Panóptico | ¿Por qué leer El Quijote hoy?

«Cómo no nos vamos a reír cuando entendamos que la palabra “quijote” hacía referencia a una pieza de la armadura que cubría el muslo, o sea, una especie de “muslera” y que “La Mancha” era para los lectores de Cervantes un lugar tan prosaico como cualquier otro, de ahí que el nombre de la novela, “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, era bastante ridículo, pues a “Ingenioso e hidalgo”, que podían ser atributos  positivos, se le contraponía el nombre del caballero que, para que el lector comprenda, sonaba algo así como “El ingenioso hidalgo don Muslera del Mapocho”. O sea, desde el título es una burla, una parodia, por ejemplo, del Amadís de Gaula, la más famosa de las novelas de caballería de esos tiempos.»

A todos mis amigos que nunca han leído completo “El Quijote”.

 

Este artículo está dirigido a aquellos buenos lectores que, sin embargo, nunca han leído El Quijote de manera completa. Para aquellos que sabiendo que en algún momento deberían leerlo, que es una “deuda” que se arrastra año tras año, lo dejan para después. Por lo tanto, este artículo no está dirigido a especialistas que busquen una “nueva” mirada sobre la novela de Cervantes. No me interesa ser novedoso, ni menos original. Para acometer esta empresa quijotesca –la de escribir este precario artículo sobre esta obra monumental– me basaré en mi experiencia como profesor de literatura que ha tratado de enseñar y cautivar a sus alumnos –con buenos y malos resultados– y en mis lecturas de la obra, como de otras a lo largo de los años. El lector de este artículo no encontrará citas a otros autores, ni menos una bibliografía extensa –como se estila en estos casos–, solo encontrará un resumen muy breve de razones por las que yo creo importante leer hoy El Quijote.

 

En fin, comencemos de una vez. La primera o la única pregunta que habría que tratar de responder es ¿Por qué tenemos que leer El Quijote hoy? Es decir ¿Por qué en esta época de la acumulación, de la búsqueda del beneficio urgente, de la satisfacción inmediata, habría que acometer la empresa de leer una obra que tiene más de 400 años de publicada, que tiene 126 capítulos con infinidad de situaciones, personajes, además de un español –de comienzos del S. XVII– confuso para nosotros, lleno de arcaísmos propios del protagonista, que trataba de imitar el habla de un caballero medieval? O ¿Por qué en esta época de lo instantáneo, de las series –que, con mirada bovina, recibimos cada noche con la boca abierta–, habría que hacer un esfuerzo y leer esta novela? Esa es la pregunta, la única pregunta que hoy me propongo responder, pero claro, mi respuesta no es única. 

 

La primera razón por la cual habría que leer esta obra es exclusivamente literaria y les interesa principalmente a los novelistas, porque Cervantes nos enseñó a escribir novelas, él es la fuente de todas las narraciones modernas y contemporáneas, y esto por su forma tan singular, tan maravillosamente artística que solo podía aflorar de la mente de un genio. La estructura de las aventuras es simple, pero tiene variaciones hasta el infinito. El hidalgo Alonso Quijano enloquece de tanto leer libros de caballería e, imitándolos, busca un nombre: Don Quijote de la Mancha, con el que se interna en el mundo real creyendo que es el de sus novelas, transformándolo. Generalmente alguien le dice que lo que ve no existe, sin embargo, él insiste, y viene el choque entre lo que él cree que ve y lo que realmente es. Choque entre sueño y realidad.  

 

A nivel formal se encuentra también otro aspecto clave, que la gente olvida o pasa por alto a la hora de leer la obra, pues la leen en serio y con cierto temor de no entender, como si fuera la Biblia o algún tratado de filosofía o alguna gran tragedia griega –esto seguramente inspirado por las clases de algún trasnochado profesor de Lenguaje que la enseñó sin pasión, obligado–. No toman en cuenta que la primera intención de Cervantes fue criticar a través de la parodia –imitación con fines de burla– los libros de caballería, esas novelas que él tanto amó y que hablaban de héroes gallardos e invencibles, princesas hermosas y virginales, gigantes, dragones, o sea, un mundo maravilloso, pero irreal, un mundo que no existía. En este lugar instala a don Alonso Quijano de alrededor de 50 años –un anciano para el S XVII, quizá hoy diríamos alrededor de 70–, quien quiere ser un caballero como los que él había leído, en un mundo donde ya no hay caballeros, más bien son parte del pasado medieval, pero él no lo sabe (o en su locura lo olvidó) y eso hace que todos lo traten de loco –porque hace tonteras– y el lector se ría de él. Cómo no nos vamos a reír cuando entendamos que la palabra “quijote” hacía referencia a una pieza de la armadura que cubría el muslo, o sea, una especie de “muslera” y que “La Mancha” era para los lectores de Cervantes un lugar tan prosaico como cualquier otro, de ahí que el nombre de la novela, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, era bastante ridículo, pues a “Ingenioso e hidalgo”, que podían ser atributos   positivos, se le contraponía el nombre del caballero que, para que el lector comprenda, sonaba algo así como “El ingenioso hidalgo don Muslera del Mapocho”. O sea, desde el título es una burla, una parodia, por ejemplo, del Amadís de Gaula, la más famosa de las novelas de caballería de esos tiempos. En definitiva, Cervantes quiso reírse de este tipo de libros, comenzando con los poemas en tono burlesco del comienzo, porque le llenaron la cabeza de mundos que no existían –y no solo a él, sino que a una época y a una nación que salió a navegar por todo el mundo buscando aventuras– y para esto creó una novela “realista” donde la maravilla estuviera vedada.

 

Sin embargo, no pudo sustraerse completamente de ella, pues el lector de esa época, como el actual sentirá que la realidad, sobre todo de los personajes, es altamente contradictoria, ambigua. Quijote es un cuerdo o un loco, un cretino o un sabio (pues sus aventuras son ridículas, pero guiadas por un ideal). Sancho es un simple ignorante o es perspicaz e inteligente (como lo demuestra en muchos pasajes de la obra). También sentirá que la historia contada se sitúa dentro de otra historia, que lo que estamos leyendo es una traducción del árabe, idioma con que la escribió su “verdadero autor” (Cide Hamete Berengelli) que Cervantes es solo el transcriptor de la traducción, que incluso muchas veces el escritor español es un personaje de la novela o es amigo de uno de ellos. También aparecen, en la II parte (1615), varios personajes que han leído la I parte e incluso algunos otros caballeros imitadores de Quijote ¿Acaso la locura es contagiosa? ¿Acaso la realidad comienza a contaminarse de lo irreal o es al revés? 

 

En estas escasas líneas es imposible detallar todos los aspectos formales que la novela de Cervantes trabajó con éxito y que han sido estudiados, desde la aparición de la obra, por una caterva de críticos. Por ejemplo: “la polifonía narrativa” (varios  tipos de narradores),  el lenguaje de la obra –que en cierto momento fue considerado un modelo a seguir por todos los que escribían en español–, el desarrollo de los personajes, pasando por las historias intercaladas que sobran (a mi gusto) en la I parte y con las que Cervantes trató de resumir la narrativa de su época, imitando  todos los estilos literarios que él conocía, como gran lector que fue y un gran etcétera del cual todos los novelistas después de Cervantes han sacado provecho.

 

En segundo lugar, otra de las razones por las que hoy deberíamos leer El Quijote y esta, a mi juicio, supera a la anterior, pues la primera descrita más arriba es de interés para estudiosos de lo narrativo o novelistas en ciernes, tiene que ver con las ideas que se desarrollan en la obra, lo que comúnmente se denomina “el fondo” (mensaje) para diferenciarlo de “la forma” (estructura). De esta manera, el fondo de la obra está diseñado de tal manera que puede ser leído en todas las épocas y siempre tendrá una interpretación plausible, es decir, esto es lo que denominamos un “clásico”. Por esto cada período ha interpretado la novela de acuerdo a su propia sensibilidad.

 

Comencemos, pues, por la más general, una lectura histórica, de acuerdo al contexto de producción de la novela. Quijote es símbolo de la decadencia del Imperio Español que a comienzos del S. XVII y después de la derrota –perdón por el oxímoron– de la “Armada Invencible” comienza su paulatino retroceso de un pasado glorioso a un presente ramplón. España es un viejo con la cabeza llena de fantasías –la lucha de los caballeros católicos frente a los protestantes, la unión del Imperio “donde nunca se pone el sol”– que decide hacerle frente a un mundo nuevo donde la razón y la lógica ahora tendrán su reino y países más pragmáticos (Inglaterra) alcanzarán la gloria. Cervantes advierte el choque de su tiempo entre una nobleza cada vez más decadente, soñando con glorias, mientras el pueblo, debido a la pésima administración del imperio, vive en la pobreza. 

 

Nos situamos aquí en un aspecto clave de la obra como es el comprender que Cervantes vive en un período de transición en España entre el Renacimiento (clásico, equilibrado, optimista, idealista, soñador, con éxito económico) y el Barroco (oscuro, desequilibrado, pesimista, realista, ambiguo, decadente) y El Quijote logra comprender la contradicción entre estos dos estilos opuestos, presentándonos a un soñador que quiere cambiar el mundo, enfrentado a una realidad donde esos sueños ya no encajaban.

 

Pero también El Quijote es la lucha personal de Cervantes (1547 – 1616), pues habría que asomarse solo unos instantes a su biografía para darnos cuenta que “el caballero de la triste figura” es de alguna forma su retrato. Ambos tienen, más o menos, la misma edad, ambos son lectores impenitentes de libros de caballería que les han llenado la cabeza de sueños y locas fantasías. Las de Cervantes de ser soldado, sueño que termina con un disparo de arcabuz dejándole inútil su mano izquierda (“El manco de Lepanto” le llamaban por la batalla del mismo nombre). Fue raptado por los turcos y tratado como esclavo durante casi cinco años. Su sueño de ser soldado se derrumba y quiere ser escritor, pero con poca suerte, por lo que pasa a ser recaudador de impuestos, un oficio infame para todos aquellos a quienes les cobraba. Cae en prisión por problemas financieros dos veces, en una de ellas, se supone, comienza a escribir El Quijote como una forma de desquitarse de la vida que había tenido, de los sueños y de su fracaso. Con la publicación de la obra tampoco vino el éxito. No gozó de los beneficios económicos de la I parte (1605), pues entregó todos sus derechos de autor a su editor, además en 1614 aparecerá una II parte de El Quijote apócrifa, es decir, falsa, escrita por un tal Alonso Fernández de Avellaneda –pseudónimo de un autor hasta ahora desconocido– que trató de aprovecharse de la fama de la I parte de la obra de Cervantes, pero muy lejos de la calidad del original. En su II parte (1615) no deja pasar la oportunidad de hacer muchas críticas al falso Quijote, pero pocos meses después morirá (1616), sin sospechar la trascendencia e importancia de su novela. 

 

Sin embargo, quizá la razón más importante, que nos debería hacer leer El Quijote hoy, sea la que voy a tratar de explicar a continuación. Como lectores de esta obra, nos ocurre algo similar a los protagonistas, vamos cambiando, evolucionamos, no somos los mismos que comenzamos a leer la novela –aunque la leamos varias veces en la vida–. Si al comienzo nos reímos con las tonterías de don Quijote y Sancho, luego sentiremos pena, usando nuestra empatía, nos apiadaremos de ellos, para finalmente, admirarlos y aquí está palabra no está de más. Porque cuando leemos esta obra nos estamos enfrentando a una gran metáfora, que tiene que ver con nuestra condición de seres humanos, seres falibles, precarios que, armados de sueños, como el Quijote de la I parte, nos atrevemos a salir de la calidez de nuestra casa, “a vivir” con el riesgo que esto significa (claro que al comienzo no lo sospechamos): el riesgo de fracasar. Porque vivimos soñando, aunque igual hay un Sancho u otro amigo (con los pies en la tierra) que nos dice que tenemos que tener cuidado, aunque a pesar de eso nosotros seguimos adelante, porque nos conduce la fe que lo podremos lograr, sin embargo, la vida y sus obstáculos nos van demostrando que nuestros sueños –los verdaderos sueños, nuestras utopías, nuestros ideales– no se pueden lograr, que la perfección no existe en esta tierra, pero que uno no debe ser medido por los “éxitos” alcanzados, sino por los ideales con los que uno soñó. Pero después de los fracasos, como Quijote, deberemos volver a nuestro lugar, con la armadura abollada, a lavar heridas, a descansar para salir nuevamente. Porque ese es nuestro sino como seres humanos.

 

Hoy el neoliberalismo nos enseña a reemplazar nuestros sueños con bienes materiales, con bienes de consumo, con marcas de fábrica. Nos ha enseñado a acumular individualmente cosas, en lugar de tener ideales colectivos; hoy, como siempre y al igual que en la época de Cervantes, vivimos una “Edad de Hierro”, no una “Edad de Oro” que es la Edad a la cual Quijote quería volver. Una edad donde la riqueza económica ni las posesiones privadas fueran lo más importante. “Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia” y donde la lucha del caballero es “para defender las doncellas, amparar a las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos”. Esa es la lucha de Don Quijote, una utopía que hasta el día de hoy sigue vigente.

 

El Quijote se presenta, entonces, desde que apareció, cuando el mercado estaba dando sus primeros pasos, como una lucha antisistémica, una lucha por alcanzar bienes más altos que, ni siquiera la muerte –la derrota última del protagonista, ni la nuestra– podrá vencer. Los hombres pasan: murió Cervantes, el autor de estas líneas morirá y tú también estimado lector, sin embargo, los sueños y los ideales no. Estos se van traspasando de mano en mano, de cabeza en cabeza, de corazón en corazón. Por eso los grandes cambios de la humanidad, las grandes revoluciones no fueron dadas por personas que acumularon, sino por seres que soñaron con mundos mejores. Con razón hoy leer El Quijote puede ser considerado, por muchos, una locura. Para qué vamos a “perder” nuestro valioso tiempo “productivo” de acumulación, de entretención barata, fácil y superficial, leyendo una “antigualla” de la cual ya sabemos incluso el final, esto no tiene sentido alguno, además podría ser peligroso e incluso dejar de ser “productivos” y dedicarnos a soñar. Claro, que siguiendo el ejemplo del “Caballero de la triste figura”, no sirve de nada soñar si no ponemos nuestros sueños en acción. Esa es la verdadera intención –que quizá Cervantes no intuyó al escribir la obra–, que en última instancia su novela es una invitación a rebelarnos en contra de lo consideramos una vida vacía. Una vida sin más aspiraciones que las de producir para consumir y luego tomarnos una foto para subirla a nuestras redes sociales, en fin, la vida de la inacción, una vida sin sentido. 

 

Alonso antes de ser Quijote no era nadie o a nadie le importó lo que era. Alonso comenzó a vivir cuando decidió ser don Quijote, allí su vida adquirió sentido, cuando se planteó un ideal por el cual luchar o por el que valiera la pena morir. 

 

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La versión original de es este artículo fue publicada en Radiomix (www.radiomixonline.net) en enero del 2021.

 

 

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