Panóptico | El hombre imaginario

«Estas escritoras que, en alguna etapa de sus vidas, han puesto a un hombre como centro, que han escrito sobre ellos y los han idealizado, no han sido capaces de soportar la cruda luz de la realidad, pues al descubrir en estos hombres su condición de fantasmas y sueños de su imaginación, algunas optaron por soluciones radicales.»

Tal como sucede con la literatura escrita por hombres, en la escrita por mujeres también, a veces, aparece una figura inspiradora, en este caso la de un hombre que se convierte en el eje de sus vidas, rompiendo sus paradigmas, despertando su deseo, su pasión y la idea de que en alguna parte existe el amor total. Un ser que dada su perfección puede llevar a la mujer a estados de exaltación pura. Pero este tipo de relaciones, al parecer no forman parte de la vida cotidiana, por eso están teñidas por la imposibilidad, el quiebre y la decepción, pues no siempre estos hombres han estado a la altura de las circunstancias o son solo parte de un sueño. Alrededor de la figura de este ser imaginario se han escrito muchas páginas, siendo la inspiradora de grandes pasiones que han quedado en la historia de la literatura. Los casos que recogeremos se centran fundamentalmente en nuestra época contemporánea, no porque este hombre haya surgido solo en los últimos siglos, sino porque es ahora cuando la mujer ha tenido la oportunidad de publicarlo.

 

Violeta Parra (1917 – 1967) conoció al músico y antropólogo suizo Gilbert Favre (1936 – 1998) en su cumpleaños número 43. Los 18 años de diferencia entre ambos no fueron para ella ningún problema. El “Gringo” o el “Chinito”, como le apodaba, fue el último de sus grandes amores, antes se enamoró muchas veces, incluso algunos han llegado a afirmar que siempre estuvo enamorada. Junto al suizo vivió una aventura extraordinaria, como fue su exposición en el Museo del Louvre de París. Sin embargo, por diversos motivos estuvo varios períodos alejada de él y esto fue la fuente de muchas cartas que le envió. En estos textos, en que mezcla elementos de la cotidianidad, de la subsistencia diaria y el amor, se la ve como una creadora llena de pasión, iracunda a veces, celosa, posesiva y enamorada, pero sobre todo llena de dolor: “Un año nuevo sin ti. Mala suerte. Tengo un hombre fantasma ¿Cuándo tendré un compañero a mi lado? Parece que los chinitos no se han hecho para mí. Parece que no estoy en este mundo porque siempre me encuentro volando muy sola…”. Para Gilbert, al parecer, lo que comenzó como admiración por la artista, pasión y amor, con el correr del tiempo se fue enfriando. Son muchas las cartas en que Violeta le pide respuestas urgentes, solicita verlo pronto o lo añora: “Tu carta es bastante diversa. Se diría que ya no me quieres. No me ocultes la verdad por nada del mundo (…) Puede que tengas penas, puede que yo también tenga pena. Puede que se fue el amor y puede que no (…) claro que yo no sé si eres mío, ese es el misterio”. También en la poesía de su última etapa –que es justamente, la de la relación con el “gringo”– encontramos las huellas de este amor. En “Gracias a la vida”, por ejemplo, en el último verso de casi todas las estrofas se habla de este hombre, de su “voz tan tierna” y de sus “ojos claros”. Pero todo termina con la separación definitiva, Gilbert se fue rumbo a Bolivia donde comenzará una nueva vida, es en ese instante donde Violeta escribe este poema extraordinario que nos habla del dolor de la pérdida, del tren que se lleva a Run Run pa’l norte: “En un carro de olvido, / antes del aclarar, / de una estación del tiempo / decidido a rodar / Run Run se fue pa´l norte, / no sé cuándo vendrá / vendrá para el cumpleaños / de nuestra soledad…”. La vida para ella, después de esta partida, no volverá nunca a ser la misma, se llenará de clavos y espinas, poco tiempo después ella también partiría, pero por la puerta de emergencia:Run Run se fue pa´l norte, / qué le vamos a hacer, / así es la vida entonces, / espinas de Israel, / amor crucificado, / corona del desdén / los clavos del martirio / el vinagre y la hiel / ¡Ayayay de mí!”.

 

La poeta uruguaya Idea Vilariño (1920 – 2009), fue una escritora quitada de bulla, tímida y, por lo mismo, poco conocida por los grandes públicos, pero que sin duda escribió una obra poética en torno al amor (sobre todo al desamor) de gran factura, en la que aparece la figura de un hombre ajeno, prestado, alrededor del cual va a tramar sus poemas durante muchos años. Que el hombre sea casado o inaccesible, también es una constante en la obra de Idea –el nombre se le ocurrió al padre, aficionado a la poesía–, quien se enamoró del también tímido y casado novelista Juan Carlos Onetti (1909 – 1994) y, según sus biógrafos, a él están dedicados la mayoría de sus textos de amor. Es una relación de instantes fugaces, sin embargo, fueron capaces de llenarla para toda la vida: “Tal vez tuvimos solo siete noches / no sé / nos las conté / cómo hubiera podido. / Tal vez no más de seis / o fueron nueve. / No sé / pero valieron / como el más largo amor. / Tal vez / de cuatro o cinco noches como esas / tal vez / pueda vivirse / como de un largo amor / toda una vida”. Se enamora de Onetti, la misma noche que lo conoce, según su propia confesión y comienza así una relación que les va a durar toda la vida “un hombre que llegaba a mi casa sin aviso, a cualquier hora, cerrábamos las puertas y las ventanas. Se detenían todos los relojes. Ya no sabíamos si era de día o de noche o si era sábado”, sin embargo, él se casó cuatro veces y con la última de sus mujeres lo hizo mientras mantenía una relación con Idea. Esto no impidió que la poeta lo siguiera amando y que mantuvieran correspondencia toda la vida. Esta situación la lleva a escribir uno de los más grandes poemas de amor–desamor en español: “Ya no será / ya no / no viviremos juntos / no criaré a tu hijo / no coseré tu ropa / (…) no sabré donde vives /con quién / ni si te acuerdas. / No me abrazarás nunca como esa noche / nunca. / No volveré a tocarte / no te veré morir”. 

 

María Luisa Bombal (1910 – 1980) publicó La Última Niebla a los 24 años, en ella aparece la idea de este hombre imaginario que, por supuesto, no correspondía al marido de la protagonista, símbolo de lo rutinario, de lo doméstico, del sometimiento a las reglas de la sociedad burguesa: “Mi marido me ha obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer…”. En esta situación de asfixia interior, ella encuentra, en una noche de niebla, a este hombre ideal que se convierte en su amante, que sí la puede hacer feliz, que sí admira su cuerpo y es capaz de llenarla de goce y de placer: “Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida…”. Esta aventura única la llena de felicidad, le da sentido a su existencia: “¡Qué importa que mi cuerpo se marchite si conoció el amor! Y qué importa que los años pasen todos iguales. Yo tuve una hermosa aventura una vez…Tan solo con el recuerdo se puede soportar una larga vida de tedio…”. Pero la figura del amante comienza a desvanecerse, se convierte en un espectro que ella busca infructuosamente hasta que desilusionada dice: “Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi aventura, todo se ha desvanecido en la niebla…”. Pareciera que M. L. Bombal de alguna forma estuviera hablando de Eulogio Sánchez Errázuriz, al que conoció pocos años antes de escribir la novela, con el que mantuvo una relación bastante infortunada que concluyó dos veces a punta de pistoletazos, queriendo primero terminar con su propia vida y siete años después con la de su amante, seguramente cuando descubrió que no era el hombre que ella imaginaba. Pero esa es otra historia.

 

La sensibilidad de la poeta Teresa Wilms Montt (1893 – 1921) no pasaba inadvertida para los que la conocieron, por la intensidad con la que vivía, intensidad que dejó plasmada en algunas páginas que fueron publicadas póstumamente: Lo que no se ha dicho (Diarios y otros textos), (1922). Nacida en Viña del Mar de familia aristocrática, deslumbraba por su inteligencia, por su vocación artística e inquietudes literarias, extravagantes para una mujer de su condición. Vicente Huidobro que la conoció dijo de ella: “Fue grande en el amor como en el dolor”. Se casó a los 17 años, sin el consentimiento de sus padres, con Gustavo Balmaceda (pariente del expresidente suicida), tuvo dos hijas y un matrimonio bastante desgraciado por los celos de él y su carácter rebelde. Cometió el gran pecado de enamorarse de otro Balmaceda, Vicente (“Vicho”, “Jean”), el primo de su marido. Cuando se descubrió su falta, él y la familia la encerraron en el Convento de la Preciosa Sangre –que aún existe en el barrio Brasil de Santiago–, para reformar su conducta y que fuera una buena esposa y una madre ejemplar. En este lugar escribe parte de su Diario con hondo desgarro, pensando en su amante: “¡Jean, te amo con todas las fuerzas de mi vida y de mi inmensa angustia! ¡Si quiero vivir es por ti, para ti! ¡Si no es posible que yo sea enteramente tuya en cuerpo y alma, prefiero morir o no salir jamás de este claustro solitario!”. Más adelante añade: “Yo solo aspiro a tu amor, fuera de él nada puede interesarme. Tú solo me bastas, tú eres mi todo…”. Pero al parecer Vicho no pudo alcanzar la estatura de Teresa, no fue capaz de entender su pasión de artista y desapareció. Tras ocho meses de reclusión en el convento, el que la rescató del claustro fue Vicente, pero Vicente Huidobro, el poeta, con quien huye disfrazada de viuda a Buenos Aires, causando otro escándalo más en la sociedad santiaguina de la época. Allá publicará sus primeros libros de poemas y nunca más regresará a Chile. Dirá de sí misma: “Mi alma es una huérfana loca que anda de tumba en tumba, buscando el amor de los muertos”. Transgresora de su época, no tuvo la compresión de su familia, menos la de sus amantes, le arrebataron sus hijas y se suicidó, en París, con una dosis de veronal a los 28 años.

 

En febrero de 1956 Sylvia Plath (1932 – 1963) conoce al poeta Ted Hughes, con quien pronto formarán una pareja para muchos envidiable, una pareja de poetas. Se casan ese mismo año, el 16 de junio (en el Bloomsday, día en que transcurre la acción del Ulises, como un homenaje a Joyce). Rodeados de libros, viviendo en departamentos pequeños, cada uno escribiendo poesía (siguiendo, tal vez, el consejo de Jack Kerouac) viajan por Estados Unidos de costa a costa en automóvil, luego “cruzan el charco” y llegan a Europa, conocen España, París, dan clases, obtienen becas que les permiten seguir estudiando, ganan premios. Se radican en Londres, ella publica su libro de poemas: El coloso (1960). La vida les sonríe. Sylvia escribe en su Diario: “Todas mis ideas trilladas contra el matrimonio con un escritor se han disipado con Ted (…) cada vez que lo publican me alegra más que si me publicaran…Es como si él fuera la media naranja perfecta para mí”. Ella había conocido literariamente a Hughes al leer alguno de sus poemas en una revista, entonces había sentido que escribía de manera extraordinaria y cuando se lo presentaron lo admiraba profundamente. Años más tarde escribirá en la “Oda a Ted”: “Bajo el crujido de la bota de mi hombre / brotan verdes retoños de avena (…) Con solo mirarlas / él fecunda las tierras secas…”. Pero lo que parecía perfecto, con un hijo de por medio, comienza a enturbiarse: lo doméstico aparece, las enfermedades, un aborto espontáneo. ¿Cómo escribir, a qué horas?, ¿quién se hace cargo de lo doméstico? Intentando comenzar de nuevo compran una casa de campo. Allí, entre árboles frutales y animales de granja, llega otro hijo, pero Ted de hombre imaginario, comienza a transformarse en hombre real, pues en 1962, tras mantener una relación clandestina con la poeta Assia Gutman, abandona a Sylvia dejándola con los dos niños pequeños. El invierno de 1963 fue muy frío, el dinero no alcanza. Vive con sus hijos en un pequeño departamento en Londres, se levanta muy temprano para escribir (es el único momento del día que tiene), pero la calefacción no funciona y a pesar de que en enero publica su novela La campana de cristal, el 11 de febrero, después de prepararles el desayuno a sus hijos, se encierra en la cocina, da el gas y mete la cabeza en el horno. Su exmarido –Ted Hughes– se adueñará de los textos inéditos de Sylvia y los llevará a imprenta, destruyendo, según algunos, aquellos en que quedaba mal parado. 

 

Después de terminar estas notas, nos damos cuenta que la realidad se impuso, en estos casos, de manera brutal. La desaparición del hombre imaginario y el descubrimiento de su irrealidad son trágicos. Estas escritoras que, en alguna etapa de sus vidas, han puesto a un hombre como centro, que han escrito sobre ellos y los han idealizado, no han sido capaces de soportar la cruda luz de la realidad, pues al descubrir en estos hombres su condición de fantasmas y sueños de su imaginación, algunas optaron por soluciones radicales. Así, después de tanto placer y sufrimiento quedan solo sus textos como testimonio, las palabras. Sus amores hace tiempo que son polvo, pero como dice el poeta: “Polvo serán, más polvo enamorado”.

 

 

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La versión original de este artículo fue publicada en Radiomix (www.radiomixonline.net) en noviembre del 2020.

 

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