«Después de leer un poema en honor al poeta maldito, seguimos caminando, buscando la residencia de otro escritor y fue así como agotamos calles de piedra y edificios bajos, en esa mañana luminosa de enero, con algunas nubes en un cielo de color azul. De tanto en tanto nos topábamos con otros transeúntes que en parejas o solitarios recorrían las diecinueve hectáreas, buscando una dirección entre las 35.000 tumbas húmedas y frías. No es fácil caminar entre tanta muerte, entre tanta “Piedra negra, sobre una piedra blanca” como diría el Cholo Vallejo en uno de sus poemas más famosos.»
“De cuando en cuando y a los lejos / hay que darse un baño de tumba”
(P. Neruda)
¿Qué tienen en común Charles Baudelaire, César Vallejo y Julio Cortázar además de ser escritores? La respuesta es simple. Todos están muertos y enterrados en el mismo cementerio en París, es decir, a unas pocas cuadras de distancia en esta “ciudad de los muertos” se encuentran estos grandes hombres de la Literatura.
¿Cuántos caminos tuvieron que recorrer? ¿Cuántas páginas tuvieron que escribir? ¿Cuánto sufrir, cuánto gozar? ¿Cuántas vidas tuvieron que vivir para, finalmente, “descansar” en este mismo barrio de París? Pongo descansar en comillas, porque no puedo dejar de recordar el poema de Nicanor Parra (que a todo esto está enterrado en el patio de su casa de Las Cruces, en un simple hoyo en la tierra):
“claro — descansa en paz / y la humedad? / y el musgo? / y el peso de la lápida (…) / y los malditos gusanos / que se cuelan por todas partes / haciéndonos imposible la muerte / o les parece a ustedes que nosotros / no nos damos cuenta de nada…”.
Cuando leo este poema (o antipoema) no puedo dejar de pensar en el destino de los muertos, incluso de los muertos “ilustres”, pues tal vez se dan cuenta de todo (ver: “La amortajada” de M. L. Bombal) y muchas veces son enterrados en lugares que ellos jamás hubieran escogido, por ejemplo, junto a la familia que los repudió o en tumbas prestadas o en cementerios, los cuales ellos nunca visitaron.
Son pocos los que pueden escoger el lugar donde “vivirán” la muerte. Incluso, si es así, sus tumbas a veces se constituyen en el lugar de visita de este nuevo personaje que aparece en las calles de las ciudades de hoy, e incluso en aquellos cementerios donde se encuentran los que jugaron en la primera división del arte, la ciencia o la Historia del mundo: el turista cultural. Personaje, por lo general, esnob e inofensivo, que viaja por el mundo detrás de celebridades muertas o vivas, o de lugares de prestigio cultural, en busca de una foto que pueda subir a sus redes sociales. Lo que antes era la peregrinación de unos devotos, fieles y conversos que viajaban, por ejemplo, en busca del Santo Sepulcro o de la Basílica de San Pedro, hoy todo esto, gracias al mercado y a la moda del viaje, es un paquete turístico transable en divisas de distinto tamaño o color, disponible para estos turistas.
Hacía mucho frío cuando nos dirigimos, una mañana de fines de enero, desde la estación del metro “Raspail” hasta la entrada del cementerio Montparnasse, bajo un sol de invierno en París. Estaba muy interesado en recorrer este sitio buscando las tumbas de algunos escritores (hay mucho, poco tiempo y hay que escoger, como en el Louvre). El panorama era bastante desolador, a pesar del cuidado europeo del recinto inaugurado en 1824, pues es un cementerio que nos recuerda a la muerte, nuestra mortalidad y, también, la vanidad de las construcciones que hablan de la riqueza del que está depositado y de su familia. Muy lejos de esos parques a la moda norteamericana, llenos de pasto y pequeñas plaquitas, para que nos olvidemos que allí abajo, en las raíces, la gente se pudre.
Poca gente a esa hora de la mañana recorría las tumbas, buscando algún familiar o, tal vez, perdidos como nosotros, persiguiendo la tumba de alguien famoso, que apareció nombrado en esas guías tan cómodas de la red, al son de títulos como: ¿Qué hacer en París en tres días? París se presta para todo, es la ciudad emblema del turismo, para todo tipo de turistas, incluso los culturales, gracias a que el general nazi Dietrich von Choltitz, quien, según la leyenda, desobedeciendo a Hitler, no destruyó los monumentos de la Ciudad Luz en 1944.
Después de mucho andar buscando, entre este laberinto de lápidas (perdón, por el cliché), sin mapas que nos hubieran servido mucho y luego de recorrer muchos patios llegamos, por fin, hasta donde se encontraba la primera tumba que queríamos visitar, la del poeta Charles Baudelaire (1821 – 1867), padre y profeta de la poesía moderna. Para aquellos que no lo conocen, sepan que es imposible entender la poesía contemporánea si no has leído “Las flores del mal” (1857). En vida la relación con su padrastro, el general Aupick, siempre fue conflictiva, el militar representaba todo aquello contra lo que el poeta luchó (¿Puede haber, sobre todo en nuestra época, dos vocaciones tan opuestas?). Baudelaire fue, diríamos, un dandy y un antisistémico: un poeta maldito que experimentó y sobrepasó los límites morales de su época, rebelándose en contra de la vida burguesa de la cual provenía, usando drogas, enamorándose de prostitutas y, para mayor escándalo, de raza negra. Además, escribió (y esto es lo verdaderamente importante) varios poemas que fueron condenados por inmorales y otros que abrieron todos los caminos de la poesía actual, es decir, él cambió la poesía para siempre. También participó en estallidos sociales en donde, desde las barricadas, llamaba a fusilar a su padrastro, por conservador y reaccionario. Pero la sífilis (como a otros artistas de la época) lo fue consumiendo poco a poco, hasta que, a los 46 años, el 31 de agosto de 1867, falleció, y su madre decidió enterrarlo en la tumba familiar, donde había sido inhumado su padrastro diez años antes.
Al mirar la lápida de su tumba que es igual a la de muchas otras que hay en Montparnasse, sin ninguna señal especial que indique la importancia de quien ahí está enterrado, lo primero que llama la atención es la gran descripción de todo lo que hizo en vida el General Aupick, diez líneas ocupan todos los cargos que ejerció (aunque la verdad es que hoy nadie se acuerda de lo que hizo, excepto porque él fue el padrastro de Baudelaire). En segundo lugar, está el poeta, el genio oscuro, el genio incomprendido, “el albatros” a cuyo arte le deben todos los poetas desde la segunda mitad del SXIX, en adelante. Para él solo hay tres líneas, no hay ninguna palabra a su rol de poeta y solo se lee que fue “son beau fils” (el hijastro del general) y la fecha de su muerte, ninguna señal, ningún verso. Solo marcas de labios pintados con “rouge” de alguna fanática visitante. La lápida se cierra con los datos de la madre del poeta, Caroline Archenbaut Defayes, que murió en 1871.
Seguramente, ni el general, ni Baudelaire habrían querido ser enterrados, uno al lado del otro, pero la madre, que sobrevivió a ambos, quiso que esa tumba siguiera el modelo clásico de la familia “bien constituida”, aunque fuera después de la muerte. Los que nunca se entendieron en vida, tendrán toda la muerte por delante para conversar (ver “Pedro Páramo” de J. Rulfo) y así quizá el general, por fin entienda los versos de su hijastro, que al igual que el albatros, vivió exiliado en la tierra.
“El poeta es como el príncipe de las nubes / (…) exiliado en el suelo en medio de los abucheos / sus alas de gigante le impiden caminar”. (“El albatros”)
Pero, después de leer un poema en honor al poeta maldito, seguimos caminando, buscando la residencia de otro escritor y fue así como agotamos calles de piedra y edificios bajos, en esa mañana luminosa de enero, con algunas nubes en un cielo de color azul. De tanto en tanto nos topábamos con otros transeúntes que en parejas o solitarios recorrían las diecinueve hectáreas, buscando una dirección entre las 35.000 tumbas húmedas y frías. No es fácil caminar entre tanta muerte, entre tanta “Piedra negra, sobre una piedra blanca” como diría el Cholo Vallejo en uno de sus poemas más famosos. Y no es casualidad que recordara este título, pues la tumba que buscábamos era la de César Vallejo (1892 – 1938), el gran poeta peruano, víctima de sus muchas hambres, como diría Juan Larrea. Gran innovador de la lírica en español que dejó libros fundamentales, en los que innovó en el lenguaje y pasó de una poesía de dolores propios e individuales, físicos y metafísicos, el dolor humano, a solidarizar con los miles y miles de explotados en el mundo, adentrándose como deber ético en una poesía más política y comprometida con su tiempo. Pasó así de una poesía vanguardista (“Trilce”) a una poesía que no podía desconocer la injusticia (“Poemas humanos”).
La tumba de Vallejo es de un estilo mucho más moderno que la de Baudelaire y la ocupa desde que, en 1970, su viuda Georgette hizo trasladar sus restos desde el cementerio Montrouge, donde había sido enterrado originalmente, y que era mucho más cercano a lo que el poeta peruano había tenido que vivir, tanto en Perú como en París, un cementerio más modesto de clase trabajadora y no como Montparnasse, cuyo vecindario está lleno de la burguesía que nunca convivió con el Cholo.
Es que la vida y la obra de Vallejo siempre estuvo ligada al dolor, a la muerte y al fracaso, tanto así que declaraba en el poema “Espergesia”: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave”. París, la ciudad que lo recibe en 1923. nunca lo trató muy bien, pues es una gran ciudad para las personas de dinero, para el turista con euros, pero es una ciudad inhóspita para los pobres o para los inmigrantes sin trabajo. Así, para Vallejo esta ciudad estuvo cargada de dolor, de carencias económicas y metafísicas. De pensión en pensión, su traje negro cada vez más gastado, su ceño adusto, su perfil indígena, su color de piel y la miseria lo fueron hundiendo hasta declarar:
“Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo / me moriré en París y no me corro / un jueves como es hoy de otoño…”. (“Piedra negra sobre una piedra blanca”).
Y, efectivamente, cayó en un coma, del cual ya no se pudo recuperar, el jueves 14 de abril de 1938, muriendo al día siguiente, un Viernes Santo. La tumba tiene su nombre y el de su viuda Georgette, y siempre tiene algún recuerdo, flores, banderitas peruanas, boletos de metro, cigarrillos, fruta, como pequeños regalos para este gran poeta que murió de una enfermedad desconocida, algunos han dicho que de hambre, otros de tanto comer papas (que era el único alimento que podía comprar), otros dicen que de pena, al ver sus ideales socialistas hundirse bajo la bota fascista en la Guerra Civil Española, de hecho escribirá un libro de poemas sobre ese tema “España, aparta de mi ese cáliz”.
En la lápida, bajo el nombre de César Vallejo, se lee: “Que quiso descansar en este Cementerio”, sin embargo, hay algunos que aseguran que el poeta habría querido ser enterrado en el Perú, en Santiago de Chuco, su pueblo natal, pero en fin, está en este cementerio de París, por deseos de él y/o de su viuda, quien reposa a su lado y que mandó a escribir un epitafio bastante críptico que dice: “He nevado tanto para que duermas” (Georgette). Quizá habría podido escoger algo más significativo, algo como lo que escribió alguna vez el poeta y que fue lo que leímos antes de despedirnos: “Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé / golpes como el odio de Dios…” (“Los heraldos negros”).
La mañana avanzaba rápido, nos quedaba poco tiempo entre esas tumbas, había que salir pronto de ahí a seguir viviendo, más allá de estas paredes, pero aún teníamos otra tumba que visitar, otro amigo que conocimos gracias a que habíamos leído sus obras, otro maestro a quien homenajear. Seguimos, entonces, adentrándonos en el cementerio, ahora sin mapas, para llegar a la tumba de un argentino que nació en Bruselas, se crio en Barcelona y murió en París, con la nacionalidad francesa: Julio Cortázar (1914 – 1984), el cronopio más famoso.
En los años ’60, Cortázar alcanzó la fama gracias, fundamentalmente a sus cuentos fantásticos y a la novela “Rayuela”, imprescindible lectura para todo aquel que quisiera pasar por intelectual en ese tiempo. Su literatura, su afición por el jazz, los gatos, el box y la política, especialmente su relación con la izquierda, lo convirtieron en un ícono que, a diferencia de los vecinos que habíamos visitado esa mañana, lo hicieron disfrutar de una fama bien merecida que, extrañamente, ha ido disminuyendo con el tiempo entre las masas documentadas. Fue también uno de los emblemas de esa gran campaña publicitaria llamada “Boom latinoamericano” junto a Vargas Llosa, Carlos Fuentes y García Márquez.
Al llegar a su tumba nos sorprendió la simpleza de ella, de mármol blanco, con una imagen escultórica de un cronopio, personaje creado por el narrador, y con solo tres nombres y sus respectivos años de nacimiento y muerte. Arriba su última mujer Carol Dunlop, muerta dos años antes que Cortázar, aunque era 32 años más joven. Su muerte, sumió al escritor en una profunda depresión que no pudo superar. En segundo lugar el nombre del escritor, sin epitafio, ni ninguna señal de quien fue y más abajo, la primera mujer de Cortázar con la que había estado casado 14 años y de la que había separado en 1967: Aurora Bernárdez, quien lo cuidó cuando este quedó viudo y que falleció en 2014. Como vemos, el escritor fue enterrado con dos de sus mujeres, todo muy civilizado, todo muy francés. No hay celos, ni guerras, ni revanchas. Muy lejos de “Los sonetos de la muerte” de Gabriela Mistral, quien quería ocultar el cadáver de su amante de todas aquellas que se lo quisieran disputar (gesto muy sudamericano, celos “post mortem”). También sobre la tumba, se puso un letrero en francés y español, pidiéndole a los admiradores de Cortázar respeto por el lugar. En fotos más antiguas, antes de este letrero, se puede ver la tumba tapizada de piedrecitas, cartas, flores, monedas, cigarrillos, boletos de metro con alguna inscripción, es decir, gente que iba con el afán de dejarle una palabra o un regalo al escritor. Después de leer un par de frases de “Rayuela”, nos comenzamos a despedir. Nuestro tiempo en el cementerio se había acabado.
Teníamos que buscar la salida, había sido “un baño de tumba” muy prolongado, sentíamos cómo la muerte nos acechaba y ya queríamos salir a seguir viviendo, mientras pudiéramos, pues una tumba también será nuestro destino y quizá alguien nos vaya a visitar, a veces, y después de un rato tendríamos que decirle lo mismo que, seguramente, piensan todos los muertos que están bajo tierra de sus visitantes y que Parra interpretó acertadamente en el antipoema que citamos más arriba y que termina con:
“dejémonos de pamplinas / ante la tumba abierta de par en par / hay que decir las cosas como son:/ ustedes al Quitapenas y nosotros al fondo del abismo”.




