pues es inevitable que esa relación, al ser inversamente proporcional a la de la película, tenga el mismo destino: él muere y ella no. Y con dificultad asumo, querida lectora, mi obsesión por reproducir un relato similar. Porque esto es más para mí que para ti, te ofrezco disculpas por mi egoísmo, porque él muere, es necesario decirlo, repetirlo, confirmarlo, porque un día él, pongámonos serios, la recuerda a ella y ella también lo recuerda a él. Y un día Julio se sumerge, después de semanas de tentativas y coqueteos, a las profundidades de la selva oscura, brasileña, en donde vaga días enteros sin alimento, sin amparo, sin abrigo, y él lo quiere, lo quiso así, pues busca su respuesta o su verdad verdadera y no halla nada, salvo estertores, pesar y muerte. Pero todo eso pasa mucho después, porque ahora, así es, están los dos acurrucados en la pieza queriéndose y sin saber que el tiempo se acaba, que el momento es únicamente este, y esa noche, porque es de noche y duermen juntos, ven la película de Jason Statham, la que dirigió Guy Ritchie, y ella a medio camino se queda dormida y él la ve completa con la esperanza vaga de que ella despierte luego, a media noche, y tenga ganas de hacerlo, aunque ya sabe, sabía que no sería así porque antes de que empezara la película ella le dijo esta noche no vamos a coger, vamos a dormir pero no vamos a coger. Y entonces se formuló en él, en Julio, la ecuación quedarse juntos y no coger es igual a no querer, que ya fue, cuando en verdad no podía dejar de ser porque nunca había sido. A la mañana siguiente se fueron juntos a la facultad y cuando se despidieron se besaron las mejillas, y todas las veces que volvieron a verse se besaron en las mejillas, y lo que ella buscaba no lo obtenía ya en Julio y Julio tampoco encontraba en ella lo que quería, de modo que aunque podía buscar coger con otra chica no lo hacía y Emilia sí que empezó a buscar a alguien que la contuviese, porque Julio quería hacerlo con ella y no con otra, pues la necesidad del deseo y el amor finalmente sólo podía satisfacerlo ella.

 

Tampoco es que Emilia se fue con el primero que le atrajo o el primero que intentó seducirla o el primero que le abrió sus sentimientos, pues no es que Julio no lo hiciese, más bien Julio no entendía con qué intención tenía que hacerlo. O lo comprendía, pero no le salía porque no lo entendía realmente: su mente comprendía, pero su cuerpo, sus actos, no entendían, no demostraban. Y luego vino ese tiempo ingrato y egoísta para él, y de sondeos y ansias para ella. Fue entonces que, después de días esquivos, que se vieron por fidelidad a la amistad y él quiso que fueran al Ácido Bar, y mientras bajaban unos tragos de gin con pepino, porque ella es fanática del pepino y él no, mientras bajaban los tragos de gin fue que él se molestó por el tintineo de mensajes recibidos en el teléfono de ella, y fue entonces que él dijo algo que no debió decir, que la molestó, no tenía ningún derecho a decirlo, debía guardarse para sí ese pensamiento y luego reflexionarlo con verdadero afán, y por supuesto que ella le respondió con honestidad, que son las chicas y que después de esto se irá a otro bar con ellas, y que por favor, Julio, por favor, ni se te ocurra ir o seguirme al bar porque quizá me levanto un chico y me lo llevo a la cama. 

 

Después igual siguieron viéndose, estando y no estando juntos, pues ella todavía seguía yendo a su casa, y él, aunque mucho menos, seguía siendo recibido en casa de ella, y cenaban, estudiaban y dormían juntos, y por eso «alguien que creyera en esta clase de historias, que las coleccionara, que intentara contarlas bien» —y sí, otra referencia más, «gracias, gracias a todos»— pensaría que se van a quedar mucho más tiempo juntos. Pero él se va, lo repito, él, digámoslo de algún modo, se cansa, se agota, se termina. Porque él es alguien que abandona, que se tira del barco si esto fuese una historia de mar, él saltaría del barco no cuando estuviese sin timón y en el delirio, no en medio de la más terrible tormenta, sino en medio del más tranquilo y sereno letargo. Porque Julio paró, es importante recalcar esto, Julio paró y pudo haber seguido, y Emilia no paró, pero tampoco siguió, aunque pudo haber seguido, en verdad no podía seguir ya, quiso haber seguido, en algún punto, pero Julio ya se iba, ya se fue, ya no estuvo más aunque él, evidentemente, moría por ella, en verdad se murió ya, de algún modo, por ella, de ella. 

 

La parte en que todo se acaba viene ahora. Y es que Julio se perdió o se dejó perder en la selva y allí fue picado y mordido por serpientes, arañas y mosquitos. Se encontró con las tribus katukinas que lo recibieron, lo probaron y lo emborracharon para ver si era digno de pertenecer. Su verdadero ser gustó y no gustó. Pongamos que gustó y que Julio en verdad no quiso quedarse en la tribu, porque quedarse no significaba sanarse, enfrentarse a esa verdad verdadera que necesitaba dilucidar, destapar, descubrir o inventar. Y el momento o lugar para él no era ése y sí era ése. Él quería explorarse solo, internarse solo, encontrar el camino análogo de su interior con el terreno cargado de hojas grandes y de lianas largas; y él estuvo ahí, así lo dijeron, en medio de hojas húmedas, embarradas, en un camino asaltado de arañas, serpientes, guacamayos y mariposas gigantes, internándose de una buena vez en la oscuridad verdosa de la selva; de repente un temblor se manifiesta en una rodilla, un tobillo por ahí se estremece, y el barro le enfanga todas las pantorrillas; las hojas caídas de los árboles hace rato que se hundían con él y las serpientes pasaban cerca de sus piernas sin tocarlo, esperando el momento justo de morderlo e inyectarle el veneno, y Julio sigue caminando, incesante, a pesar de la humedad, la lluvia, el calor y las tercianas, y aunque tiene hambre y le faltan fuerzas cuando ya lleva más de cinco o seis horas caminando en medio de una oscuridad que acabará muy pronto —porque son días los que llevaba caminando, sólo había hecho una parada, luego de abandonar las tribus katukinas, y esta/esa es su última noche, no tendrá realmente un amanecer—, porque él sigue, incluso en sus últimos momentos, a rastras, sin rumbo fijo, tan sólo yendo hasta donde sus pasos y arrastre nomás lo dejen —igual que si se hubiese subido a un taxi y pidiese que lo lleven hasta que complete una parte de su último sueldo, que pagó por adelantado al taxista, y quien por horas lo conduce por todo Curato Baldiós hasta dejarlo en una calle que debía conocer pero no conocía—, en medio de la nada oscura y más tarde la nada soleada, verdosa, animalísticamente multicolor, y su cuerpo estará ya difractando, ciego a los rayos del sol, al movimiento de las hojas, al sonido del viento, al reptar sonoro de las cascabeles; los mordiscos de las arañas y las picadas de los mosquitos serán estériles, el posar de las moscas  holográficas inane, la secreción de los sapos infructuosa y la succión de la mariposa vana. 

 

Emilia por los puntos se salva. Si esto fuera otro manuscrito, escrito por otras manos, no se salvaría y él sí. Ella se iría al viejo continente. Los gritos madrileños en el andén del metro saltarían de boca en boca al ver a la mujer saltar en el momento preciso a las vías. Aquí viene el metro gritarían todos, en verdad gritaría yo, porque le/me dieron la oportunidad de existir en otro texto, pero todo eso acá no existe, porque Emilia es la que se entera/me entero de la muerte de él meses después de haberse perdido en el desamparo de la selva, y reacciona/reacciono escribiendo esto, tratando de procesar la/mi situación. Y la revelación es esa (no mencioné que había una), querida lectora, mi egoísmo me trajo hasta acá: al engaño o intento de, tan sólo para ejecutar un ajuste de cuentas silencioso, preciso, reparador, honesto. El pudor a mostrar mi piel seca como la tiza, agrietada y dolorosa; los tajos abiertos del pecho hechos como con hachazos; heridas sangrantes ejerciendo resistencia a la cicatrización y así pues, querida, el pudor me llevó a la impostura, y estas líneas resultan ser finalmente mi suturación; este manuscrito la cauterización que terminará de cerrar lo que este tejido sea incapaz de unir, cicatrizándolo todo con esta última palabra.

Tras A.Z., R.F. y P.P.

 

 

 

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Mauricio Abarca (Melipilla, 1991), actualmente reside en Córdoba, Argentina. Se mantiene inédito.

 

 

 

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