Narrativa chilena actual | Té con leche

«A un lado del sillón hay una mesa lateral, sobre la cual hay un vaso de agua a medio beber, marcado con numerosas huellas digitales; y a un lado de ese vaso hay un corazón de manzana. Restos masticados. Apenas algo comestible, café, oxidado, con dos semillas negras asomándose del centro. Tal vez, algún día, una de esas semillas llegaría a ser algo más. Tal vez no.»

Los dos niños están sentados en el suelo desnudo, frente a un sillón deshilachado, sobre el cual un viejo en camiseta y calzoncillos duerme la siesta.

 

El mayor está concentrado en un juego: construir una estructura con piezas de madera. El menor lo observa con los ojos muy abiertos. De pronto las piezas caen, la torre se desarma y el ruido de las maderitas rebotando hace que el viejo pegue un ronquido y se rasque las costillas. Pero sigue durmiendo. El niño mayor se ríe y se dispone a reconstruir su edificio.

 

El más pequeño solo mira, sentado en el piso frío, con las piernas cruzadas y los labios húmedos:

 

—Tengo hambre —dice, en voz muy baja.

—Yo también —Es la respuesta, indiferente. Después de un rato, el mayor lo mira con la cabeza un poco ladeada. Lo escruta y le dice—: Ya viene la abueli. Parece que vamos a tomar once cuando llegue.

 

El pequeño esquiva su mirada y se lleva un dedo a la boca. Pregunta algo en voz baja.

 

—¿Qué? Habla fuerte po. El Ricardo no se despierta con nada.

 

Dicho esto, el mayor le pasa un dedo al viejo por el bigote. El viejo ronca y se da media vuelta, pero sigue durmiendo.

 

—¿Viste?

 

El menor toma aire y pregunta:

 

—¿Quién es la abueli?

 

El otro lo mira como si estuviera loco.

 

—La abuela Rosa po —contesta—. Nuestra abuela… 

 

El pequeño parpadea con ojos grandes, húmedos, llenos de confusión. Pasea su vista por las paredes descascaradas, se cruza de brazos.

 

—Tengo hambre —repite, despacio.

 

El otro niño lo mira extrañado, pero en seguida menea la cabeza y se concentra en su juego.

A un lado del sillón hay una mesa lateral, sobre la cual hay un vaso de agua a medio beber, marcado con numerosas huellas digitales; y a un lado de ese vaso hay un corazón de manzana. Restos masticados. Apenas algo comestible, café, oxidado, con dos semillas negras asomándose del centro. Tal vez, algún día, una de esas semillas llegaría a ser algo más. Tal vez no. Aún así, el menor de los niños le propina una mirada curiosa, y se humedece los labios. Luego, para distraerse quizás, voltea la vista hacia sus zapatillas y enciende las luces que traen incorporadas en los talones.

 

El mayor mira las luces parpadeantes, y luego sus propios pies. Arruga el entrecejo y se voltea para darle la espalda. Sigue jugando así.

 

***

 

Se abre la puerta y entra una mujer de pelo cano, cargando una bolsa de mercadería.

 

—Saluda a la abueli —dice el mayor de los niños, riendo por lo bajo.

 

El menor se para e intenta acercarse. La anciana le clava la vista, paralizándolo, y luego se retira para entrar a la cocina y trajinar. El pequeño se queda de pie, sin saber qué hacer. Después de un rato vuelve a sentarse donde estaba, y se mira las zapatillas. Las lucecitas a veces se encienden, pero solo para volver a apagarse.

 

Se escucha más ajetreo en la cocina: cajones, loza, cubiertos, maldiciones y murmullos. Ante estos ruidos, el niño mayor se ríe y mira al otro de reojo, pero el menor ahora vuelve a observar los restos de manzana que yacen sobre la mesa lateral. El viejo Ricardo sigue durmiendo sobre el sillón.

 

La abuela sale de la cocina cargando cosas y dice:

 

—Me hacen salir a comprar leseras. ¡Ya! Vengan a tomar once. Y a ese, despiértenlo.

 

Deja unos platos sobre la mesa, también unas tazas, y vuelve a la cocina. Silba una tetera y se oye un chasquido y un gruñido. Cajones se abren y cierran.

 

El mayor de los niños se levanta emocionado y se acerca a la mesa. Desde ahí, grita:

 

—¡Ricardo! ¡Despierta! ¡La abueli trajo comida!

 

El viejo del sillón sorbe saliva y levanta la cabeza, gris y despeinada. Mira hacia la mesa con un ojo cerrado y las cejas alzadas:

 

—¿Ah? ¿En serio? —pregunta, rascándose la guata—. ¿Por qué? —Luego ríe, incrédulo, y menea la cabeza.

 

El menor se levanta del suelo y se dirige a la mesa. Al verlo, Ricardo endereza la espalda e inspira profundamente. Abre el otro ojo y dice:

 

—¡Ahh! Deveras. —Se pone de pie, tosiendo y sobajeándose el vientre—. Buena, qué rico… una oncesita… qué mejor. —Se sienta frente a los niños.

 

La abuela Rosa entra con una tetera y empieza a servir té. Ricardo le agradece, sonriendo.

 

—¡Mira tú! —exclama, con la vista fija en el mayor de los niños—. ¡Qué bien atendidos estamos hoy!

 

Rosa se sienta al lado del viejo y le pega en un hombro:

 

—Cállate —dice—. Ya, cómanse todo. Aprovechen.

 

El menor mira su taza de té, humeando. Ricardo toma una hallulla de la panera:

 

—Uhh… fresquito —comenta.

 

El mayor también toma un pan, ávido, y se lo lleva inmediatamente a la boca.

 

—Oye, échale algo aunque sea —ordena la mujer.

 

El viejo está untando margarina:

 

—Harían falta unos huevitos revueltos —susurra, y le pasa el cuchillo al joven de más edad, para que obedezca a su abuela.

—¡Chá! —exclama ella—. Malagradecío. —Lanza un escupo de fogueo.

—Na, si era broma, mamita.

—Huevos revueltos querí. Búscate pega mejor será.

—¿Pa qué? ¿Pa ser como el Julio y aparecer una vez al año? Estaríai toa botá y la con…

—Yo no estoy botá —dice la señora, cortante, y luego mira al niño pequeño—. Ademá, recuerda que si no hubiese sío por el Julio, yo no pasaba agosto. Y tú estaríai en la calle. Ya. Quédate callao y tómate el té, que se va a enfriar.

—La salud de este país… es una mier… —Ricardo mastica y agrega—: Da. —Traga y hace bajar el bolo con un poco de té. Se quema los labios y arruga la cara, siseando.

 

Rosa menea la cabeza, sombría, con el rostro vuelto hacia el más pequeño:

 

—Ahora —dice—, que por eso una tenga que estar aguantando cualquier tontera, no… No, señor, no. Ya estoy vieja pa eso. —Se vuelve hacia Ricardo y lo apunta con un cuchillo ensangrentado en mermelada—. Yo debería hacer lo que hací tú todo el día. Yo. No tú. Debería sentarme y recibir. Recibir nomá. Mira. —Apunta la mesa lateral—. Ni siquiera erí capaz de botar esos pedazos de manzana a la basura. Apuesto a que mañana va a seguir ahí.

 

El viejo se ríe y levanta las cejas.

 

—¡No es chistoso! —exclama ella, golpeando la mesa—. Ya. Coman callados mejor, o levanto todo y me lo llevo. —Gruñe otras palabras, hundiéndose en su taza.

 

Ricardo y el joven de más edad comen ávidamente, en silencio. La abuela mastica con dificultad, quejándose de su dentadura y de otros dolores.

 

Después de un largo rato, todas las caras se fijan en el más pequeño, quien sigue en silencio.

 

—¿Y tú? —le pregunta Ricardo—. ¿No tení hambre?

—¡A mí me dijo que sí tenía hambre! —acusa el otro niño.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta el pan? ¿Está malo el té? —dice la abuela Rosa—. ¿Ta muy cochino el mantel? Habla.

 

El pequeño, al borde del llanto, cierra los ojos y pregunta si hay leche.

 

—No me gusta el té solo —explica, con una hebra de voz.

 

Los demás ríen, cada uno a su manera.

 

—Uno quiere huevos revueltos —dice Rosa, mostrando los dientes que le quedan—. El otro quiere leche. 

—¿Hay queso? —pregunta el otro niño.

 

Ricardo escupe té, entre risas.

 

—¡No es chiste! —ruge la abuela, poniéndose de pie, su falsa sonrisa desaparecida por completo—. No me parece gracioso.

 

Se acerca al más pequeño y le susurra al oído:

 

—Ya, mijito. Yo le traigo leche. —Su aliento huele a ajo—. Espéreme un segundito, ¿ya?

 

Rosa va a la cocina. Se escucha el refrigerador y algo destaparse. Un líquido pasa de un recipiente a otro. Se cierra el refrigerador. Reaparece la señora con un vaso de leche fría, y lo deja en la mesa.

 

—Ya. Ahí está su leche, mi rey.

 

El niño chico, interpelado, levanta el vaso y chorrea parte de su contenido sobre su té, agregando algunas nuevas manchas al mantel. Pero las manchas a nadie parecen importarles, pues los otros solo observan en silencio.

 

—¿Ahí sí? —pregunta la anciana.

 

El pequeño intenta sonreír, y asiente:

 

—Gracias —dice. Y agrega—: Abueli.

 

Rosa se levanta, le chasconea el pelo y lleva el vaso con el resto de leche a la cocina. Se vuelve a escuchar el abrir y cerrar de la puerta del refrigerador. Reaparece y se sienta, quejándose de dolor en la espalda. Mira a los comensales y pregunta:

 

—¿Qué pasa ahora? —Apoya los puños sobre la mesa.

 

El menor aún no ha tocado su taza. Todavía con timidez, pero un poco menos que antes, pregunta:

 

—¿Dónde está el azúcar?

 

Todos ríen por unos segundos, incluso la abuela. 

 

Ricardo y el otro niño empiezan a pedir otras cosas, hasta que la anciana deja de sonreír y replica, con dureza:

 

—No hay. No hay azúcar. No hay nada más. Se acabó. La re…

 

Se escucha una puerta abrirse y, desde un dormitorio, aparece una mujer de grandes senos, en camiseta escotada y sin sostén, con una diminuta toalla llena de manchas sobre un hombro. En el pecho lleva un tatuaje: un rostro con colmillos y serpientes en la cabeza. Pasa mirando al más pequeño, quien a su vez no puede evitar fijar sus diminutas pupilas, enrojecida su cara, sobre aquellos grandes pezones protuberantes.

 

Ella sigue de largo y va a la cocina. El viejo Ricardo le mira el poto descaradamente. Rosa menea la cabeza y levanta la vista hacia el techo, acaso buscando el paraíso entre las grietas.

 

Desde el dormitorio llega un aire cálido, medianamente nauseabundo: vómito mal disimulado con mucho talco, parafina de una estufa, sábanas sudorosas, ácido láctico.

 

—Ya. Tómate eso —le dice la abuela al más pequeño.

 

Se escucha el murmullo gutural del microondas.

 

El menor, bajo la mirada instigadora de Rosa, bebe un largo trago de té con los ojos cerrados. Finalmente escupe todo de regreso en la taza y arruga el rostro en una arcada amarga, muy amarga. Los demás ríen con fuerza. 

 

—¡Se la tomó! —dijo Ricardo.

 

El pequeño se pasa una manga por la lengua, varias veces, y mira las gotas de té y leche que han quedado desparramadas sobre la mesa. Siente calor en las mejillas y se le humedecen los ojos. Se aguanta, intentando no oír las burlas.

 

Se escucha la alarma del microondas y la mujer del tatuaje vuelve a salir, con una mamadera en las manos:

 

—¿Qué pasó? —pregunta al pasar, mirando la mesa de reojo.

—Nada —dice la abuela, volviendo a ponerse seria.

—Nada —repite Ricardo, riendo y guiñando un ojo—. Le caíste mal solamente. No le gustaste.

—¡Pscht! —contesta la mujer con desprecio, y se retira arrastrando los pies. Cierra la puerta del dormitorio con un portazo. Del otro lado, se oye un llanto apagado y un murmullo, y luego nada.

 

La abuela Rosa mira al pequeño sorberse los mocos y secarse la cara con su chaleco. Lo increpa:

 

—¿Se puede saber qué lesera se te puede dar de comer?¿ah? ¿Quién te crió? Por eso estai tan flaco y erí tan chico.  —El niño mayor se ríe, pero la abuela lo hace callar mostrándole el desastre de su dentadura. Luego sigue hablando—: No es chiste. Además, es mala educación. ¡Eso sí que es mala educación! Uno tiene que comerse lo que se pone en la mesa. Oye. No te escucho. Habla.

—Lo que pasa, mamita —interviene Ricardo, levantándose la camiseta y agarrándose un rollo—. Es que esta gente come puras tonteras que no alimentan.

—Increíble —dice Rosa, meneando la cabeza y mirando el techo—. Sangre de mi sangre…

—Sí —responde el viejo, poniéndose serio—. Increíble…

Las manchas se secan sobre el mantel, perduran.

 

***

 

Se escucha un chirrido eléctrico, luego unos golpes.

 

—¡Está abierto! —grita la abuela, con el rostro clavado en el niño menor.

 

Se abre la puerta y un hombre da un paso dentro de la casa, portando una cara inexpresiva. Es alto como un árbol, viste una camisa y usa corbata rojo sangre. El menor de los niños corre hacia él y le toma una mano. El sujeto lo recibe sin apenas mirarlo. Sus dedos están fríos.

 

Ricardo, quien estaba a punto de beber, se queda con su taza de té a medio camino. Escruta la vestimenta del recién llegado, mudo. 

 

El niño mayor parpadea.

 

Rosa abre los brazos, suspira como un volcán y pregunta:

 

—¿Pa qué lo trajiste?

 

El hombre mantiene un rostro firme, pero en blanco. No dice nada. Los observa, a esos feos sujetos tomando aquella once en esa mesa de mantel manchado. Pasea sus pupilas grises por el lugar. Nota el polvo, las grietas, hasta los restos de manzana. Tuerce la cara y expulsa aire por la nariz. Saca su billetera y deposita algo en una mesa de arrimo, a un costado de la entrada. Luego se va, llevándose al pequeño. 

 

La pregunta de la abuela se mantendrá sin respuesta.

 

 

__________________

Tomás Veizaga Ramírez (Antofagasta, 1990).

“Té con leche” pertenece a su libro de relatos Música callejera (aún inédito). 

El texto, además, será publicado prontamente por Ediciones Esperpentia en la antología de poesía y cuento Vereda Sur.


 

 

Comentarios
Compartir: