«Una mujer que vuela por los aires, más que ir con los pies por la tierra, una figura que hace soñar de amor al escritor y a los lectores, pensando, creyendo –claro porque también es cosa de fe– que en alguna parte se debe encontrar alguien parecido, que sea capaz de romper con la realidad y que, tal vez, sea esa misma que cruza la calle en un semáforo o perdemos para siempre entre la multitud de una estación de metro. Esta figura que hoy nos preocupa es la mujer imaginaria, que aparece y desaparece en la vida de un escritor, dejando una estela, a veces, de alegría o sufrimiento, pero también una obra que, en muchos casos, trasciende al amor que la inspiró.»
“Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad”
(Robert Desnos)
La historia de la Literatura está llena de casos donde una mujer ha inspirado a un escritor, ha despertado su pasión, hasta el punto que una obra ha nacido gracias a su magia, a su aura, a la fascinación que despierta. Una mujer que vuela por los aires, más que ir con los pies por la tierra, una figura que hace soñar de amor al escritor y a los lectores, pensando, creyendo –claro porque también es cosa de fe– que en alguna parte se debe encontrar alguien parecido, que sea capaz de romper con la realidad y que, tal vez, sea esa misma que cruza la calle en un semáforo o perdemos para siempre entre la multitud de una estación de metro. Esta figura que hoy nos preocupa es la mujer imaginaria, que aparece y desaparece en la vida de un escritor, dejando una estela, a veces, de alegría o sufrimiento, pero también una obra que, en muchos casos, trasciende al amor que la inspiró.
Comenzaremos con una historia conocida, la de Dante Alighieri (1265 – 1321), autor de La Comedia –años después Petrarca la calificará de Divina–. Obra arquitectónicamente perfecta, está divida en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso, cada parte consta de 33 cantos que más el canto introductorio suman 100. Nada es azaroso en ella, todos estos números son sagrados para el cristianismo. Este gran poema fue escrito durante la Edad Media, pero como toda obra genial se anticipó a la época siguiente, es decir, al Renacimiento, pues si bien es cierto el texto narra el viaje de Dante desde la tierra hasta el Paraíso, pasando por el Infierno y el Purgatorio, en otras palabras, el viaje espiritual del hombre a Dios, no es menos cierto que este viaje lo hace inspirado por el amor a una mujer: Beatriz Portinari (1266 – 1290). Claro que este amor era muy especial, según se cree el florentino la vio solo tres veces en su vida y nunca la tocó, pues ella –amargamente– se casó con otro. Sin embargo, su muerte –muy joven– inspiró un sueño al poeta que sería la primera piedra del gran poema, convirtiéndose en su musa ideal y en el símbolo de la mujer imaginaria como ángel y salvación, superior en virtudes al hombre, pues sin ella se sentía perdido en el caos. En la obra aparece sobre un carro, en una nube de flores y ángeles para guiar a Dante en su paso por el Paraíso para llegar a Dios. Al encontrarla, en su viaje, después de contemplar las penas del Infierno y el Purgatorio dice: “…llena de estupor y de gozo, mi alma saboreaba aquel manjar que al mismo tiempo sacia y provoca nuevo apetito (…)”. Y le ruega: “– ¡Vuelve tus ojos a tu fiel seguidor, que para verte tantos pasos difíciles ha dado! Concédenos la gracia de mostrarle por gracia tu rostro…”. (Purg. C.XXXI). Marcando para siempre la Literatura con la imagen de la mujer–ángel, salvación para el hombre.
Otro caso, mucho más contemporáneo, es el de Nicanor Parra (1914 – 2018). El antipoeta, que dejó muy pocos rastros biográficos en su obra, hizo una excepción cuando escribió a fines de los años 70 “El hombre imaginario”, este texto es muy distinto al estilo antipoético que había cultivado hasta entonces, no hay ironía, ni humor, ni tampoco usa el lenguaje coloquial: “El hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios / a la orilla de un río imaginario…”, se trata más bien de “una historia” de desamor, en la que todo es imaginario, menos el dolor que el hablante siente por la pérdida amorosa: “(…) Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario.” La mujer imaginaria, según declaración del mismo Parra, era menor que él, casada, con dos hijos, perteneciente a una familia burguesa. “Era inconmensurable y eterna (…) Yo tenía 64 años y ella 32. Y ella era la mujer que yo soñaba, y que yo buscaba y que creía haber encontrado”, dice el antipoeta en una entrevista. Pero no se pudo, ella lo abandonó y él escribió el poema, porque la otra salida, según su propia confesión, habría sido el suicidio. La poesía como antídoto frente al abandono, la poesía como terapia frente al desamor. El antipoeta que se había reído e ironizado y disparado “a diestra y siniestra”, no pudo, en este caso, reírse de sí mismo, tuvo que convertir a la mujer real en la imaginaria.
Siguiendo las huellas literarias de esta musa, nos encontramos con esta primera frase que, al mismo tiempo, es una pregunta en la novela Rayuela (1963) de Julio Cortázar (1914 – 1983) “¿Encontraría a la Maga? (…) Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Él que dice esto es Horacio Oliveira, protagonista de la novela, “La Maga se sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas”. La Maga es la musa metafísica del protagonista, definida por su libertad, fumadora de “Gitanes”, despeinada, “loca” y espontánea. “Una mujer para ser admirada, para ser reverenciada, que te hechice como hada mágica” y, al mismo tiempo, inocente, muy lejos del “intelectualismo” de otros personajes de la novela. La Maga es París, la bohemia y la pobreza de los escritores sudamericanos en esa ciudad, es la poesía y el jazz que apenas entiende. Aunque, paradójicamente, adquiere más relevancia en la novela cuando desaparece, cuando se convierte en “la mujer imaginaria”, en ese amor inalcanzable que ni la más grande de las sincronías volverá a reunir, pues hay que decirlo también, Oliveira nunca fue capaz de comprender verdaderamente a esta mujer a la que muchas veces ninguneó y dejó escapar: “Oh, Maga en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor una pausa filosa y cristalina que acaba de derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra…”. La Maga desaparece y con esto la poesía en la vida de Oliveira, dejando un vacío metafísico difícil de llenar.
Fernando de Herrera (1534 – 1597) y Enrique Lihn (1929 – 1988) tienen en común desarrollar algunos de sus poemas sobre la temática que estamos discutiendo. La aparición y desaparición de “la mujer imaginaria”. Herrera se enamoró (casi en secreto) de una noble, la condesa Leonor Fernández de Córdoba y Milán de Aragón, casada con el conde don Álvaro de Portugal y Colón, a la sazón, protectores del poeta sevillano. Se entenderá, por lo tanto, la imposibilidad de este amor. Las convenciones, el catolicismo de la época, serán impedimentos que los separarán. Pero, igualmente, ella será la motivación de su poesía amorosa, idealizándola, como hombre del Renacimiento. Dirá de ella que era: “Un divino esplendor de la belleza”, además será para él: Luz, Lucero, Estrella, etc. lo que nos da la idea de su brillo y también de su fugacidad y lejanía, pues el poeta, que en algún momento parece haber sido correspondido por la condesa –claro que desde lejos–, verá frustrado su deseo por el desdén de su musa: “Vuelve tu luz a mí, vuelve tus ojos; / antes que quede oscuro en ciega niebla”, confinándolo solamente al estado de un “buen amigo”, desde donde nunca más salió. De ahí el desengaño de su lírica, el tono depresivo y frustrado, todo es sueño y apariencia, engaño, la vida es breve. Se anticipa, así, a los tópicos literarios del Barroco: “Si es error querer amar / yo cometí gran error”, nos dice esta alma de poeta desolado.
Por otra parte, Lihn, en su poemario Al bello aparecer de este lucero (1983) le hace un guiño intertextual a Herrera (es decir, lo lee, lo cita, sumando el dolor del poeta renacentista al suyo propio), pues el título del libro justamente procede de un poema del español, por lo cual, y adentrándonos en la poesía del chileno, nos damos cuenta de la filiación de ambos poetas. Pero la razón de su frustración es distinta, el hablante, según nos dice, recibió en su puerta un “ángel terrible (…) esa misma muchacha a quien amé / en silencio hace cosa de cien años…”. A diferencia de Herrera el amor llega a su puerta, pero al parecer llega tarde, pues nos dice: “Natural fue que nada resultara / (…) Herido y muerto del amor que huía / en el momento mismo de su aparición”. El motivo de la imposibilidad de ese amor será tal vez que: “A mis cincuenta y dos años mi corazón late más / allá del infarto / bajo la presión de una criatura de ojos translúcidos, / demasiado joven…” y también demasiado bella, la llega a comparar con la “Venus de Botticelli” “que no es tan linda como tú”. Pero Lihn, hombre al fin y al cabo del S.XX, tiene una mirada irónica y crítica del poema y de su lenguaje, dando cuenta de su irrealidad, de su falta de referente real: “Tú y yo no somos más que palabras”(frase lapidaria, pero verdadera, todos finalmente no seremos más que palabras), “Remedo de algunas escenas que podríamos haber podido / vivir juntos si todavía fuéramos reales”, su irrealidad finalmente hace que desconsolado por la pérdida de la mujer vague por las calles de la capital del imperio, donde se juntan todos los ríos de la existencia: “Busco una aguja en el pajar / a una belleza en Nueva York, que se parezca a la tuya”. Inútil búsqueda, como la de todos, de la mujer imaginaria.
En 1928 el padre del Surrealismo, André Breton, publica su célebre novela Nadja, que narra el encuentro del protagonista con una joven que lo fascina. Claro que la narración se hace en un estilo muy libre, casi lírico, huyendo de las convenciones de la novela clásica (que para Bretón era burguesa y encasillada). El protagonista, llamado igual que el autor, se encuentra varias veces –debido a extrañas “coincidencias”– con Nadja en París, ciudad enorme que, como en un extraño laberinto, siempre los guía al encuentro del otro. Esta mujer para el narrador es mágica, fascinante, sensual e incomprendida, con algo de locura y también de lucidez, es aquella mujer arquetípica que puede ser la musa de cualquier poeta: inocente, extravagante, desconcertante, una mujer con la que la palabra “amor” suena a cliché, pues habría que inventar otra palabra para esta relación. Muchos lectores después de leer Nadja buscaron a esta mujer imaginaria, especialmente a orillas del Sena, en los cafés o en las calles de París. El final de la musa no es como en otros casos, la muerte, el abandono o la indiferencia, sino la reclusión tras las paredes de un hospital psiquiátrico. De Nadja nos queda, entonces, el sueño del protagonista, esta historia de amor incomprendido, libre, surreal. “Desde el primero hasta el último día, tuve a Nadja por un genio libre, algo así como uno de esos espíritus etéreos a los que determinadas prácticas de magia permiten atraerse momentáneamente, pero que de ninguna manera podrían ser sometidos”. Cuántos poetas habrán soñado con una mujer así, cuántos después de encontrarla la dejaron ir. Leer, por ejemplo, el poema “Carta a Nadja” de Gonzalo Rojas.
Francesco Petrarca (1304 – 1374) conoció a Laura el viernes santo de 1327, convirtiéndose en la dama de sus sueños, aunque ella casada con otro hombre (¡otra vez!) no podía corresponderle. Desde aquí comenzará a escribir los poemas que constituirán el Cancionero dedicado a la vida y a la muerte de Laura, que murió joven. Se sabe que Petrarca trabajó muchos años en estos textos, incluso que obsesivamente los revisó hasta su muerte (fueron publicados completos recién en 1470). Muchos de estos textos serán escritos en la estructura del soneto –“camisa de fuerza” de la poesía– que Petrarca perfeccionará y hará popular, tanto así que en Occidente lo cultivarán en todas las lenguas modernas escritores como Garcilaso, Shakespeare, Quevedo, Darío, Mistral y hasta Neruda. El soneto se impondrá, así, como la forma perfecta para describir la pasión amorosa y no solo eso, este tipo de amor idealizado será la base del amor occidental –que Petrarca heredará de los trovadores–. Laura, que será la mujer idealizada a partir de los cánones vigentes en la Edad Media, se encuentra –como para Dante– en un estado superior de perfección –“Un espíritu celeste, un sol miraba / cuando la vi”– pues representa la belleza perfecta y las virtudes cristianas: “Volaba la dorada caballera / a Laura que en mil nudos la envolvía /(…) y al mirarla así sola semejante / por lo bella, modesta y pudorosa, / yo ser juraba su inmortal amante”. Pero ella se muestra fría frente al poeta –esta característica parece ser una parte de la personalidad de estas musas–, aunque esto se puede entender como prudencia, recordemos que ella tenía marido. Al morir su amada, el poeta siente consuelo al pensar y cantar su encuentro en la vida eterna. Para algunos, Laura como tal no existió realmente, sino que solo es un símbolo literario, una mujer imaginaria.
Para finalizar, solo queda decir que lo comentado en estas breves notas es solo una parte de esta historia que se escribió, escribe y seguirá escribiendo a lo largo de los siglos, la mujer imaginaria siempre está rondando a los escritores y será la musa inspiradora de sus obras y, parafraseando una frase conocida, llevando al extremo la paradoja, “si no existiera, habría que inventarla”, como podría ser el caso de muchas de las obras, de los autores comentados y de otros como Pedro Salinas, E. A. Poe, Boris Pasternak, los trovadores y un largo etc.
_________________
La versión original de este artículo fue publicada en Radiomix (www.radiomixonline.net) en octubre de 2020.




