Narrativa chilena actual | Una tarde de cultura

«La mujer la ve alejarse, observando cómo su figura finalmente desaparece por la Alameda hacia el poniente. Tiene unas ganas enormes de hojear su regalo, pero de un momento a otro parece advertir algo raro, un murmullo que va creciendo, y pronto olvida el libro. Ahora con extrañeza mira los rostros de las personas. Algo no anda bien, piensa de inmediato, algo ha pasado en la feria.»

Sábado, seis de la tarde. El Centro Cultural Gabriela Mistral, o GAM, está repleto debido a una de las tantas ferias literarias que se realizan año a año en la capital.

Por todos lados se ve gente hojeando libros y hablando, sobre tal o cual libro, con los libreros o quienes atienden los stands. Las personas en los puestos son de todas las clases y formas: Chicos, altos, gordos, flacos, mujeres, hombres, la mayoría vestidos con ropa de marca o vintage, para verse más originales. Casi todos usan lentes, como si fueran la viva imagen de que lectura y los problemas a la vista están íntimamente relacionados. Se les ve felices, a la espera de la presentación de una banda musical ecléctica, conocida entre ellos y que, aseguran, todos deberíamos escuchar.

Entre todo este tumulto va Francisca, que con su mano izquierda tira del carrito con los sándwiches vegetarianos que ha traído para vender, es un carrito pequeño, fácil de llevar. En la espalda de Francisca cuelga una mochila de colores, en donde destaca “Tutti Frutti” escrito con letras rojas. Camina con cuidado, tratando de no tropezar con la gente, hasta llegar al lado de la señora que vende los sándwiches de queso y jamón, con el cafecito correspondiente.

—Hola —le dice la señora—. Póngase por acá nomás, mi niña, hay espacio para las dos.

Francisca sonríe y se instala a su lado. En el suelo estira un mantel verde y sobre él organiza en hileras algunos de los sándwiches de carne de soya o de lechuga y tomate que preparó en su casa, usa jeans que están rotos en las rodillas, una polera de los Komando Jungle y zapatillas Converse. Lleva el pelo largo y rapado a los lados, teñido de verde y azul. Sus ojos verdes miran a los clientes de la cultura, los clientes la miran también y suspira. Con sorna se sienta en el suelo y entrelaza las piernas, como si fuera una maestra oriental a punto de comenzar a meditar, pero en vez de cerrar los ojos y dejarse llevar, saca un libro de su mochila y comienza a leerlo. La señora la observa y sonríe. La muchacha le recuerda a su hija, aunque ella no tenga los ojos verdes, ni se pinte el pelo de colores o se vista con poleras raras.

—Tanta gente que anda —dice la señora buscando conversación— me gustan estas cosas culturales, se ve todo tan bonito, esos jóvenes, esos señores que leen tanto. Deben saber mucho.

La muchacha deja escapar una risita, aunque no separa la vista de su libro. Solo da vuelta la página y trata de acomodarse bien en el piso.

—Qué hermosas son las ferias literarias —insiste la mujer— son mi lugar preferido, ¿sabes?

Pero Francisca solo suspira profundo y cierra los ojos. Ahora tiene que dejar el libro a un lado y atender a los primeros clientes que ve aproximarse. Han pasado solo unos minutos y ya varios les han echado el ojo a sus sándwiches. Como buenos niños, la intelectualidad de nuestro país no tarda en hacer una fila frente a ella. Los sándwiches de carne de soya están a dos lucas y los de tomate y lechuga a luca quinientos. La señora de los sándwiches de jamón y queso mira a los muchachos sin entender.

—Pancito con jamón y queso aquí, niños —les ofrece—. Un pancito y un café a luquita ¡Vamos!, vengan.

—¡Cacha! Cafecito y pan a luca —dice una de las niñas a otra chica— ¡Vamos!

—¡Ay!… pero tienen jamón —responde la otra asqueada—. Yo no como carne, acuérdate.

—El otro día vi en la tele cómo mataban a un cerdito —dice una de más atrás—, fue terrible. No sé cómo pueden hacerle eso a los pobres animales.

De inmediato la señora deja de ofrecer sus productos y se queda en silencio, mirando sorprendida al grupo de jóvenes que hacen fila para comprar los sándwiches vegetarianos. Todos la observan, como si fuese ella la que ha matado al chancho. Los únicos que le compran son los cabros que hacen el aseo. En su rato de descanso y colación se instalan en el suelo, al lado de la señora, y comen sus sándwiches de jamón y queso y beben sus tibios cafés, sintiéndose en la gloria. Miran la fila y a los que compran libros con algún interés, pero desvían la mirada pronto y vuelven a sus conversaciones cotidianas. No hay nada que les llame la atención.

Afortunadamente, para la mujer, la fila comienza a hacerse más pequeña. Francisca parece haber vendido ya casi todos sus sándwiches y ahora los saca directamente de la mochila, donde ha guardado los de reserva. La señora la mira con un poco de envidia, pero luego se siente feliz por ella y no esconde su ternura.

—Regálese uno para acá poh, mi niña —le dice a Francisca—. Si somos colegas.

Francisca se ríe y sigue vendiendo. En su banano sobresalen algunos billetes de luca y de dos lucas, los que trata de sujetar con la mano derecha. Por fin, cuando compra la última persona, guarda bien la plata y asegura el banano.

—¡Chi! Parece que te fue bien —dice la mujer, que continúa mirándola—. Ahora estás toda millonaria.

Francisca vuelve a sonreír, aunque insiste en su silencio. Es más, ni siquiera la mira a los ojos. Solo asiente incómoda y toma el libro que ha dejado hace un rato, con cuidado, y luego vuelve a sentarse de piernas cruzadas para seguir con la lectura.

La mujer se queda observándola por varios segundos. Espera que diga algo o que la mire de vuelta, pero al no ver ninguna reacción, pronto se da por vencida. De todos modos, sin perder la paciencia, comienza a observar todo lo que hay alrededor de Francisca, poniendo especial atención en la mochila que está junto a ella.

—Oiga, mi niña —le dice a Francisca—, ¿me vende un sanguchito de los suyos? Parece que me tenté.

Francisca la mira y se queda pensando.

—Ehhh… no… pucha, sorry, los tengo reservados —le responde.

La señora la mira de arriba abajo y se queda en silencio. «Cabra pesa», piensa «que se vaya a la cresta».

Decide no hablarle más. La muchacha parece no percibir la molestia de la mujer y sigue leyendo, esperando quién sabe qué. Con la mano derecha sujeta el libro y no lo separa de su rostro. Saca su celular, lo mira por unos instantes, como si quisiera comprobar algo, y lo guarda enseguida. De puro copuchenta la señora intenta mirar la portada del libro, Agatha Christie, con letras blancas sobre un fondo negro, y debajo, al lado de una fotografía de una botella de veneno, se lee el título del libro: Cianuro espumoso. La señora jamás lo ha leído, ni tiene idea de quién es esa mujer. Pero, por alguna razón, se siente atraída por la portada y el título le parece interesante.

Francisca, sin embargo, aún se muestra reticente a entablar algún tipo de conversación con ella. Es más, luego de unos minutos, se levanta y deja el libro sobre el mantel, para luego sacar de la mochila los últimos dos sándwiches. Con cautela observa los stands, pero, más que libros, parece buscar una cara y la encuentra. Abriéndose paso entre un par de gordos, logra llegar a la mesa de un hombre que está atendiendo uno de los puestos de las editoriales independientes. Al pararse frente a él, lo llama por su nombre y el sujeto la mira algo extrañado:

—Julián —dice ella—. Oye, Julián, ¿te acuerdas de mí?

Él la observa y trata de recordar, pero no logra asociar su rostro a ningún nombre.

—El año pasado en esta misma feria hablamos caleta —dice Francisca—. Me recomendaste varios libros, al final te compré uno de Agatha Christie.

—¿En serio? —pregunta él—. Pucha, la verdad es que no te recuerdo.

—No importa —responde Francisca—. Solo vine a decirte que me gustó mucho.

—¡Genial! —exclama el sujeto aún confundido—. Me alegra saberlo.

—Te traje un regalo —dice finalmente Francisca, entregándole uno de los sándwiches vegetarianos que hacía un momento ofrecía en la salida del GAM—. Por si te da hambre.

—Gracias, muchas gracias —dice él, con genuina alegría—. Justo estaba por ir a comprarme algo. Me salvaste.

Francisca sonríe, se despide y se aleja. Luego avanza hacia otro stand, en dirección a una mujer de pelo verde, que usa un piercing en la nariz y está sentada leyendo. Mientras se acerca, ve que hay muchas personas comiendo sus sándwiches. Aquello la pone feliz. Al llegar donde está la muchacha de pelo verde, respira profundo. La otra la mira y, algo extrañada, espera a que ella hable.

—Hola, me llamo Francisca —dice al fin—. Hace unos meses te envié por mail un manuscrito con algunos poemas y no me has respondido.

—¿En serio? —pregunta sorprendida la mujer—. ¡Uh! No hemos tenido tiempo para nada la verdad. Tenemos el año copado de publicaciones y otras pegas.

Francisca la observa de pies a cabeza. Mira con atención el stand y ve los libros de la editorial. Son los mismos del año pasado.

—Bueno —responde Francisca, resignada—. Para otra vez será.

De todos modos, te he traído este regalito, espero que lo disfrutes.

—¡Oh! ¡Gracias! —dice la muchacha, mientras recibe el ultimo sándwich de Francisca—. ¡Y justo tenía la terrible de hambre!

Francisca sonríe y se retira, silenciosa y tímida.

Con pasos cortos y calmos vuelve junto a la señora de los sándwiches de jamón y queso. Al mirar a la mujer nota que está muy interesada viendo la tapa del libro que dejó sobre el mantel, pero, al descubrirla, ella desvía la mirada y simula que estaba bebiendo su café.

Francisca la saluda levantando las cejas, se inclina delante del mantel y comienza a ordenar sus cosas en el interior de su mochila. Se ha hecho un poco tarde y el día ha comenzado a refrescar. Termina de guardar sus cosas, cierra la mochila y mira a la señora. En silencio se acerca y, cuando ella se da cuenta, la queda mirando.

—Bueno… me voy —dice Francisca—. Me gustó mucho conocerla.

La mujer se sorprende.

—Para mí también fue un gusto, mi niña —responde sonriendo—. Ojalá nos volvamos a ver.

—Es lo más seguro —dice entusiasmada Francisca—. Sí, ¡de más!

La muchacha quiere abrazar a la mujer para despedirse, pero antes de hacerlo abre su mochila y saca el libro. Sin saber qué es lo que Francisca va a hacer, la señora ve cómo la chica pone el libro en sus manos.

—Un regalo —dice Francisca—. A veces tenemos que escribir nuestra propia historia. Espero que le guste.

—Linda, ¡muchas gracias! —exclama la mujer—. Lo voy a leer, de verdad. Se ve interesante.

Francisca sonríe y se despide, ahora sí con un abrazo. Luego comienza a perderse entre la gente y se aleja del GAM, caminando con su carrito vacío, de la misma forma en que llegó, anónima y silente.

La mujer la ve alejarse, observando cómo su figura finalmente desaparece por la Alameda hacia el poniente. Tiene unas ganas enormes de hojear su regalo, pero de un momento a otro parece advertir algo raro, un murmullo que va creciendo, y pronto olvida el libro. Ahora con extrañeza mira los rostros de las personas. Algo no anda bien, piensa de inmediato, algo ha pasado en la feria.

En la explanada donde se desarrolla el certamen literario la gente se mueve rápido. La preocupación aumenta y la mujer lo nota, sobre todo en la cara de las personas que alcanza a ver en el interior. Advierte confusa cómo varios comienzan a moverse inquietos alrededor de los stands, mirándose, sin atreverse a decir nada. Se ven complicados, descompuestos, y tratan de disimular o soportar un dolor desconocido y repentino, mientras siguen el recorrido a través de los puestos de las editoriales.

Aquella forzada normalidad no es creíble, para nada. La mujer ahora mira detenidamente los rostros y es obvio que aquellos pobres muchachos no están bien. Muchos se llevan las manos al estómago, algunos están pálidos y otros, con expresión de dolor, se acercan y hablan al oído del compañero o compañera que tienen al lado, como confesando algo muy terrible.

—Sí —dice la señora—, algo pasa. Esto no es normal.

Quizás por eso no se sorprende cuando ve a dos tipos pasar corriendo muy rápido en dirección al baño. La señora los ve encerrarse allí, sin siquiera detenerse frente al guardia que está en la entrada custodiando la entrada a los wáteres. Luego les siguen dos niñas y después ve a una pareja de punkis con las manos en el estómago y sudando frío. Ahora la alarma es generalizada y la mayoría de los asistentes no puede sino quejarse del dolor; transpiran y miran preocupados hacia todas partes sin saber qué hacer.

De pronto, la gente comienza a correr hacia los baños. Solo algunos alcanzan a entrar porque, luego de unos minutos, la entrada colapsa. La desesperación es evidente y la fila que espera su turno para entrar crece más y más.

En pocos minutos, aquel recinto cultural pasa de la amena camaradería intelectual a la locura más absoluta. Hay gritos, golpes en la puerta del baño y un olor fétido comienza a expandirse, obligando a muchos a taparse la nariz o a alejarse buscando aire fresco.

La señora observa con tristeza cómo en la fila del baño algunos hombres ya no pueden resistir por más tiempo y caen al piso, cagándose encima de la ropa vintage y los jeans con onda. Se tapa el rostro y no quiere ver cuando dos muchachas de negro tratan de mantener el decoro, hasta que ya no pueden luchar contra su propia digestión. Las dos se cagan sentadas sobre el piso, sin alcanzar a hacer nada, mientras lloran desconsoladas por la vergüenza.

Pero no son las únicas. La señora de los sándwiches y los cabros del aseo, que lo miran todo con odio por lo que van a tener que limpiar, ven cómo por todos lados hombres y mujeres comienzan a cagar en cada uno de los rincones del maldito GAM. Algunos tienen suerte y alcanzan a bajarse los Levi’s ajustados y con hoyos, para ocultarse detrás de un arbusto o una banca, aunque el olor es imposible de disimular.

Otros deciden bajarse los pantalones y sentarse sobre los basureros ecológicos, para regalar al fin material orgánico de calidad ¡Es espantoso! Por todos lados hay gritos y llantos, por todos lados se siente un olor fétido y nauseabundo, por todos lados el caos supera a la cordura, y la civilidad de hombres y mujeres cultos se ve opacada por la caca. Nadie entiende nada.

La señora ve todo con una mezcla de asco y horror. Le da pena lo asustados y humillados que están todos esos chiquillos y chiquillas. Quiere ayudar, pero la sola idea de acercarse al olor a caca la ahuyenta. Decide entonces irse del lugar. En unos segundos ordena sus cosas y comienza a moverse con su carrito. Cruza la Alameda y camina unas cuadras, hasta llegar al siguiente paradero, donde se sienta a esperar la micro que la llevará hasta Puente Alto. Las imágenes que acaba de ver aún la tienen confundida y no las puede alejar de su mente. Sabe que le va a costar mucho trabajo hacerlo. Quizás se queden en su cabeza durante semanas. ¡Y el olor! ¿Qué era ese olor?

Entonces se acuerda del libro de la chica de los sándwiches vegetarianos. Mira el interior de su carro y lo encuentra. Cianuro espumoso. Lo abre. La primera hoja está en blanco, la segunda también. La tercera tiene una dedicatoria, pero luego, las que siguen, no tienen nada escrito. La mujer se extraña. Revisa cada una de las hojas una y otra vez, pero ahí no hay historias ni palabras, ni una mísera letra o dibujo que adorne las páginas.

—¿Qué mierda? —murmura la mujer.

De pronto, el rostro de Francisca aparece en su mente con toda su inocencia. «Cabra de mierda» piensa, mientras ve cómo su micro abre las puertas frente al paradero.

Negando con la cabeza y sonriendo se pone de pie. Le indica al chofer que entrará por la puerta de atrás y un hombre la ayuda a subir el carrito.

Antes de subirse, tira el libro a la calle. Allí, sobre la vereda sucia, el viento lo cubre de polvo y papeles.

 

 

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Gonzalo Vilo (Coquimbo, 1980). Ha publicado los libros de relatos Dark Side (2014), Un Mundo Cualquiera (Ediciones Filacteria, 2018), texto por el que obtuvo la beca del Fondo del Libro, y Tutti Frutti (Marciano Editores, 2023), libro desde el cual tomamos el relato “Una tarde de cultura”. Desde 2014 es editor de Experimental Lunch, sitio web que difunde trabajos de artistas underground.

 

 

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